lunes, 27 de febrero de 2017

T2. Trainspotting

   Trainspotting (Danny Boyle, 1996) es una película que marcó a toda una generación de cinéfilos. Su éxito fue tan contundente en el momento de su estreno que hoy sigue cautivando a los espectadores que se acercan a ella por primera vez. Actualmente, además, se trata de un largometraje de culto, puesto que supuso el espaldarazo definitivo de su responsable, Danny Boyle, y de su estrella principal, Ewan McGregor. En efecto, a raíz de la cinta, el primero se aventuró en Hollywood mediante Una historia diferente (íd., 1997) y La playa (íd., 2000), mientras que el segundo probó suerte en el blockbuster a través de La amenaza fantasma (George Lucas, 1999) y sus secuelas.

   Por este motivo, no es extraño que su autor ya hubiera valorado la posibilidad de afrontar una segunda parte. Sin embargo, como no deseaba repetir el formato de la primera, ha tardado veinte años en rodarla, con el propósito de indagar en la evolución de sus protagonistas. Es por ello que no encontraremos la comedia que vimos en aquella, sino un film de corte más nostálgico y sosegado, pero que enlaza perfectamente con su predecesora y con toda la filmografía de Boyle.




   Han pasado veinte años desde que Mark Renton abandonase a sus amigos y huyera con el dinero que todos habían conseguido. Cierto día, sin embargo, cuando ya ha ordenado su vida, decide volver a Edimburgo y atar los cabos sueltos que dejó tras la fuga. Por desgracia, Frank, que ha permanecido encerrado en la cárcel durante todo ese tiempo, también vuelve a la ciudad, aunque con una intención diferente: vengarse de quienes le robaron su parte del botín.

   Pese a este argumento y a la temática del primer Trainspotting, esta tardía secuela no es una comedia. Se trata, por el contrario, de un film altamente nostálgico y dramático, puesto que profundiza en las tristes consecuencias de los excesos que aquella mostraba. Por esta razón, es una película más intimista, dirigida quizás al público que se vio reflejada en su predecesora, pero que hoy la observa tras el remordimiento que aportan las dos décadas que han transcurrido entre ambas. Seguramente, pues, sea la continuación lógica de aquella.

   Por otro lado, es una película imprescindible en la obra de Boyle, ya que armoniza mejor con su filmografía que la primera entrega. Ciertamente, todos sus largometrajes son un canto a la vida y a las cosas que la enriquecen, como la familia y los amigos (sin duda, esta es la tesis de Millones, 127 horas y la incomprendida Steve Jobs). Aquella, no obstante, pese a su mensaje final, que apostaba abiertamente por una existencia sin drogas, encomiaba una traición y un robo. Es por ello que necesitaba ser subsanada, mostrando una historia que ensalzase el auténtico valor de la amistad y el peligro que el dinero le puede acarrear a esta.




   Por este motivo, era necesaria la realización del film. En él, como hemos visto, no solo se atan los cabos sueltos que exige la nostalgia, sino también aquellos que no conseguían anudarse con la obra de Boyle. Este ha afirmado muchas veces que el hombre debe buscar la felicidad en la sencillez del hogar y de la amistad y no en el dinero, algo que no quedaba claro en el primer Trainspotting, pero que aquí resarce por completo.

   Se trata, pues, de un título excepcional, que debería estar presente en las futuras videotecas de los seguidores de Boyle y de McGregor. Posiblemente, hoy no sea comprendida por quienes han conocido demasiado tarde la cinta original, puesto que esperarán la comedia que esta les ofreció. Sin embargo, el paso de los años les descubrirá que sus personajes han progresado como debían de hacerlo y que, por ello, se trata de una secuela imprescindible.




 
 

domingo, 19 de febrero de 2017

Jackie

   Hace unas semanas, analizábamos la película Manchester frente al mar (Kenneth Lonergan, 2016): aquí. En el artículo, nos quejábamos de la ausencia de Dios a lo largo de todo el metraje, pese a que este mostraba un asunto netamente religioso. En efecto, un film que aborde el tema de la muerte, pero que postergue a Dios, es un film engañoso, ya que su presencia es ineludible cuando alguien fallece (en cualquier sentido: bien como consuelo, bien como queja, bien como interrogante). Hasta la fecha, sin embargo, desconozco si esto fue una artimaña de su responsable para delatar precisamente la soledad que experimenta el hombre cuando no tiene a Dios cerca, o bien si se trata de su sincera opinión sobre el desamparo que aquel siente al final de sus días.

