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lunes, 31 de agosto de 2015

El imperio del fuego


   Es curioso comprobar cómo en ocasiones el cine intrascendente genera alguna sorpresilla. Hace poco volví a ver El imperio del fuego, película que ya había olvidado, pero a cuyo estreno, en 2002, tuve la oportunidad de acudir. Recuerdo que por aquel entonces me pareció un film insustancial, pues, ciertamente, carece de calidad artística y de originalidad; sin embargo, en este segundo visionado he podido percatarme de algunos puntos que han despertado mi interés, aunque continúe formando parte de ese cine intrascendente al que antes hemos hecho referencia.
 
 

   Como es sabido por todos, el largometraje se desarrolla en un futuro cada vez más cercano, el año 2022, y narra la encarnizada lucha entre los hombres y los dragones, aquellos seres reptilianos que formaban parte del mundo mitológico, pero que, por azares del genio hollywoodiense, cobran vida cuando la humanidad ha dejado de creer en ellos. Como si de una plaga se tratase, estos últimos se apoderan de todo el orbe, provocando que las personas supervivientes se acorralen en recintos ocultos esperando que algún día desaparezcan. Pero a uno de estos refugios (misteriosamente, escocés) llega una partida de norteamericanos (¡oh, sorpresa!) dispuestos a eliminar a los lagartos voladores y a reconquistar, así, el planeta Tierra.

   Ciertamente, la película no da más de sí, pues ¿qué se puede esperar de un argumento tan simple? Sin embargo, podemos arrojar sobre ella una benevolente lectura antibelicista, pues, siendo compasivos, es posible ver a los dragones como una metáfora de los horrores de la guerra, algo que, como ocurre en otros largometrajes del mismo corte, termina uniendo a todas las personas bajo un mismo factor: devolver al hombre la dignidad que ha perdido. Y a mi entender, no estaríamos lejos de esta moraleja, ya que se nos presenta a una humanidad desesperada, pobre y aterrada que solo anhela el fin de sus agobios, y a unos dragones malvados y poco escrupulosos que solo desean acabar con todo rastro humano de la faz de nuestro mundo.

   Aunque existen otras películas que profundizan más en esta idea, la verdad es que aquí no queda mal del todo, pues esta comienza mostrándonos un prólogo que nos describe someramente la prosperidad del hombre, con sus grandes construcciones y su falta de preocupaciones (ese niño que se pasea tranquilamente por el peligroso escenario de una obra…), y el instante en que es atajada de manera drástica por la súbita aparición del maligno animal. A partir de ese momento, vemos cómo toda esa bonanza de la que se jactaba el ser humano queda sepultada literalmente bajo la ceniza del fuego de los dragones, y cómo el hombre, que tanto se enorgullecía de sus logros, queda recluido como si de un mísero perro se tratase, intentado conservar todo aquello de lo que alguna vez se vanaglorió (muy bueno ese guiño a la saga de George Lucas).

   En verdad, pocas veces nos hemos parado a pensar en el dramatismo que encierra cualquier conflicto armado, pues estamos acostumbrados a verlos en la ficticia pantalla de una sala de cine o en el aséptico televisor de nuestros salones, y a jugarla en los inocuos monitores de nuestros ordenadores, pero no estamos habituados a vivirla. Por fortuna, hace más de setenta años que concluyó nuestra guerra civil, así como la que enfrentó por segunda vez al mundo entero; sin embargo, son muchas las voces que profetizan y que casi aguardan el desencadenamiento de otra o de otras tantas. Mas yo me pregunto si tales agoreros serían capaces de afrontar una masacre de esa índole y de ver cómo se acaba frente a ellos todo aquello en lo que han depositado sus esfuerzos y sus esperanzas. Es fácil creer que uno empuñaría el fusil y que acabaría en un abrir y cerrar de ojos con un enemigo, pero es difícil dejar de lado el aspecto pintoresco que nos lega el séptimo arte, o el lúdico en el que nos han instruido los videojuegos y las guerrillas de pintura, y hacerlo realmente.
 

