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viernes, 26 de junio de 2015

El problema del hombre


   Con el fin de preparar el inminente estreno de Terminator: Génesis, y para hacer honor al curioso título con que esta se nos presenta, he recorrido los orígenes de la saga, viendo de nuevo las cuatro películas que hasta el momento la componen, cosa que no hacía desde que vi en el cine la última de todas ellas. Esta es una buena costumbre, pues no solo refresca la memoria del espectador de cara a la siguiente entrega, sino que también le ayuda a acercarse a aquellas con la madurez y la experiencia que le otorga el inexorable paso del tiempo; así, en películas que podría presuponer trilladas, es capaz de descubrir aportes que pasaron inadvertidos en un primer visionado, pero que ahora se le abren ante los ojos como inéditas versiones de la misma historia.

   Como es sabido por todos, Terminator postula que, en un futuro no muy lejano, los hombres se deberán enfrentar a las máquinas, que, tras una guerra nuclear instigada por ellas mismas, tendrán como único objetivo la dominación total del planeta. Por fortuna, el bando humano cuenta con el liderato de John Connor, cuyas artimañas ponen constantemente en jaque a sus enemigos. Pero estos han descubierto la capacidad de viajar en el tiempo, por lo que envían al pasado un exterminador, es decir, un mercenario metálico programado para asesinar a la madre de aquel, Sarah Connor, de manera que este nunca venga al mundo, y, por consiguiente, las máquinas puedan ejercer su absoluto control sobre él. A su vez, los soldados de la Resistencia, que también conocen la posibilidad de trasladarse en el tiempo, envían a un miembro de sus filas, para que custodie a aquella y, por tanto, sigan contando con la presencia de su caudillo en el porvenir. Pero como el cibernético asesino no logra su objetivo, la trama se complica y se prolonga a lo largo de otras tres películas, aunque alcanzará su colofón, según parece, en esta de cuyo estreno hemos hablado arriba.

   En el aspecto netamente cinematográfico, debemos reconocer la valía de los dos primeros títulos, pues, a pesar de los años que ya pesan sobre ellos, continúan ofreciendo un espectáculo de acción y entretenimiento muy bien dirigido. Este buen hacer se manifiesta sobre todo en Terminator 2: el juicio final, película que no se limita a repetir los cánones que condujeron al éxito a su predecesora, sino que se atreve a profundizar en las casuísticas temporales y afectivas de un guión sencillo; además, deja asomar tímidamente la eterna problemática del hombre, muy presente en los relatos de la ciencia-ficción contemporánea. Por desgracia, este honroso testigo no fue recogido por Jonathan Mostow y su tercera entrega, que expone con nula originalidad una mezcla de ideas de las otras dos; y aunque Terminator Salvation elevó un poco el decaído nivel, la saga dio con ella muestras de estar acabada.

   Sin embargo, y a la espera de ver si el prometedor reboot agarra por las orejas el conejo que miraba desde la chistera de T2, esta última película ya le dio su pábulo, preguntándose cuál es la esencia del ser humano. Si recordamos, Terminator Salvation está protagonizada por un cíborg que desconoce su naturaleza robótica, por lo que se comporta de manera espontánea como un hombre corriente. Como sus ignaros creadores lo programaron para reunirse con ellos en un determinado punto estratégico, es perseguido por la incómoda sensación de caminar hacia él sin identificar el porqué. En su andadura, conoce los sentimientos de la lealtad, del valor y de la amistad, rozando incluso el del amor y el de la tristeza. Finalmente, cuando es arrestado por la Resistencia, descubre su auténtico origen, hallazgo que lo lleva a cuestionarse sobre su propio ser.

   La película, por tanto, plantea que existe una diferencia muy pequeña entre el hombre y la máquina, y que esta se irá reduciendo a medida que los autómatas evolucionen y experimenten emociones similares a las humanas. Ciertamente, esta aseveración puede parecer arriesgada, ya que nos resulta impensable e imposible que un robot cualquiera sienta las mismas pasiones que un ser humano, más aún las del odio o el amor (acerca de esta materia, recomiendo el visionado de un humilde e interesante film titulado Sueños eléctricos); pero la verdad es que la técnica avanza a una velocidad tan asombrosa que aquel límite puede llegar a ser puesto en entredicho. Imaginemos que un sofisticado androide es pertrechado de un simple termómetro y que, a la vez, es programado para que, cuando este baje a una determinada temperatura, se vea sacudido por esporádicas vibraciones y busque un lugar cálido donde el mercurio vuelva a subir: ¿acaso un hombre no está predeterminado de alguna manera para que, al sentir frío, tiemble y busque cobertura? Si es así, ¿en qué se diferencia uno de otro? Posiblemente, el lector conozca la respuesta, aunque no sepa argumentarla; sin embargo, es conveniente sentar las bases de una postura adecuada, pues de esta depende el concepto mismo del hombre.
 
