viernes, 10 de enero de 2020

Santiago Abascal, el hombre sin sombra


   Os he pillado. Este post no va sobre política. Con él no pretendo ensalzar ni denigrar a Santiago Abascal. Lo siento. Pero es que no he encontrado un título mejor que este para resumir lo que pretendo escribir hoy. Y es que no os he engañado del todo, puesto que el protagonista de mi texto es el líder de Vox. Mejor dicho: sus declaraciones recientes a un periodista, que me llamaron la atención y que me recordaron indefectiblemente a la película El hombre sin sombra (Paul Verhoeven, 2000).




   Así es, a la pregunta del periodista, que le cuestionaba qué haría él si fuera invisible, Abascal afirmaba que nada especial, porque, al creer en Dios, cree también que es observado por este y que, por ende, es impelido a hacer el bien (podéis ver el vídeo aquí). La verdad es que no tengo datos acerca de las reacciones que causaron en los medios estas palabras, puesto que ni siquiera sé si trascendieron lo suficiente, pero sí sé que entre mis amigos hubo opiniones de todo tipo…, aunque ninguna novedosa: que si no hay que mezclar la religión con la política, que si se Abascal se aprovecha de la fe de unos para conseguir sus votos, etcétera. Independientemente de todo ello, me gustaría centrarme en lo que encierra esa respuesta del político: como Dios me ve siempre, intentaría seguir portándome bien.




   Y es que hay que reconocer que el citado periodista dio en un clavo que siempre ha acompañado a los hombres: ¿qué haríamos si nadie nos pudiese ver? Para ello, recurre al mito de Giges, que llegó a ser rey de Lidia gracias a un anillo mágico que lo volvía invisible. El mismísimo Platón se hizo eco de esta leyenda en su diálogo La república, donde explicaba que el hombre solo es bueno por temor a las consecuencias sociales, y que, de hecho, si estas no existiesen, cualquiera obraría conforme a sus propios intereses. Aunque, evidentemente, el autor que mejor se aprovecharía de este supuesto sería H.G. Wells, quien, en su célebre novela El hombre invisible, escribiría que el protagonista, valiéndose de esta facultad, procuraría implantar un reinado de terror sobre Inglaterra.




   La película El hombre sin sombra, pues, se suma a esta corriente que opina que el hombre solo es justo porque tiene normas que lo atan y que, consecuentemente, si estas no existieran, se comportaría de forma injusta. Y he de reconocer que, pese a sus deficiencias, la cinta recoge de manera perfecta esta idea, puesto que su protagonista, que ya es reprobable de por sí, no duda en satisfacer sus deseos más oscuros en cuanto tiene la oportunidad, principalmente los de carácter sexual (atención a la terrorífica escena en la que por fin puede entrar en la casa de la vecina a la que espía cada noche). Así es, pues no creo que deba aclararos que ese es el tipo de pulsiones que muchos elegirían satisfacer también.




   Pero, como dice Abascal, el católico cree que Dios lo observa siempre, incluso cuando pasa desapercibido para el resto de seres humanos, por lo que intentaría portarse bien en todo momento. En efecto, la misma Biblia asegura: «¿Adónde iré lejos de tu aliento, adónde escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro; si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha. Si digo: “Que al menos la tiniebla me cubra, que la luz se haga noche en torno a mí”, ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día, la tiniebla es como la luz para ti» (Sal. 139, 7-12). Ciertamente, muchos pensarán al leer este texto que se trata de una afirmación propia del Gran Hermano de Orwell, que siempre vigila para ver quién lo traiciona y, de este modo, castigarlo. Sin embargo, lejos de esta desfavorable concepción, la que ofrece la Sagrada Escritura es bien distinta, puesto que responde a ello, y solo dos versículos más adelante, con estas palabras: «Te doy gracias porque me has plasmado portentosamente, porque son admirables tus obras: mi alma lo reconoce agradecida».