   Imagino cómo sería el ver destruida mi casa, con todas mis pertenencias y mis recuerdos hundidos bajo el peso del cemento derrumbado; o el descubrir que mis padres han perecido por el disparo de una bala; o el saber que mis hermanos están perdidos y buscando un lugar donde ampararse. ¿Cómo sería el dormir con miedo a ser asesinado?, ¿cómo el combatir en el frente, sabiendo que otro hombre puede frenar mi avance?, ¿cómo el intentar sobrevivir entre ruinas?, ¿cómo la búsqueda infructuosa de un poco de alimento?, ¿cómo el ver a un familiar o a un amigo morir de inanición? No me extraña, pues, que este film presente tales horrores que una guerra acarrea bajo la apariencia de un dragón, el ser que tradicionalmente se ha identificado con el pavor y con la destrucción, y no me extraña que los hombres huyan de él y se refugien en un lugar donde este no los encuentre ni los destruya.

   Pero el film no es pesimista, y aunque nos ofrezca una visión tan nefasta (y verídica) de la guerra, hace brillar al hombre con luz esperanzadora, pues este es capaz de sobrevivir siempre a cualquier contrariedad que se le presente. En este caso, esa esperanza se refleja en el hallazgo del sutil método mediante el cual pueden ser eliminados los dragones: el lanzamiento de flechas incendiarias a sus mayúsculas bocas ígneas. Alegóricamente, ello une a la humanidad bajo el único y loable objetivo de acabar en definitiva con el bélico desastre, y le ayuda a proponerse uno nuevo: devolverse a sí misma la dignidad, la paz y la prosperidad que había perdido (por este motivo, Christian Bale asevera al final del metraje que si los dragones destruyen otra vez lo que ellos están levantando, ellos otra vez volverán a construirlo). De este modo, ese mundo que había perecido bajo la ceniza resurgirá con mayor fuerza y se unirá más estrechamente, para que nunca vuelva a ser azotado por el funesto látigo de los dragones. 
 
 

 

miércoles, 26 de agosto de 2015

William Wallace, Mel Gibson y el orgullo de ser escocés


   Este verano he tenido la oportunidad de visitar Escocia, un país que parece pensado exclusivamente para románticos y cinéfilos, adjetivos que me caracterizan sin ningún género de dudas. Paseando por las Tierras Altas, uno puede imaginarse a Christopher Lambert entrenando con Sean Connery para degollar al malvado Clancy Brown cuando este acuda a la irresistible llamada de eliminar a todos los inmortales; navegando por el lago Ness, evoca a Ted Danson intentando hallar al famoso monstruo que supuestamente lo habita, o al sosias de madera que aparecía en La vida privada de Sherlock Holmes; callejeando por Stirling, se puede ver a Liam Neeson entrevistándose con John Hurt para conseguir más cabezas de ganado y salvar, así, a su clan, y entrando en el castillo de Edimburgo, no es difícil pensar en la reina Estuardo, a la que dio vida Katharine Hepburn en el film de John Ford. Mas a pesar de todos estos recuerdos, hay uno que asoma siempre por el horizonte de la memoria y que parece aletear sobre toda la campiña caledoniana: Braveheart, la obra maestra que consagró a Mel Gibson como uno de los mejores cineastas del Hollywood actual.
 
 
 

   Sé que el primer film del citado director no fue el protagonizado por este caudillo escocés del siglo XIII, sino El hombre sin rostro, película que hizo descubrir al público las cualidades artísticas y la sensibilidad de un actor más recordado por las sagas de Mad Max y Arma letal, en las que había poca cabida para tales características. Sin embargo, en aquella descubrimos hasta qué punto era capaz de asumir como propio un hecho histórico y relatarlo magníficamente bajo el prisma de su particular visión de la vida, algo que demostró su fuerte idiosincrasia y el genio interior que pugnaba por salir de su encierro interpretativo. Ni que decir tiene que sus poderosas imágenes y la bella y evocadora partitura de James Horner dieron a conocer al mundo la gesta de William Wallace, héroe nacional de Escocia, y pusieron de moda todo lo relativo a este hermoso país (no era difícil toparse con grupos de personas ataviados con kilts en el carnaval de ese año, ni oír música celta con evidentes reminiscencias a la escrita por el desafortunado compositor, costumbres que persisten desde entonces).

