viernes, 27 de noviembre de 2020

Felipe de Jesús

   Pocos lo saben, pero el cine mexicano vivió una época de esplendor en los años 40. El motivo fue la restauración de la cultura cristiana, que se había perdido tras la persecución religiosa instigada por el propio Gobierno azteca en los años 20. Surgieron, pues, muchos títulos con ese propósito, y aunque el que nos ocupa no sea quizás el más representativo, sí prueba ese interés por evangelizar de nuevo el país y por dar a conocer el nombre de un santo que actualmente pasa desapercibido.




   Hemos dicho que, en la década de los 20, el Gobierno mexicano inició una persecución sistemática contra la Iglesia. Ello conllevó, por supuesto, una gran cantidad de mártires y una cruenta guerra civil, que se perpetuó durante varios años y que es conocida como la Cristiada. Pero también conllevó la destrucción de gran parte del patrimonio cristiano de la nación y la erradicación de la cultura religiosa que lo vertebraba (y que en la Virgen de Guadalupe, evidentemente, encontraba su pilar fundamental)[1].

   Así que no fue hasta los años 40 cuando se decidió corregir estos excesos. Y la decisión provino de un presidente católico, Ávila Camacho, que se apoyó en el cine para devolverle a la nación la cultura religiosa que le habían robado. En esa época, pues, surgieron cintas como Jesús de Nazareth, Reina de reinas. La Virgen María, María Magdalena, pecadora de Magdala y El mártir del Calvario, que incluso fue nominada a la Palma de Oro en Cannes[2]. Como todas ellas fueron grandes éxitos de taquilla en el momento de su estreno, se resolvió aprovechar el chance para honrar la memoria del primer santo de la historia mexicana: san Felipe de Jesús.




   Felipe de Jesús tuvo una vida turbulenta, pues, aunque ingresó como novicio franciscano en el convento de Ciudad de México, sus inseguridades consiguieron que abandonase la vida religiosa. Es por ello que fue enviado por su padre a Manila, Filipinas, con el propósito de labrarle un futuro como comerciante. Sin embargo, allí demostró que tampoco valía para este oficio, por lo que volvió a abrazar el ideario de san Francisco. Con sus compañeros de la orden, viajó hasta Japón, donde plantó las semillas del Evangelio, hasta que, finalmente, fue crucificado junto con aquellos por mandato del daimio Toyotomi Hideyoshi.

   La película, pues, recorre toda la biografía de san Felipe, desde que es niño y es profetizado su martirio hasta que este se consuma en las lejanas tierras niponas. Y lo hace con un gran despliegue de medios, ya que recrea con exactitud los diversos escenarios en los que se desarrolla –México, Filipinas, Japón–, así como las respectivas costumbres de la época, enmarcadas por el siglo XVI. Por otro lado, pretende ser muy escrupuloso a la hora de retratar las inquietudes del santo, puesto que estas lo acompañaron durante toda la vida y le sirvieron de verdadero acicate para su conversión y santificación.




   Por desgracia, la cinta pasa hoy sin pena ni gloria para el público católico, que prácticamente ignora su existencia. Sin embargo, se trata de un buen testimonio cinematográfico de ese interés por devolverle a México la cultura religiosa que había perdido tras la persecución de los años 20. Asimismo, es un excelente título hagiográfico, que nos da a conocer la figura de un santo que, allende las fronteras mexicana, es poco conocido.






[1] Para saber más, os aconsejo ver películas como Cristiada (Dean Wright, 2012), El fugitivo (John Ford, 1947) o Los cristeros (Sucedió en Jalisco), rodada precisamente en esa edad dorada del cine azteca.

[2] Para saber más, os recomiendo la lectura de mi próximo libro: Cien películas cristianas, en el que reseño algunas de estas cintas.