domingo, 17 de diciembre de 2017

Los últimos Jedi

   Todavía no sé cómo afrontar esta película: es decir, aún no sé si me ha gustado o si me ha disgustado. Esta es una sensación que me ha asaltado pocas veces a lo largo de mi vida, pero que yo identifico con el desconcierto; de este modo, cuando tengo ciertas expectativas sobre un film y estas no se cubren, no sé qué opinar (me refiero a unas expectativas que trascienden el mero ejercicio cinematográfico, como luego señalaré). Por desgracia, cuando esto me ocurre, caigo en la indiferencia, de manera que me importa un bledo todo lo que concierne al largometraje que yo tanto he aguardado. Ciertamente, si se trata de un film que pertenece a una saga que ya de por sí me resulta indiferente, no me importa; pero, si es una película que forma parte de una saga que me gusta, se convierte en una indiferencia dolorosa, como un decepcionado despecho. Y esto es lo que me ha ocurrido con la película que hoy presentamos: Los últimos Jedi (Rian Johnson, 2017).




   De la misma manera que le ocurrirá a muchos de mis lectores, la relación que mantengo con la saga galáctica viene de lejos, pues hunde su raíz en mi propia infancia. Como ya intenté explicar en un artículo anterior (aquí), creo que Star Wars es una epopeya cinematográfica muy personal, ya que consiguió que muchos niños nos enamorásemos del séptimo arte y que hallásemos en este un excelente campo de cultivo para nuestra imaginación. Por otro lado, creo que actualizó correctamente para sus contemporáneos los cánones del género de aventuras que han atestado el magín de la humanidad desde la existencia de los primeros bardos o del mismísimo Homero: así, convirtió a la eterna princesa encerrada en el castillo, en la Leia aprisionada en la Estrella de la Muerte; al malvado tirano que quiere someter a los hombres del reino, en el Darth Vader que amenaza la paz de la galaxia, y al caballero andante que se enfrenta a este y que libera a aquella de su encierro, en un futuro aprendiz de Jedi (George Lucas nunca ha escondido la vinculación de su obra a la de Tolkien -El hobbit, El señor de los anillos-, y este jamás ha ocultado la que une la suya a los relatos medievales, que a su vez se enraízan en los mitos antiguos). Pero incluso a un nivel meramente artístico, se trata de una saga espléndida: La guerra de las galaxias -aka, Una nueva esperanza (George Lucas, 1977)- es un excelente relato de aventuras; El Imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980) se cuenta entre las mejores películas de la historia del cine, y El retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983) presenta un dilema moral que muy pocas veces hemos visto en otros largometrajes juveniles.

   Pero no solo estamos hablando de unos filmes que reinventaron el género de aventuras y que acercaron a muchos jóvenes al mundo del cine, sino de unas películas que también fueron capaces de crear una nueva mitología para esta generación, abocada al ocio, al consumo y al entretenimiento. En efecto, en un momento de la historia en el que el hombre ha abandonado el conocimiento clásico y la religión como sedes del arte y de la cultura, ha encontrado en La guerra de las galaxias un mito que ha sustituido perfectamente esas ansias espirituales que aquellas saciaban: de este modo, y como ya hemos dicho, ha encontrado en Luke Skywalker el parangón de la caballerosidad; en la princesa Leia, el adalid del feminismo actual, y en la pseudorreligión Jedi, una norma de vida (aquí). Por tanto, es normal que, unidos a esa hodierna tendencia al consumo que ya hemos citado (y a la necesidad de nuevos mitos), surgieran en torno a la saga galáctica multitud de novelas, juegos, cómics, películas (La aventura de los ewoks, La batalla de Endor) y series de televisión (Ewoks, Droids) que ahondaran en ese universo tan atractivo, ampliándolo tanto como las narraciones de la Antigüedad hacían con las historias de dioses y héroes clásicos.  

   Por tanto, y en este mismo sentido, la trilogía que la antecedió a nivel cronológico, es decir, la conformada por La amenaza fantasma (George Lucas, 1999), El ataque de los clones (id., 2002) y La venganza de los Sith (id., 2005), satisfizo las expectativas de los fans más enfervorecidos, pese a sus evidentes errores (ese cursi romance entre Anakin Skywalker y Padmé Amidala...). Ciertamente, y aunque ninguna de ellas alcanzaba el nivel de trepidación y excelencia cinematográfica de los episodios IV, V y VI, plasmaban aquello que nosotros solamente habíamos conseguido visualizar en nuestra imaginación, logrando así la ansiada ampliación del mito: panorama de la Antigua República, nacimiento y ascenso del Imperio, gestación de Darth Vader, Guerras Clon, Yoda luchando y caída de la Orden Jedi. De este modo, al espectador le pueden gustar o no (particularmente, creo que han crecido con el paso del tiempo), pero no puede cuestionar que ha consolidado la saga Star Wars como un atractivo mito moderno. 