   Pero lo mejor del Wallace de Braveheart, como ya hemos insinuado arriba es la visión tan particular que Mel Gibson arrojó sobre él, ya que, no obstante las licencias históricas que pareció arrogarse este último, nos lo presentó como un hombre íntegro y amoroso, cuyo único y mayor deseo era el sosiego de su familia y la libertad de su patria. Uno y otro son anhelos propiamente humanos y tremendamente cristianos, pues todo hombre nace (o debería nacer) en el seno de un núcleo familiar que lo acoge y al que se siente vinculado, y lo hace en el suelo de un territorio que lo forma (o debería formar) como ciudadano, cosas que un hijo de Dios es capaz de entender como una vía de santidad propuesta para alcanzar el Cielo: la familia, en primer lugar, es la institución natural donde se educa al niño en la fe, el amor, la tolerancia, el perdón y etcétera, mientras que la patria, en segundo lugar, debe dar cobijo a esa noble aspiración de los padres con respecto a su prole, por lo que nunca ha de estar sometida a un agente opresor que se lo impida.

   Mel Gibson parece muy consciente de todo ello en cada fotograma del largometraje, que, por otro lado, nos recuerda constantemente la fe católica de los protagonistas escoceses, fe que él mismo comparte. No es casual, pues, que, acercándose el colofón de la historia, veamos a un William Wallace crucificado y soportando una ignominiosa pasión por parte del pueblo que lo ha ensalzado como un héroe, del mismo modo que Cristo tuvo que sufrir los ultrajes de unos hombres que lo habían recibido como el mesías largamente aguardado. Y así como este último tuvo que morir por los suyos para otorgarles esa paz y esa libertad que en el mundo no eran capaces de encontrar, el Wallace de Gibson tuvo que entregarse a sí mismo para salvar a su pueblo (nadie que haya visto el film podrá olvidar el estentóreo grito libertario con el que esta alcanza su final). Desgraciadamente, la historia del mundo sigue su curso, y muchas veces se olvida la hazaña con la que se conquistó aquel estado, pero el recuerdo se aviva cuando una nueva y nefasta situación constriñe al pueblo comprado con la sangre de un solo hombre.

   Desafortunadamente, la carrera de Mel Gibson se ha visto truncada de manera muy prematura, debido a sus problemas con el alcohol y otros excesos (como afirma el clásico, “el artista genial debe ser una persona atormentada e inclinada a los vicios, buscador de la belleza y de las más altas metas espirituales, pero incapaz de mantener el tan deseable equilibrio en la vida personal”). Sin embargo, cada vez que ha puesto el ojo en el objetivo nos ha regalado una nueva obra maestra, como son La pasión de Cristo y Apocalypto, películas que demuestran  que aquel genio ha sido asesinado con demasiada rapidez y que prueban que, si aún siguiese vivo, tendríamos entre nosotros a un maestro indiscutible del séptimo arte. Ojalá vuelva pronto a nuestras pantallas un nuevo film dirigido por Mel Gibson, el hombre que supo darle cara a William Wallace y que lo dio a conocer al mundo entero.    

 
 
 

miércoles, 5 de agosto de 2015

La aventura del Poseidón


   En el año 1970, el estreno de la película Aeropuerto puso de moda el subgénero catastrófico, denominado así no por su ausencia de calidad, sino por su temática: como su propio nombre indica, las cintas enmarcadas en él describían los acontecimientos que se sucedían durante la eclosión de alguna desgracia, principalmente de orden telúrico, o durante el derrumbamiento de alguna ciclópea construcción humana que supusiese un desafío para las fuerzas de la naturaleza; además, era propio de ellas presentarnos a una plétora de actores famosos enfrentándose a dichas calamidades, y ofrecernos historias y romances que se entrecruzaban y se ponían en cuestión o se fortalecían gracias al terrible escenario. De este modo, han quedado para el recuerdo filmes como Terremoto, Meteoro, El coloso en llamas y el título que hoy nos ocupa.

