jueves, 11 de febrero de 2021

Madre Juana de los Ángeles

 

   La historia de la Iglesia está repleta de hechos curiosos, cuyas causas se pierden todavía entre las brumas de la incertidumbre. Es el caso, por ejemplo, de las endemoniadas de Loudun, en Francia. Y es que, en efecto, allá por el siglo XVII, un grupo de monjas ursulinas de esta localidad fue supuestamente poseído por toda una legión de demonios. El hecho alcanzó tal relevancia que hasta el mismísimo cardenal Richelieu se interesó por él e incluso ordenó que varios sacerdotes se dirigieran al convento, con el fin de liberarlo del presunto poder del maligno. Pero parece que en todo este asunto hubo también otro tipo de intereses, que actualmente ponen en duda el origen demoníaco.

   Corría el año 1617. A la sazón, el sacerdote Urbano Grandier, que ha sido ordenado recientemente, es enviado como párroco de San Pedro y canónigo de la Santa Cruz (ambas iglesias, en la citada ciudad de Loudun). Muy pronto alcanza gran fama entre sus feligreses gracias a sus ardorosos sermones, que exhortan a todo el mundo por su profunda teología y su notable piedad. Sin embargo, también recaba cierta popularidad como amante, puesto que no duda en dar rienda suelta a su pasión con las jovencitas del lugar. De este modo, deja embarazada a su propia discípula, de tan solo quince años, y contrae matrimonio con una huérfana pobre (en la ceremonia, él mismo ejerce de contrayente, sacerdote y testigo).

   Pese a esta vida disoluta, es reclamado como confesor por la madre Juana de los Ángeles, superiora del convento de ursulinas, que según se cuenta, está enamorada secretamente de él. Por desgracia para ella, el sacerdote declina la oferta, puesto que lo acucian otras preocupaciones, que no son religiosas ni sensuales, sino políticas, pues está embarcado en la defensa de la ciudad (y es que esta, donde conviven hugonotes y católicos, está en el punto de mira del cardenal Richelieu, que pretende su destrucción). Es por ello que quien responde al llamado es Mignon, que también es canónigo en la iglesia de la Santa Cruz, pero enemigo declarado de Grandier.

   Pasado un tiempo, Mignon afirma que el convento está endemoniado, pues sus monjas se confiesan constantemente de cometer pecados carnales. Y así, cuando es convocada para dar explicaciones, la madre superiora asegura que se trata de un hechizo de Grandier. Según ella, este trepa cada noche los muros del cenobio para poseerla a ella y poseer a las otras mujeres, que no pueden hacer nada para impedirlo. Por supuesto, el sacerdote acusado niega tales incriminaciones, pero como ya pesa sobre él esa fama de truhan, nadie le cree. Es por ello que el cardenal Richelieu ordena una investigación, en la que, en efecto, se le declara culpable y se le condena a morir en la hoguera.

 


 

   Como se suele decir en español: “Muerto el perro, se acabó la rabia”, pues esto es lo que parece que ocurrió. Y es que, en efecto, no bien fue incinerado el libidinoso sacerdote, las monjas quedaron libres del acecho del demonio. Pero no solo eso, sino que también la ciudad de Loudun quedó desamparada y Mignon creció en el favor de Richelieu. Es más, hay quien acusa a estos dos últimos de confabularse con la madre Juana de los Ángeles, para acusar a aquel y librarse de él, algo a lo que ella habría accedido por despecho. De este modo, lo que pretendidamente hubiera sido un extraño caso de posesión diabólica, se habría convertido en uno de desamor e histeria colectiva.

   Pese a esta interesante premisa, el cine solo se ha hecho eco de este asunto en dos ocasiones: en 1961, mediante la película Madre Juana de los Ángeles, y en 1971, con la cinta Los demonios. De entrambas, la que hoy recomendamos es la primera, puesto que la segunda, aunque pretenda ser más fiel al dato histórico, solo sirve de excusa para presentar un retrato pseudoerótico y blasfemo de lo que ocurrió en Loudun (y por ello actualmente es considerado un film de culto: cosas que tiene el séptimo arte). Bien es cierto que no se trata de un largometraje muy conocido, pero no por ello deja de ser interesante, pues parte de la base de que la posesión de las ursulinas fue real y que, por ende, todo el entramado que hemos señalado fue algo que añadió la historiografía posterior, siempre anticlerical.

   De esta manera, la película se inicia varios años después de que Grandier haya sido incinerado. A la ciudad francesa, es enviado el padre Suryn, un sacerdote con fama de santo, que ha de liberar al convento de la presencia demoníaca. Durante sus conversaciones con la madre superiora, el improvisado exorcista detecta que tal vez la posesión no fuera consecuencia de las malas artes de aquel, sino de las propias monjas, que habrían abandonado su vida de piedad y, por tanto, le habrían dejado la puerta abierta al diablo. Es por ello que él se empeña en que las religiosas vuelvan a la senda de su vocación, en vez de procurarles un auténtico exorcismo (aunque este también tenga lugar).

   Como decimos, no por poco conocida, la película deja de ser interesante, puesto que, en efecto, presenta un discurso muy acertado sobre la virtud, la tentación y el pecado. Y es que todo el desarrollo de la cinta pretende ser un llamamiento a la advertencia por parte de los consagrados –clérigos o monjas–, puesto que, conforme anuncia la Escritura, el maligno anda como león rugiente, buscando a quién devorar (cfr. 1 Pe 5, 8). En este sentido, es necesario que prestemos atención al personaje de la joven novicia que se escabulle cada noche a la taberna para hablar con la “gente del mundo”, o al del propio sacerdote protagonista, que ve cómo le afecta su trato con la madre Juana de los Ángeles.

   La película es de origen polaco, por lo que el cinéfilo encontrará en ella todo el sabor del cine nórdico, el mismo que nos cautivó mediante Ordet (La palabra), El séptimo sello o El manantial de la doncella, con la que mantiene ciertos puntos en común. Su director ya era bastante conocido en Polonia, pero no en el resto del mundo, por lo que esta cinta lo catapultó a la fama allende las fronteras de su propio país. De hecho, como este estaba aún bajo el yugo comunista, muchos críticos de la época entendieron que se trataba de una diatriba velada al ideario bolchevique. Pero, aunque no dudamos de que esto sea cierto, lo más interesante del film radica en esa advertencia que lanza a todos los religiosos (y por extensión, a todos los cristianos), que siempre están bajo la asechanza de un enemigo que pretende destruir sus almas.  

 


 

 

 

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