   Sabiendo todo esto, ¿qué papel juega aquí la nueva trilogía galáctica, comenzada hace dos años por El despertar de la Fuerza (J.J. Abrams, 2015) y continuada hoy por Los últimos Jedi? Por lo que a mí respecta, una función meramente destructiva, factor que puede ser interpretado como algo bueno o como algo malo: es bueno, porque reescribe la historia de Star Wars para las nuevas generaciones, que han encontrado en Rey, en Finn, en Kylo Ren y hasta en BB-8 sus nuevos héroes; es malo, porque obvia a los seguidores de toda la vida, que ya no encontramos en las nuevas películas esa mitología que con tanto mimo hemos cuidado hasta el momento. En cuanto a que la nueva trilogía reelabora la historia que conocíamos, creo que no hay nada que discutir: El despertar de la Fuerza no solamente soslayaba décadas de universo expandido (los citados cómics, novelas, videojuegos, películas y series de televisión), sino que también se convertía en un reboot encubierto de la saga original; de este modo, asumía los personajes y las situaciones de esta, pero las conducía hacia unos derroteros que nada tenían que ver con las bases que ya habían sido asentadas por ella (¿cómo se reorganiza la Antigua República?, ¿cómo nace la Nueva Orden Jedi?, ¿qué le depara a la familia Skywalker?); en referencia a su labor destructiva, solo hay que ver Los últimos Jedi, donde varias frases reveladoras afirman que nada va a ser como antes (incluso es uno de sus leitmotivs promocionales). 

   De esta manera, la verdadera pregunta es si hacía falta esta renovación tan abrupta, en la que el fan queda reducido a un mero espectador nostálgico (más que evidente en El despertar de la Fuerza y algo soterrado en Los últimos Jedi). Por supuesto, creo que no, ya que se podrían haber afrontado estas tres últimas películas respetando la mitología que aquel había cuidado con tanto esmero. Aunque esta parezca una labor difícil de asumir, tenemos en la misma saga un ejemplo de que es posible: me refiero a los episodios I, II y III, que crearon nuevas y diferentes historias que, al mismo tiempo, ampliaron nuestros conocimientos galácticos; o personajes que rellenaron con soltura la ausencia de los clásicos, como el imprescindible Darth Maul (también, algunos que generaron más de una discordia, como el insufrible Jar Jar Binks). En este sentido. ¿qué aportan los nuevos episodios a la saga? Absolutamente nada, pues se dedican a urdir las mismas tramas que ya hemos visto, con el fin de reescribirlas y de relanzarlas para las nuevas generaciones (en serio: ¿soy el único que ha visto en este episodio VIII la misma historia que vimos en El Imperio contraataca y en El retorno del Jedi?).

   Por todo ello, afirmo que la película me ha dejado indiferente: no sé si me ha gustado o si me ha disgustado, porque no es Star Wars. Es una película que se inspira en Star Wars, como tantas otras que la imitaron en su momento, pero que no forma parte de ella: puede ser una imitación japonesa, como Los invasores del espacio (Kinji Fukasaku, 1978); una parodia, como La loca historia de las galaxias (Mel Brooks, 1987); un exploitation del género, como Los siete magníficos del espacio (Jimmy T. Murakami, 1980), o un episodio especial de Padre de familia (aquí). Pero no se trata de Star Wars. Indudablemente, y pese a mi frialdad al aseverarlo, esto me genera el dolor antes citado, el despecho decepcionado que anunciaba arriba, puesto que he vivido con tanta profundidad la saga que ahora me molesta verla en brazos de otro (o de otros): creo que se ha vendido cruelmente a las nuevas generaciones después del cariño que ha recibido de sus fans de siempre, por lo que solo me queda decirle que le dé a ellas tanto placer como me dio a mí, porque ya no es la saga de la que me enamoré; a mi juicio, ha perdido la frescura y la buena manufactura de sus predecesoras, dirigidas a un público con más gusto (¿recordáis la comparativa que hacía entre las dos versiones de Asesinato en el "Orient Express" -aquí-, donde decía que el espectador ya busca otro tipo de cine? Pues así). Pero eso es algo que le tendrán que reprochar sus nuevos amantes, porque este que esta aquí (¡y que ha estado siempre aquí!) ha dejado de serlo. Que la Fuerza le acompañe.




