lunes, 25 de enero de 2021

La esclava libre

 

   Antes de empezar, quiero decir que escribo este artículo desde el más profundo de los desconocimientos, aunque, a la vez, desde la más sincera de las inquietudes. Lo especifico, porque muchas veces los textos nos llevan a formarnos una imagen distorsionada del autor que los publica. Y es que leemos por encima algunos renglones, no entramos a valorar lo que se nos propone… y enseguida tildamos al conjunto de aquello que nos gusta o nos disgusta (casi siempre, en base a nuestra ideología política o a nuestra concepción religiosa). Dicho lo cual, comenzamos.

   Hace un par de semanas, tuve la oportunidad de ver La esclava libre, una película que Raoul Walsh dirigió en 1957. Según parece, esta cinta nació con el claro propósito de desbancar a Lo que el viento se llevó, que, pese a haber sido estrenada veinte años antes, continuaba estando en lo más alto de ranking cinematográfico. Para ello, propone un argumento similar, una ambientación muy parecida y hasta unos personajes prácticamente calcados (tanto es así que incluso Clark Gable parece repetir el papel de Rhett Butler). Sin embargo, no es exactamente igual, sino que a todo ello le da una vuelta de tuerca.

   El motivo es que, desde el principio, la cinta pretende ser una clara apología del modus vivendi de los Estados Confederados del Sur y, por tanto, un acerbo discurso contra el de los Unionistas del Norte. De este modo, sin ocultar en ningún momento sus intenciones, presenta a un ejército norteño compuesto por soldados maleducados, libidinosos y desharrapados –salvo algunas excepciones–, mientras que ofrece una imagen totalmente opuesta de las tropas sudistas –sin ninguna excepción–. Es más, presenta una visión muy amable de la sociedad sureña, al mismo tiempo que deja entrever que la del Norte era por completo despreciable.

   Esto alcanza su culmen a la hora de describir cómo vivían los negros a un lado y otro de la frontera, que es, como se suele decir, el quid de la cuestión secesionista. De esta manera, y conforme a la película, los del Sur (tradicionalmente, los más explotados y, por ende, los más necesitados de liberación) viven como familiares de sus amos, no como esclavos; los del Norte, en cambio, todo lo contrario. Incluso, en el colmo de la sorpresa, el negro protagonista, un estupendo Sidney Poitier, que vive en el Sur, odia a su señor…, ¡porque este lo trata como un hijo, no como lo que es en realidad: un esclavo!

 


 

   Esto me llevó a recordar una conversación que mantuve hace mucho tiempo con un amigo. Según este, todo lo que nos habían contado acerca de la Guerra de Secesión era un bulo, puesto que los negros del Sur no vivían tan mal como se nos había hecho creer. Y lo razonaba de la siguiente manera: los negros sureños tenían estatus de criados –no de esclavos–, mientras que en los norteños era al revés. El problema es que el Norte quería imponerle al Sur su visión de la sociedad, por lo que divulgó entre los suyos que en los Estados Confederados se atropellaban los derechos de las personas, y mediante células infiltradas, se les hizo pensar a los negros que incluso dejarían de ser criados (esto se ve muy bien en el transcurso de la cinta).

   Por lo tanto, y siempre según mi amigo, fue más una guerra de religión que un enfrentamiento social o político. Y es que en el Sur pervivía una visión católica de la sociedad, heredada de los franceses y los españoles, pero en el Norte había arraigado con fuerza la protestante, más propia de los ingleses y holandeses. Y así, mientras que esta última era completamente individualista e industrial, aquella era hogareña y rural, por lo que no contribuiría a la evolución de los futuros Estados Unidos conforme al criterio capitalista de los norteños. Pero como este ideario seguía necesitando de mano de obra esclava, se les hizo creer a los negros del Sur que serían libres, para que se unieran a la nueva sociedad norteña y se convirtieran así en siervos “voluntarios”. Y para rubricar esta idea, me espetó la siguiente frase: «Lincoln escribía sobre la libertad de los esclavos, mientras desde su ventana veía a los suyos recoger el algodón de sus plantaciones» (sic). No sé si esto es estrictamente cierto, pero como mi amigo es historiador y publicó sus tesis conforme a estas pautas, tomo en consideración sus palabras. 

 


 

   Sea como fuere, lo cierto es que hemos asumido como auténtica una concepción de la historia: la de los vencedores. De este modo, es muy difícil ver hoy películas que, como La esclava libre, se atrevan a refutar esta idea. Supongo, pues, que en América ocurrirá los mismo que en España, donde, al haber asumido que los republicanos eran los buenos y los nacionales los malos (antes era al revés), es imposible hallar una cinta que exponga lo contrario (antes también era al revés). Por esta razón, es bueno acercarse a títulos como este, ya que nos ofrecen discursos muy alejados de los que tenemos que repetir por boca de ganso.

