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domingo, 26 de marzo de 2017

El tesoro de Sierra Madre

   El 14 de enero de 1957, nos dejaba para siempre el gran intérprete Humphrey Bogart. Los cinéfilos de todo el mundo habrán conmemorado este triste aniversario mediante la recuperación de alguno de sus títulos más conocidos, como El halcón maltés (John Huston, 1941), Casablanca (Michael Curtiz, 1942) y La reina de África (John Huston, 1951). Sin embargo, también fue protagonista de otros largometrajes que hoy han sido olvidados, pero que se sitúan en el mismo nivel de calidad que aquellos, como son, por ejemplo, Llamad a cualquier puerta (Nicholas Ray, 1949) y Horas desesperadas (William Wyler, 1955).

   Por mi parte, he recuperado una película que podría ubicarse entre ambos grupos: El tesoro de Sierra Madre (John Huston, 1948). En efecto, se trata de un título protagonizado por Bogart muy conocido, pero que, a la vez, se aleja del estereotipo que él mismo mostró a lo largo de su filmografía. De esta manera, mientras que en los primeros nos acostumbró a una imagen de galán misterioso, en los segundos rompió con ella, principalmente en la obra de Wyler y en la que hoy nos ocupa.  




   Nos encontramos en el año 1925. Humphrey Bogart es un vagabundo exiliado en México que anhela desesperadamente un trabajo con el que ganarse la vida. Pese a que la suerte no parezca acompañarlo, cierto día conoce a Walter Huston, que afirma conocer la ubicación de un tesoro. Ni corto ni perezoso, pues, se alía con él y con Tim Holt para encontrarlo y, de este modo, enriquecerse. Pero la camaradería que los une al principio se irá truncando a medida que vayan excavando dicho tesoro, y los irá convirtiendo en unos enemigos desconfiados. 

   Como hemos dicho, se trata de un film atípico en la carrera del conocido actor, ya que lo aparta de la imagen de galán que él mismo había forjado. Además, aquí elabora un interesante papel que profundiza en el camino que recorre el hombre hacia la maldad. Con este propósito, acomete al personaje desde dos ángulos: en primer lugar, el que se corresponde con la primera mitad de la cinta, es decir, aquel en el que lo vemos necesitado de una dignidad que parece haber perdido; en segundo lugar, el que se desarrolla en su siguiente tramo, es decir, el que describe su sometimiento al dinero. De este modo, pasa de ser un hombre generoso y entrañable a convertirse en un ser avaricioso y desconfiado.




   Podemos ver, por tanto, que se trata de una metáfora intemporal. Ciertamente, el dinero como causa de corrupción siempre ha formado parte del interés humano. El mismísimo Señor ya advierte acerca de él en el Evangelio, donde asegura que el respeto a este y el que se le debe a Dios son incompatibles. Por eso, aunque se desarrolle a principios del siglo pasado, puede ser vista en cualquier momento de la historia, ya que siempre hallaremos en ella un paralelismo con nuestra propia experiencia.

   Como sacerdote, de hecho, he tenido la oportunidad de atender a personas que han sufrido lo indecible a causa del dinero. Pero, sin ir más lejos, es probable que muchos de los lectores hayan padecido sus mismas consecuencias: familias que se rompen por una herencia mal repartida, amistades que desaparecen para siempre y un largo etcétera que no cabría en este espacio. Por eso, la figura de un Bogart que se va convirtiendo en avaro y desconfiado no está lejos de la realidad que vivimos cada día.

   A mi juicio, se trata de un film excepcional que merece ser visto en este año en el que cumplimos seis décadas sin Humphrey Bogart. En él, descubriremos una faceta atípica en la carrera del actor y hallaremos una acuciante alegoría de la esclavitud monetaria que siempre nos acecha. Por este motivo, su plano final siempre quedará impreso en la memoria del espectador: el cardo que, como una tácita advertencia, asoma por la boca del saco de oro...



domingo, 19 de marzo de 2017

Kong. La isla calavera

   Esta semana, han llegado pocas cintas de interés a nuestras carteleras. Por este motivo, quisiéramos recomendar aquí un título que se estrenó la anterior y que no debería pasar desapercibido. Nos referimos a Kong. La isla calavera (Jordan Vogt-Roberts, 2017). En efecto, pese a recuperar un personaje icónico de la historia del cine y adaptarlo a nuestro tiempo, se trata de una película imprescindible para comprender la esencia misma del séptimo arte: el entretenimiento.

