El cine no está muerto. Esta es la conclusión a la que cualquier espectador puede llegar después de ver esta película. En efecto, pese a que hoy parece que todas las ideas han sido abordadas por el séptimo arte, títulos como este nos demuestran que todavía existe mucho talento por descubrir. En este caso, estamos ante un largometraje de animación, género que suele ser destinado al público infantil, pero que aquí se arriesga con un film mudo para adultos. Por suerte, el experimento aprueba holgadamente, ya que ofrece unas imágenes bellísimas a lo largo de su metraje y transmite una profunda historia sobre el amor, la vida y la familia.
Un náufrago llega a una isla desierta. Después de un tiempo intentando sobrevivir en ella, decide abandonarla mediante una balsa improvisada. Sin embargo, no se interna mucho en la mar, ya que, tras navegar unos metros, la embarcación es hundida por una fuerza misteriosa. Pese a ello, lo intenta varias veces, aunque siempre obtiene el mismo resultado. Al final, descubre que su enemigo es una inmensa tortuga roja, que, no obstante, oculta un asombroso secreto.
En realidad, poco más se puede decir acerca del argumento de esta cinta, si queremos evitar el manido spoiler. Ciertamente, a partir de ese momento, la película se convierte en un relato metafórico, de tintes fantásticos, que no dejará impasible a nadie. Pero, como se trata de una producción del famoso estudio Ghibli, solo advertimos que encontraremos en ella ciertas reminiscencias a sus títulos más emblemáticos: Totoro (Hayao Miyazaki, 1988), La princesa Mononoke (íd., 1997) y El viaje de Chihiro (íd., 2001).
En efecto, la misteriosa tortuga roja del título parece una encarnación de la biografía humana, que avanza inexorablemente sin que ningún hombre pueda frenarla. Por este motivo, no solo la vemos convertida en mujer, sino también en esposa y madre, simbolizando así las etapas que recorre una persona durante su vida. Es por ello que, asimismo, la película nos ofrece una bella parábola sobre las distintas adversidades que el hombre arrostra en su existencia y que están indefectiblemente unidas al amor, como la educación y el cuidado de un hijo o su emancipación. Todo esto, descrito bajo el silencio al que antes aludíamos, un solemne marco que nos ayuda a distinguir el omnipresente ruido que nos acecha y que nos impide respetar con sobrecogimiento el milagro que nos circunda.
Para disfrutar mejor de la película, es conveniente ver dos de las obras que hicieron famoso a su autor, el holandés Michaël Dudok de Wit: The Monk and the Fish (aquí) y, sobre todo, Padre e hija (aquí), ganador del Óscar al mejor cortometraje de animación en el año 2000. En ambas, descubrimos una pasión por el amor, la amistad, la familia y la vida que continúa estando muy presente en La tortuga roja. Por este motivo, se trata de un film imprescindible, de una belleza sin igual, que nos recuerda que el cine no está muerto y que a nadie dejará indiferente.
Al escribir estas líneas, solo quedan unas horas para el estreno de la tercera temporada de Twin Peaks (David Lynch & Mark Frost, 1990). En efecto, veinticinco años después de la segunda, llega su ansiado colofón. De hecho, este ha sido tan esperado por sus incondicionales seguidores que estos podrán disfrutar esta noche de más de un episodio. Por tanto, es un momento histórico para la televisión, que aprovecharemos aquí para revelar el secreto que condujo a aquella al éxito y para conocer mejor a su responsable: David Lynch.
David Lynch nació en Montana, Estados Unidos, el 20 de enero de 1946. Desde muy pequeño, sintió gran inclinación por el arte, así que decidió estudiar en distintas escuelas dedicadas a ello. Pero, aunque su verdadera devoción siempre había sido la pintura, resolvió flirtear con el cine, ya que Luis Buñuel era uno de sus directores favoritos. Con este propósito, realizó Seis hombres enfermos (íd., 1966), un extraño cortometraje que, sin embargo, logró cautivar a sus espectadores gracias al uso del sonido y de la particular animación (puedes verlo aquí). Posteriormente, y en la línea de este último, rodó Absurd Encounter with Fear (íd., 1967) [aquí], El alfabeto (The Alphabet) (íd., 1968) [aquí] y, sobre todo, La abuela (The Grandmother) (íd., 1970) [aquí]. Este mediometraje lo catapultó finalmente a la pantalla grande.
Para su primer largometraje, Lynch escogió Cabeza borradora (íd., 1977), la historia de un hombre que descubre su paternidad sobre un extraño y deforme bebé. Con él, pretendió rendir homenaje al cineasta español antes mencionado, por lo que vemos una cinta en blanco y negro cargada de surrealismo e imágenes metafóricas. Aunque hoy esta película es despreciada por el público que se acerca a ella, se trata de un film de culto, del que Kubrick llegó a decir que era uno de los mejores de la historia del cine. Sea como fuere, lo cierto es que su autor marcó en él la impronta que caracterizaría al resto de su obra.