   Por este motivo, antes de comenzar el texto, he querido especificar que hablo desde la más estricta de las ignorancias. Y es que desconozco absolutamente todo lo que tenga que ver con la Guerra de Secesión Americana (más allá de lo que todos sabemos… o de lo que creíamos saber hasta ahora). No estoy a favor de los confederados ni en contra de los unionistas, ni al revés, pues todo me coge tan lejos que mi opinión no repercute para nada en el devenir histórico actual. Si es verdad todo lo que os he expuesto, puede que sienta más afinidad por los Estados del Sur que por los del Norte (¿recordáis lo que os decía en el párrafo introductorio?), pero siempre me quedará la duda de cuál tuvo razón en ese conflicto. Mientras tanto, podremos seguir indagando en el asunto gracias a películas como esta.

 


 

martes, 19 de enero de 2021

Frente de Madrid

 

   Si recordáis, en mi último artículo me quejaba de que la corrección política censura hoy sin reparos las películas que los cinéfilos podemos ver legalmente en la red. Este veto es mayor si determinadas cintas han sido rodadas en épocas de las que actualmente, no sin razón, abominamos. Para ello os ponía el ejemplo de El flecha Quex, que pese a ser un gran film, se nos obliga a prescindir de él por el simple hecho de haber sido grabado durante el nazismo (asimismo, y como consecuencia, se nos impele a prescindir de sus valores artísticos e históricos, que también los tiene).

   De la misma manera, os indicaba que esta prohibición es flagrante en nuestro país, donde, para menospreciar el celuloide de antes, se ha acuñado el término “franquista”. De este modo, pues, el espectador ya da por hecho de que se trata de un tipo de cine cutre y propagandístico, destinado a adoctrinar al pueblo español de entonces (que, por supuesto, es tildado de ignorante). Pero esta es una idea tremendamente injusta, ya que, a diferencia de lo que se pueda pensar, en aquella época se realizaron filmes de muy buena manufactura, que en no pocas ocasiones incluso supera con creces a la de las cintas españolas actuales. Y para ejemplificarlo, hoy me gustaría presentaros Frente de Madrid (Edgar Neville, 1939).

   En efecto, la película narra una historia ambientada en las postrimerías de la Guerra Civil, concretamente, y como su título indica, en el frente de Madrid. Allí, un falangista del bando nacional quiere ver a su novia, a la que no visita desde el estallido del conflicto. Para ello, se ofrece como voluntario en una misión secreta, que consiste en internarse como miliciano en las filas del Ejército Rojo. Gracias a ello, pues, no solo podrá reunirse de nuevo con su prometida, sino que también comprobará de primera mano los estragos causados por el enfrentamiento fratricida en la capital de España.

 


 

   Para empezar, debemos decir que, lejos de lo que hoy se nos hace creer, el mal llamado cine franquista no abundó en cintas sobre la Guerra Civil (más aún, incluso la industria de entonces recibió serias quejas de muchas instituciones por no hacerlo[1]); al contrario, intentó pasar página muy pronto, ofreciendo sobre todo dramas costumbristas que, eso sí, podían tener el conflicto como telón de fondo (a fin de cuentas, era una realidad que todos habían vivido). Ello no obsta, por supuesto, para que también se realizaran películas de carácter bélico, como es normal después de un enfrentamiento armado: Sin novedad en el Alcázar (que no es española, sino italiana), El crucero Baleares, Rojo y negro, El santuario no se rinde… Pero, a pesar de que sean archiconocidas, no conformaron ni una triste minoría.

   Lo más característico de la época es que no se trataba de un celuloide sectario, como el que hoy prolifera en nuestras pantallas. Así es, en la actualidad se ruedan en España mayor número de películas sobre la Guerra Civil que entonces, y suelen ser tan tendenciosas que se apartan por completo de la realidad. De este modo, los bandos enfrentados se han convertido en una mera ficción –por no decir una parodia– de sí mismos: el nacional es tan malo que más parece un villano de cómic que un ejército en liza, mientras que el republicano es tan bueno que uno se pregunta por qué estalló el enfrentamiento. En el cine de entonces, empero, que evidentemente también era tendencioso, buscaba acercarse a la verdad de manera más honesta, mostrando el modus operandi de ambas facciones, incidiendo en que fue una tragedia entre hermanos y buscando la reconciliación entre ellos (v. gr., el final de esta película)[2].