   Como todo el mundo sabe, sin embargo, no se trata de una precuela ni de un remake del clásico de 1933, sino de un reboot. Esto quiere decir que nos hayamos ante un film que pretende reinventar el personaje y establecerlo como protagonista de una nueva saga. Y aunque esta decisión conlleve el rechazo de muchos puristas, debemos señalar que también forma parte de la historia más elemental del celuloide.




   Esta vez, el argumento nos traslada a los años setenta, a una fecha inmediatamente posterior a la guerra del Vietnam. Un grupo de veteranos de este conflicto es reclutado para una última misión: acompañar a una expedición científica en su incursión por una isla perdida del Pacífico. Esta isla se llama Calavera y siempre ha permanecido escondida al ojo humano gracias al banco de niebla que la protege. Pero el secreto que mejor guarda es la presencia de King Kong, un simio gigante que es venerado como un dios por las tribus nativas.

   Por tanto, las únicas relaciones que esta nueva cinta mantiene con la original son el protagonismo de Kong y su ubicación en la isla Calavera. El resto entronca más con las monsters movies norteamericanas de los años cincuenta y con el kaiju eiga japonés. Por este motivo, no encontraremos en ella un desarrollo profundo de los personajes ni un guion muy literario, sino un apabullante show de destrucción y lucha ciclópea. Esto nos conduce a la primera cuestión, es decir, a recordar que el cine nació como espectáculo.




   En efecto, a veces me pregunto si King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933) fue concebida por sus creadores como una verdadera metáfora del amor bizarro. Ciertamente, comienza y termina con el proverbio que asevera que la bestia murió por culpa de la mirada de la bella, pero ¿no es todo su metraje intermedio una simple acrobacia destinada al asombro del público? Tengamos en cuenta que el único monstruo visto a la sazón en una pantalla de cine había sido el diplodocus de El mundo perdido (Harry O. Hoyt, 1925). Como este formaba parte del universo silente, es posible que ella solo quisiera repetir su éxito en el sonoro (de hecho, contó para ello con su mismo y genial creador de los efectos especiales: Willis O´Brien). Además, fueron sus posteriores remakes y la cultura popular los que incrementaron esa poesía que ella insinuaba (o la lujuria, en el caso de la versión de 1976).     

   Respecto de la segunda cuestión, es decir, la creación de una nueva saga, debemos señalar que la mismísima King Kong contó con una rápida secuela: El hijo de Kong (Ernest B. Shoedsack, 1933). Esta, en efecto, pese a su baja calidad, nació con el indisimulado propósito de repetir las ganancias de aquella. Por otro lado, su primer remake también fue seguido por una desastrosa continuación, King Kong 2 (John Guillermin, 1986), que se alejaba notablemente de sus postulados, presentando ahora a la media naranja del simio: Lady Kong (¡!). Y hasta el cine japonés lo enfrentó a su monstruo más conocido en King Kong contra Godzilla (Ishiro Honda, 1962), y a una réplica mecánica en King Kong se escapa (Ishiro Honda, 1967). Por consiguiente, si esto nos pareció bien en su momento y lo disfrutamos ahora, ¿por qué no vamos a aceptar hoy un reboot del simio cinematográfico más famoso del planeta?

   Por todo ello, nos encontramos ante una película que nos recuerda que el cine es ante todo entretenimiento. Sin duda, no está a la altura del King Kong original, pero porque desea crear algo nuevo (por favor, ¡esperad a la escena post-créditos!). Tal vez no identifiquemos ahora grandes aciertos en ella, pero ¿quién sabe si dentro de cien años pasará a la historia ese gorila silueteado por el sol, mientras es atacado por los helicópteros americanos? En fin, puro espectáculo. 



lunes, 13 de marzo de 2017

Distrito 9

   Carta abierta a la alcaldesa de San Fernando (Cádiz)

   Señora alcaldesa:

   Hace un mes, desperté con la noticia de que su ciudad, que es también la mía, se había convertido en el primer municipio español que adoptaba semáforos gays (aquí). Según pude leer y constatar, estos últimos ostentan parejas homosexuales donde antes aparecía una silueta humana sin género concreto. Por supuesto, fueron promocionados como una manera de normalizar las relaciones entre hombres, por un lado, y entre mujeres, por el otro. Sin embargo, aunque esto parece reflejar una victoria de la sociedad igualitaria en la que vivimos, es más bien el principio de una división.