En efecto, a lo largo de su filmografía, David Lynch destaca el interés que siente hacia la imagen y la música como catalizadores de emociones. Estas están muy cuidadas en todas sus películas, por lo que llegan a ofrecer, en su conjunción, escenas espeluznantes, como la que podemos ver en Carretera perdida (íd., 1997) -aquí- o en numerosos pasajes de Inland Empire (íd., 2006) -aquí-. Pero también ofrece su preocupación por los malsanos entresijos de las sociedades acomodadas, como en Terciopelo azul (íd., 1986) o en Mulholland Drive (íd., 2001), y por la integridad de las mujeres, que, para él, siempre están sometidas a la violencia del varón, como deja claro en Corazón salvaje (íd., 1990). Todo ello, por supuesto, tamizado por su particular visión del celuloide, que lo conduce a presentar relatos que cabalgan entre el sueño y la vigilia.
Pero Lynch no siempre ha descollado por este uso tan específico del séptimo arte, que lo engarza directamente con su venerado Buñuel, sino que también ha sabido afrontar títulos más convencionales. Estos, que se cuentan con los dedos de una sola mano, son El hombre elefante (íd., 1980), Dune (íd., 1984) y Una historia verdadera (íd., 1999). El primero y el tercero muestran una sensibilidad pocas veces manifestadas en la pantalla grande; respecto del segundo, ha llegado a convertirse en un título de culto, no obstante su escasa aceptación en el momento del estreno. Esto es, en parte, lo que le ha ocurrido a la serie que hoy continúa: Twin Peaks.
Justamente, corría el año 1990 cuando llegó esta serie a la pantalla doméstica. Por aquel entonces, triunfaban las nuevas sitcoms, como El príncipe de Bel-Air (Andy & Susan Borowitz, 1990) o Blossom (Don Reo, 1990), aunque comenzaban a sobresalir dramas como Ley y orden (Dick Wolf, 1990). Sin embargo, todos los shows televisivos tenían una particularidad: no evolucionaban. En efecto, una vez presentada la premisa, esta se desarrollaba de forma lineal en cada uno de los episodios. De esta manera, podemos decir que eran capítulos estancos unidos por un fino hilo argumental. Así, si uno quería ver un arco evolutivo en la historia de los personajes, debía ir al cine. Pero esto cambió cuando el cine irrumpió en la televisión mediante la serie de David Lynch.
En efecto, el conocido asesinato de Laura Palmer solo servía de arranque para una serie que pretendía indagar en la biografía de cada uno de los personajes de Twin Peaks. De este modo, llegaba un momento en que la identidad del homicida era lo menos relevante, puesto que suscitaba mayor inquietud el onírico argumento que la rodeaba: ¿quién no recuerda el sueño del agente Cooper, protagonizado por un misterioso enano vestido de rojo (aquí)?, ¿quién no tiene presente la posesión de Leland por el espíritu de Bob (aquí)?, ¿o quién no se inquieta todavía con las apariciones del extraño gigante (aquí)? Todo ello llegó a cautivar al público, que entró dócilmente en el universo de Lynch y que descubría cada semana un nuevo misterio que apuntaba a una enrevesada solución.
Desgraciadamente, los productores de la serie exigieron a su autor que abandonase sus pretensiones artísticas y que se centrase en la resolución del asesinato. De esta manera, poco después de comenzar la segunda temporada, se desvelaba la identidad del homicida y la historia, por tanto, perdía su interés. Esto, sumado al abandono de Lynch, centrado en la promoción de Corazón salvaje, arruinó el espectáculo. En efecto, Twin Peaks ya no volvió a ser la misma, pues, toda aquella calidad que había mostrado hasta el momento, se subyugó a los cánones que requería la televisión de entonces. De este desastre, solo se salvó el último episodio, dirigido por su creador, que hoy promete recuperar el estilo que le imprimió en sus primeros capítulos.
Por tanto, los aficionados al cine y a la televisión de calidad estamos de enhorabuena. Hoy, finalmente, veremos la serie que quiso realizar Lynch, quien ha contado con una libertad absoluta a la hora de afrontarla. Como suele ser habitual, desconocemos el entramado que nos presentará, pero estamos convencidos de que nos engatusará de nuevo. De esta manera, y ya que la serie se emitirá esta madrugada, solo podemos decir que nos tomaremos un café cargado, "tan negro como una noche sin luna" (Cooper dixit).