   Sea como fuere, esta semana ha llegado a nuestros cines Jackie (Pablo Larraín, 2016). En esta película, y a diferencia de lo que veíamos en aquella, se afronta la muerte bajo el prisma de lo sobrenatural. Esta característica no solo la eleva por encima de aquella, sino que también la hace más creíble a los ojos del espectador. En verdad, y como arriba hemos indicado, es innegable que Dios irrumpe en la escena cuando alguien muere y se cierne sobre nosotros el peso de la soledad.




   El 22 de noviembre de 1963, el presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy es asesinado en Dallas. Casi al momento, su esposa Jacqueline se ve asediada por los medios, que intentan extraerle un relato de los hechos. Por supuesto, ella declina al principio todas las entrevistas, hasta que descubre que la prensa ha manchado tanto su nombre como el de su marido. Gracias a ello, decide conceder un solo encuentro, en el que detallará el modo en que vivió los días posteriores al magnicidio.

   Debido a su temática, el film está estructurado de manera que alterna entre el documental y el drama. Ciertamente, a lo largo del metraje vemos cómo son enlazadas las imágenes reales con las ficticias, algo que nos ayuda a profundizar en la figura de Jacqueline y a entender su particular calvario. Para ello, también se ampara en la excelente interpretación de Natalie Portman, que se embebe tanto del personaje que incluso parece adoptar su tragedia emocional.




   Pero más allá del aspecto técnico, lo más interesante del film es su apertura a lo sobrenatural. En efecto, la película nos hace partícipes de inmediato del trauma que le supone a la protagonista la muerte de su marido. Mientras que toda la primera parte es una descripción pormenorizada de la esplendorosa vida que llevaba junto a él, la segunda se centra en los momentos siguientes al asesinato. Principalmente, son aquellos que rodean al funeral de Estado los más duros, puesto que la hacen consciente de su viudez. 

   Por suerte, durante estos crudos instantes ve necesario dialogar con un sacerdote, puesto que no encuentra consuelo en otras personas. Aunque esta no sea estrictamente la temática del film, las escenas en las que aquel aparece están muy bien cuidadas y llenan de esperanza el alma de Jacqueline. Tanto es así que la cinta concluye con su consejo, en el que afirma que Dios jamás abandona a sus hijos, por muy solos que estos se sientan. 




   Desgraciadamente, esta confianza se ausentó de Manchester frente al mar. En efecto, la grandeza de Dios estriba en su capacidad para consolar a cualquiera que se acerque a Él. Sin embargo, el protagonista de aquella cinta no supo hacerlo, por lo que se precipitó a la soledad y a la amargura que exteriorizaba en ella. Aquí, Jacqueline Kennedy sí acude a su consuelo, por lo que puede afrontar con mayor entereza la pena que la embarga.

   Por este motivo, se trata de una película muy acertada, que describe con detalle el aliento que anhela una persona en los momentos de la muerte. Como tantas otras, y como es natural, no renuncia a su dramatismo, que aquí también es descrito con mucha crudeza; pero no se encierra en la soledad de su protagonista, sino que le abre la puerta del consuelo que hemos citado. Esto se agradece, puesto que hoy vivimos una época en la que se abomina de todo lo que suene a religión, pese a que otorga la paz que el ser humano no halla en la tierra.


domingo, 12 de febrero de 2017

El cielo sobre Berlín

   Hay películas que resultan fascinantes por el mundo que abren a los ojos del espectador. Habitualmente, son cintas de corte fantástico, ya que este es un género puede jugar sin límites con la imaginación del hombre. Un ejemplo de ello podría ser el conocidísimo futuro que nos plantea Blade Runner (Ridley Scott, 1982), pero también el que describe Brazil (Terry Gilliam, 1985) o el universo que presenta Dune (David Lynch, 1984). Sin embargo, también hay filmes de otros géneros que han sabido hipnotizar de la misma manera gracias a ese particular, como Tigre y dragón (Ang Lee, 2000), El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011) o Amelie (Jean-Pierre Jeunet, 2001). Entre estas últimas, se encuentra la cinta que nos ocupa.  




