No podemos negar que las revistas de actualidad social son una fuente de
información permanente, a pesar de que suelen ser deploradas por su pretendidamente
escaso nivel cultural y por los establecimientos en los que pueden ser encontradas,
como peluquerías, salones de belleza y algún revistero de hogar perdido bajo el
televisor o junto al sofá. Para apoyar esta tesis, debo decir que recientemente
leí en una de ellas el siguiente titular: “Stephen Hawking busca
extraterrestres” (Pronto, número 2 256, 1 de agosto de 2015, página 87). Sin duda,
el encabezamiento explicita la noticia, la cual detalla en un solo párrafo que
el reputado astrofísico quiere dedicarse ahora a dicha investigación. Aunque en
un principio este texto pasa desapercibido entre tanta novedad cardíaca, es más
relevante de lo que parece, y no por la búsqueda de inteligencia alienígena a
la que se ha consagrado aquel, sino por el manifiesto declive de una carrera
que va haciendo aguas.
Todo el mundo es consciente de hasta qué punto Stephen Hawking ha negado
con rotundidad y empeño la existencia de Dios, pues, amparándose exclusivamente
en la ciencia de la que es experto, ha afirmado en no pocas ocasiones que esta
es capaz de corroborar que Aquel no es más que un cuento, o la proyección de
los anhelos de una humanidad necesitada de una razón que dé sentido a su presencia
en el vasto universo que la rodea. A pesar de estas ideas, el Vaticano siempre
le ha tendido una mano amigable, esperando entablar con él un diálogo que lo
lleve a comprender que la fe en Dios no es contrapuesta al campo que él domina;
así, tanto san Juan Pablo II como Benedicto XVI han confiado en su erudición
para ilustrar en sendos congresos los tenebrosos orígenes del espacio y del
tiempo. Sin embargo, él nunca ha aceptado dichas invitaciones como una manera
de debatir acerca del particular, sino como un modo de burlarse del credo de la
Iglesia (allá por la década de los ochenta, cuando concluyó la intervención en
la que afirmaba que el universo no necesitó de la injerencia divina para
formarse, bromeó diciendo que, si el papa hubiese entendido sus palabras, lo
habría entregado a la Inquisición…).
Hawking defiende sin pudor alguno que el hombre no es más que una mera
casualidad en un inmenso y azaroso vacío, y que, por consiguiente, no debe
buscar sentido alguno a su existencia (aquellos que hayan visto La
teoría del todo recordarán que este título hace referencia a su
obsesivo empeño por hallar la ecuación que demuestre que todas las cosas,
incluido el hombre, provienen de un mismo origen, que es netamente físico).
Esta hipótesis puede resultar atractiva para jóvenes ateos que piensen que la
fe en Dios es un lastre para el desarrollo de la ciencia, como la misma
película apunta; sin embargo, son escasos los que se han parado a pensar en sus
fatales resultados. En relación a esto, el citado pontífice san Juan Pablo II
asevera lo siguiente: “El ateísmo teórico y práctico que serpea ampliamente; la
aceptación de una moral evolucionista desvinculada totalmente de los principios
sólidos y universales de la ley moral natural y revelada, pero vinculada a las
costumbres siempre variables de la historia; la insistente exaltación del
hombre como autor autónomo del propio destino, y, en el extremo opuesto, su
deprimente humillación al rango de pasión inútil, de error cósmico, de
peregrino absurdo de la nada en un universo desconocido y engañoso, han hecho
perder a muchos el significado de la vida y han empujado a los más débiles y a
los más sensibles hacia evasiones funestas y trágicas”.
Como un profeta de su propia desdicha, el erudito Hawking se ha visto
envuelto en las aciagas palabras del papa, pues, en su ansia por demostrar que
la vida carece de sentido y que Dios no es más que una encarnación de las menesterosas
aspiraciones humanas, ha encontrado un sustituto perfecto de la imagen divina
que él tanto denuesta: los extraterrestres. Así que aquí tenemos al pobre
Stephen luchando por hallar una prueba que confirme que no estamos solos en el
universo, porque ello significaría que ese azar que idolatra se habría repetido
en otros puntos del infinito y frío espacio, algo que desbancaría al hombre de
su privilegiado lugar en la creación. Y esos alienígenas, pues, serían una
suerte de seres divinos que albergarían todo el conocimiento que conforma el
cosmos, igual que los que aparecían al final de la recuperable Indiana
Jones y el reino de la calavera de cristal, convirtiéndose, así, en el
Dios del que el astrofísico ni siquiera quiere oír hablar.
Finalmente, todo se reduce a una estrechez de miras de un hombre que,
enfadado con Dios, ha creado una religión adaptada a su manera de entender el
mundo, que tiene como credo un laicismo científico galopante y, como aspiración
última, un contacto definitivo y glorioso con los nuevos dioses que rigen los
destinos de los hombres, aquellos que habitan planeta lejanísimos y que, por
ser más evolucionados que nosotros, tienen mucho que enseñarnos. Es verdad que
esta idea no es nueva, pues el cine ya se hizo eco de ella en Contact,
por ejemplo, película a la que dedicaremos un artículo especial, pero cada vez
me produce más pena que vaya calando tan hondamente en el sentir humano, pues
demuestra a todas luces que la humanidad necesita con urgencia la presencia de
Dios; sin embargo, como no hay día en que no se intente demostrar su
inexistencia, el hombre ha dejado de creer en Él y lo ha relegado a favor de
esos seres mensurables, a los que, no obstante, arrogamos características propias
de deidades benévolas, pues necesitamos que alguien todopoderoso y
misericordioso vele por nosotros y dé sentido a una vida que sin él sería
absurda.
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