domingo, 24 de marzo de 2019

La vida futura

   Es probable que el británico H.G. Wells sea uno de los escritores más prolíficos de la historia de la literatura; asimismo, es probable que sea uno de los más adaptados de la historia del cine, puesto que muchas de sus obras han sido llevadas exitosamente a la gran pantalla. Entre las más conocidas, podemos señalar las dos versiones de La guerra de los mundos (amén de sus múltiples adaptaciones televisivas), El tiempo en sus manos (que adaptaba el clásico de las letras La máquina del tiempo), El hombre invisible (y sus exclusivas secuelas cinematográficas: El hombre invisible vuelve y La venganza del hombre invisible) y las diversas versiones de La isla del doctor Moreau, entre las que nos gustaría destacar La isla de las almas perdidas, con Charles Laughton y Bela Lugosi como protagonistas. Lo que no todo el mundo sabe (ni tiene por qué saber) es que la bibliografía del escritor, así como muchos de los largometrajes que inspiró, está vertebrada por su ideario socialista y cientificista, dos doctrinas que él profesó hasta la muerte. La primera de ellas puede ser detectada en La máquina del tiempo, donde describía detalladamente la célebre lucha de clases que promueven las políticas de izquierdas; la segunda, en Esquema de los tiempos futuros, donde presentaba a la ciencia con tintes mesiánicos, puesto que la consideraba como la única y verdadera redentora de la humanidad. El primer texto inspiró el film El tiempo en sus manos; el segundo, el que hoy nos ocupa: La vida futura (William Cameron Menzies, 1936).




   La cinta se divide en tres episodios bien diferenciados, aunque a la vez perfectamente interrelacionados. El primero de ellos muestra los inicios de un segundo conflicto internacional, que afecta sin excepción a todas las naciones de la tierra y que el guionista (el propio Wells) sitúa en 1940 (¡por qué poco se equivocó!); el siguiente, la vida de los hombres después del enfrentamiento bélico, es decir, en 1966, cuando una gran plaga ha devastado a la humanidad y un profeta baja del cielo en avioneta (sic) para otorgarle un nuevo chance a esta última a través de la tecnología; el tercero, fechado en 2036, la víspera del primer viaje a la luna, que está concitando la ira del pueblo hacia sus gobernantes, puesto que estos lo preparan en orden a ratificar las halagüeñas profecías del pseudomesías respecto de la ciencia mientras que aquellos recelan de ellas. Y es que en el fondo, todo esto parece solo una premisa de la sentencia con la que concluye el filme y que da sentido a todo el metraje: «El progreso no se puede parar. El hombre, el individuo, debe aspirar a vivir feliz; pero la humanidad debe aspirar siempre a llegar más allá: un día, la luna; otro, los planetas; luego, las estrellas… y siempre estará al comienzo de la siguiente aventura».




   Como podemos ver en esta frase que corona el filme, Wells manifiesta durante todo el metraje su esperanza en la humanidad. Para él, esta ha vivido siempre sometida a sus propias supersticiones y engaños (alimentados a su juicio por la religión), algo de lo que solo consigue desuncirse en el siglo XX, cuando la tecnología ha avanzado lo suficiente para demostrarle que es capaz de todo. De hecho, no oculta el matiz mesiánico que él otorga a la ciencia, puesto que esta es alegorizada aquí mediante ese profeta que baja del cielo en avioneta para restaurar la vida de los hombres, exangües después del conflicto mundial que los ha diezmado; es más, le concede una liturgia propia, como si del perfecto sustituto de la religión misma se tratase, puesto que nos muestra cómo los gobernantes del futuro veneran de alguna forma los avances conseguidos por la técnica (podemos añadir incluso que la religión está ausente en todo el relato..., salvo en el tramo final, donde aparece como enemiga declarada de la humanidad). Pero, ay, por desgracia este idealismo le hace pecar de ingenuo, porque donde podría haber elaborado un largometraje que diseccionara su propio pensamiento cientificista, consigue que la doctrina de este se imponga sobre la realidad de los hechos, consiguiendo así que pase de ser un filme de ciencia ficción a otro de fantasía ficción.