 

   Todo el mundo recuerda la definición que acuñó el filósofo Platón para el concepto que nos ocupa: “Ser bípedo implume”; a la vez, es posible que todo el mundo evoque el modo en que el anárquico Diógenes refutó dicha tesis: tras despojar a una gallina de su plumaje, la arrojó en medio de la gente, para que corretease entre ella con sus dos patas. Y es que, verdaderamente, el ser humano trasciende lo físico, por lo que no puede ser identificado en exclusiva con su apariencia, que, como hemos visto, puede ser imitada (recordemos también los replicantes de Blade Runner o el entrañable protagonista de Inteligencia artificial). En su interior, por el contrario, el hombre percibe signos que apuntan a una realidad espiritual irrenunciable, que lo acompaña desde su nacimiento hasta el final de sus días: la apertura a la verdad, la complacencia en la belleza, el sentido del bien moral, la libertad, la voz de su conciencia y la aspiración al infinito y a la dicha. A esa realidad que sirve como base para las citadas aperturas, el hombre la denomina “alma”.

    La Iglesia define el término “alma” como “la semilla de eternidad que el hombre lleva en sí” (Gaudium et spes, 18. 1), y esta está tan unida a su cuerpo que debe ser considerada como su propia forma; es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente. Bien es cierto que ello nos puede llevar a colegir que todo ser dotado de vida goza asimismo de un principio inmaterial que le da forma, como ocurre con el hombre, por lo que aquella no sería patrimonio exclusivo de este, y, por tanto, resultaría inútil para nuestro propósito de identificar la nota distintiva del ser humano. A este aparente inconveniente, sin embargo, respondió ya el filósofo Aristóteles, otorgando un tipo de alma a cada ser vivo: la vegetativa, que permite las funciones vitales básicas, como la reproducción, el crecimiento y la nutrición, a las plantas; la sensitiva, que capacita para la percepción, el apetito o el deseo y el movimiento, a los animales, y la intelectiva, caracterizada por la voluntad y el entendimiento, al hombre.

   A diferencia de esos principios de vida específicos de cada ser animado, el alma humana no muere con el cuerpo, sino que, como hemos visto, lo trasciende, pues encierra en sí unos deseos de eternidad y felicidad impropios de aquellos otros. Ello no quiere decir en absoluto que el alma inmortal, por un lado, y el cuerpo mortal, por el otro, sean naturalezas diversas que se encuentren contingentemente unidas en el hombre, sino que, al revés, dicha unión constituye una única naturaleza, y, por tanto, su misma esencia. Por este motivo, el citado filósofo define al hombre como un compuesto de alma y cuerpo, acepción que más tarde sería ampliada por Boecio y santo Tomás de Aquino mediante el siguiente axioma: “Sustancia individual de naturaleza racional”.

   Nos encontramos, pues, frente a una dimensión sobrenatural del hombre que este no ha podido otorgarse a sí mismo, pues del orden físico no se puede inferir otro de carácter propiamente espiritual; es decir, mientras que la apariencia de un ser humano depende en gran medida de la herencia legada por sus progenitores, el alma no parece que sea fruto de la misma, pues algo material no puede engendrar algo espiritual. Por otro lado, y como ya hemos visto, el alma humana goza de la inmortalidad, característica que el cuerpo al que da forma no le ha podido conceder, pues él mismo carece de ella. El hombre, entonces, deduce la necesaria existencia de un ente que comparte la naturaleza espiritual del alma, pero que, a la vez, la trasciende, pues ha de ser mayor que ella para poder crearla. Dicho ente es Dios.