   En efecto, El cielo sobre Berlín (Wim Wenders, 1987) nos presenta una ciudad poblada por miles de ángeles. Estos, invisibles al ojo humano, caminan entre los hombres con el propósito de ayudarlos en sus tribulaciones. Para ello, les basta con acariciar su espalda o con sentarse a su lado, ya que su sola presencia les otorga la luz del consuelo.

   Cierto día, sin embargo, uno de estos ángeles le manifiesta a su compañero el deseo de convertirse en una persona. El motivo es que quiere ver el mundo como lo hacen los hombres y, por ende, compartir con ellos su destino. El paroxismo de este anhelo llega cuando se enamora de una mujer, con la que quiere compartir su posible vida mortal.




   Indudablemente, lo más enriquecedor del film es la imagen de esos ángeles caminando entre nosotros y auxiliándonos en nuestras dificultades. Resulta entrañable y esperanzador comprobar cómo no dan por perdida a ninguna persona, puesto que la acompañan en todo momento con el propósito de salvar su vida. Aunque también describe la realidad humana, que es libre para escuchar su consuelo y para rechazarlo, como insinúa el suicida que cubre sus oídos con los auriculares.

   Pero también son impresionantes las disertaciones acerca de la vida que hacen tanto los hombres como los ángeles. Especialmente profundas son las del protagonista, Bruno Ganz, que aspira a disfrutarla como ser humano. Para ello, no se centra solo en las cosas materiales de las que podría gozar, sino también en lo que ya pasa desapercibido para nosotros, como las sensaciones y los sentimientos. Resulta impagable y emocionante que desee asimismo experimentar las limitaciones humanas, que se manifiestan sobre todo en la enfermedad y en la muerte. 




   La película sobrecogió de tal manera al espectador que su responsable afrontó una secuela varios años después: ¡Tan lejos, tan cerca! (Wim Wenders, 1993). En ella, aunque retomaba los personajes que habían dado pie a su anterior obra, los enfrentaba a una situación diferente: el mal. Ciertamente, aunque el amor por la vida podía ser entrevisto aún en el largometraje, este se centraba en cómo la maldad era capaz de arruinar la existencia del hombre.

   Para ello, el film arranca con un ángel que se plantea la posibilidad de ayudar físicamente a las personas. A lo largo de su vida espiritual, ha podido sugerir esperanza y bondad en ellas, pero no siempre las ha auxiliado, ya que estas gozan de libertad para aceptar o rechazar sus sugerencias. Él piensa, no obstante, que lo conseguiría si fuese de su misma naturaleza.

   Sin lugar a dudas, la película supera la original. En efecto, propone un mismo y fascinante mundo poblado por ángeles, pero profundiza en la libertad del hombre, que solo había sido insinuada en aquella. Además, y aunque describe con mucho detalle hasta qué punto se puede corromper una persona gracias a sus decisiones erróneas, es un canto bellísimo al amor y al libre albedrío. Por otro lado, afirma explícitamente que los ángeles provienen de la voluntad de Dios, un dato que no aclaraba El cielo sobre Berlín y que la hace todavía más emotiva. 




   La fascinación casi hipnótica de este cosmos angelical fue confirmada por el cine norteamericano algunos años después. En efecto, adaptando la historia de amor que cerraba el film original, pudimos ver City of Angels (Brad Silberling, 1998). Pese a que relegaba aspectos tan profundos como las disertaciones que pululaban en los otros dos títulos, contó con muchos aciertos. Entre ellos, destaca la controversia suscitada en la científica mente de la protagonista, que es médico, cuando se enamora de un ángel, es decir, de un ser que no debería existir.

   A mi juicio, pues, estos tres filmes nos proponen un mundo arrebatador, que difícilmente olvidará quien los haya visto. Además, nos otorgan una esperanza que tal vez hayamos perdido, puesto que nos indican que no estamos solos y que el Amor, que es más grande que todos nosotros, nos acompaña siempre. Por último, y en consecuencia, este universo resulta más cautivador cuando descubrimos que no es imaginario, sino que se trata de la realidad que nos circunda.



domingo, 5 de febrero de 2017

Manchester frente al mar

   Hace unas semanas, afirmábamos que nos encontramos en un período propicio para el buen cine de actualidad (aquí). El motivo es la inminente ceremonia de los Óscar, donde se premia a la mejor película del año. Para formar parte de esta gala, pues, las grandes productoras se reservan estos meses para estrenar sus largometrajes más acariciados. Asimismo, y con esta intención, suelen rodearlos de los factores que habitualmente gustan a los miembros de la Academia, sus anfitriones: corte clásico, actores consagrados, revisionismo histórico y valores norteamericanos.