   

domingo, 10 de diciembre de 2017

Perseguido

   Sin duda, resulta sorprendente ver cómo a veces las películas de ciencia ficción han acertado en sus diferentes profecías acerca del futuro. En ocasiones, no se trata de haber recreado con exactitud un ambiente general determinado, sino en haber sido certeras a la hora de proponer pequeños detalles que se han convertido en realidad. Por ejemplo, en el pasado año 2001 no vivimos la conquista del espacio ni el nacimiento de una nueva humanidad (ese famoso, inquietante y discutido feto del plano final), como nos proponía la cinta homónima de Stanley Kubrick, ni en 2015 vimos las autopistas de coches aéreos que nos mostraba Regreso al futuro II (Robert Zemeckis, 1989); pero hoy en día vemos que ha triunfado el transhumanismo sobre el que nos advertían Gattaca (Andrew Niccol, 1997) y La isla (Michael Bay, 2005), que, sin embargo, era una suerte de macguffin que servía para desarrollar el entramado principal de ambas cintas. 

   La película que hoy traemos a colación, Perseguido (Paul Michael Glaser, 1987), bien podría situarse dentro del segundo grupo de vaticinios que nos ha legado la ciencia ficción cinematográfica. En efecto, pese a que esté ambientada en el presente año 2017, lo cierto es que el marco estético que nos ofrece difiere notablemente del que ven nuestros ojos; así, es más parecido a la distopía urbanística de Blade Runner (Ridley Scott, 1982) que a la realidad que podemos comprobar en nuestro día a día. No obstante, propone varios detalles argumentales que pueden ser desapercibidos por el espectador si este le otorga mayor interés a la acción del film que a su provechosa sinopsis: control de la población mediante el poder mediático, cultura del ocio fundamentada en los reality shows y, sobre todo, divulgación de la mentira a través del televisor. Para comprenderlo mejor, veamos el prólogo con el que comienza este magnífico largometraje protagonizado por Arnold Schwarzenegger.




   "En el año 2017, la economía mundial se ha colapsado. Escasean la comida, los recursos naturales y el petróleo. Un estado policial dividido en zonas paramilitares impone su ley con mano de hierro. La televisión es controlada por el Estado, y un sádico concurso llamado Perseguido se ha convertido en el programa más popular de la historia. Las artes y los medios de comunicación están censurados. Aunque no se permiten disensiones, un pequeño movimiento de resistencia ha conseguido sobrevivir en la clandestinidad. Cuando los gladiadores de alta tecnología no bastan para sofocar las ansias de libertad del pueblo, se imponen métodos más directos". Probablemente, el autor de esta última frase haya querido recurrir a la ironía para su advertencia sobre el futuro que nos espera, ya que, si de algo nos alerta el film, es de las noticias capciosas y subliminales mediante las que nos controlarán los respectivos Gobiernos de nuestras naciones (en la película, un Gobierno dictatorial universal).

   Ciertamente, ya desde sus primeros compases, podemos conocer las intenciones del film en este sentido: Schwarzenegger es un militar rudo, pero bonachón, que se niega a cumplir unas órdenes injustas, es decir, tirotear a una masa enfervorecida y desarmada que clama por un plato de comida. Este desacato lo conduce a prisión, de la que solo conseguirá redimirse si participa en el programa televisivo citado, donde los participantes deberán huir de un grupo de sangrientos perseguidores. Allí descubrirá que su historia ha sido tergiversada por los mass media, ya que estos, a pesar de haber salvado a aquel grupo de manifestantes, lo presentan como un vil asesino que quería acabar con ellos mediante el uso de las armas; para más inri, los citados medios han alterado las imágenes del momento y las han mezclado con otras de su propia elaboración, de manera que el mismo pueblo al que quería salvar el bueno de Arnold ve ahora a este como un cruento criminal, por lo que opina que su mejor destino es la muerte. 