   Así es, lejos de pensar que Dios nos está vigilando constantemente para castigarnos al más mínimo tropiezo, el cristiano cree que lo hace para cuidarnos de todo mal y para recordarnos siempre la senda del bien. Como un Padre amoroso que vela por su prole, él nos custodia a cada uno de nosotros en particular para que no erremos en nuestras elecciones ni nos apartemos de su lado. Es por ello que cada uno de nosotros, sus hijos, procura responder con agradecimiento a este desvelo… ¡incluso cuando nadie nos ve! Y no hace falta marcharse a una isla desierta para esconderse de los hombres, puesto que en lo más recóndito de nuestro corazón podemos pecar contra alguien sin que él mismo lo sepa: un odio, un deseo sexual, una envidia, etcétera. Sin embargo, ¿no dice la Escritura: «Señor, tú me sondeas y me conoces. Me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos»? Y es que, en efecto, si aun a ese lugar oculto de nuestro interior llega la mirada de Dios, ¿cuánto más no nos alcanzaría aunque fuésemos invisibles? Por ese motivo, repetimos con el mismo salmo: «Sondéame, oh Dios, y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos, mira si mi camino se desvía, guíame por el camino eterno». Es decir, sigue cuidando de mí… para que nunca me aparte de tu lado por culpa de mi maldad.




   Evidentemente, la película no valora ni por asomo esta postura teológica que acabamos de presentar, sino que se preocupa solo por desarrollar la idea del mal conforme es abordada por Platón y H.G. Wells en sus respectivos escritos. En este sentido, y como ya hemos señalado, es una cinta meritoria, porque quizás sea el mejor acercamiento que se haya hecho nunca a esta lúgubre actitud (aunque todo buen cinéfilo que se precie tenga en su memoria la versión de El hombre invisible de 1933, lo cierto es que este no expresaba tan bien la corrupción a la que puede llegar el hombre). Pero, precisamente por obviar la figura de Dios, deja en el espectador un poso de amargura (no sé si de manera consciente), porque su protagonista encarna el mal absoluto, alguien que es incapaz de redimirse y que, por ello, camina irremediablemente hacia su propia destrucción. Tal vez una sola mención al Dios omnisciente, que ve incluso en lo secreto y que actúa a través de nuestra conciencia, habría redondeado el final del producto.




   Así que sí: os he pillado. Este post no iba de política, porque no he querido ensalzar ni denigrar al líder de Vox, sino solo hacerme eco de sus declaraciones; tampoco iba sobre cine, stricto sensu, porque no he entrado a valorar técnicamente la película de Paul Verhoeven, sino solo referirme a ella de manera tangencial. Iba sobre el problema del mal y la omnsiciencia de Dios, que siempre aparece de una forma u otra: ¿qué le importa a Dios que haga esto, si no daño a nadie?, ¿que más da que actúe así, si nadie me ve? Ignoro si Santiago Abascal es el hombre sin sombra del título, pero dudo mucho que, teniendo claro este concepto, busque verdaderamente el mal, porque quien cree en Dios, sabe que este siempre vela por su seguridad... y lo impele a hacer el bien.





viernes, 3 de enero de 2020

Los dos papas


   Ha llegado el momento de hablar sobre Los dos papas, una película que ha levantado muchas ampollas por su visión de Benedicto XVI. Y es que, ciertamente, puede parecer que este no queda en muy buen lugar y que la cinta se ha creado con el único objetivo de humillarlo y de ensalzar a Francisco. Sin embargo, no creo que esta sea su verdadera intención, sino solo presentar una historia bajo el formato de buddy movie con los dos pontífices como protagonistas.




   Para empezar, debemos aclarar qué es una buddy movie. Se trata de un subgénero que, en español, podríamos traducir como “película de compañeros” o “película de colegas”. En él se ofrecen dos visiones contrapuestas de un mismo asunto (una buena y una mala, una antigua y otra moderna, etc.) que se acercan a medida que avanza el metraje de la cinta. Suele ser propio del cine policíaco (The French Connection, contra el imperio de la droga, Arma letal, Jungla de cristal III. La venganza, etc.), pero también ha flirteado con el religioso: Becket, Un hombre para la eternidad, El tormento y el éxtasis, Don Camilo, etcétera. De hecho, tal vez un clásico de las buddy movies religiosas subyazca tras la gestación de Los dos papas: me refiero a Siguiendo mi camino (Leo McCarey, 1944).