   En efecto, si partimos de la base que Wells mismo propone en su guion, nos podemos preguntar: ¿es verdad que la ciencia ha hecho más humanos a los hombres? Si tenemos en cuenta que la doctrina cientificista prosperó sobre todo en el período de entreguerras y que este desembocó en un conflicto armado mucho más sangriento que el que había tenido lugar tan solo unos años antes, ¿podemos asegurar que la tecnología ha hecho más pacífica a la humanidad, como defiende el escritor? Evidentemente no. Hoy, que nos encontramos en la era tecnológica por excelencia, no vivimos en un mundo más solidario ni más respetuoso con el prójimo, ni siquiera en uno en el que las guerras hayan sido superadas, puesto que estas continúan azotando la faz de nuestro planeta..., pese a que los mass media no se hagan eco de ello; más bien al contrario, parece que nos encontramos en una época en la que se aprovechan los avances científicos para hacer el mal, porque se perfeccionan las técnicas que propician los deleznables crímenes del aborto o de la eutanasia, e incluso se promueve la ausencia de libertad mediante el control que ejerce internet o la televisión sobre los usuarios, que se vuelven esclavos de la opinión dominante (o de lo políticamente correcto). Por supuesto, el cientificismo tiene dos respuestas para este dilema: por un lado, la religión, que siempre estará presente en el ánimo del hombre para interrumpir su progreso (de ahí que tarde tanto en avanzar hacia su propia plenitud); por el otro, la esperanza irrealizable, puesto que defiende que el ser humano llegará algún día a ese estado de perfeccionamiento... aunque este tarde mucho en manifestarse (siempre se puede decir que aún no hemos llegado a él, pero que lo haremos).




   Como decíamos al principio, pese a que H.G. Wells sea uno de los literatos más prolíficos de la historia de las letras y a que haya demostrado su inteligencia en cada una de las páginas que publicó, probó también su cortedad de miras, que estuvo lastrada siempre por el adoctrinamiento cientificista que padeció hasta el fin de sus días. Es evidente que los avances tecnológicos mejoran la vida de los hombres, como queda de manifiesto sobre todo en el campo de la medicina; pero el otorgarle una vis moral y, por ende, mesiánica, supone el rebasar un abismo que es en el fondo infranqueable, puesto que se les presume una capacidad que solo es inherente al ser humano y no a sus productos (más aún, que se arraiga en Dios y no lejos de él). Ello no obsta para que nos encontremos ante un filme de mucho interés, porque no solo es considerada como la primera obra de ciencia ficción pura (aunque nosotros la hayamos motejado de fantasía ficción), sino que además ayuda muy bien a comprender la doctrina cientificista y a ver cómo ha fracasado en la historia, pese a que hoy continúe teniendo adeptos alrededor del mundo (¿quién no ha oído alguna vez la expresión «yo no creo en Dios, pero sí en la ciencia»? ¡Cientificismo puro!).


   

domingo, 17 de marzo de 2019

El Gordo y el Flaco (Stan & Ollie)

   Antes de comenzar la crítica, debo reconoceros que soy un apasionado -¡un auténtico fan!- del cine mudo. En efecto, soy de los que piensan que toda la historia del séptimo arte comenzó y concluyó con Cecil B. DeMille, D.W. Griffith, Dreyer, Eisenstein y algunos -muy pocos- más; que todo lo que vino después solo imita lo que estos plasmaron con su celuloide silente (sin ir más lejos, una de las escenas de El acorazado Potemkin dio pie al conocidísimo tiroteo en la estación de tren de Los intocables de Eliot Ness). En cuanto al humor, opino más o menos lo mismo, porque después de Chaplin, Buster Keaton o Harold Lloyd solo han venido vulgares sosias (el slapstick que ellos inventaron es el que está de fondo en parodias como Aterriza como puedasAgárralo como puedas, Scary Movie, American Pie y cosas así). Evidentemente, Stan Laurel y Oliver Hardy (o el Gordo y el Flaco) forman parte de estos forjadores del humor, ya que todos los dúos cómicos de la historia se enraízan en ellos (¿alguien ha dicho Dúo Sacapuntas o Tip y Coll?).