   La aventura del Poseidón narra la historia de un crucero de lujo que vuelca tras recibir el duro embate de una ola gigantesca. Los pocos sobrevivientes se concentran en el comedor del barco, donde estaban celebrando la cena de año nuevo; allí, un oficial les aconseja aguardar el rescate que se solicitó antes del naufragio, mientras que un resuelto predicador que navegaba a bordo les urge a escalar hasta el casco de la nave, que ahora, por encontrarse esta invertida, está flotando en la superficie del mar. No obstante las poderosas razones del religioso, aquellos prefieren obedecer al oficial y esperar a que alguien responda a la perentoria llamada de auxilio. El predicador, sin embargo, continúa apremiando a los tripulantes, para que se encaminen hacia el exterior, pero solo un pequeño grupo de personas se suma a él. Juntos, pues, emprenden la aventura que da título al film, pero esta no resultará fácil, pues deberán afrontar todo tipo de peligros antes de coronarla.
 
 

   Sacar a colación este film en un blog dedicado a las reflexiones cristianas que nos ofrece el séptimo arte no es baladí, pues detrás del relato de aventuras que hemos descrito arriba se esconde un interesante discurso sobre la fe y el sacerdocio. En la cinta, Gene Hackman, por un lado, interpreta al religioso protagonista, un ministro protestante que ha sido reconvenido por su obispo debido a sus innovadoras ideas acerca de la vida cristiana: según su opinión, Dios no interviene en los asuntos del hombre, por lo que este debe resolverlos sin esperar que Él los solucione; por el otro, Arthur O´Connell interpreta, en un papel secundario, al capellán del crucero, un sacerdote maduro que advierte a aquel acerca de las peligrosas consecuencias de sus postulados, pues una teología de esa índole relega a las personas débiles a favor de las poderosas. El desarrollo de la película, como veremos, favorecerá esta última postura, y hará ver al religioso protagonista que la sola fuerza del hombre no es suficiente para vencer las distintas dificultades que este debe afrontar a lo largo de su existencia.

   Para poner de manifiesto este apoyo que el film presta a la actitud del capellán interpretado por O´Connell, este último mantiene con Gene Hackman un interesante diálogo, que se sitúa, no por casualidad, inmediatamente después del trágico naufragio y antes de que comience la aventura que llevará al segundo a cuestionarse su particular teología. En este encuentro, Hackman intenta convencer a O´Connell de que se encamine hacia la superficie, donde con toda probabilidad recibirán la ayuda que se solicitó antes de que el barco volcase; sin embargo, este decide permanecer al lado de los asustados tripulantes, pues muchos de ellos son incapaces de emprender el camino que aquel les está aconsejando. Ante la constante insistencia del predicador, el capellán del buque le responde que su labor es permanecer junto a los débiles, ya que necesitan la esperanza que Dios les presta a través de él. Aunque en un principio Hackman no llega a comprender estas palabras, su ulterior aventura le hará ver hasta qué punto el anciano sacerdote había integrado su fe y su ministerio a su propia vida.

   A partir de este momento, y una vez que el discurso sobre la fe ha sido presentado, se inicia el del sacerdocio, pues el predicador Hackman, como ya hemos dicho, deberá reconocer el verdadero alcance de su misión, que no consiste en predicar a un Dios ajeno a este mundo, ni una religión asequible solo para unos pocos, sino en entregar la vida por su pueblo conduciéndolo hacia la eternidad; así, y como si de un revelador augurio se tratase, él mismo contempla la muerte del venerable capellán del crucero, que perece entre el agua y las llamas acompañando a los suyos. Por otro lado, este funesto suceso tiene otra lectura, de carácter más metafórico, que, no obstante, en absoluto se contrapone con la citada: para convencer a la tripulación de que debe escalar hasta la quilla del barco, el predicador anuncia que la salvación se encuentra arriba, hacia donde él la guiará; como la mayoría se atemoriza ante los peligros que esa ruta le pueda deparar, prefiere obedecer las indicaciones del oficial, que le ofrece la comodidad de la espera. Sin duda, el religioso ya está comprendiendo la verdadera hondura de su vocación, y, como si de un profeta se tratase, anuncia que la salvación del hombre se encuentra en lo más alto, es decir, en el cielo, lugar al que él, que es sacerdote, tiene la misión de orientarlo; sin embargo, y como ya vaticinó el Señor en el evangelio, “muchos son los llamados y pocos son los escogidos” (Mt. 22, 14), por lo que solo un escaso número de personas decide secundarlo. El resto, temeroso de las aparentes dificultades que presenta la vida cristiana, escoge ceder a las molicies del mundo, por lo que, a modo de castigo, muere calcinado por el fuego del infierno.

