Páginas

miércoles, 14 de septiembre de 2016

La redención de Mel Gibson

   La historia de Mel Gibson da para escribir un libro, o bien, y haciendo honor a su profesión, para filmar una película, pues ha pasado de ser un sinónimo de éxito en la taquilla a ser su evidente antónimo. En efecto, habiendo liderado los escalafones cinematográficos durante décadas, el actor es hoy despreciado por su vida privada, por lo que aún no ha sido capaz de volver a ostentar ese renombre que ganó meritoriamente a lo largo de su carrera profesional. Sin embargo, en la actualidad, ha demostrado su profundo arrepentimiento por la conducta que lo ha empujado a esta suerte de ostracismo público y, además, ha manifestado un humilde propósito de la enmienda, que puede servir de ejemplo a muchas personas que padecen sus mismas dificultades. Por este motivo, el presente post está dedicado a él, un hombre que lucha por rehacerse y por recuperar el estatus que ha perdido.



   Que nuestro amigo Mel nació entre los fotogramas con un pan debajo del brazo, nadie lo pone en duda, pues, ya desde su primera película como actor, la imperecedera Mad Max. Salvajes de autopista (George Miller, 1979), cautivó al público de todo el mundo y se erigió, con apenas veintitrés años, en una nueva estrella del firmamento cinematográfico. Por supuesto, este éxito no pasó desapercibido en la industria del celuloide de su país de adopción, Australia, que aprovechó su apostura interpretativa, con un marcado cariz de rebeldía, no solo para prolongar la saga iniciada con aquella (lo vimos en la buenísima Mad Max 2. El guerrero de la carretera y en la menos buena Mad Max. Más allá de la cúpula del trueno), sino también para otorgarle papeles de notable peso dramático, como la conmovedora Gallipoli (Peter Weir, 1981) y la emotiva El año que vivimos peligrosamente (Peter Weir, 1982). Su espaldarazo definitivo, empero, le llegó algunos años más tarde, cuando, después de haber hecho algunas incursiones en el cine norteamericano mediante Mrs. Soffel, una historia real (Gillian Armstrong, 1984) y Cuando el río crece (Mark Rydell, 1984), fue convocado por este para encarnar, en el film Arma letal (Richard Donner, 1987), al sargento Martin Riggs, personaje que lo catapultó de inmediato al plantel de tipos duros que protagonizaban las cintas de acción del momento (por cierto, muy bien homenajeados por Sylvester Stallone en su trilogía de Los mercenarios). 

   Tal vez por ello, todos los aficionados quedaran sorprendidos cuando, al revelar su legítimo interés por la dirección, eligió un largometraje que se situaba en las antípodas del estereotipo que él mismo había forjado en torno a su propia persona: El hombre sin rostro (Mel Gibson, 1993), una historia que versaba acerca de la relación entre un niño poco querido y su tutor, que hacía las veces de padre. Por suerte, su experimento resultó de lo más satisfactorio, pues, no obstante la usual premisa en la que se fundamentaba la película, supo decorarla con una sensibilidad y con un arte narrativo que hicieron de ella el gran título que hoy aplaudimos. Pero su consagración como director tuvo lugar dos años después, cuando regaló al espectador su indiscutible obra maestra Braveheart (Mel Gibson, 1995), que fue galardonada por la Academia, no en vano, con cinco premios Óscar, entre los que se incluían la mejor cinta y el mejor autor, reconocimientos casi inéditos en los anales de dicho palmarés (recordemos que estamos hablando de su segunda película como responsable de la misma; el gran Clint Eastwood, por ejemplo, que también había pasado de interpretar a dirigir sus propios filmes, tuvo que esperar a su decimaquinta obra, Sin perdón, para recibir el primero).


  

   Por aquel entonces, el bueno de Mel, en pleno auge artístico, ya había protagonizado algunos altercados como consecuencia de su arraigado problema con el alcohol, al que, según su propia confesión, se había aficionado durante la adolescencia; asimismo, había motivado un discreto alboroto entre los medios de comunicación debido a unas desafortunadas palabras contrarias a los homosexuales, de las que, además, nunca se ha retractado (en este último caso, debemos subrayar el moderado alcance que tuvieron, a la sazón, dichas intervenciones, pues internet no gozaba del peso que tiene hoy, ni el lobby gay disponía de la fuerza que ejerce en la actualidad, por lo que no hubo el eco que posteriormente se les atribuyó: aquí). Sin embargo, y tal vez a causa de la elevada categoría que ostentaba en el estrellato hollywoodense, ambas polémicas le fueron disculpadas con rapidez, por lo que se vieron desleídas muy pronto entre las noticias de la prensa rosa, contingencia que logró salvaguardar su reputación durante un tiempo.