   En cuanto al valor artístico de esta cinta, podemos citar el neorrealismo. Entendemos como neorrealista el cine que nació en Italia tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, que tenía como objetivo denunciar el estado en que había quedado el país después de la misma. Para ello, mostraba historias creíbles y reales acontecidas durante el conflicto, y era rodado en los escenarios naturales de las urbes, derruidas por los bombardeos. La primera película en hacerlo fue Roma, ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945), por lo que se considera la pionera del género. Sin embargo, una década antes se había estrenado Frente de Madrid, que también mostraba el estado en que había quedado la capital de España tras la Guerra Civil, y narraba una historia real y creíble acontecida durante el conflicto. Entonces, ¿por qué no se considera la primera película neorrealista de la historia? La respuesta es fácil: el franquismo.

   En efecto, como hemos señalado, al cine de antes se le cuelga el sambenito de “franquista” para que el espectador no entre a valorar sus cualidades artísticas, sino que, por el contrario, crea que es un tipo de celuloide perverso y adoctrinador, del que no pudo salir nada bueno. De este modo, y pese a que la película que estamos analizando cumple los requisitos necesarios para ser la la inauguradora del neorrealismo, se deplora en favor de la italiana. El motivo es solo político: ¿cómo Frente de Madrid, que es profascista –aunque no lo sea realmente–, va a superar a Roma, ciudad abierta, que es antifascista? Además, el neorrealismo, “inaugurado” por el film de Rossellini, derivó muy pronto hacia el comunismo, por lo que es más políticamente correcto decir que se trata de la verdadera iniciadora del citado género[3].

   Así pues, por culpa de esta manida corrección política –más política que correcta–, hoy nos estamos perdiendo grandes películas, que tildamos enseguida con un adjetivo inventado para que no nos cuelguen también a nosotros el temido sambenito. En un mundo sensato, en el que realmente se considerase el valor artístico e histórico de un producto, independientemente de su origen, Frente de Madrid sería una cinta imprescindible, que nos ayudaría además a comprender una época concreta de nuestros anales. Pero estamos en un mundo al que no le interesa la realidad ni el arte, sino solo que veamos ambas cosas a través del prisma que él nos quiere imponer[4].   

 


 

 



[1] Una de ellas fue la Acción Católica Española, que, viendo cómo la persecución religiosa no contaba con ningún film –solo aparecía una escena en Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1941)–, financió Cerca del cielo (Mariano Pombo y Domingo Viladomat, 1951), que se hace eco del hostigamiento y martirio del beato Anselmo Polanco.

[2] A mi juicio, la última película no sectaria del cine español contemporáneo es La vaquilla (Luis García Berlanga, 1985), donde los miembros de ambos bandos son presentados como personas reales, independientemente de sus afinidades políticas.

[3] Es por ello que los historiadores del séptimo arte arguyen que el neorrealismo entró en España a través de la película Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951), de tinte medianamente antifranquista. Por otro lado, debemos decir que Rossellini tenía más papeletas para ser considerado el iniciador del neorrealismo que Neville: el motivo es que, mientras que este último se pasó del bando republicano al franquista, él se pasó del fascista al comunista (de este modo, hasta se le perdonó su amistad personal con Vittorio Mussolini, hijo del Duce, que incluso le había abierto las puertas de la pantalla grande italiana).  

[4] Para conocer más filmes de este tipo, del buen cine que se realizó en la España “franquista”, no dejéis de comprar mi libro: 100 películas cristianas, que está a punto de salir (ed. Homo Legens).

martes, 12 de enero de 2021

El flecha Quex

 

   Resulta sorprendente que en estos tiempos, en los que presumimos más que nunca de libertad, menos gozamos en realidad de ella. Por supuesto, aunque podría aludir a muchos otros aspectos, aquí solo me refiero al cinematográfico, que es el que procuro abordar siempre en mi blog. Y es que, en efecto, gracias a internet, hoy parece que podemos acceder a multitud de películas, al mayor catálogo de cintas de la historia…, pero no es así: la censura acecha incluso en la red, que únicamente nos ofrece los largometrajes que podemos ver, no los que queremos ver.

   Y voy a poneros un ejemplo concreto, advirtiéndoos previamente que leáis el texto hasta el final, pues no quiero que me juzguéis antes de tiempo: El flecha Quex (Hans Steinhoff, 1933)[1]. Así es, rodada el mismo año en que Hitler alcanzó el poder en Alemania, narra la historia de un joven que se debate entre pertenecer al Partido Comunista y el Partido Nacionalsocialista. Para ello, asiste a las reuniones clandestinas de ambos, comprobando de primera mano lo que cada uno de ellos tiene que ofrecerle. De este modo, se siente atraído por el ideario nazi, pero como su familia es pobre y obrera, piensa que el comunismo es su mejor opción.

