Este verano he tenido la oportunidad de visitar Escocia, un país que
parece pensado exclusivamente para románticos y cinéfilos, adjetivos que me
caracterizan sin ningún género de dudas. Paseando por las Tierras Altas, uno
puede imaginarse a Christopher Lambert entrenando con Sean Connery para
degollar al malvado Clancy Brown cuando este acuda a la irresistible llamada de
eliminar a todos los inmortales; navegando por el lago Ness, evoca a Ted Danson
intentando hallar al famoso monstruo que supuestamente lo habita, o al sosias
de madera que aparecía en La vida privada de Sherlock Holmes; callejeando
por Stirling, se puede ver a Liam Neeson entrevistándose con John Hurt para
conseguir más cabezas de ganado y salvar, así, a su clan, y entrando en el
castillo de Edimburgo, no es difícil pensar en la reina Estuardo, a la que dio
vida Katharine Hepburn en el film de John Ford. Mas a pesar de todos estos recuerdos, hay uno que asoma
siempre por el horizonte de la memoria y que parece aletear sobre toda la
campiña caledoniana: Braveheart, la obra maestra que
consagró a Mel Gibson como uno de los mejores cineastas del Hollywood actual.
Sé que el primer film del citado director no fue el protagonizado por
este caudillo escocés del siglo XIII, sino El hombre sin rostro, película que
hizo descubrir al público las cualidades artísticas y la sensibilidad de un
actor más recordado por las sagas de Mad Max y Arma letal, en las que
había poca cabida para tales características. Sin embargo, en aquella
descubrimos hasta qué punto era capaz de asumir como propio un hecho histórico
y relatarlo magníficamente bajo el prisma de su particular visión de la vida,
algo que demostró su fuerte idiosincrasia y el genio interior que pugnaba por
salir de su encierro interpretativo. Ni que decir tiene que sus poderosas
imágenes y la bella y evocadora partitura de James Horner dieron a conocer al
mundo la gesta de William Wallace, héroe nacional de Escocia, y pusieron de moda
todo lo relativo a este hermoso país (no era difícil toparse con grupos de
personas ataviados con kilts en el
carnaval de ese año, ni oír música celta con evidentes reminiscencias a la escrita
por el desafortunado compositor, costumbres que persisten desde entonces).
Pero lo mejor del Wallace de Braveheart, como ya hemos insinuado
arriba es la visión tan particular que Mel Gibson arrojó sobre él, ya que, no
obstante las licencias históricas que pareció arrogarse este último, nos lo
presentó como un hombre íntegro y amoroso, cuyo único y mayor deseo era el
sosiego de su familia y la libertad de su patria. Uno y otro son anhelos
propiamente humanos y tremendamente cristianos, pues todo hombre nace (o
debería nacer) en el seno de un núcleo familiar que lo acoge y al que se siente
vinculado, y lo hace en el suelo de un territorio que lo forma (o debería
formar) como ciudadano, cosas que un hijo de Dios es capaz de entender como una
vía de santidad propuesta para alcanzar el Cielo: la familia, en primer lugar, es
la institución natural donde se educa al niño en la fe, el amor, la tolerancia,
el perdón y etcétera, mientras que la patria, en segundo lugar, debe dar cobijo
a esa noble aspiración de los padres con respecto a su prole, por lo que nunca
ha de estar sometida a un agente opresor que se lo impida.
Mel Gibson parece muy consciente de todo ello en cada fotograma del
largometraje, que, por otro lado, nos recuerda constantemente la fe católica de
los protagonistas escoceses, fe que él mismo comparte. No es casual, pues, que,
acercándose el colofón de la historia, veamos a un William Wallace crucificado
y soportando una ignominiosa pasión por parte del pueblo que lo ha ensalzado como
un héroe, del mismo modo que Cristo tuvo que sufrir los ultrajes de unos
hombres que lo habían recibido como el mesías largamente aguardado. Y así como
este último tuvo que morir por los suyos para otorgarles esa paz y esa libertad
que en el mundo no eran capaces de encontrar, el Wallace de Gibson tuvo que
entregarse a sí mismo para salvar a su pueblo (nadie que haya visto el film
podrá olvidar el estentóreo grito libertario con el que esta alcanza su final).
Desgraciadamente, la historia del mundo sigue su curso, y muchas veces se
olvida la hazaña con la que se conquistó aquel estado, pero el recuerdo se
aviva cuando una nueva y nefasta situación constriñe al pueblo comprado con la
sangre de un solo hombre.
Desafortunadamente, la carrera de Mel Gibson se ha visto truncada de
manera muy prematura, debido a sus problemas con el alcohol y otros excesos
(como afirma el clásico, “el artista genial debe ser una persona atormentada e
inclinada a los vicios, buscador de la belleza y de las más altas metas
espirituales, pero incapaz de mantener el tan deseable equilibrio en la vida
personal”). Sin embargo, cada vez que ha puesto el ojo en el objetivo nos ha
regalado una nueva obra maestra, como son La pasión de Cristo y Apocalypto,
películas que demuestran que aquel genio
ha sido asesinado con demasiada rapidez y que prueban que, si aún siguiese
vivo, tendríamos entre nosotros a un maestro indiscutible del séptimo arte.
Ojalá vuelva pronto a nuestras pantallas un nuevo film dirigido por Mel Gibson,
el hombre que supo darle cara a William Wallace y que lo dio a conocer al mundo
entero.
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