   Como vemos, lo que plantea la película es que, a través de los medios de comunicación, especialmente de la televisión, un héroe puede ser convertido en enemigo del pueblo, mientras que un enemigo del pueblo puede ser convertido en su héroe. ¿Le suena al lector esta falacia?, ¿cree que está lejos de la realidad que vivimos? A bote pronto, se me ocurren dos ejemplos de sorprendente calado que demuestran la actualidad del hecho: por un lado, el que nos ofrece el famoso Che Guevara, cuya efigie se ha convertido en un icono popular hasta en el colectivo LGTBI, pese a que matara con sus propias manos a decenas de homosexuales por el simple hecho de serlo (aquí); por el otro, el que nos propone Arnaldo Otegi, que hoy es presentado como un símbolo de paz y diálogo en el proceso secesionista de Cataluña respecto de España, a pesar de su pertenencia a la banda terrorista ETA, que no se ha caracterizado por ninguna de las dos cosas en sus más de cincuenta años de historia (aquí). Pero, si analizamos mejor el hecho, nos tropezamos hoy con dos casos de flagrante manipulación social: el gobierno de Trump en Estados Unidos y la citada secesión catalana.




   Respecto del gobierno de Trump, ya dediqué un artículo en este mismo blog: Están vivos (aquí).  En él, y a raíz de la homónima cinta del gran John Carpenter, intentaba demostrar cómo los medios de comunicación mundiales, en el marco de las elecciones norteamericanas, procuraron el constante beneplácito de la candidata demócrata, Hillary Clinton, y la debacle electoral de aquel; para ello, no vacilaron en inventar los logros de la primera y en deplorar los del segundo. Tan acertada fue esta campaña mediática que todo el mundo pareció convencerse de que Trump acarrearía a la humanidad su propia destrucción, mientras que Clinton conduciría a esta un estado de tolerancia y perfección nunca visto (una vez más, el feto final de 2001. Una odisea del espacio); sin embargo, y como afirmaba en dicho artículo, los americanos demostraron que todavía no ceden a las imposiciones ideológicas provenientes de la televisión, sino que aún pesan dentro de ellos sus propias convicciones, por lo que, como el título de aquel film, se puede decir que están vivos.

   Pero ¿qué podemos decir en cuanto a la independencia de Cataluña? Sin lugar a dudas, estos meses hemos asistido a una verdadera guerra mediática de buenos y malos cuyo campo de batalla ha sido el telespectador. En efecto, desde que comenzó el pretendido proceso de escisión respecto de España, y con el propósito de ganar adeptos para la causa, la persona que encendiera su televisor a la hora del noticiario podía contemplar las brutales imágenes de la Policía Nacional golpeando a la población, irrumpiendo violentamente en los colegios electorales, o cebándose sin piedad en mujeres, ancianos y niños; sin embargo, y a medida que avanzaban los días, esa misma persona podía constatar que la mayor parte de dichas imágenes (tal vez todas) eran falsas: así, las famosas palizas policiales se correspondían con otros hechos acontecidos en otros momentos (alguno de ellos, incluso protagonizado por los mismísimos mossos d´esquadra); la violencia en los colegios electorales era instigada por los independentistas y no por la Policía Nacional, que hasta se tenía que refugiar de los asaltos de aquellos; la mujer a la que le habían roto los dedos estaba fingiendo; la anciana que acusaba a los agentes de haberla tirado por la escalera, realmente se había caído sola por ella unos minutos antes, y el niño al que la policía quería pegar estaba siendo usado en verdad como escudo humano por su padre (para más información, pincha aquí). Estas flagrantes mentiras alcanzaron tal paroxismo que, una vez descubiertas, los media de todo el mundo tuvieron que pedir perdón por haberlas creído y divulgado (aquí).

   Sin embargo, y a pesar de este estropicio, los medios de comunicación catalanes han persistido en su particular guerra mediática, intentando imponer al televidente su propio concepto de buenos y malos, con el fin de obtener la victoria respecto de España. Para ello, incluso han recurrido a la influencia que la televisión ejerce sobre los niños; de esta manera, y en un programa dedicado al público infantil, ha promovido la idea de denominar "presos políticos" a los impulsores del independentismo de Cataluña, como si fueran mártires de un proceso secesionista legal y justo (aquí). Así pues, ¿no estamos viviendo el mismo panorama social y mediático que nos propone la cinta Perseguido? Imaginemos a esos niños dentro de unos años: ¿no creerán a pie juntillas lo que ese programa infantil les ha dictado y pensarán, consecuentemente, que España es un enemigo a batir, como los telespectadores del film creían del sufrido Arnold Schwarzenegger? En el largometraje, Richard Dawson, presentador del reality show homónimo afirmaba que llevaban muchos años diciéndole a la gente a quién tenían que odiar y a quién tenían que adorar: ¿no es lo mismo que están haciendo con nosotros respecto de la política de Trump (pese a que nos digan que está elaborando leyes racistas, homófobas y machistas... aún no hemos visto ninguna), a la presunta secesión de Cataluña y a tantas otras cosas? Lamentablemente, sí.