   Como tal vez no sea usted lectora de mi blog, me gustaría indicarle que se trata de un espacio de reflexión basado en el séptimo arte, es decir, en el cine. Por este motivo, quisiera señalarle que, para explicar mi postura, me inspiraré en el film Distrito 9 (Neill Blomkamp, 2009). Si todavía no lo ha visto, permítame que le indique que se trata de una diatriba contra el famoso apartheid sudafricano, aunque los negros de entonces son sustituidos aquí por alienígenas. Podría haber elegido otra película, como Invictus (Clint Eastwood, 2009), que es más conocida, pero creo que esta refleja mejor el triste fenómeno al que deseo aludir, aunque sea en clave de ciencia ficción. 




   En efecto, basándose en la segregación racial que vivió Sudáfrica desde los años cuarenta hasta principio de los noventa, el largometraje muestra a unos extraterrestres compartiendo el mismo destino que a la sazón padecieron los negros del país. Por este motivo, son hacinados en barrios insalubres, donde no tienen derecho a nada, puesto que la raza humana, que hace las veces de la blanca en aquellos tiempos, es la dominante. Cierto día, sin embargo, un hombre se contagia de un virus alienígena, que lo va convirtiendo paulatinamente en uno de aquellos, por lo que se ve obligado a integrarse en su mundo.

   Tal vez piense usted que esto tiene muy poco que ver con los semáforos gays de nuestra ciudad, pero quisiera hacerle notar que encierra la misma política. Ciertamente, si nuestra sociedad presume de su libertad, de su respeto y de su capacidad de integración, ¿por qué ve necesario establecer unas señales de tráfico que separen a las personas en razón de su condición sexual?, ¿acaso no es, por el contrario, una forma de coartar la libertad, de disimular el respeto y, en definitiva, de separar? A mi juicio, la verdadera integración pasa por considerar a todas las personas iguales, bien sean homosexuales, bien sean heterosexuales, bien sean negras, bien sean blancas. Por este motivo, veo completamente innecesario que levante semáforos especiales para los gays y las lesbianas.

   Comprendo que no se trata de establecer un paso de peatones exclusivo de homosexuales, sino de hacer ver que estos últimos son tan peatones como los heterosexuales y que, por ende, tienen el mismo derecho a circular de la mano que unos novios heterosexuales. Pero ¿no se da cuenta de que, haciendo esto, no solo no los integra, sino que los señala con el dedo, como si fueran los negros del apartheid o los extraterrestres de Distrito 9? Disculpe mi atrevimiento, pero no imagino a Nelson Mandela reclamando la integración de su pueblo mediante reductos para los de su raza o a través de zonas destinadas solo a ellos; por el contrario, luchó por la verdadera igualdad, que pasaba por disfrutar de los mismos espacios, no de lugares independientes.




   Es posible que, en el fondo, usted quiera favorecer a los homosexuales, porque considere que han sido menospreciados a lo largo de la historia. Sin duda, es un sentimiento noble, pero ¿cree que este es el camino? En mi opinión, la senda correcta es la educación, esa que cada uno recibe en su hogar. Como le he dicho, yo también soy de San Fernando, cañaílla como usted, y en mi casa siempre he sido instruido en el respeto cristiano a todo el mundo. Ello me ha conducido a tener amigos homosexuales, a los que aún valoro sin necesidad de tratarlos como tales, sino simplemente como amigos míos. Por eso juzgo que los semáforos no los señalan como amigos, ni siquiera como personas, sino que los observan como una grupo diferente y los relega, por tanto, a un apartheid invisible.

