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lunes, 7 de marzo de 2016

La mosca

   Cuando en el año 1986 el particularísimo cineasta David Cronenberg asumió el reto de llevar de nuevo a la gran pantalla la historia escrita por George Langelaan tres décadas antes, el público en general recibió la noticia con no poca aprensión: por un lado, y en el aspecto positivo, el citado director venía avalado por sus anteriores y exitosas obras Rabia y Scanners, entre otras; pero por el otro lado, y en el plano negativo, se enfrentaba a la primera adaptación cinematográfica que del aludido relato había dirigido el imprescindible Kurt Neumann en 1958. Esta última había impactado tanto a la crítica de la época y a los espectadores del momento, que muy pronto se convirtió en un rotundo clásico de la ciencia-ficción y del género del horror, por lo que la idea de aproximarse si quiera a ella espantaba a muchos. Sin embargo, la fuerte personalidad que aquel imprimió a su remake logró que el nuevo film no solo se equiparase a su antecesor, sino que también lo superara en algunos momentos y que lo elevase al ansiado estatus de las películas de culto.



   En efecto, tanto en el relato literario como en ambas versiones cinematográficas, contemplamos la historia de un científico que mezcla accidentalmente sus genes con los de una mosca, cuando esta se introduce con él en una cápsula experimental destinada a la teletransportación de materia. Sin embargo, mientras que el texto y el primer film se centraban en las nefastas consecuencias psicológicas de este incidente (tanto los del citado científico como los que él mismo suscitaba entre los miembros de su familia), la adaptación de Cronenberg profundizaba en la progresiva (y muchas veces, repulsiva) metamorfosis del protagonista. Por supuesto, esto último responde a la excéntrica concepción del cuerpo humano que el director ha manifestado en muchas de sus películas; es decir, una mera materia de carácter pasible tendente al placer (Crash y eXistenZ), pero abocada de manera irremediable al sufrimiento, la enfermedad, la corrupción y, finalmente, la muerte (este mismo título, Cromosoma 3 o M. Butterfly). No en vano, con motivo del estreno de La mosca, su autor aseguró que esta era realmente una alegoría acerca de las enfermedades venéreas, como el sida, que son una triste consecuencia del placer extremo que puede ser alcanzado por el hombre (sic).

   Por consiguiente, podemos afirmar que la verdadera protagonista de este largometraje es la enfermedad, entendida como el triste punto y final a una vida volcada en la búsqueda insaciable del mero placer y de la propia perfección (por este motivo vemos que el protagonista del film, Jeff Goldblum, que está obsesionado con el experimento que lo guiará a la fama, pasa de ser un hombre vigoroso a ser una luctuosa y desagradable parodia de sí mismo); es por ello que la película misma describe con cierta pesadumbre y compasión el desagradable cambio sufrido por el científico, que observa cómo su cuerpo se corrompe progresivamente sin que exista ninguna posibilidad de salvación. Lógicamente, este oneroso abatimiento conduce de manera irremisible al citado científico a desear su propia muerte, ya que solo en ella encuentra el ansiado descanso de una amarga existencia que ha perdido todo su sentido; pero como él no puede procurársela, recurre a su compasiva novia (Genna Davis), que, aun mostrándose reticente en un primer momento, termina por acceder.



   Sin lugar a dudas, el argumento del film es de una vigencia absoluta, ya que presenta con mucho acierto los dos grandes problemas que acucian a la sociedad de nuestro tiempo: por un lado, la enfermedad, que pone de manifiesto la debilidad del hombre; por otro lado, la muerte, que revela el fin al que está abocado el ser humano de manera irremediable. Evidentemente, y como ya hemos expuesto arriba, tal vez no sea esta la interpretación querida por su autor, que encara ambos factores con espanto, sino la que se puede extraer desde un punto de vista cristiano, que es la que ofrecemos aquí.

   No podemos discutir que el hombre tiende de manera natural a su propia comodidad, ya que está en su esencia el huir del dolor y del sufrimiento; sin embargo, y con ello, tampoco es discutible que el hombre es la única criatura capaz de asumir y soportar un mal advenido, como puede ser la enfermedad o la muerte. No obstante, la sociedad de nuestro tiempo, acostumbrada a la molicie de ese bienestar presuntamente conquistado, ha renunciado a esa capacidad exclusiva de ella, apartando de sí todo aquello que le recuerde su propia debilidad; por esta razón, observa con horror cualquier signo que evoque si quiera su sola presencia (el mayor ejemplo de ello lo vemos en la primacía que se da hoy a la juventud como fuente de vigor, en detrimento de la ancianidad como hontanar de sabiduría), algo que, además, empapa la vida privada del individuo, que renuncia a enfrentarse a esa fragilidad cuando necesariamente se le impone (en realidad, este temor es el que subyace tras el crimen del aborto, que muchas veces es disfrazado con la máscara de la piedad, sobre todo cuando el embrión no cubre las expectativas de excelencia que exigen nuestros tiempos, y tras la eutanasia, que, oculta bajo el mismo antifaz compasivo, revela un atroz pánico al dolor).



   Indudablemente, esta concepción de la vida puede conducir al hombre a su propio suicido, ya que carece de sentido prolongar una existencia marcada por la amargura. Sin embargo, el cristiano ve en ella la puerta abierta a la siguiente, por lo que asume el dolor como parte del acceso a una existencia eterna donde este ya no tendrá cabida; el sufrimiento y la muerte, pues, son solo un instante en relación con la vida sin fin que aguarda tras ellos. Esto no significa que debamos permanecer impasibles ante el padecimiento de un agónico o de cualquier enfermo, ya que, por el contrario, la compasión se manifiesta en paliar ese daño que todos sufriremos algún día; significa que debemos ayudar a sobrellevar la enfermedad y otorgar una verdadera muerte digna (en este último caso, lejos de ser una expresión válida para la eutanasia, es sinónimo de acompañar al moribundo con el amor y la compañía que merecen todas las personas).

   Podemos decir, pues, que Cronenberg nos ha regalado una obra maestra de la ciencia-ficción contemporánea, pero que falla a la hora de plantearnos su tétrica visión de la realidad, pues revela un pavor desmedido hacia el padecimiento y la muerte. A diferencia de lo que él postula, el cuerpo humano no es solo carne llamada al placer y condenada a la extinción, sino que forma parte integrante del ser humano, que ha sido convocado a la gloria y a la eternidad. Precisamente la Cuaresma, que es el tiempo litúrgico en el que estamos inmersos, nos ayuda a recordar esta verdad y nos anima a poner los ojos en el cielo, que es nuestro auténtico destino; el ayuno, la oración y la limosna, como hemos venido señalando en este mismo blog (aquí, aquí y aquí), nos colocan, respectivamente, delante de nuestra debilidad, de nuestra indigencia de Dios y del auxilio que necesitamos del resto de  nuestros hermanos, los hombres. Avanzando, pues, por esta senda, nunca temeremos la enfermedad y la muerte, sino que, por el contrario, las recibiremos cuando lleguen con el sosiego que otorga la visión del final del camino.


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