   Por suerte, si la película acertó en cuanto a este control mediático sobre la población mundial, también lo hizo respecto de aquellos que desean vivir al margen de él. Ciertamente, vemos en el film que existe un numeroso grupo de personas que se ha reunido en torno a este ideal, de manera que son los rebeldes de la función, cuyo único objetivo consiste en derrocar los mass media y en evidenciar así la verdad informativa. Por supuesto, el rebelde de hoy es aquel que no da credibilidad a las llamadas fake news o que pone en tela de juicio cualquier tendencia universal que nazca de los medios de comunicación; en este caso, los votantes de Trump (si han acertado en su decisión o no, es cosa de ellos) y los miles de catalanes que salen a las calles para reivindicar la unidad de España: unos y otros demuestran que no se someten al pensamiento único dictado por la televisión, es decir, que son libres.

   Como decía al principio del texto, tal vez Perseguido no acierte plenamente en su presentación ambiental del futuro, que es nuestro presente; sin embargo, atina a la hora de denunciar ese control mediático que aquí hemos analizado, pues es posible que en los años ochenta, fecha de estreno del film, ya hubiera dado sus primeros pasos. A mi juicio, uno debe de estar alerta respecto de cualquier información que le llegue, puesto que puede formar parte de ese intrincado entramado que pretende inculcarnos el concepto de buenos y malos que interese en cada momento; debe tener criterio propio y contrastar las noticias, puesto que, sin saberlo, puede caer irremediablemente en el grupo de personas que repite lo que la televisión le sugiere. De esta manera, y por el contrario, se sumará al grupo de rebeldes que pretende ser libre y que, pese a la insistencia de los medios, procurará vivir conforme a la verdad. 



lunes, 4 de diciembre de 2017

Jim y Andy

   Admito que siempre he sentido cierto interés por la indigencia moral que parece habitar en Hollywood. Quiero aclarar que, aunque ahora hayan salido a la luz los escándalos sexuales del productor Harvey Weinstein (aquí), no es esta la falta de ética que acapara mi atención, pues, por desgracia, ha sido común desde los años de Fatty Arbuckle (1887-1933) y Douglas Fairbanks (1883-1939), que repartían los papeles de sus películas en las orgías que organizaban en sus respectivos hogares... hasta que en una de ellas apareció el cadáver de la aspirante a actriz Virginia Rappe (1891-1921). La indigencia moral a la que me refiero es aquella que parece arraigar en el alma de muchos actores, que, pese a ser grandes estrellas y a ganar muchísimo dinero, son incapaces de desuncirse de la soledad que los acecha y, por ende, de la tristeza que los embarga; es esa indigencia moral que hace efectivo en ellos el célebre dicho pronunciado por todos nosotros alguna vez: el dinero no compra la felicidad.

   En este sentido, el caso más paradigmático, tal vez por su cercanía en el tiempo, sea la muerte del actor Robin Williams. En efecto, mientras que los cinéfilos más jóvenes veían en él al eterno y feliz compañero de juegos que nos presentaron Hook (El capitán Garfio) (Steven Spielberg, 1991) o Jumanji (Joe Johnston, 1995), el célebre intérprete guardaba en su interior un oscuro pasado marcado por las drogas, el alcohol y la depresión (aquí); así, el que fuera protagonista absoluto de Jack (Francis Ford Coppola, 1996) y de Patch Adams (Tom Shadyac, 1998), el mismo que nos cautivó a todos mediante su melancólica sonrisa (¿una epifanía del sentimiento que lo estaba destruyendo por dentro?), acabó con su vida como solo alguien verdaderamente desesperado es capaz de hacer: el ahorcamiento. De esta manera, y pesar de la fortuna que le habían reportado sus películas, esta no fue suficiente para otorgarle la felicidad que él mismo había transmitido al espectador mediante su cine.

