Desde la semana pasada, todo usuario que disponga de la plataforma
digital Netflix (o que abone su correspondiente tasa en el canal de vídeos
YouTube), puede disfrutar del reportaje The Devil and Father Amorth, un
breve documental, dirigido por el cineasta William Friedkin (1935-2018), que
pone en imágenes un exorcismo verídico llevado a cabo por el conocidísimo sacerdote
Gabriele Amorth (1925-2016). Con él, el famoso autor de cintas como El
exorcista o The French Connection, contra el imperio de la droga, pretende
demostrar que aquella historia que él mismo grabó, y que tenía como
protagonista a la famosa niña Regan, no solo era una historia para asustar al
gran público, sino un caso que puede ser tan real como la vida misma. Para
ello, ha contado con la colaboración del citado padre Amorth, que, hasta el
instante de su muerte, estuvo luchando contra el maligno en su labor como
exorcista oficial de la diócesis de Roma.
En efecto, en el año 1973, el mundo del celuloide se vio sobrecogido por
una de las cintas de terror (tal vez la mejor) más recordadas de su historia: El
exorcista. En ella, veíamos cómo una pobre niña, la famosa Reagan
MacNeil (Linda Blair), era poseída por un demonio ancestral, de nombre Pazuzu,
que lograba retorcerla, hacerla levitar y hasta hablar lenguas desconocidas
para ella (y qué decir del famoso giro de la cabeza, uno de los grandes iconos
del cine de terror, mil veces repetido por sus emuladores). Ante esta visión,
su madre, una reconocida actriz venida a menos, recurre a diversos médicos de
distintas especialidades, como psicólogos, psiquiatras o neurólogos, con el fin
de determinar su dolencia y, así curarla; pero sus comprensibles intentos caen
en saco roto, puesto que ninguno de ellos logra diagnosticar ningún mal, por lo
que la desconsuelan diciéndole que se trata de un problema de origen
desconocido, y por tanto intratable. Al final, y llevada por la desesperación,
decide reclutar a un sacerdote (jesuita, para más inri), para que este la exorcice,
puesto que sospecha que su hija ha sido poseída por el demonio. El sacerdote en
cuestión es el padre Karras (Jason Miller), un hombre que está padeciendo una
severa crisis de fe, algo que lo conduce a dudar de los efectos de una
posesión; es por ello que, tras comprobar que los problemas de la niña no son
de origen cerebral, decide llamar él mismo a un venerado presbítero, experto en
exorcismos: el padre Merrin (Max von Sydow). Este será quien entable la batalla
definitiva contra el diablo por la salvación de la pobre Regan.
Como sabemos, la película continúa siendo hoy uno de los iconos más
reconocidos y valorados del cine de terror, ya que no hay cinta en la
actualidad que, si aborda la temática del exorcismo, no se inspire en ella; de
este modo, títulos como El exorcismo de Emily Rose (tal vez
la segunda mejor incursión del séptimo arte en esta materia), El
último exorcismo, El rito, Expediente Warren: The Conjuring
y Verónica
(de manufactura española), nos sirven de ejemplos recientes para demostrar la
influencia que todavía tiene sobre el género la obra de Friedkin. De hecho,
tanta fama alcanzó a la sazón, que contó con varias secuelas (ninguna de ellas
destacable) y hasta con una serie de televisión (que hoy va por su segunda
temporada sin concitar todavía ningún interés). Incluso presentadores de
célebres programas, como el afamado Iker Jiménez, director del no menos célebre
Cuarto
milenio, se refiere constantemente a ella como la única película que no
ha sido capaz de ver por completo. Y es que, sin duda, se trata de una de las
grandes obras maestra que nos ha dado la historia del cine de terror (y del
cine en general).
Lo que pocos espectadores sabían en realidad cuando acudieron en masa a
dejarse aterrorizar por el largometraje, es que su guion se basaba en un caso
real. Ciertamente, el libreto partía del libro homónimo que William Peter
Blatty (1928-2017) había publicado en 1971, pero este, a su vez, se inspiraba
en una posesión real que había tenido lugar en Maryland en agosto de 1949. En
efecto, un niño de tan solo catorce años de edad, de origen luterano y
aficionado a la güija, fue testigo de cómo en su casa comenzaban a sucederse
una serie de fenómenos paranormales, entre los que se encontraban voces de
ultratumba, movimientos de mobiliario y hasta sombras espectrales proyectadas
en la pared; cierto día, incluso llegó a revelar que había sido poseído por el
demonio y que este había entrado en él gracias al malhadado tablero
espiritista. Es por ello que sus padres decidieron contar con la ayuda de un
pastor de su propia confesión, aunque este, viendo el cariz de los
acontecimientos, les aconsejó que recurriesen a un sacerdote católico
(especialmente, un jesuita). Dicho y hecho, aquellos siguieron las indicaciones
de su pastor y contactaron con uno, que fue el que finalmente logró exorcizar
al niño, con la consecuente conversión de toda la familia al catolicismo, como
también insinúa el filme. Este relato fue conocido por el novelista en 1950,
cuando cursaba sus estudios en la Universidad de Georgetown, y conocido años
más tarde por el cineasta, que la puso en imágenes (para saber más sobre el verdadero caso en que se inspira la película, pincha aquí).
