viernes, 26 de febrero de 2021

El fugitivo

 

   En México tuvo lugar una de las persecuciones religiosas más sangrientas de la historia. Curiosamente, el cine no se ha hecho mucho eco de ella, pues le ha dedicado solo unas pocas películas: Cristiada, La guerra santa, Sucedió en Jalisco y alguna más. De entre ellas, destaca El fugitivo, una obra menor del conocidísimo director John Ford, que mediante este filme, quiso proclamar a los cuatro vientos que él era católico.

   En efecto, aunque John Ford naciera ya en Estados Unidos, provenía de una familia de emigrantes irlandeses. Sus padres se habían preocupado de educarlo en tres pilares fundamentales: la familia, el amor a la isla Esmeralda y la fe católica. Y a tenor de lo que podemos observar en su filmografía, lo consiguieron, puesto que estos tres elementos sobrevuelan la mayor parte de sus películas (por poner solo un ejemplo, vemos que la primera es el verdadero hilo conductor de Las uvas de la ira o de ¡Qué verde era mi valle!, y que el segundo está muy presente en El hombre tranquilo).

   En cuanto a la fe, también forma parte de su cine, pero siempre como elemento secundario..., aunque relevante. De este modo, es el convencimiento religioso el que mueve al martirio a la reina de Escocia en María Estuardo, o es el amor a Cristo el que une a todo el pueblo de Gales en la citada ¡Qué verde era mi valle! Pero él consideraba que aún le faltaba hablar abiertamente de su fe, por lo que se propuso encontrar un proyecto mediante el que pudiera hacerlo.

 


 

   Por suerte, la idea le sobrevino mientras leía la novela El poder y la gloria, de Graham Greene. En ella, el famoso escritor disertaba sobre la persecución mexicana, que había sido especialmente cruenta en el estado de Tabasco. Ford quedó impresionado por el sufrimiento que habían padecido los católicos en el país azteca tan solo una década antes (recordemos que la cinta es del año 47, mientras que el hostigamiento que narra el libro había acontecido en 1930), por lo que decidió homenajearlos. Pero no solo a ellos, sino también a todos los católicos que hubieran sufrido persecución en cualquier parte del mundo y en cualquier momento de la historia.

   Por esta razón, la cinta empieza especificando que su argumento no se desarrolla en ningún lugar concreto del globo ni en una etapa histórica determinada, aunque es evidente que se trata del México de los años 30. Pretende, pues, mostrar el devenir de un sacerdote cualquiera que está siendo perseguido por quienes odian la fe; cómo ha de correr de pueblo en pueblo, mientras que ha de atender a las personas sedientas de consuelo espiritual; cómo encuentra en cada iglesia almas caritativas que lo ayudan en su misión, y cómo, en fin, a pesar de su consagración a Dios, puede verse asaltado también por el miedo a la muerte.

   Quizás, este sea el punto más importante de la película, ya que a todos esos elementos que hemos citado –y que son un paradigma de cualquier persecución religiosa–, hemos de sumar el sufrimiento del propio sacerdote, pocas veces tan bien reflejado en la gran pantalla. Y es que, en efecto, sorprende la humanidad con la que el presbítero (un estupendo Henry Fonda) es tratado: no se trata de un superhombre, capaz de arrostrar con éxito, y en el nombre de Dios, cualquier dificultad; se trata de una persona cansada de correr, angustiada por el peso de la muerte, que pende sobre ella cual espada de Damocles.

 


 

   John Ford tenía por fin su confesión religiosa, pero desgraciadamente no encontró el favor del público. Y es que este andaba buscando otro wéstern u otro film bélico, iguales a los que le habían visto dirigir bajo títulos como La diligencia u Hombres intrépidos. Por este motivo, abominó durante mucho tiempo de ella, aunque más tarde comenzó a reivindicarla él mismo y a decir que se trataba de su mejor obra. De hecho, pese a que años después rodaría El hombre tranquilo, que parece su testamento espiritual en vez de un largometraje de ficción, llegó a considerar El fugitivo como su filme más personal.