   Al respecto, nuestros días nos están presentando un caso escalofriante que tiene como protagonista al actor Jim Carrey. Ciertamente, quien protagonizara hace varios años la inolvidable comedia La máscara (Chuck Russell, 1994) es hoy acusado del asesinato de su novia por parte de la familia de esta última; aunque, por supuesto, el intérprete ha negado dicha participación, una reciente misiva de aquella, que lo acusa de haberla introducido en el fatídico mundo de la droga, lo deja en muy mal lugar y revela esa indigencia ética a la que estamos aludiendo desde el comienzo de este artículo (aquí). De esta manera, quien fuese la estrella mejor pagada del Hollywood de los noventa gracias a sus tres títulos más conocidos, Ace Ventura, un detective diferente (Tom Shadyac, 1994), la citada La máscara y Dos tontos muy tontos (Peter y Bobby Farrelly, 1994), es hoy alguien acechado por la pena, la soledad y la desesperación; así, y por este motivo, aunque ya no se prodigue en nuestras pantallas, ha querido legarnos un documental en el que abre su alma al espectador, haciendo efectivo una vez más el dicho que antes hemos mencionado: el dinero no compra la felicidad. Este documental se titula Jim y Andy (Chris Smith, 2017).




   Evidentemente, el Jim al que alude el título es Jim Carrey; pero ¿quién es el Andy que comparte cartel con este último? Se trata de Andy Kaufman, un comediante norteamericano que pululó por la televisión de su país durante los años setenta y ochenta (debo decir que él prefería ser conocido como "actor de variedades"). El éxito de sus actuaciones estribaba en la sorpresa, puesto que nunca otorgó al público lo que este esperaba de él, sino constantes salidas de tono que lo dejaban siempre boquiabierto (son célebres su lectura íntegra de El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, y el caos televisivo que organizó en el show Fridays, donde se negó a interpretar en directo el papel que le había sido asignado). Su popularidad fue tan grande que pudimos ver en el cine un biopic dedicado a él: Man on the Moon (Milos Forman, 1999); de hecho, este documental es una especie de making of de dicha película, aunque, como ya he apuntado, la situación actual de Jim Carrey es tan dramática que su director prefiere ahondar en ella antes que mostrar los entresijos del rodaje de aquella.

   En cuanto a su luctuoso estado moral, el otrora intérprete de Batman Forever (Joel Schumacher, 1995) ofrece dos ideas que hablan por sí solas: en primer lugar, afirma que decidió ser comediante para encontrar en las risas del público el cariño que no había encontrado en su padre, un hombre muy gracioso con los demás, pero no con su familia; en segundo lugar, que ha sido absorbido tanto por su vis cómica, que ahora desea desaparecer, puesto que ya solo vive para hacer reír a otros, mientras que él es incapaz de poner en orden su propia existencia (esta última idea se asemeja de manera inquietante a los motivos expuestos arriba respecto de Robin Williams). De esta manera, el documental Jim y Andy desvela la soledad de un hombre que ha sido acechado por la tristeza desde niño, y que, cuando por fin creía que se había desprendido de ella gracias al éxito recabado en el mundo entero, se percató de que esta no había hecho más que aumentar. Evidentemente, no se interna en el difícil caso del presunto asesinato de su novia (ni en el de la desorbitada indemnización que la familia de esta le exige), pero deja entrever que este ha sido el detonante de su actual depresión, puesto que le ha demostrado que no gozaba del cariño de todo el mundo, como él pensaba; por ello, hace nuevamente efectivo el célebre dicho: el dinero no compra la felicidad.

   Debo reconocer que el visionado de esta película me ha conmovido sobremanera, puesto que evidencia explícitamente la realidad de la famosa cita; más aún, lo hace de modo patético (stricto sensu), ya que alterna imágenes del Jim Carrey exultante con los primeros planos de su rostro, ajado por la pesadumbre. De esta forma, mientras la veía, solo era capaz de pensar en la fragilidad humana, que es idéntica en todos los hombres, aunque el estatus social o económico separe a unos de otros; así, por ejemplo, la persona que necesita del amor de un padre no lo halla nunca, pese a que concite el aplauso de todos sus amigos. En este sentido, mi sacerdocio me ha demostrado que la vida feliz, en efecto, no se conquista mediante el poder o el pecunio, aunque suene a idea manida, sino a través del orden y el sosiego, y que estos solo se alcanzan cuando uno confía en Dios y en su divina providencia. Es probable que en Hollywood hayan olvidado esta máxima, la cual, no por ser consabida, carece de verdad; por esta razón, no me extraña que proliferen los escándalos sexuales de Harvey Weinstein, o los excesos y las depresiones de Robin Williams y de Jim Carrey. Y es que tal vez alguien debería recordarles a todos ellos aquella frase que posiblemente pronunciasen en algún momento de sus vidas: el dinero no compra la felicidad.