   Estimada alcaldesa, si verdaderamente considera que los homosexuales deben ser integrados en nuestra sociedad igualitaria, le aconsejo que no establezca diferencias entre ellos y los heterosexuales. No coloque semáforos gays, sino que volvamos al monigote asexuado, que integra a varones y mujeres, independientemente de su condición sexual (en este sentido, ¿por qué las mujeres de los susodichos semáforos visten faldas y peinan trenzas?, ¿por qué los hombres usan pantalón y pelo corto?). No organice talleres de integración para los niños ni dé charlas formativas en los colegios, porque seguirá tropezando con la diferencia entre homosexuales y heterosexuales. Deje que los padres eduquen a sus hijos conforme a ese respeto que yo mismo he vivido en nuestra ciudad, donde, por cierto, nunca he conocido ningún episodio homófobo. De este modo, quebrará este conato de apartheid e integrará realmente a todas las personas en una sociedad verdaderamente igualitaria.



lunes, 6 de marzo de 2017

1984

   Hace unos meses, mediante la película Los niños del Brasil, criticábamos la supuesta campaña en favor de la transexualidad infantil que vimos en el norte de España (aquí). En el artículo, afirmábamos que no existía un verdadero interés por los niños, sino que estos servían de conejillos de Indias a unos ideólogos que pretendían establecer como cierta su doctrina. Aunque al principio pensábamos que aquel polémico anuncio sería prontamente olvidado, sobre todo a tenor de la reacción suscitada en los padres vascos y navarros, la semana pasada volvió a ocupar el espectro informativo. Pero lo hizo a través de una operación dirigida por el grupo Hazte Oír. En ella, corrigiendo la frase promocional de aquella, se dice que los niños tienen pene y que las niñas tienen vulva. Esta aseveración, que no solo puede ser confirmada por la biología, sino también por el sentido común, ha sido objeto, sin embargo, del mayor desprecio por parte de nuestros políticos y de no pocos ciudadanos de a pie.

   En efecto, si uno repasa los informativos de la semana pasada, encontrará que la mayoría de los medios acusó de fascismo a la organización Hazte Oír. Muy pocos se hicieron eco de la autenticidad de su lema, pues habrían sucumbido irremediablemente al furor del lobby LGTBI y de todos sus adláteres, que proliferan de manera especial en la red. O bien, se habrían enfrentado a la Justicia, que parece plegada a los dictámenes de dicho grupo de presión. Sea como fuere, lo cierto es que se ha desvelado una dictadura encubierta y se ha evidenciado la persecución de la verdad.




   Sin duda, mencionar la famosa novela de George Orwell 1984 es un tópico, puesto que sale a relucir siempre que nos encontramos con una situación social desagradable. Pero su acierto en el tema que traemos a colación es tan grande que no podemos prescindir de ella. En verdad, más allá de su conocidísimo Gran Hermano o de su denuncia a la invasión de la intimidad, presenta también un retrato fiel de una humanidad sometida a la mentira. Esta, en efecto, se ha convertido en el mejor vehículo para gobernar a los hombres, puesto que los esclaviza a la voluntad del omnipotente Partido.

   Por desgracia, y ya que este blog fundamenta sus textos en el séptimo arte, debemos indicar que no existe ninguna adaptación cinematográfica aceptable de dicho libro. Ciertamente, la más conocida es la dirigida por Michael Radford en 1984, pero es plúmbea y difícil de ver, puesto que está cargada de referencias a la obra de Orwell; en consecuencia, puede ser incomprensible para el espectador que no haya leído la novela. Sin embargo, hace hincapié en la mentira que gobierna el mundo, elemento que la dota de un interés notable.



   En efecto, la película nos presenta un mundo regido por un partido totalitario y omnipresente. Su capacidad de control sobre los individuos es tan grande que abarca la programación televisiva y que somete a los ciudadanos a constantes pruebas de lealtad. Además, manipula todo tipo de información, con el propósito de acomodarla a las exigencias del momento. Para ello, usa el Ministerio de la Verdad, con el que altera las noticias o cambia la historia a su antojo. El mayor ejemplo de ello es la guerra que recorre de fondo todo el metraje de la cinta: esta se lleva a cabo contra diferentes enemigos, pero siempre que se inicia con uno de ellos, se afirma que este ha sido el eterno aliado, mientras que el otro ha sido su contrario desde el principio. No en vano, el film comienza con esta siniestra afirmación: "Quien controla el presente controla el pasado; quien controla el pasado controla el futuro".