Cuando William Friedkin quiso dirigir la película, nunca había presenciado
ningún exorcismo (incluso dudaba de su existencia), pero consideró que se
trataba de una buena historia para delatar el famoso way of life americano. Este, en efecto, siempre se presenta a sí
mismo como la mejor manera de afrontar la vida, es decir, como una felicidad
falaz y con una visión superficial de los problemas inherentes a ella, por lo
que la presencia del maligno en un hogar de estas características (recordemos
que la madre de la protagonista es una actriz, signo del oropel norteamericano)
servía de ejemplo elocuente para su propósito. Sin embargo, durante el
transcurso de la preproducción, se percató de que, allende la mera historia que
él consideraba de simple ficción, se ocultaba un trasfondo real de auténticas
posesiones, por lo que decidió investigar sobre el particular. En sus
pesquisas, pues, localizó a la familia original que había dado pie a la novela,
y hasta quiso entrevistarla para llevar a cabo su largometraje, pero esta
declinó, pues no quería ningún tipo de protagonismo, algo que, paradójicamente,
convenció al cineasta de que todo lo que se contaba sobre ella había sido real,
ya que no buscaba el reclamo comercial, sino la vivencia discreta de la fe. Por
este motivo, decidió que algún día realizaría un documental sobre exorcismos
reales.
La oportunidad para Friedkin llegaría cuarenta años después, cuando,
tras conversar con el citado padre Amorth, que le había confesado que El
exorcista era su película favorita, pues recreaba muy bien los casos de
posesión (“pese a que los efectos son
algo exagerados”, apostilla), le rogó que le permitiese presenciar una de
sus famosas pugnas contra el diablo. A la sazón, el exorcista de Roma libraba
sus luchas contra el maligno en una capilla privada de la Escalera Santa, pero
no veía con buenos ojos la irrupción de un cineasta; sin embargo, después de
pensarlo durante un tiempo, lo consintió, pero con una sola condición:
solamente usaría una videocámara para la grabación, es decir, sin luz
artificial, micrófonos adicionales ni atrezo. Por supuesto, Friedkin aceptó de
inmediato, pues suponía el culmen de su investigación (de hecho, y a modo de
rúbrica, este documento es su última incursión en el mundo del celuloide, que
se estrena incluso a título póstumo). El caso que iban a tratar era el de
Cristina, una mujer de mediana edad que llevaba poseída varios años, pero que,
pese a los intentos del sacerdote, aún no había conseguido verse librada de la
acción de Satanás. Este sería el noveno intento, y el cineasta tenía la ocasión
de verlo (y de grabarlo) en directo.
Por tanto, las imágenes de este documental pertenecen a ese exorcismo
real llevado a cabo por el padre Amorth, al que vemos completamente concentrado
en su labor y convencido de ella. Ciertamente, son muy pocas, pues todo el
grueso del reportaje se corresponde con una biografía del exorcista y hasta con
los motivos que llevaron a Friedkin a interesarse por él (resumidos por
nosotros a lo largo de este texto); pese a ello, son de un espeluznamiento
atroz, pues podemos ver cómo la citada Cristina combate con denuedo contra el
demonio, que quiere seguir poseyéndola a toda costa y librarse de la presencia
del anciano presbítero (la fuerza que muestra para desasirse de los ayudantes
de Amorth o la voz de ultratumba con la que profiere sus gritos son tan
aterradores como la película misma). Pero como esto puede ser tildado de
montaje por el espectador, el mismo Friedkin recurre a varios expertos en
neurología, a los que les proyecta el contenido, con el fin de que estos le
otorguen su opinión: sin duda, además de las imágenes del exorcismo, las
revelaciones de los médicos son de lo más elocuentes acerca del particular. En
la cinta, podemos ver asimismo al obispo Robert Barron, auxiliar de la
archidiócesis de Los Ángeles, que no duda en mostrar su juicio sobre el
problema del demonio: todo un reflejo de lo enconado que está ese asunto y de
lo mucho que se quiere silenciar (siempre viene a colación el famoso aforismo “la gran victoria del demonio es hacernos
creer que no existe”, atribuido a multitud de santos a lo largo de la historia).
Es por ello que nos encontramos ante un documento único y muy especial,
pues supone una grabación inédita de un exorcismo del célebre padre Amorth, muy
dado a escribir sus experiencias en multitud de libros, pero poco dado a
dejarlas grabar; por otro lado, es un reportaje muy personal, porque es el
resultado del estudio pretendido por Friedkin desde que rodase El
exorcista hace más de cuarenta años, algo que lo convierte en un
auténtico colofón de esta gran obra de arte del cine. También nos ayuda a
comprender que, aunque el demonio haya triunfado sobre la ignorancia de los
hombres, estos se siguen interesando por su existencia, pues de vez en cuando
surge algún filme o algún documental (aquí analizamos hace unos meses el
estreno de Liberami, de análoga temática y desarrollo) que, o bien quiere
recordarnos que es real, o bien pretende convencernos de lo contrario. De una u
otra manera, el diablo continúa existiendo y haciendo daño, por lo que, como
recuerda Paul Doherty, autor de El príncipe de las tinieblas, que
también es entrevistado en el film, lo mejor es apartarse de él, porque, cuanto
más te interesas, más te atrapa.