   Gene Hackman, pues, una vez que ha entendido que su ministerio consiste en guiar al cielo a las almas que le han sido confiadas, se convierte en el reflejo del buen pastor bíblico, que conduce a su rebaño hacia fuentes tranquilas, para que allí descanse y sienta cómo sus fuerzas son reparadas (cfr. Sal. 23); sin embargo, y como ya hemos aludido, dicho camino está poblado por multitud de aprietos, que obstaculizan constantemente el dificultoso ascenso hacia la salvación, por lo que el sacerdote, que encabeza la marcha, debe suscitar ánimo y consuelo a su rebaño, de manera que confíe en él, y pueda afirmar, como el salmo citado, “aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan” (ibíd.). El pastor, empero, no siempre contará con la obediencia de sus ovejas, sino que estas se opondrán muchas veces a sus propósitos, e intentarán disuadirlo de sus empresas, para que estas se acomoden más a sus propios empeños o a las directrices de este mundo; no obstante, aquel debe mantenerse fiel a la ruta que Dios mismo le ha marcado, y gobernar a los suyos conforme a estos designios salvadores, sirviéndoles siempre como ejemplo y procurando que ninguno se pierda (cfr. Jn. 6, 39). Sin embargo, el predicador comprenderá que todo su empeño es vacuo si no deposita sus fuerzas en Dios, que es el único que puede salvar, por lo que, finalizando el metraje, le improvisa a Aquel una oración desesperada, en la que le ruega que conduzca a su pueblo hasta el cielo; además, y, como cumplimiento de la muerte profética del viejo capellán, él mismo entrega su vida, para que los suyos puedan obtenerla.

   Del mismo modo, el sacerdote de hoy está llamado por Dios a convocar a todas las gentes al encuentro con Jesucristo, que es el verdadero pastor que conduce a sus ovejas hasta el paraíso. Por desgracia, y como acontece en el film, no todas las personas responden a sus palabras, sino que solo unas pocas las escuchan y confían en ellas; mas no por ello aquel debe desanimarse, sino que ha de acompañarlas hasta el citado encuentro, de manera que puedan subir al cielo y vivir para siempre. Igual que el predicador de la película, esta peregrinación se caracteriza por las constantes dificultades y los innumerables peligros, pues el mundo seduce una y otra vez al hombre, para que abandone su propósito de salvarse y busque exclusivamente el disfrutar de lo que él le ofrece. Por esta razón, el sacerdote debe conocer a su pueblo, animarlo y servirle de ejemplo, para que nunca olvide que su auténtico objetivo se halla en el cielo y no en la tierra. Pero a pesar de lo dicho, el sacerdote encuentra la verdadera profundidad de su ministerio en la entrega por sus ovejas, por las que diariamente debe desvivirse, rezar y ofrecer múltiples sacrificios, como el de la santa misa; de esta manera, identificándose en plenitud con Cristo, que murió en la cruz por su pueblo, el sacerdote hace de los suyos una ofrenda agradable al Padre, que la acepta gustoso.