   Por este motivo, hoy quiero unirme al propio John Ford y reivindicar con él esta película. Bajo mi modesta opinión, no es una obra menor, como actualmente dicen los expertos –tal vez incluso para menospreciar su temática–, sino una auténtica obra mayor. Y es que la cinta es todo un estudio psicológico del sufrimiento que embarga al alma perseguida, que no sabe por qué ha de padecer tanto mal, pese a que su único cometido en la vida ha sido hacer el bien. Conmigo, pues, también vosotros podéis uniros a esta reivindicación y ver la que quizás sea una de las mejores cintas de este gran director.    

 

 


 

viernes, 19 de febrero de 2021

Los diez mandamientos (1923)

   Cuando hablamos de Los diez mandamientos, todos recordamos la excelente versión de 1956, con unos estupendos Charlton Heston y Yul Brynner en los respectivos papeles de Moisés y Ramsés. Sin embargo, durante la etapa silente del cine, se popularizó otra versión, mucho más rudimentaria, pero quizás más espiritual que esta, pues intentaba equiparar la vida del cristiano a la travesía de Israel por el desierto. Como ya hemos empezado la Cuaresma, en la que también se conmemora este hecho, no hay mejor momento que este para recuperarla de nuestras videotecas.

 


 

   Nos encontramos a principios de los años 20. A la sazón, está triunfando en las salas el director Cecil B. DeMille, pues sus comedias y sus películas históricas cautivan a todo el mundo y dejan sustanciosas ganancias en la taquilla. Es por ello que el cineasta, sintiéndose en deuda con sus admiradores, decide convocar un certamen, para que sean ellos los que decidan la temática de su siguiente largometraje. Con este propósito, pues, pide que le sean remitidos a su despacho posibles argumentos, de manera que él los pueda valorar y resolver cuál puede ser adaptado a la gran pantalla.

   Según parece, el concurso fue todo un éxito, pues su oficina se llenó de inmediato de miles de ideas, que pugnaban por ser su próximo proyecto. Sin embargo, solo una llamó su atención, una frase en la que se podía leer: «No desafíes a los diez mandamientos, porque si lo haces, ellos acabarán contigo». Rápidamente, el director rememoró su infancia, durante la cual había tenido mucha importancia la religión, ya que sus padres habían sido unos miembros muy destacados de la Iglesia episcopal. Acordándose de ellos, pues, decidió que haría una versión del libro del Éxodo.

   No obstante, cuando le planteó este propósito a su productora habitual, Paramount Pictures, esta lo desaprobó. El motivo era que el presupuesto con el que DeMille pretendía contar superaba cualquier expectativa. Por suerte, un directivo de la major le propuso realizar un drama costumbrista, en el que se analizase la actualidad del decálogo, algo que él vio con buenos ojos, y aceptó. Pero como seguía empeñado en ambientar su film en el Antiguo Egipto, llegó a un acuerdo con la empresa: realizaría el prólogo de la cinta según su propio criterio y luego rodaría el grueso de la misma conforme le había pedido el estudio. Este continuaba creyendo que se trataba de un gasto excesivo, pero finalmente cedió y dio luz verde a la grabación.

 


 

   La película, pues, cuenta con dos partes muy bien diferenciadas: por un lado, el citado prólogo, en el que se narra la esclavitud egipcia del pueblo judío y su posterior huida a la Tierra Prometida; por el otro, el drama costumbrista, que presenta el enfrentamiento de dos hermanos antagónicos, pues uno es temeroso de Dios y otro no. De entrambas, la parte que más gustó al público fue la primera, puesto que DeMille se había preocupado de que fuera ciertamente espectacular. Y es que había decidido rodarla en el desierto de Guadalupe, California, con unos decorados construidos a escala real[1]; había contratado a una cantidad ingente de figurantes para las escenas multitudinarias, y hubo contado con unos efectos especiales sorprendentes para la época (y que se pueden constatar sobre todo en la escena del paso por el mar Rojo[2]).

   Para más inri, el director quiso innovar a la hora de la proyección del film. Por este motivo, pidió que en las salas se usasen filtros de colores cálidos, con el objeto de hacer más creíbles las imágenes de la pantalla; exigió que estas se sincronizasen con unos sonidos que él mismo había grabado (y entre los que se podían distinguir los latigazos, los lamentos de los judíos flagelados y los sonidos de los carruajes), y hasta pidió aumentar la temperatura de los locales, para simular el calor del sol egipcio. No es extraño, pues, que su visionado se convirtiese en toda una experiencia para los espectadores, que acudían a verla una y otra vez.

