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martes, 26 de enero de 2016

Los odiosos ocho

   Decir a estas alturas que Quentin Tarantino es uno de los mejores y más personales cineastas de nuestro tiempo puede resultar una perogrullada, ya que hay pocas personas que afirmen lo contrario. A mi juicio, ello se debe a que no ha perdido su afición por el séptimo arte ni se ha vendido a las viles exigencias de las productoras para las que trabaja; por el contrario, ha sabido mantener sus gustos e intereses por encima de lo que hoy solicita el mercado. Tal vez, y al mismo tiempo, esta sea la razón por la que exista ese reducido grupo de personas que no termina de encontrarle la gracia a este artista que comenzó escribiendo sus guiones sobre el mostrador de un videoclub.

   Efectivamente, los primeros pasos que Quentin Tarantino dio en el mundo del cine los hizo en uno de esos locales ya extintos que tanta popularidad alcanzaron entre los años ochenta y noventa; allí, junto con su amigo y futuro colaborador Roger Avary, pudo cultivar su afición al cine y, como hemos dicho, esbozar el libreto de su primera película, Reservoir Dogs (curiosamente, ya en este largometraje sentó las reconocibles bases de su ulterior filmografía, que se caracterizan, sobre todo, por la disparidad de personajes y por la violencia, tanto física como dialéctica, que ejerce cada uno de ellos a lo largo de la película). A partir del estreno de esta última, y gracias a su éxito, ha desarrollado toda su carrera cinematográfica dentro de los márgenes estipulados por su propia afición y por sus mórbidos intereses artísticos, ya citados.

   Como no podía ser menos, pues, dentro de este marco se circunscribe el film que hoy nos ocupa, un nuevo ejercicio de cinefilia y robusta personalidad que fortalecerá el amor de sus seguidores por él y que incrementará el odio de sus detractores. Los primeros, por tanto, disfrutarán de los ingeniosos diálogos de los protagonistas (esta vez, sin embargo, menos ingeniosos que en otras ocasiones), de las hilarantes situaciones a las que deberán enfrentarse (principalmente, de las interpretadas por el siempre aceptable Samuel L. Jackson), de los litros de sangre que salpican todas las escenas (sobre todo en su tramo final) y de la cantidad de pólvora disparada; los segundos, por el contrario, deplorarán cada uno de estos aspectos, aduciendo que son la prueba fehaciente de su falta de originalidad. Sin embargo, como hemos referido, estos no deben ser entendidos como tal, sino como una morbosa exploración que hace el cineasta de sí mismo y de sus particulares neuras.

   Como genio que es, Tarantino ya ha anunciado que esta será su antepenúltima obra, pues su proyecto cinematográfico abarca solamente la elaboración de diez películas. Ello tal vez se deba a que es consciente de que un número mayor de guiones podría adulterar su inmaculada carrera, por lo que es preferible afincarse en la seguridad que aportan los pocos que ha realizado antes que arriesgarse con el lábil peligro de ampliar sus horizontes. Es posible que, en el futuro, cambie de opinión y quiera seguir regalándonos obras como esta, pero, si no fuese así, siempre nos quedarán estos diez títulos que ya lo consagran como uno de los mejores directores de nuestro tiempo.









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