   Así pues, no nos encontramos frente a un simple relato de aventuras al uso, sino ante un film de mucha enjundia religiosa, que, más allá del trepidante periplo, nos ofrece una fabulosa disertación sobre las consecuencias de una fe mal entendida, como la que defiende Hackman al principio: en verdad, la creencia en un Dios ajeno a las preocupaciones de la humanidad genera una fe que solamente puede ser vivida por ricos, poderosos y fuertes, ya que los débiles y postergados no pueden encontrar amparo en Él, pues siempre serán adelantados por aquellos; sin embargo, la fe que propone O´Connell es más acorde con la realidad, pues Dios favorece a los pobres de este mundo, cuyo único consuelo es la esperanza en una vida futura que acabe con su sufrimiento (cfr. Mc. 10, 23-27). El religioso protagonista deberá vivir toda esa aventura a bordo del “Poseidón”, enfrentarse a los peligros que lo acecharán durante la misma e, incluso, afrontar la muerte de varios miembros de su grupo para comprender esta verdad; por eso, cuando percibe que su sola resolución no ha sido capaz de auxiliar a las personas que confiaron en él, impetra la ayuda de Dios, que es el único que puede hacer que lo imposible se torne en posible (ibíd.).

   Por otro lado, la figura que el film presenta acerca del sacerdocio es también muy acertada, pues, como ya hemos dicho, la misión que tiene cualquier hombre llamado por Dios a entregar la vida por su pueblo es, precisamente, la del sacrificio: “El obispo y los presbíteros santifican la Iglesia con su oración y su trabajo, por medio del ministerio de la palabra y los sacramentos. La santifican con su ejemplo, no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey (1P. 5, 3). Así es como llegan a la vida eterna junto con el rebaño que les fue confiado (LG. 26)” (CCE, 893). El mayor de estos sacrificios es el de la santa misa, sacramento mediante el cual se renueva la muerte redentora de Cristo en la cruz, reconciliando a la humanidad con Dios; por este motivo, la plenitud del sacrifico es mostrada por la película en el momento en que el predicador se arroja al vacío, para que su pueblo, después de su hazaña, pueda alcanzar la quilla del buque y salvarse.

   Para concluir este artículo, podemos decir que La aventura del Poseidón supera con creces a todas las producciones del subgénero catastrófico. Sin duda, resulta verdaderamente aventurado el asegurar tal frase, pues es probable que muchas de ellas superen a esta; mas la presente cinta se alza sobre los valores de la originalidad y la innovación, ya que, alejándose de las manidas historias de amor que aquellas nos relataban, esta se atreve a disertar sobre un asunto diferente: las cuestiones teológicas que hemos mostrado. Y así, aunque Dios esté presente en todas estas cintas, pues siempre aparece en ellas una angustiosa oración, esta se vuelca decididamente en Él y lo erige como el auténtico protagonista implícito del relato.
 

domingo, 2 de agosto de 2015

Stephen Hawking ya cree en Dios


   No podemos negar que las revistas de actualidad social son una fuente de información permanente, a pesar de que suelen ser deploradas por su pretendidamente escaso nivel cultural y por los establecimientos en los que pueden ser encontradas, como peluquerías, salones de belleza y algún revistero de hogar perdido bajo el televisor o junto al sofá. Para apoyar esta tesis, debo decir que recientemente leí en una de ellas el siguiente titular: “Stephen Hawking busca extraterrestres” (Pronto, número 2 256, 1 de agosto de 2015, página 87). Sin duda, el encabezamiento explicita la noticia, la cual detalla en un solo párrafo que el reputado astrofísico quiere dedicarse ahora a dicha investigación. Aunque en un principio este texto pasa desapercibido entre tanta novedad cardíaca, es más relevante de lo que parece, y no por la búsqueda de inteligencia alienígena a la que se ha consagrado aquel, sino por el manifiesto declive de una carrera que va haciendo aguas.