 


 

   La segunda mitad de la película, sin embargo, cambiaba radicalmente de registro, pues dejaba a un lado la espectacularidad citada y se embarcaba en un drama familiar. En él, vemos a dos hermanos que, pese a haber recibido la misma educación religiosa por parte de su madre, llevan unas vidas completamente antagónicas. Y así, como ya hemos dicho arriba, mientras que uno se muestra temeroso de Dios y cumple los mandamientos, el otro se niega a hacerlo; es más, desafía la autoridad del decálogo y se compromete a infringir todos y cada uno de sus preceptos. Y en el colmo de la tragedia, aparece una mujer, de la que ambos se enamoran y que logra poner en duda las respectivas decisiones que han tomado.

   Por supuesto, de las dos partes del filme, triunfó la primera, pues el público había visto en ella una experiencia inédita hasta el momento en la gran pantalla; de hecho, se cuenta que la gente abandonaba en masa la sala cuando concluía y comenzaba el consabido drama familiar. Ello conllevó que este último fuera menospreciado durante un tiempo, aunque de manera equivocada, pues, como hemos indicado, encierra una dimensión espiritual francamente destacable. Y es que, a pesar de lo que pudiera parecer, la cinta no presenta un discurso maniqueo sobre la observancia de los mandamientos –si los cumples, te irá bien; si no los cumples, te irá mal–, sino que profundiza en la realidad con la que se topa cualquier creyente: al justo, muchas veces le va mal, mientras que al injusto le va bien.

   Así pues, la travesía de Israel por el desierto aparece aquí como una falsilla de la del “hermano bueno”, cuya vida es asediada por las penas, las decepciones y la incertidumbre; que en no pocas ocasiones constata cómo al “hermano malo” le va mejor que a él, pese a que no crea en Dios y ponga toda su esperanza en este mundo. Ya la Biblia misma se hace eco de este hecho en sus páginas: «Por poco doy un mal paso, casi resbalaron mis pisadas: porque envidiaba a los perversos, viendo prosperar a los malvados. Para ellos no hay sinsabores, están sanos y orondos; no pasan las fatigas humanas, ni sufren como los demás […]. Y dije: ¿para qué he limpiado yo mi corazón y he lavado en la inocencia mis manos?» (Salmo 73, 2-5. 13). Y aunque la misma Biblia procura resolverlo (cfr. Col 3, 23-25), su existencia no deja de ser una dura travesía por el desierto hasta llegar a la Tierra Prometida, es decir, al cielo.

 


 

   Por suerte, esta segunda mitad del largometraje ha ido ganando puntos con el paso del tiempo, y hoy está muy valorada por cinéfilos en general y por amantes del cine religioso en particular. De hecho, el propio director de la cinta se vio conmovido por ella y quiso profundizar en esta vertiente cristiana, por lo que años después realizaría una extraordinaria película sobre Jesús: El rey de reyes, que serviría de inspiración a muchísimos títulos de esta índole (incluyendo, por supuesto, la célebre Rey de reyes, de Nicholas Ray); es más, se convertiría en un habitual del péplum, género cuya invención se le atribuye, pues rodaría también El signo de la cruz, Sansón y Dalila y otra vez Los diez mandamientos, con la que finalizaría su carrera.

   De este modo, y aunque siempre recordaremos esta última versión, con unos flamantes Charlton Heston y Yul Brynner, lo cierto es que, antes de ella, existió otra, mucho más modesta, pero que tuvo más importancia. Tal vez, si no hubiera sido por ella, hoy no habría existido el subgénero bíblico, que tantas delectaciones nos ha traído. Y eso lo prueba el hecho de que, después de su estreno, se puso de moda la adaptación de las Sagradas Escrituras, aunque siempre bajo el formato que Los diez mandamientos había patentado: su actualidad en el tiempo moderno. Por eso, como ahora no hay nada más moderno que el tiempo cuaresmal, este es un buen momento para verla y recordar que nuestra vida es solo un desierto, que hemos de atravesar hasta llegar a nuestro destino, el cielo.