   En efecto, en esta conocidísima película, Barry Fitzgerald es un sacerdote chapado a la antigua, que regenta una parroquia decadente, frecuentada solo por personas mayores y asentadas en un ideario “carca”. Es por ello que la llegada de su vicario parroquial, Bing Crosby, no le gusta nada, puesto que este no solo rejuvenece la media de edad de asistentes al templo, sino que también canta, toca el piano y hasta funda un coro infantil; más aún, reconoce abiertamente que tuvo novia y que incluso se planteó casarse con ella antes de su ordenación. Todo ello colma el vaso de la paciencia de Fitzgerald, que hará lo posible por deshacerse de Crosby, aunque la bondad de este se impondrá sobre la intolerancia de aquel, que al final cederá.




   Siguiendo mi camino se convirtió en un éxito de taquilla, por lo que mereció todo el reconocimiento de la Academia de Hollywood, que la premió con el Óscar a la mejor cinta del año y con otras seis estatuillas más. Incluso debemos recordar que mereció igualmente el reconocimiento del Vaticano, puesto que el mismísimo papa Pío XII bendijo la copia que le fue entregada por Leo McCarey y Bing Crosby, ya que ambos eran católicos. Entonces, ¿cuál es el problema de la película que nos ocupa, que es en el fondo un calco de este clásico? Pues que, mientras que aquella estaba protagonizada por unos personajes de ficción, esta lo está por unos reales, que además están todavía vivos… y que siguen estando de rabiosa actualidad. Y es que enfrentar en una pantalla a dos personalidades que aún concitan odios y amores a partes iguales no debe de ser tarea fácil, porque contentará a los seguidores de uno y enfadará a los del otro (y no me refiero a los católicos, para quienes ambos papas son vicarios de Cristo en la tierra).




   Así es, el mundo moderno ha asumido como válida la idea de que Benedicto XVI representa una Iglesia anticuada y que Francisco personifica la remozada (¿cuántas veces no habremos oído decir que el segundo está más cerca de los jóvenes que el primero…, aunque no sea cierto?). Es por ello que la cinta elabora su guion según este fundamento comúnmente aceptado por la modernez, pero no con la idea de humillar a uno y ensalzar a otro, sino con el propósito de contraponer sus supuestas diferencias, como cualquier buddy movie que se precie: de ahí que a veces parezca caricaturizar a Benedicto por sus ideas “carcas” (como al Barry Fitzgerald de Siguiendo mi camino) y enternecer a Francisco por sus ideas “nuevas” (como al Bing Crosby de la misma película). Pero como todavía son personajes vivos que aún suscitan partidarios, tanto una cosa como otra molestan a cada uno de los bandos.




   En este sentido, solo echo en falta un libreto más elaborado. Y es que la cinta, como ya hemos señalado, se esfuerza por presentar respetuosamente ambas visiones…, pero sin profundizar en ellas. De este modo, por ejemplo, en el primer encuentro que mantienen Benedicto y Francisco, los dos profieren frases sacadas de sus respectivos discursos, pero muy mal hiladas, pues parece una simple contraposición de centones antes que un enfrentamiento teológico de envergadura: que si hay que tender puentes en vez de levantar muros (Francisco), que si hay que luchar contra la dictadura del relativismo (Benedicto XVI), etc. Un buen guion habría estudiado previamente la filosofía de cada uno de los contendientes y habría escrito sus intervenciones sin recurrir a esos tópicos mil veces repetidos, pero este ha preferido relegarlo todo al plano anecdótico y centrarse en esa clásica disputa entre lo antiguo y lo moderno.




   Pero esta mácula no ennegrece el grueso del filme, que es agradable y bien llevado, plagado de escenas memorables y entrañables (atención a esa en la que Benedicto toca el piano mientras Francisco recuerda su juventud en Argentina) e interpretado magistralmente por los dos actores protagonistas (más Hopkins que Pryce, todo hay que decirlo). Sinceramente, creo que es un error acercarse a ella con los prejuicios que imponen las respectivas banderías, puesto que si la cinta hubiese presentado a dos papas difuntos o a dos personajes ficticios, dudo mucho que hubiera levantado las ampollas que ha generado esta. Tal vez deberíamos fijarnos más en el reconciliador plano final, en el que Benedicto y Francisco ven juntos un partido de fútbol, que en toda la pugna dialéctica previa.