Es inevitable que hoy abordemos en este blog el estreno más importante de la semana: Alien. Covenant (Ridley Scott, 2017). En efecto, casi cuarenta años después del estreno de Alien, el octavo pasajero (íd., 1979), llega a nuestras pantallas el film que pretende relatar los hechos inmediatamente anteriores a este. Es verdad que, hace unos años, se estrenó Prometheus (íd., 2012), que compartía este propósito, pero su vinculación con la saga era tan escasa que su responsable decidió dirigir la película que hoy presentamos, más acorde con sus predecesoras.
A nivel técnico, se trata de un film discutido, puesto que ha dividido notablemente al público. En efecto, ya hay quienes, a través de él, se han reconciliado con Scott, porque, a su juicio, ha recuperado la esencia de la saga; y quienes, por el contrario, piensan que la ha destruido para siempre, pues se hunde en disertaciones filosóficas que nada tienen que ver con el terror espacial. Pero, para el autor de este blog, presenta de nuevo un inquietante discurso acerca de la creación del hombre, que ya abordó en Prometheus y que aquí vuelve a reflejar, aunque, ciertamente, muy de pasada.
Alien. Covenant narra la aventura de una expedición espacial que atraviesa el universo con el fin de colonizar un nuevo sistema solar. Sin embargo, durante el viaje, sus tripulantes detectan una señal de auxilio proveniente de un planeta desconocido. Aunque todos deciden rescatar al emisor de dicha señal, cuando llegan, solo encuentran una nave abandonada y destruida. Poco a poco, descubrirán que esta está relacionada con la antigua "Prometheus", el crucero que se perdió en el espacio y que nunca regresó a la Tierra.
Es indudable que, mediante este film, Ridley Scott ha querido tomar de nuevo las riendas de la saga Alien. Ciertamente, pese a que el título que la inició es hoy un largometraje de culto, fue su secuela, Aliens. El regreso (James Cameron, 1986), la que consagró al xenomorfo en el ámbito cinematográfico. Por este motivo, y valiéndose de los cánones establecidos en esta última por el autor de Terminator (íd., 1984) y Terminator 2. El juicio final (íd., 1991), aquel presenta una cinta más volcada en el thriller que en la ciencia ficción. De este modo, no encontraremos en ella la genialidad artística que intuíamos en Blade Runner (Ridley Scott, 1982) o en la citada Prometheus, sino, más bien, la acción resultona de obras como Black Rain (íd., 1989), Black Hawk derribado (íd., 2001) y El reino de los cielos (íd., 2005).
Pero, para el autor de este blog, lo más interesante acontece en el prólogo de la película. En efecto, en él somos partícipes de un diálogo entre el androide David (Michael Fassbender) y su creador, Peter Weyland (Guy Pearce). Precisamente, este último es preguntado por aquel acerca de su creación y, no por casualidad, le inquiere sobre la persona que está detrás de todo lo creado. En respuesta a ello, Weyland afirma que el hombre no puede ser producto del azar, sino de una inteligencia mayor que él. Como sabemos, esta es la tesis que mantiene el film Prometheus, aunque desde una perspectiva errónea. Por eso aquí intentaremos solucionar brevemente el enigma.
Ya en el inicio del milenio, el cine planteó la hipótesis de la creación del hombre a manos de los alienígenas. Efectivamente, en el clímax de Misión a Marte (Brian De Palma, 2000), veíamos cómo uno de estos ofrecía a los astronautas una explicación sobre el origen de la vida en la Tierra. Según esta, todo habría ocurrido, porque se estrelló en nuestro planeta una nave proveniente del Planeta Rojo. Pero, aunque pensábamos que esta teoría se desvanecería en el olvido, lo cierto es que caló en el imaginario colectivo y que, como decimos, fue recogida por Ridley Scott en su primera precuela de Alien, el octavo pasajero.
Pero, si Prometheus ya postulaba que la humanidad es hija espuria de los extraterrestres, dejaba en el aire la cuestión acerca del origen de estos. Ciertamente, suponiendo que el hombre provenga del ADN de los alienígenas, ¿quién es el autor de estos? ¿Acaso nos veríamos obligados a creer que ellos, a su vez, fueron creados por una raza superior a ellos mismos? Si así fuera, caeríamos en una remontada infinita de causas sin ningún sentido. Entonces, ¿ellos nacieron espontáneamente y nos crearon a nosotros? De ser así, ¿cómo surgieron?, ¿cómo alcanzaron su portentosa inteligencia?