   Curiosamente, la película que hoy nos ocupa no cumple ninguno de los citados requisitos. Sin embargo, ha entrado en la lista de candidatas al mayor premio otorgado en Hollywood (además de haber obtenido otras cinco nominaciones). El motivo tal vez estribe en su correcta manufactura o en la tragedia que palpita en el fondo de su metraje, más intensa que la del propio guion. Si se trata de esto último, no deja de ser una llamada de atención acerca del inmenso vacío que experimenta el hombre actual. 




   Lee Chandler (Casey Affleck) es un conserje de Boston. Cierto día, recibe una llamada telefónica de su ciudad natal, Manchester, en la que le informan del fallecimiento de su hermano. Rápidamente, se pone en camino hacia allí, puesto que debe organizar el funeral y todo lo relativo a la herencia. Aunque al principio se muestre preparado para asumir cualquier circunstancia, rechaza toda responsabilidad sobre su sobrino. El motivo es que arrastra una tragedia pasada que le impide hacerse cargo de él.

   Como hemos indicado, la película manifiesta claramente su amargo dramatismo, algo que la separa de los gustos de Hollywood a la hora de entregar el Óscar. Para ello, presenta unas actuaciones frías, una fotografía pausada y una música apenas audible (a excepción del momento culminante del metraje, que es acompañado por el famoso adagio de Albinoni). Asimismo, y para reflejar el estado anímico del protagonista, no duda en ofrecer un Manchester grisáceo y nevado, diáfanas alegorías de la pesadumbre y la tristeza. Pero, como anunciábamos, la verdadera tragedia se oculta detrás de estos fotogramas.




   En efecto, la película versa realmente sobre una persona que es incapaz de perdonarse. Este es el motivo por el que, a lo largo del metraje, vemos que no acepta la triste situación que le sobreviene. La muerte de su hermano, por tanto, se le presenta como un drama irresoluto, como un enigma que añade mayor dramatismo a su desdichada existencia. La soledad y el amargor, por consiguiente, se levantan frente al protagonista como un insalvable muro que nadie puede derribar. Incluso cuando tiene la oportunidad de redimirse, la desprecia, puesto que su pena es más profunda que el deseo de liberarse de ella.  

   Precisamente, esta tragedia remite a la necesidad humana de redención. Ya que el hombre es un ser imperfecto y que no actúa conforme al bien que anhela, ora por error, ora por mala intención, clama por la compañía de alguien que lo perdone y que lo guíe. Por desgracia, muchas veces no encontramos quien supla estas carencias, ya que todos se encuentran en la misma situación que nosotros; o bien, como el protagonista de la cinta, nos aferramos a un dolor del que no queremos desprendernos. 

   El cristiano, sin embargo, sabe que esa necesidad es cubierta por Dios. Este, en efecto, enviando a su Hijo, consiguió perdonarnos incluso aquello que nosotros no somos capaces de olvidar. Asimismo, nos concedió el guía imprescindible de nuestra propia existencia. Por tanto, ya no estamos solos en este mundo ni la desesperación tiene cabida, pues incluso la muerte ha sido dotada de un sentido escatológico.




   Al final, es cierto, la película entreabre una puerta a la esperanza, puesto que resalta el valor de la familia. Sin embargo, este es incompleto si no está cohesionado mediante la fe. Ciertamente, pese al amor que experimentamos en el seno familiar, este puede ser quebrado a través del egoísmo o de cualquier otro tipo de mal, como también insinúa el film. En definitiva, pues, quien suple la soledad del hombre, cura sus tristezas e incluso mantiene unida a la familia es el Dios ausente de esta cinta.

   Pese a todo, el largometraje es correcto, aunque imperfecto. Se trata de un buen film, aunque no es magistral. Por eso resulta extraño que la Academia de Hollywood se haya fijado en él. Tal vez, el motivo sea que hace un preciso detalle de la soledad humana y que esta, en el fondo, sea más una urgente llamada de atención a buscar el consuelo que andamos buscando. Este consuelo es ese Dios que guarda silencio durante la proyección y, quizás por eso, los miembros de aquella quieran hacernos ver cuánta necesidad tenemos de Él.