   Todo el mundo es consciente de hasta qué punto Stephen Hawking ha negado con rotundidad y empeño la existencia de Dios, pues, amparándose exclusivamente en la ciencia de la que es experto, ha afirmado en no pocas ocasiones que esta es capaz de corroborar que Aquel no es más que un cuento, o la proyección de los anhelos de una humanidad necesitada de una razón que dé sentido a su presencia en el vasto universo que la rodea. A pesar de estas ideas, el Vaticano siempre le ha tendido una mano amigable, esperando entablar con él un diálogo que lo lleve a comprender que la fe en Dios no es contrapuesta al campo que él domina; así, tanto san Juan Pablo II como Benedicto XVI han confiado en su erudición para ilustrar en sendos congresos los tenebrosos orígenes del espacio y del tiempo. Sin embargo, él nunca ha aceptado dichas invitaciones como una manera de debatir acerca del particular, sino como un modo de burlarse del credo de la Iglesia (allá por la década de los ochenta, cuando concluyó la intervención en la que afirmaba que el universo no necesitó de la injerencia divina para formarse, bromeó diciendo que, si el papa hubiese entendido sus palabras, lo habría entregado a la Inquisición…).

   Hawking defiende sin pudor alguno que el hombre no es más que una mera casualidad en un inmenso y azaroso vacío, y que, por consiguiente, no debe buscar sentido alguno a su existencia (aquellos que hayan visto La teoría del todo recordarán que este título hace referencia a su obsesivo empeño por hallar la ecuación que demuestre que todas las cosas, incluido el hombre, provienen de un mismo origen, que es netamente físico). Esta hipótesis puede resultar atractiva para jóvenes ateos que piensen que la fe en Dios es un lastre para el desarrollo de la ciencia, como la misma película apunta; sin embargo, son escasos los que se han parado a pensar en sus fatales resultados. En relación a esto, el citado pontífice san Juan Pablo II asevera lo siguiente: “El ateísmo teórico y práctico que serpea ampliamente; la aceptación de una moral evolucionista desvinculada totalmente de los principios sólidos y universales de la ley moral natural y revelada, pero vinculada a las costumbres siempre variables de la historia; la insistente exaltación del hombre como autor autónomo del propio destino, y, en el extremo opuesto, su deprimente humillación al rango de pasión inútil, de error cósmico, de peregrino absurdo de la nada en un universo desconocido y engañoso, han hecho perder a muchos el significado de la vida y han empujado a los más débiles y a los más sensibles hacia evasiones funestas y trágicas”.

   Como un profeta de su propia desdicha, el erudito Hawking se ha visto envuelto en las aciagas palabras del papa, pues, en su ansia por demostrar que la vida carece de sentido y que Dios no es más que una encarnación de las menesterosas aspiraciones humanas, ha encontrado un sustituto perfecto de la imagen divina que él tanto denuesta: los extraterrestres. Así que aquí tenemos al pobre Stephen luchando por hallar una prueba que confirme que no estamos solos en el universo, porque ello significaría que ese azar que idolatra se habría repetido en otros puntos del infinito y frío espacio, algo que desbancaría al hombre de su privilegiado lugar en la creación. Y esos alienígenas, pues, serían una suerte de seres divinos que albergarían todo el conocimiento que conforma el cosmos, igual que los que aparecían al final de la recuperable Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, convirtiéndose, así, en el Dios del que el astrofísico ni siquiera quiere oír hablar.

   Finalmente, todo se reduce a una estrechez de miras de un hombre que, enfadado con Dios, ha creado una religión adaptada a su manera de entender el mundo, que tiene como credo un laicismo científico galopante y, como aspiración última, un contacto definitivo y glorioso con los nuevos dioses que rigen los destinos de los hombres, aquellos que habitan planeta lejanísimos y que, por ser más evolucionados que nosotros, tienen mucho que enseñarnos. Es verdad que esta idea no es nueva, pues el cine ya se hizo eco de ella en Contact, por ejemplo, película a la que dedicaremos un artículo especial, pero cada vez me produce más pena que vaya calando tan hondamente en el sentir humano, pues demuestra a todas luces que la humanidad necesita con urgencia la presencia de Dios; sin embargo, como no hay día en que no se intente demostrar su inexistencia, el hombre ha dejado de creer en Él y lo ha relegado a favor de esos seres mensurables, a los que, no obstante, arrogamos características propias de deidades benévolas, pues necesitamos que alguien todopoderoso y misericordioso vele por nosotros y dé sentido a una vida que sin él sería absurda.