   Lejos de lo que pudiera parecer, la cinta no es un esbozo maniqueo de cada una de las dos opciones (es decir, no es una exaltación del nazismo ni una demonización del comunismo), sino que procura disertar sobre las luces y las sombras de ambos partidos. De este modo, pues, ni los comunistas son tan malos ni los nazis son tan buenos; más aún, en la cinta encontramos escenas que justifican la lucha obrera de los primeros, mientras que condenan la violencia extrema –y hasta el fanatismo– de los segundos. Por tanto, la misma decisión que ha de tomar el joven protagonista entre un bando u otro es la que debe tomar el espectador.

 


 

   Entonces, ¿cuál es el problema? Es cierto que la película se convirtió en el mayor éxito del cine alemán hasta el momento (con más de un millón de espectadores en sus primeras semanas de exhibición), que fue elogiada por Hitler, que Goebbels la consideró su cinta de cabecera y que solía proyectarse en las reuniones de jóvenes nacionalsocialistas, pero ¿acaso eso hace de él un mal largometraje? Ya hemos visto que, pese a esos parabienes de los que fue rodeado por el nazismo, el film no se caracteriza por adherirse a esta ideología, sino que hasta la denuesta en algunos aspectos. Por consiguiente, reitero mi pregunta: ¿cuál es el problema?

   La respuesta es sencilla: la película se grabó en una época de la que hoy abominamos y, por ende, debemos menospreciarla (lo mismo ocurre con el cine español de antes, tildado de franquista, para que el espectador lo desprecie sistemáticamente, sin que entre a valorar si es bueno o malo, si le gusta o no). De esta manera, pues, la cinta es tachada de propaganda nazi –pese a que no lo sea–, se le atribuye un sesgo ideológico que no tiene y, por tanto, se prohíbe de modo tajante su visionado, independientemente de su calidad artística, que la tiene[2]. Esta obsesión por desdeñarla llega hasta el punto de que en Alemania solo puede ser vista por motivos de estudio y siempre bajo la supervisión de un experto (¡!).

   Pero le doy una vuelta de tuerca a mi pregunta: si realmente la película fuese propaganda nazi, ¿por qué no podríamos verla? ¿Por qué podemos ver El acorazado Potemkin y La huelga, que son panfletos soviéticos –y que a mí me encantan–, pero no podemos ni siquiera acercarnos a El flecha Quex o a El acorazado Sebastopol, que fue la respuesta nazi a la genial película rusa?, ¿acaso no somos libres para ver el cine que queramos? ¿Por qué hoy, que podríamos acceder a cualquier producción de la historia gracias a internet, nos tenemos que conformar con el cine que la corrección política nos ofrece? ¿Qué clase de libertad de elección es esa?

   Evidentemente, entiendo que el nazismo no es una ideología encomiable (como tampoco lo es el comunismo), pero estamos hablando de arte –¡el séptimo!–, no de política. Claro que el celuloide alemán de la época estaba vertebrado por el ideario nacionalsocialista (como el ruso lo estaba por el soviético), pero somos lo suficientemente inteligentes como para diferenciar una cosa de la otra: nos interesa el cine –¡incluso el cine que se hacía en esa etapa de la historia!–, no la política que lo propició. Entonces, ¿por qué no podemos acceder a él? ¿Acaso se han derribado los grandes monumentos del Imperio romano, porque este toleró y protegió la esclavitud?, ¿o se han quemado las partituras de Wagner por ser este el compositor favorito de Hitler?, ¿o se han tirado a la basura los retratos de Stalin pintados por Guerasimov?   

   Volviendo a mi queja del principio, pues, me atrevo a decir que hoy no somos tan libres como creemos. Es verdad que podría citar cientos de campos en los que esto queda meridianamente claro, pero me interesa más el aspecto artístico, y en concreto el cinematográfico. Y es que, pese a que las nuevas tecnologías nos podrían favorecer el acceso a todas las películas jamás rodadas a los largo de la historia, nos tenemos que conformar solo con las que nos dicen que podemos ver, no con las que realmente queremos ver. 

 

 




[1] Por supuesto, el título original no es este, sino algo así como El joven hitleriano Quex; sin embargo, en España se apostó por este otro, más acorde con la nomenclatura falangista que aquí imperaba.

[2] Históricamente, además, la cinta tiene mucho peso en el celuloide alemán, pues fue la primera que prescindió del formato teatral en que se habían encasillado las producciones de entonces. Podríamos decir, pues, que es el primer largometraje moderno del séptimo arte germano.