   Pero esta cobertura mediática no evitó que el cineasta tomara conciencia de su pobre situación, por lo que, auspiciado por su esposa, Robyn Moore, acudió a un centro de autoayuda, en el que, según parece, encontró momentáneamente el auxilio que necesitaba para resolver sus problemas. Años más tarde, sin embargo, reveló que, durante el tratamiento, había valorado la posibilidad del suicido, pero que su antiguo cristianismo, que él mismo había postergado en favor de su próspera vida de aplausos, lo había disuadido de tal empeño. Este reencuentro con la fe perdida lo conmovió tanto, que decidió divulgársela al mundo mediante su tercera película como director: la soberbia La pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004).


  

   Una vez más, el éxito no tardó en llamar a su puerta, porque, pese a las aceradas diatribas a las que se vio sojuzgado el film, este supuso un rotundo taquillazo en las salas de cine de todo el planeta y hoy es considerada la mejor película de la historia dentro de su género. No es de extrañar, por tanto, que, poco tiempo después, se embarcase de nuevo en un desconcertante proyecto que lo volvería a alejar de los convencionalismos dictados por el cine norteamericano: Apocalypto (Mel Gibson, 2006). En esta cinta, rodada en un idioma desconocido para la práctica totalidad de los espectadores, como ya hiciera con La pasión de Cristo, grabada en latín y en arameo, incide en su visión cristiana del mundo, contraponiendo, metafóricamente, los valores actuales con los tradicionales (ese amor a la familia que exhibe el protagonista) y refrendándola con la esperanzadora llegada de aquellos que, en América, la confirmarían.  

   Pero, del mismo modo que la fortuna se había fijado en Gibson para concederle su particular cornucopia, dejó de hacerlo en julio de 2006, cuando, tal vez desbordado por la creciente popularidad, retomó el triste hábito de la bebida, que, por desgracia, lo arrastró de nuevo a cometer sus acostumbradas imprudencias. En esta ocasión, sin embargo, no le fueron condonadas. A pesar de las duras penas que le fueron impuestas (multa de varios miles de dólares, tres años de libertad condicional, reuniones de autoayuda y asistencia obligatoria a un programa de recuperación de criminales), posiblemente fuera el divorcio de su cónyuge la que más lo afligió, ya que, en el instante de su arresto, vaticinó que eso es lo que ocurriría (aquí).




   No obstante las duras consecuencias a las que el actor se vio abocado, reconoció que su tropiezo le había servido para percatarse del derrotero que estaba tomando su existencia, apartada de la fe cristiana de la que, desde aquel reencuentro citado arriba, no ha vuelto a abjurar (aquí). Tal vez por esto, recibió numerosos elogios por parte de los mismos jueces que lo habían condenado (aquí) y aseguró que nunca más volvería a tomar una gota de alcohol, pues este lo había alejado de su amada familia, a la que él siempre había estimado como el principal fundamento de su vida. En el cine, hemos contemplado esta decisión, pues, resuelto a cumplir su empeño, se ha distanciado notablemente de las pantallas y solo ha aparecido en unos pocos filmes, entre los que caben destacar El castor (Jodie Foster, 2011) y Vacaciones en el infierno (Adrian Grunberg, 2012).

   Esta semana, sin embargo, ha regresado discretamente a nuestras salas cinematográficas con un título que, al mismo tiempo, puede ser visto por el espectador como si de su propio testamento se tratase: Blood Father (Jean-François Richet, 2016). En él, en efecto, podemos ver a un envejecido Mel Gibson que, tras haber sufrido un largo proceso de rehabilitación del alcohol y de las drogas, tiene la oportunidad de recuperar a su hija, perdida a consecuencia de sus excesos; por supuesto, él no dejará pasar esta ocasión y, por ello, se enfrentará a todos los problemas que surjan entre ellos y que procuren impedir esa unión definitiva por la que él suspira. Como decimos, tal vez esa sea la actitud de la que el mismo cineasta haya hecho gala durante su ausencia pública, impulsada, seguramente, por esa fe que también le sirve de sustento en el film.

   A finales de este mismo año, por último, regresará por la puerta grande a nuestras pantallas, ya que estrenará entre nosotros Hacksaw Ridge (Mel Gibson, 2016), película que versará sobre el primer objetor de conciencia que, durante la Segunda Guerra Mundial, fue condecorado con la medalla de honor del Congreso; además, ha anunciado la secuela necesaria de La pasión de Cristo (aquí), que tratará, como no podía ser de otra manera, la resurrección del Señor, que, tal vez, sea afrontada como una analogía de su propia recuperación. Ojalá estos filmes sean rodados con la maestría que Gibson ha demostrado a lo largo de su carrera, lo reconcilien con el mundo del espectáculo y, a modo de premio, recaben todo el éxito que merece el arduo esfuerzo que ha desempeñado con el fin de arreglar su vida.






         

No hay comentarios:

Publicar un comentario