   Esta deducción es fundamental en el camino del hombre para reconocer su propia esencia: al determinar que su alma ha sido creada por Dios, comprende que también lo ha hecho partícipe de su vida divina e inmortal. Este descubrimiento señala, a su vez, una verdad más alta, pues si Dios, que es omnipotente y eterno, se abaja hasta el punto de comunicar su naturaleza a una criatura limitada y finita, significa que ama expresamente a esa criatura y que, por consiguiente, anhela compartir con ella su eternidad. De este modo, el hombre advierte que, para formar parte de esa realidad, debe corresponder con amor al que por amor lo ha creado.

   El alma espiritual es, por tanto, ese punto específico que hace del hombre un ser distinto de los demás. Volviendo, así, al ejemplo del cíborg programado para experimentar el frío y reaccionar a él conforme lo haría una persona, esta siempre estará por encima de aquel, pues encierra en su interior esa semilla de eternidad que es, a la vez, prueba del amor y de la predilección de Dios. Esto último es también el fundamento de la dignidad de cualquier miembro de la especie humana; es decir, al ser fruto del amor divino y al albergar en sí esa aspiración a lo infinito, el hombre no debe ser tratado del mismo modo que una máquina, la cual puede ser objeto de desecho cuando ha cumplido la función para la que ha sido programada o cuando ya no es capaz de llevarla a cabo por antigüedad o disfunción. Por desgracia, la sociedad de hoy parece haber olvidado esto, ya que contempla al hombre como si de una máquina se tratase, pues elimina a los que considera inservibles y potencia a los que mayor rendimiento obtienen.

   Al final, en los últimos minutos de su metraje, Terminator Salvation postula que la diferencia del hombre con respecto a la máquina estriba en su corazón, que es capaz de amar y de entregarse. El mundo actual, extremadamente secularizado, ha sustituido el término “alma” por este otro de “corazón”, atribuyendo a este órgano las aptitudes de aquella; pero el corazón, aun siendo rodeado por esa aura espiritual que la gente hoy le concede, nunca alcanzará la importancia que, según hemos visto, posee el alma. Más que nada, esto indica que el hombre, que en la actualidad ha relegado a Dios de su vida, lo sigue sin embargo necesitando, por lo que se ve obligado a inventar sucedáneos que suplan esta ausencia. Pero esto será considerado en otra ocasión.

 
 

domingo, 14 de junio de 2015

Los puentes de Madison

   Recuerdo que, hace unos años, mientras estudiaba en el seminario, un profesor citó la película del gran Clint Eastwood Los puentes de Madison: afirmó que era una cinta memorable y la única que le había hecho llorar de cuantas historia romanticonas pueblan nuestras pantallas tanto cinematográficas como televisivas. En ese momento, un aventurado alumno levantó la mano y espetó que le parecía aquella una afirmación terrible, pues el largometraje describía un adulterio que, para mayor escarnio, era maquillado con ese halo romántico que tanta mella parecía hacer hecho en el alma del citado docente. Este, sorprendido, intentó hacerle entender que la película no versaba sobre eso, sino sobre el verdadero amor; pero el intransigente seminarista, tal vez acicateado por el ardor que caracteriza a los que dan sus primeros pasos en el mundo de la Teología, se hizo fuerte en sus ideas y no cedió un palmo en su punto de vista, que se había convertido en una auténtico visor que apuntaba directamente a las opiniones dizque condenables del pobre profesor.

   Cuando la clase tocaba a su fin, el sacerdote zanjó la batalla dialéctica pidiéndole al alumno inquisidor que revisase la cinta, para que llegase a descubrir su error, pero este declinó la oferta y enarboló el pendón de la doctrina sobre las cenizas a las que él mismo había reducido el largometraje de Eastwood. Por mi parte, debo decir que yo había visto la película y que, como al lacrimógeno profesor, también me emocioné, pero que, tras las invectivas de mi compañero, dudé si había experimentado dicha emoción por culpa del revestimiento edulcorado que la misma hacía de esa intolerable transgresión, o si lo había hecho por simple debilidad romanticona. Sea como fuere, olvidé rápidamente esos asaltos a la conciencia, pues la perentoriedad de los estudios y la ajetreada vida del seminario me hicieron caer muy pronto en la realidad académica y sacerdotal que requerían de mí toda la atención.