   Pero El Gordo y el Flaco (Stan & Ollie) no es un biopic al uso, puesto que no trata sobre los entresijos de su vida personal o sobre el esfuerzo que ambos afrontaron para coronar la cima del éxito (como por cierto hiciera la inolvidable Chaplin); ante todo, quiere detallarnos cómo les afectó el fracaso cuando dejaron de triunfar en la gran pantalla. En efecto, después de que ambos se convirtieran en grandes estrellas, les llegó el ostracismo y tuvieron que vagabundear por escenarios de mala muerte para sobrevivir. Además, en esta nueva situación surgieron multitud de problemas entre ambos, pues cada uno comenzó a culpar al otro de su mutuo infortunio, pese a que en el fondo estuvieran luchando contra sus propios fantasmas, ya que ninguno era capaz de aceptar que habían dejado de ser dioses cinematográficos.




   La mención de las divinidades del celuloide no es ninguna blasfemia, puesto que, ciertamente, como dioses eran tratados los actores del cine silente, pese a que después fueran humillados como parias. De hecho, este es el ambiente que de manera tan magnífica retrató Billy Wilder en su antológica El crepúsculo de los dioses -¡qué título tan bonito y elocuente!-, para la que fueron reunidos los otrora miembros del star-system hollywoodiano, venidos a menos en razón del cine sonoro... y de la edad (algo que también abordó The Artist). En ella vemos precisamente cómo la ficticia Norma Desmond (un alter ego de la actriz Gloria Swanson, no en balde su intérprete) sigue pensando que se codea con aquellas deidades de la cámara y que los hombres continúan bebiendo los vientos por ella, pese a su ancianidad (¿quién no recuerda la escena final del film, una de las mejores que jamás hayan rematado una película?); su actitud llena de compasión al espectador, porque le hace comprender el drama que vivieron los actores como ella, que tuvieron que aprender a ser meros don nadie después de haber sido populares en el mundo entero (tal vez la historia más triste al respecto sea la de Buster Keaton, cuya degradación moral fue recogida por el imprescindible documental Buster Keaton. Un genio destrozado por Hollywood).




   Como no podía ser de otra manera, El Gordo y el Flaco (Stan & Ollie) recupera este carácter nostálgico del filme de Wilder, puesto que echa la vista atrás en multitud de ocasiones para mostrar cómo era la vida de este dúo artístico (atención al prólogo, en el que queda de manifiesto su fama internacional); pero también quiere detallar cómo fue su vida a partir de su fracaso y cómo se vio afectada por la ignominia, un trago difícil para quienes supieron meterse al público en el bolsillo. Pero que el espectador no piense que por ello va a presenciar un relato escabroso, en el que se desvelan detalles de la vida íntima de Laurel y Hardy, puesto que, como en El crepúsculo de los dioses, su intención es honrar a las deidades del celuloide silente, no desmitificarlas. Por esta razón, la cinta se preocupa -y mucho- por ensalzar la amistad que unió al Gordo y el Flaco, quienes tuvieron momentos de debilidad en su relación -discusiones, acusaciones mutuas, etcétera-, pero que supieron superarlos gracias al afecto que se profesaban.




   Por tanto, la película está dirigida a cinéfilos como yo, es decir, a aquellos que pensamos que no hay vida más allá del silente o que creemos que después de DeMille o de Griffith solo ha venido la decadencia (quien todavía lo dude, eche un vistazo a la primera versión de Los diez mandamientos o a El nacimiento de una nación, donde ya está condensada toda la historia narrativa del séptimo arte). Evidentemente, ello no obsta para que pueda ser disfrutada por cualquier aficionado al celuloide, porque la cinta, allende su carácter nostálgico y ensalzador, cuenta una historia que puede ser entendida por todo el mundo, ya que tiene un carácter universal: la amistad. Y es que esta, como demuestra la película, si es bien cuidada, arrostra y supera todas las adversidades.