Es curioso comprobar cómo en ocasiones el cine intrascendente genera
alguna sorpresilla. Hace poco volví a ver El imperio del fuego, película que
ya había olvidado, pero a cuyo estreno, en 2002, tuve la oportunidad de acudir.
Recuerdo que por aquel entonces me pareció un film insustancial, pues,
ciertamente, carece de calidad artística y de originalidad; sin embargo, en
este segundo visionado he podido percatarme de algunos puntos que han
despertado mi interés, aunque continúe formando parte de ese cine
intrascendente al que antes hemos hecho referencia.
Como es sabido por todos, el largometraje se desarrolla en un futuro
cada vez más cercano, el año 2022, y narra la encarnizada lucha entre los
hombres y los dragones, aquellos seres reptilianos
que formaban parte del mundo mitológico, pero que, por azares del genio
hollywoodiense, cobran vida cuando la humanidad ha dejado de creer en ellos.
Como si de una plaga se tratase, estos últimos se apoderan de todo el orbe,
provocando que las personas supervivientes se acorralen en recintos ocultos
esperando que algún día desaparezcan. Pero a uno de estos refugios
(misteriosamente, escocés) llega una partida de norteamericanos (¡oh,
sorpresa!) dispuestos a eliminar a los lagartos voladores y a reconquistar, así,
el planeta Tierra.
Ciertamente, la película no da más de sí, pues ¿qué se puede esperar de
un argumento tan simple? Sin embargo, podemos arrojar sobre ella una
benevolente lectura antibelicista, pues, siendo compasivos, es posible ver a
los dragones como una metáfora de los horrores de la guerra, algo que, como
ocurre en otros largometrajes del mismo corte, termina uniendo a todas las
personas bajo un mismo factor: devolver al hombre la dignidad que ha perdido. Y
a mi entender, no estaríamos lejos de esta moraleja, ya que se nos presenta a
una humanidad desesperada, pobre y aterrada que solo anhela el fin de sus
agobios, y a unos dragones malvados y poco escrupulosos que solo desean acabar
con todo rastro humano de la faz de nuestro mundo.
Aunque existen otras películas que profundizan más en esta idea, la
verdad es que aquí no queda mal del todo, pues esta comienza mostrándonos un
prólogo que nos describe someramente la prosperidad del hombre, con sus grandes
construcciones y su falta de preocupaciones (ese niño que se pasea
tranquilamente por el peligroso escenario de una obra…), y el instante en que
es atajada de manera drástica por la súbita aparición del maligno animal. A
partir de ese momento, vemos cómo toda esa bonanza de la que se jactaba el ser
humano queda sepultada literalmente bajo la ceniza del fuego de los dragones, y
cómo el hombre, que tanto se enorgullecía de sus logros, queda recluido como si
de un mísero perro se tratase, intentado conservar todo aquello de lo que
alguna vez se vanaglorió (muy bueno ese guiño a la saga de George Lucas).
En verdad, pocas veces nos hemos parado a pensar en el dramatismo que
encierra cualquier conflicto armado, pues estamos acostumbrados a verlos en la
ficticia pantalla de una sala de cine o en el aséptico televisor de nuestros
salones, y a jugarla en los inocuos monitores de nuestros ordenadores, pero no
estamos habituados a vivirla. Por fortuna, hace más de setenta años que
concluyó nuestra guerra civil, así como la que enfrentó por segunda vez al mundo
entero; sin embargo, son muchas las voces que profetizan y que casi aguardan el
desencadenamiento de otra o de otras tantas. Mas yo me pregunto si tales
agoreros serían capaces de afrontar una masacre de esa índole y de ver cómo se
acaba frente a ellos todo aquello en lo que han depositado sus esfuerzos y sus
esperanzas. Es fácil creer que uno empuñaría el fusil y que acabaría en un
abrir y cerrar de ojos con un enemigo, pero es difícil dejar de lado el aspecto
pintoresco que nos lega el séptimo arte, o el lúdico en el que nos han
instruido los videojuegos y las guerrillas de pintura, y hacerlo realmente.
Imagino cómo sería el ver destruida mi casa, con todas mis pertenencias
y mis recuerdos hundidos bajo el peso del cemento derrumbado; o el descubrir
que mis padres han perecido por el disparo de una bala; o el saber que mis
hermanos están perdidos y buscando un lugar donde ampararse. ¿Cómo sería el
dormir con miedo a ser asesinado?, ¿cómo el combatir en el frente, sabiendo que
otro hombre puede frenar mi avance?, ¿cómo el intentar sobrevivir entre
ruinas?, ¿cómo la búsqueda infructuosa de un poco de alimento?, ¿cómo el ver a
un familiar o a un amigo morir de inanición? No me extraña, pues, que este film
presente tales horrores que una guerra acarrea bajo la apariencia de un dragón,
el ser que tradicionalmente se ha identificado con el pavor y con la
destrucción, y no me extraña que los hombres huyan de él y se refugien en un
lugar donde este no los encuentre ni los destruya.
Pero el film no es pesimista, y aunque nos ofrezca una visión tan
nefasta (y verídica) de la guerra, hace brillar al hombre con luz
esperanzadora, pues este es capaz de sobrevivir siempre a cualquier
contrariedad que se le presente. En este caso, esa esperanza se refleja en el
hallazgo del sutil método mediante el cual pueden ser eliminados los dragones:
el lanzamiento de flechas incendiarias a sus mayúsculas bocas ígneas.
Alegóricamente, ello une a la humanidad bajo el único y loable objetivo de
acabar en definitiva con el bélico desastre, y le ayuda a proponerse uno nuevo:
devolverse a sí misma la dignidad, la paz y la prosperidad que había perdido
(por este motivo, Christian Bale asevera al final del metraje que si los
dragones destruyen otra vez lo que ellos están levantando, ellos otra vez
volverán a construirlo). De este modo, ese mundo que había perecido bajo la
ceniza resurgirá con mayor fuerza y se unirá más estrechamente, para que nunca
vuelva a ser azotado por el funesto látigo de los dragones.