 


 

  

 



[1] Hoy, dicho desierto es considerado zona arqueológica nacional, puesto que los decorados permanecieron allí después del rodaje y la arena de las dunas se encargó de cubrirlos.

[2] Tanto es así que el público creyó que, en efecto, los extras habían muerto ahogados durante el rodaje, un rumor que tuvo que frenar el mismísimo DeMille.

 

jueves, 11 de febrero de 2021

Madre Juana de los Ángeles

 

   La historia de la Iglesia está repleta de hechos curiosos, cuyas causas se pierden todavía entre las brumas de la incertidumbre. Es el caso, por ejemplo, de las endemoniadas de Loudun, en Francia. Y es que, en efecto, allá por el siglo XVII, un grupo de monjas ursulinas de esta localidad fue supuestamente poseído por toda una legión de demonios. El hecho alcanzó tal relevancia que hasta el mismísimo cardenal Richelieu se interesó por él e incluso ordenó que varios sacerdotes se dirigieran al convento, con el fin de liberarlo del presunto poder del maligno. Pero parece que en todo este asunto hubo también otro tipo de intereses, que actualmente ponen en duda el origen demoníaco.

   Corría el año 1617. A la sazón, el sacerdote Urbano Grandier, que ha sido ordenado recientemente, es enviado como párroco de San Pedro y canónigo de la Santa Cruz (ambas iglesias, en la citada ciudad de Loudun). Muy pronto alcanza gran fama entre sus feligreses gracias a sus ardorosos sermones, que exhortan a todo el mundo por su profunda teología y su notable piedad. Sin embargo, también recaba cierta popularidad como amante, puesto que no duda en dar rienda suelta a su pasión con las jovencitas del lugar. De este modo, deja embarazada a su propia discípula, de tan solo quince años, y contrae matrimonio con una huérfana pobre (en la ceremonia, él mismo ejerce de contrayente, sacerdote y testigo).

   Pese a esta vida disoluta, es reclamado como confesor por la madre Juana de los Ángeles, superiora del convento de ursulinas, que según se cuenta, está enamorada secretamente de él. Por desgracia para ella, el sacerdote declina la oferta, puesto que lo acucian otras preocupaciones, que no son religiosas ni sensuales, sino políticas, pues está embarcado en la defensa de la ciudad (y es que esta, donde conviven hugonotes y católicos, está en el punto de mira del cardenal Richelieu, que pretende su destrucción). Es por ello que quien responde al llamado es Mignon, que también es canónigo en la iglesia de la Santa Cruz, pero enemigo declarado de Grandier.

   Pasado un tiempo, Mignon afirma que el convento está endemoniado, pues sus monjas se confiesan constantemente de cometer pecados carnales. Y así, cuando es convocada para dar explicaciones, la madre superiora asegura que se trata de un hechizo de Grandier. Según ella, este trepa cada noche los muros del cenobio para poseerla a ella y poseer a las otras mujeres, que no pueden hacer nada para impedirlo. Por supuesto, el sacerdote acusado niega tales incriminaciones, pero como ya pesa sobre él esa fama de truhan, nadie le cree. Es por ello que el cardenal Richelieu ordena una investigación, en la que, en efecto, se le declara culpable y se le condena a morir en la hoguera.

 


 

   Como se suele decir en español: “Muerto el perro, se acabó la rabia”, pues esto es lo que parece que ocurrió. Y es que, en efecto, no bien fue incinerado el libidinoso sacerdote, las monjas quedaron libres del acecho del demonio. Pero no solo eso, sino que también la ciudad de Loudun quedó desamparada y Mignon creció en el favor de Richelieu. Es más, hay quien acusa a estos dos últimos de confabularse con la madre Juana de los Ángeles, para acusar a aquel y librarse de él, algo a lo que ella habría accedido por despecho. De este modo, lo que pretendidamente hubiera sido un extraño caso de posesión diabólica, se habría convertido en uno de desamor e histeria colectiva.

