Como todo buen cinéfilo que se precie, hoy debo recomendar una película
para ver esta noche. Aunque hay muchas, la que mejor se adecúa a las exigencias
del momento es, precisamente, La noche de Halloween, film dirigido
por John Carpenter en el año 1978. Por si alguno anda despistado, este
largometraje narra las peripecias de una jovencísima Jamie Lee Curtis, que, en
torno a la celebración de la susodicha fiesta, descubre que un imparable y
sangriento psicópata está haciendo estragos entre sus casquivanas amigas,
mientras que, a la vez, la asedia a ella para acabar también con su vida.
La película merece ser revisada, porque, a pesar del tiempo
transcurrido, continúa teniendo mucha vigencia, ya que sentó las bases de un
tipo de cine para adolescentes, el del serial
killer, que alcanzó su auge allá por la última década del siglo pasado
(¿quién no recuerda las olvidables Sé lo que hicisteis el último verano
o Scream.
Vigila quién llama?): principalmente, jóvenes promiscuos que se sienten
amenazados por alguien que, mediante el asesinato, pone en duda sus hábitos
sexuales. Además, basándose a su vez en los rudimentos del lenguaje
cinematográfico, propuso un carismático personaje de rostro impenetrable que ya
forma parte de la mitología audiovisual de nuestros días: Michael Myers.
Como era de esperar, este maligno homicida protagonizó múltiples
secuelas, que, sin embargo, y como también cabía esperar, fueron disminuyendo
de calidad a medida que iban viendo la luz. De todas ellas, solo cabe destacar
su inmediata continuación, ¡Sanguinario!, que profundizaba en
el pasado del demente enmascarado y que lo enlazaba a nivel familiar con la
actriz principal del relato, la citada y chillona Jamie Lee Curtis. Por otros
motivos que luego veremos, también puede resultar interesante la tercera
entrega de la saga, El día de la bruja, que se aleja intencionadamente de la
historia de sus predecesoras, para presentar un novedoso argumento acerca de la
manipulación de los niños a través de la televisión.
La sombra de este magistral relato de terror se extiende hasta nuestros
días, pues una cinta de reciente estreno se deja cubrir por ella sin rubor
alguno; me refiero a la recomendable It Follows (David Robert Mitchell,
2014), película que narra las misteriosas muertes de carácter sobrenatural que
sufren varios jóvenes de conductas libidinosas. No quiero que parezca que hago
hincapié en el asunto carnal por algún tipo de obsesión particular; lo hago
movido por la clarividencia con que lo manifiesta Juan Andrés Pedrero Santos en
su opúsculo John Carpenter, un clásico americano (T & B Editores,
2013). Según este autor, el afamado e incomprendido cineasta dirige una trama
sobre el despertar sexual de los adolescentes, argumento que también flota en
el aire de la película citada arriba; de alguna manera, esa apertura juvenil se
ve truncada por la realidad del desengaño o de la condena social, representados
por los respectivos asesinos, que son incapaces de atacar a quienes se
abstienen de ella o la moderan.
Pero lo que verdaderamente me interesa al sacar a colación el film de
Carpenter es la celebración de la importada y adulterada (y adulteradora)
fiesta de Halloween. Según sabemos, el origen de esta última se encuentra en el
Samhain, festividad celta que conmemoraba el final del período de la luz y el
comienzo del de las tinieblas (estaciones en las que se dividía el año);
durante la misma, los espíritus de los difuntos entraban en contacto con los
vivos a través de los sacerdotes paganos, druidas a la sazón. Como nada sabemos
acerca de los ritos de esta ceremonia, cualquier hipótesis sensata es válida,
incluso la que afirma que contemplaban sacrificios humanos y animales, muy
comunes en la época (de hecho, esta es la teoría que postula la tercera entrega de la serie iniciada por Carpenter).
Sabiendo esto, y al margen de los supuestos holocaustos, no es posible
hallar nada reprobable en este festejo, que, más bien al contrario, es indicio
de la firme creencia del hombre en la vida de ultratumba. Por este motivo, y
tal vez para darle un sentido correcto a la celebración pagana, la Iglesia
instituyó para este día la solemnidad de Todos los Santos, en la que los
católicos recordamos a todas aquellas personas que nos han precedido en el
camino de la fe y que ya aguardan en el cielo la resurrección final (por
supuesto, unida a ella está la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos,
propia del día 2 de noviembre, que nos anima a rezar por todos los que,
habiendo abandonado ya esta vida, aún deben purgar sus pecados antes de
ingresar en el Paraíso).
Por desgracia, una y otra fiesta parece que se han desvirtuado y
confundido tanto como, presumiblemente, lo han hecho sus nombres (según algunas
teorías lingüísticas, el término “Halloween” proviene de la contracción inglesa
“All Hallows´ Eve”, es decir, “víspera
de Todos los Santos”); de este modo, lo que era, por un lado, una demostración
del carácter espiritual del ser humano, se ha convertido hoy en un mero carnaval
para niños, y lo que era, por el otro, un acicate para la santidad y la
oración, en una “superada” tradición de una avejentada e inamovible Iglesia.
Asimismo, los derroteros que ha ido tomando el carnavalesco espectáculo son del
todo preocupantes, pues, tal vez de manera inocente por la inmensa mayoría de
sus cómplices, en la actualidad se presenta como una manera de ensalzar la
visión pagana del mundo, en detrimento de la cristiana (amén de la tendencia satánica que parece subyacer tras él).
Hoy en día, la misma Iglesia, como ya he señalado, parece haberse sumado
al carro de la banalidad, pues, con el fin de contrarrestar esa absurda fiesta
de disfraces, ha inventado otra, en la que los niños adoptan ropajes y poses de
santos, en vez de ataviarse como esqueletos, vampiros y muertos vivientes.
Aunque no quisiera yo entrar en liza con aquellos que aplauden esta iniciativa,
creo que la solución pasa por educar a los infantes en el verdadero sentido de
la celebración, es decir, la honra a los santos y la plegaria por los
difuntos; porque, de todos esos críos que se disfrazan de san José o de santa
Rufina, ¿cuántos van al cementerio a rezar por sus abuelitos? A mi juicio, la
Iglesia universal y la España católica albergan innumerables y ricas
tradiciones propias de estos días, costumbres que no necesitan del apoyo de
innovadores hábitos que, con el tiempo, lograrán que estas se pierdan.
Por esta razón, animo a todos aquellos que, impulsados por la
infiltración cultural norteamericana, salgan estos días a espetarles a los
(cada vez menos) desconcertados vecinos que si quieren un truco o un trato, se
dediquen a disfrazarse menos y a rezar más, porque los muertos no son temibles,
sino objetos de nuestra oración, y los santos son modelos para nuestra
devoción.