   En este desasosegador futuro, solo una persona descubre la trampa del engaño. Por eso, procura escribir un diario en el que poder desvelar la tiranía del Partido. Sin embargo, la Policía de este último lo descubre y lo encierra en un calabozo, donde, gracias al terror, consigue que renuncie a sus ideas y abrace las que aquel impone. Su confusión es tan grande que desconoce cuál es la verdad; por eso, cuando intenta sumar dos más dos, ni siquiera sabe qué responder.



   Indudablemente, esto tiene su correspondencia en la campaña que hemos visto estos días contra el lema de Hazte Oír. En primer lugar, aparece una campaña en favor de la transexualidad infantil, en la que se miente de manera diáfana contra la biología básica y el sentido común; en segundo lugar, aparece una campaña contraria a aquella, que evidencia dicha mentira y que es tan legítima como ella, puesto que se ampara en la libertad de expresión del individuo. Sin embargo, la que es acusada y ajusticiada es la segunda, mientras que la primera queda impune. De esta manera, la mentira se ha convertido en una verdad incuestionable y esta ha pasado a ser falsa. Este argumento es tan absurdo como defender que la tierra gira en torno al sol, y ser apresado por ello.

   Por supuesto, esta comparación no es baladí. En efecto, es probable  que los mismos que tildan de retrógrados a Hazte Oír por se defensa de la verdad, sean los que acusen a la Iglesia por su oposición a la ciencia. De este modo, mientras que incriminan erróneamente a esta última del asesinato inquisitorial de Galileo Galilei por su sistema heliocéntrico, se posicionan a favor de una postura contraria a la biología. Así pues, ¿quién está realmente del lado de la verdad?, ¿quiénes son por tanto unos retrógrados contrarios a la ciencia? Es por ello que la verdad más esencial está siendo hoy perseguida por la mentira más vulgar.




   No obstante, y como acontece en el film, nadie se atreve a proclamar la verdad, por muy evidente que esta sea, puesto que la Inquisición laica de nuestros días posee métodos de tortura infalibles. Sin duda, el mejor de ellos es el desprecio. Ciertamente, como indicábamos en nuestro análisis de La invasión de los ultracuerpos (aquí), ser señalado con el dedo y ser identificado como cavernícola es una humillación para cualquiera, por lo que es mejor pasar desapercibido y disimular la deglución de la mentira que nos inoculan (para comprender que esto es más eficaz que una cámara de gas, solo debemos echar un vistazo al siguiente vídeo: aquí).

   En efecto, como en aquellas reuniones multitudinarias del film, o en aquellos mensajes televisivos que bombardean una y otra vez la mente de los ciudadanos, hoy nos fabrican una opinión. Pero no nos la ofrecen, puesto que el masticarla podría ser costoso: nos la trituran, para que podamos digerirla mejor y vomitarla en cuanto tengamos la oportunidad. De esta manera, como el bebé que regurgita su potito sin prestar atención a los adultos que lo rodean, el Partido quiere que nosotros devolvamos la opinión precocinada, independientemente del nivel cultural de la persona que nos observa, ya sea científico, clérigo o ama de casa... todos ellos quedan estupefactos ante la falta de sentido común de quien profiere una mentira disfrazada de verdad: ¡los niños tienen vulva y las niñas tienen pene!




   Al final, queda como un atisbo de autenticidad la conocida exhortación del Señor: "La verdad os hará libres". En efecto, como el bebé que vomita sin contemplaciones el argumento que le han obligado a comer, la sociedad actual estará pendiente de la nueva mentira que deba ingerir: los monos son personas, el incesto debería estar permitido, la pedofilia no sería tan horrible si se consintiera, o el sexo con animales debería obligarse en los colegios como experiencia grupal, antes, por supuesto, de pasar a la asignatura de orgía comunitaria. Es decir, está aherrojada a la opinión que la nutre; no sabe sumar dos más dos, mientras que no le indiquen cuál es el resultado.

   Por el contrario, el que vive en la verdad, no está sometido a los vientos mendaces que lo embisten. Tiene un criterio propio, un razonamiento fundado en la realidad. Es, por consiguiente, más libre, y será capaz de responder que dos más dos son cuatro, o que los niños tienen pene y que las niñas tienen vulva.