   Pese a esta interesante premisa, el cine solo se ha hecho eco de este asunto en dos ocasiones: en 1961, mediante la película Madre Juana de los Ángeles, y en 1971, con la cinta Los demonios. De entrambas, la que hoy recomendamos es la primera, puesto que la segunda, aunque pretenda ser más fiel al dato histórico, solo sirve de excusa para presentar un retrato pseudoerótico y blasfemo de lo que ocurrió en Loudun (y por ello actualmente es considerado un film de culto: cosas que tiene el séptimo arte). Bien es cierto que no se trata de un largometraje muy conocido, pero no por ello deja de ser interesante, pues parte de la base de que la posesión de las ursulinas fue real y que, por ende, todo el entramado que hemos señalado fue algo que añadió la historiografía posterior, siempre anticlerical.

   De esta manera, la película se inicia varios años después de que Grandier haya sido incinerado. A la ciudad francesa, es enviado el padre Suryn, un sacerdote con fama de santo, que ha de liberar al convento de la presencia demoníaca. Durante sus conversaciones con la madre superiora, el improvisado exorcista detecta que tal vez la posesión no fuera consecuencia de las malas artes de aquel, sino de las propias monjas, que habrían abandonado su vida de piedad y, por tanto, le habrían dejado la puerta abierta al diablo. Es por ello que él se empeña en que las religiosas vuelvan a la senda de su vocación, en vez de procurarles un auténtico exorcismo (aunque este también tenga lugar).

   Como decimos, no por poco conocida, la película deja de ser interesante, puesto que, en efecto, presenta un discurso muy acertado sobre la virtud, la tentación y el pecado. Y es que todo el desarrollo de la cinta pretende ser un llamamiento a la advertencia por parte de los consagrados –clérigos o monjas–, puesto que, conforme anuncia la Escritura, el maligno anda como león rugiente, buscando a quién devorar (cfr. 1 Pe 5, 8). En este sentido, es necesario que prestemos atención al personaje de la joven novicia que se escabulle cada noche a la taberna para hablar con la “gente del mundo”, o al del propio sacerdote protagonista, que ve cómo le afecta su trato con la madre Juana de los Ángeles.

   La película es de origen polaco, por lo que el cinéfilo encontrará en ella todo el sabor del cine nórdico, el mismo que nos cautivó mediante Ordet (La palabra), El séptimo sello o El manantial de la doncella, con la que mantiene ciertos puntos en común. Su director ya era bastante conocido en Polonia, pero no en el resto del mundo, por lo que esta cinta lo catapultó a la fama allende las fronteras de su propio país. De hecho, como este estaba aún bajo el yugo comunista, muchos críticos de la época entendieron que se trataba de una diatriba velada al ideario bolchevique. Pero, aunque no dudamos de que esto sea cierto, lo más interesante del film radica en esa advertencia que lanza a todos los religiosos (y por extensión, a todos los cristianos), que siempre están bajo la asechanza de un enemigo que pretende destruir sus almas.  

 


 

 

 

lunes, 1 de febrero de 2021

Viacrucis del Señor en las tierras de España


   Es curioso ver cómo el cine sobre la persecución religiosa en España brilla por su ausencia. Ciertamente, hoy tenemos cintas que han procurado subsanar este error –Bajo un manto de estrellas, Poveda, Un Dios prohibido…–, pero ni por asomo conforman una minoría significativa. De este modo, y por ejemplo, mientras que el cinéfilo aficionado puede elegir entre las innumerables películas que versan sobre el Holocausto –y eso es encomiable–, tiene muy pocas opciones a la hora de ver una sobre la mentada persecución (y eso que se trata quizás del mayor genocidio cristiano de la historia de la humanidad).

   En época de Franco no fue mejor, puesto que solo dos largometrajes se hicieron eco de ella: Raza y Cerca del cielo. La primera, en solo una escena, donde se muestra cómo son asesinados varios monjes; la segunda, financiada exclusivamente por la Acción Católica Española, que se avergonzaba de que este genocidio hubiera sido silenciado[1]. Quizás debamos encontrar el motivo de esto en la ola de reconciliación que inundó el país (sí, de reconciliación, no de venganza), a la que se sumó de inmediato el séptimo arte. Y así, como no se debía hurgar en la herida que había dejado la guerra, sino restañarla, todas las películas de entonces se produjeron en ese sentido (véase Frente de Madrid, que aquí ya hemos analizado).