   Sin embargo, andando el tiempo, y tras enamorarme del cine de Clint Eastwood a medida que lo iba conociendo, cayó en mis manos una copia del título que nos ocupa; en ese momento, recordé de inmediato aquel discurso ortodoxísimo del aguerrido seminarista y las escuetas palabras del inerme docente, así que me dispuse a verla de nuevo y, de este modo, juzgar acerca del vencedor en aquel combate que ocupó casi la totalidad de la hora de clase. Lo que vi me llenó de ternura y me hizo comprender que aquel venerable sacerdote, en su humildad, tenía más sentido común que el osado alumno, pues lo que me mostró cada fotograma fue un canto al amor verdadero y responsable que ha de existir en un matrimonio.



   Como sabéis, la película narra el encuentro entre un fotógrafo divorciado y un ama de casa devorada por la vida rutinaria y el menosprecio de unos hijos que rozan la adolescencia; como diría el clásico, entre el fuego y la estopa, el diablo sopla, de manera que lo que podría haberse quedado en una mera amistad se convierte en una indecente pasión amorosa. Así pues, durante los cuatro días que aquel debe pasar en el pueblo de aquella, ambos viven una relación que trasciende lo puramente carnal, pues se llegan a desear hasta el punto de idear una fuga conjunta. No obstante, y a la hora de la verdad, el ama de casa, interpretada por una estupenda Meryl Streep, comprende que debe permanecer al lado de su familia y mantener en el recuerdo este intenso amor que ha conocido con el también estupendo Clint Eastwood.

   En un primer momento, podemos otorgar la razón al exaltado estudiante de Teología, pues, ciertamente, la mujer cede a la progresiva tentación que la presencia del fotógrafo le ofrece, y, para más inri, dicha caída está descrita con una suavidad  y una elegancia que nos hace condescender con ella (de manera particular, recuerdo el flirteo de ella con él en el famoso puente y, sobre todo, el mágico instante en que ella, mientras habla por teléfono, va enderezando el cuello de la camisa de él, hasta que posa su mano sobre el hombro de este… una sublime puesta en escena que solo es capaz de hacer alguien que se ha forjado con los grandes clásicos del cine). Mas, en un segundo momento, y a la vez que avanza el metraje de la cinta, nos damos cuenta que aquel profesor tenía razón, pues, acercándose ya los últimos minutos, Meryl Streep reacciona y se despierta de la ensoñación en que vivía, aduciendo que el huir con él sería una cobardía, un mal ejemplo para sus hijos y una traición hacia su marido; así que, a pesar de los ruegos de (esta vez sí) un poco creíble y lloroso Eastwood, decide quedarse en su hogar (mientras que una cinta de hoy caería en la facilidad de mostrar que ella abre la puerta del vehículo y corre bajo la lluvia a los brazos del fotógrafo, esta es más realista y nos muestra que se aferra hasta el último momento al picaporte de la puerta, pero que su amor es más grande que la pasión y que, por consiguiente, debe ser fiel a su compromiso).

   He aquí una palabra que hoy ha sido desterrada del panorama amoroso actual: “compromiso”. Cuando preparo a los novios para su inminente “sí, quiero”, les pregunto qué significa para ellos el término “amor”; dependiendo de su nivel religioso, que suele ser escaso, me suelen dar una respuesta u otra, pero todas se resumen en algo así como que es un sentimiento muy fuerte que uno experimenta hacia otra persona, amén de alguna mención a la intimidad conyugal en la que, desgraciadamente, ya son avezados cuando vienen a formalizarla. Frente a esto, mi pregunta es irrenunciable: entonces, cuando una pareja (los términos “matrimonio” y “noviazgo” también sufren un malicioso ostracismo lingüístico) alcanza una edad tal que ya no siente el mariposeo estomacal característico del amor, o que no se consume por yacer en un tálamo que ha servido de testigo mudo en su evolución, ¿significa que ha dejado de amarse? O bien, y si el ejemplo lo vislumbran como algo muy lejano, les cuestiono si unos novios que desean guardar sus cuerpos hasta el día en que se casen no se aman realmente. Aunque sus contestaciones son dispares, todas se resumen en una palabra que, a pesar de su brevedad, encierra un hondo y tajante significado: no. Es decir, o no se aman, o han dejado de hacerlo.