A mi juicio, y como ya escribíamos en este mismo blog (aquí), se trata de un grito agónico del hombre moderno. Este, en efecto, se ha arrogado tanta supremacía que desprecia la existencia de un ser superior y anterior a él, es decir, Dios. Por este motivo, ha sustituido a este último por los alienígenas, que son seres tangibles y, hasta cierto punto, alcanzables, ya que manejarían una ciencia que, con el tiempo, nosotros deberíamos obtener. Pero esta ausencia del Creador ha conseguido que los extraterrestres sean revestidos con propiedades divinas, es decir, con fines benévolos, curativos, educacionales y protectores, que viven en el cielo y que nos visitan de vez en cuando con los propósitos citados (solo hay que ver el clímax de Encuentros en la tercera fase, donde los marcianos son casi deidades, y E.T., el extraterrestre, donde este es presentado bajo la metáfora constante de Cristo).
Es imposible asumir que los alienígenas nos crearon a nosotros o que descendemos de ellos. ¿Alguien ha pensado alguna vez lo difícil que es crear vida ("crear" en el sentido estricto, es decir, producir algo de la nada)?, ¿alguien ha pensado alguna vez lo difícil que es dotar de razón o de sentido espiritual a una criatura? ¿Alguien puede pensar siquiera que este último, el sentido espiritual, puede ser solamente el resultado de la evolución? Evidentemente, sin un Dios que sea el principio de todo y que, por ende, tenga la capacidad de producir algo ex nihilo y dotarlo de inteligencia, la vida (terrestre y extraterrestre) no tiene ningún sentido.
Por desgracia, ignoramos la postura de Scott en este terreno, ya que, a pesar de las pretensiones manifestadas en Prometheus, nunca las reveló. Por otro lado, en Alien. Covenant parece dar un paso atrás, puesto que solo plantea el interrogante, sin incidir siquiera en ese origen alienígena que planteaba en aquella. Es por ello que, como decíamos, el film se queda a medio camino en el campo de la ciencia ficción, convirtiéndose solamente en un producto de acción que sirve para enlazar con una de las sagas más famosas del séptimo arte.
Aunque sea poco habitual, esta semana recomendaremos en el blog una serie de televisión. Se trata de La guerra en Hollywood (Laurent Bouzereau, 2017), un documental dividido en tres episodios que ha cautivado poderosamente nuestra atención. En esta entrada, conoceremos el porqué.
"El cine ha sido una herramienta de seducción ya desde sus comienzos". Con esta frase, pronunciada por Steven Spielberg, se inicia La guerra en Hollywood, un documental que pretende demostrar la influencia del séptimo arte durante la Segunda Guerra Mundial. Para ello, presenta la biografía de cinco afamados directores de la época: John Ford, William Wyler, John Huston, Frank Capra y George Stevens. Estos, ciertamente, preocupados por el auge del nacionalsocialismo en Alemania, decidieron concienciar al público norteamericano del problema que eso suponía para el resto de Europa y, más tarde, para los mismísimos Estados Unidos.
Reconozco que este documental ha sido una verdadera sorpresa para mí. En efecto, como amante del cine, siempre he tenido constancia de la implicación de Hollywood durante la guerra para conseguir mayor número de reclutas, pero jamás imaginé que esta influencia había llegado hasta el punto de abrir el entendimiento de los americanos. Ciertamente, según afirma la serie, Norteamérica vivía al margen de los acontecimientos que estaban destruyendo Europa, por lo que, pese a las noticias que llegaban de allí, nadie pensaba que sería un conflicto de características mundiales (¡hasta algunos veían con muy buenos ojos el ascenso de Hitler al poder y su política de dominación internacional!). Sin embargo, aquellos autores, provenientes del Viejo Mundo, veían cómo sus familias eran masacradas y humilladas por el poderío alemán, por lo que resolvieron transmitir la verdad mediante el celuloide.
Pero, a mi juicio, el apartado más importante de todo el documental es el que relata las experiencias personales de los cinco cineastas mencionados arriba. Efectivamente, sobrecoge el descubrir cómo el gran John Ford, por ejemplo, compartió destino con cientos de soldados en las islas de Midway; o cómo el alegre George Stevens, autor de las célebres películas protagonizadas por Fred Astaire, entró en Dacháu para liberar a los judíos que allí padecían el oprobio nazi. Asimismo, estremece y lleva a la compasión el saber que estos hechos alteraron para siempre su visión de la vida, pues nunca fueron capaces de rodar largometrajes como los anteriores, ni se comportaron con los demás como lo habían hecho hasta el momento.
Sin duda, es un documental imprescindible para cualquier cinéfilo, pero también para cualquier persona que ame la historia o que, simplemente, desee acercarse a este triste período de la biografía humana. Aunque se trate de una expresión típica, debemos indicar que nos muestra el lado más entrañable de unas estrellas que se implicaron lo indecible en este conflicto y que, por ello, nos hace conscientes del horror que padecieron. Como prueba de ello, la serie hace hincapié en los dos filmes con que aquellas rubricaron simbólicamente su nueva visión de la vida: Qué bello es vivir (Frank Capra, 1946) y Los mejores años de nuestra vida (William Wyler, 1946).