   Pero la persecución religiosa en tiempos de la Segunda República y la Guerra Civil había sido una realidad, por lo que no se podía pasar por alto, pese a la directriz indicada. Es por ello que uno de los mejores cineastas de nuestra nación, José Luis Sáenz de Heredia[2], quiso plasmarla en un cortometraje: Vía crucis del Señor en las tierras de España (1940). Hoy se trata de una obra prácticamente –o totalmente– olvidada, pero que, como casi todo lo que él tocó, demuestra el genio artístico que siempre mantuvo y la fortaleza ideológica de la que constantemente hizo gala.




   De incuestionable importancia para conocer la historia española de principios del siglo XX (esa misma que hoy se pretende olvidar –o peor aún, modificar–), este cortometraje-documental se posiciona sin tapujos a favor del concepto teológico que alentó a los miembros del bando nacional: la cruzada. En efecto, conmovido por los estragos causados por el Ejército Republicano entre los católicos de España, el cardenal Isidro Gomá no vaciló ni por un instante en denominar así a la misión de liberación que tenían aquellos. Es por ello que, nada más empezar el metraje, se especifica lo siguiente: «Para constancia del dolor que hicieron las furias del comunismo al Señor en su santa Iglesia española».

   Y es que, ciertamente, como la Iglesia es el cuerpo de Cristo, este volvió a padecer en España el mismo viacrucis que en Jerusalén lo había conducido al Calvario y a la muerte (aquella vez, instigado por judíos y romanos; esta, por comunistas y republicanos; en ambas ocasiones, con idénticos odio y saña). Por este motivo, Sáenz de Heredia recurrió a esta célebre devoción para demostrarlo, equiparando cada una de las catorce estaciones[3] a las diferentes vejaciones sufridas por los cristianos en tiempos de la República y la Guerra Civil. Y para mayor impacto visual del espectador, aprovecha imágenes de archivo y fotografías de la época para acompañar a cada una de las citadas estaciones: de este modo, podemos constatar en primera persona la quema de conventos, la matanza de sacerdotes y monjas, la profanación de tumbas o el famoso –aunque triste– fusilamiento del monumento al Sagrado Corazón del cerro de los Ángeles.

   Todo ello manifiesta que en España padecimos quizás el mayor genocidio cristiano de la historia de la Iglesia (superior incluso al vivido en tiempos del Imperio romano y al padecido en México durante los años 20). Sin embargo, hoy –como ayer– se quiere silenciar (antaño, por razones conciliadoras; hogaño, por motivos ideológicos), o peor aún, modificar y aun justificar. Y es que no son pocos los historiadores y políticos que, de aceptar la existencia de la persecución religiosa española, minimizan su alcance hasta extremos irrisorios o defienden que la Iglesia tenía un poder que el pueblo le debía arrebatar. Pero ¿qué poder podían tener unas monjas que rezaban en la clausura de su monasterio, como indica la primera imagen del film?, ¿o de qué peso político iba a gozar el sacerdote que atendía el culto de su parroquia o las personan que asistían a él?, ¿o qué autoridad –y esta, moral– podría tener un obispo más allá de los límites de su diócesis?

   Por tanto, Viacrucis del Señor en las tierras de España es el testimonio perfecto de una parte muy negra de la historia de nuestra patria. Sus imágenes nos recuerden el dolor padecido por la Iglesia a manos de sus enemigos (esos mismos que hoy quieren que nos olvidemos de ello), pero al mismo tiempo nos indican aquellas palabras del Evangelio en las que debemos enraizar nuestra esperanza: «Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16, 18).






[1] Además, procuró potenciar con esta cinta la beatificación de Anselmo Polanco, obispo de Teruel, que había sido ejecutado en Barcelona por los milicianos.

[2] Otro de los autores denostados en la actualidad: pese a haber dirigido grandes películas de nuestro celuloide –Historias de la radio, Raza, El indulto, ¡Se armó el belén!–, es más recordado por su vinculación familiar con el fundador de la Falange y por su compromiso político con el general Franco.

[3] Recordemos que, antes de la reforma del papa san Juan Pablo II en 1991, este era el número de estaciones que componían el viacrucis (la decimoquinta de ahora sería la resurrección del Señor).