   Decía el recordado Benedicto XVI en su espléndida primera encíclica que el amor se le impone al hombre desde fuera y que le hace trascender su propio cuerpo, ofreciéndole infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana (Deus Caritas Est, 25 de diciembre de 2005, a. cit.), y que este amor, propio del experimentado entre un varón y una mujer, es denominado “eros”. Aunque la descripción nos pueda encandilar, el papa advierte que este concepto puede ser erróneamente idolatrado y que, en consecuencia, puede ser malinterpretado, convirtiéndose en un simple sentimiento egoísta que busca su propio placer, es decir, el goce mismo de sentirlo. Para evitarlo, el romano autor propone una educación sana que nos lleve, a su vez, a encontrar su propia plenitud; él denomina dicha plenitud con el término “ágape”, palabra usada por primera vez con este sentido por el filósofo Platón en su homónimo libro dialógico. El ágape es el amor oblativo, es decir, aquel que se ofrece hasta el extremo de entregar la propia vida por el otro, o, como asevera la definición clásica, desear el bien del amado. Este deseo, que nace del fuerte sentimiento al que aluden mis jóvenes matrimoniantes, alcanza su zenit en el compromiso, es decir, en el acuerdo mutuo de garantizar esa entrega del uno por el otro, que perfectamente recoge la Iglesia en su ritual cuando hace decir a los novios que serán fieles en la salud y en la enfermedad y en la prosperidad y en la adversidad.

   Mas, y por desgracia, hoy las parejas están lejos de amarse realmente, habiéndose convertido en meros individuos que pactan una convivencia bajo el mismo techo, revistiendo tal alianza con el boato del sacramento o de la pseudo-ceremonia civil; así, cuando uno de los dos o los dos se cansan de dicha convivencia, o bien descubren que el fuerte sentimiento amoroso ya no bate su manido estómago, pactan la separación, para buscar una nueva mariposa que revolotee donde se hunde el ombligo… o que lo haga donde debería alojarse la vergüenza. No hay, por tanto, un compromiso que garantice ese amor, sino un egoísmo  infantil que busca la experiencia en sí misma y no la que se ha de vivir en común.

   La película de Clint Eastwood nos presenta una problemática que se le puede ofrecer a cualquier matrimonio: el adulterio, que es fruto de ese “enfriamiento del amor” que ahora sirve de excusa para romper el enlace manifestado ante Dios (los que no tienen fe lo harán ante el alcalde de su pueblo o ante un sucedáneo, que no tienen la entidad divina que ostenta el creador del Universo y Padre de todos los hombres). Aunque no le resto materia confesable a la pobre y hastiada ama de casa, pues la debilidad forma parte de la naturaleza humana y Dios cuenta con ella, finalmente hace valer esa promesa que presumiblemente pronunció ante un altar (recordemos que se trata de una familia cristiana), pues comprende que el verdadero amor rompe la barrera del neto sentimiento y se hace fuerte, por el contrario, cuando se sobrepone a él para entregarse por la persona a la que juró fidelidad. Ella misma se pregunta si tal vez se enamorase de ese amor que le proponía el fotógrafo aventurero y si su vida, de haber obedecido su instinto, habría sido de otra manera, pero comprende que hizo lo correcto y que, por eso mismo, es feliz. Por si nos queda alguna duda tras el visionado, su testamento ológrafo, que sus hijos, ya mayores, leen antes de esparcir sus cenizas por el puente donde nació esa pasión, logra que estos se reconcilien con sus respectivos cónyuges y deseen entregarse a ellos más allá del mero sentimentalismo.

   Así pues, aquel profesor se ha erigido, con el paso del tiempo, con la humilde victoria, pues, ciertamente, el amor del que habla esta cinta es el amor verdadero, el que arrostra toda dificultad por el bien del amado, incluso cuando esta se presenta bajo la forma de un amor más pleno. Por el contrario, debemos decirle a aquel defensor de la ortodoxia, que abandonó el seminario, que todos estamos sometidos a la debilidad, pero que la gracia de Dios, cuando cooperamos con ella, nos ayuda a ser fieles a nuestros compromisos, otorgándonos ulteriormente la felicidad que nace de ellos, pues, como afirmaba el aclamado pontífice san Juan Pablo II, “la raíz de la felicidad es el amor verdadero”.