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lunes, 4 de diciembre de 2017

Jim y Andy

   Admito que siempre he sentido cierto interés por la indigencia moral que parece habitar en Hollywood. Quiero aclarar que, aunque ahora hayan salido a la luz los escándalos sexuales del productor Harvey Weinstein (aquí), no es esta la falta de ética que acapara mi atención, pues, por desgracia, ha sido común desde los años de Fatty Arbuckle (1887-1933) y Douglas Fairbanks (1883-1939), que repartían los papeles de sus películas en las orgías que organizaban en sus respectivos hogares... hasta que en una de ellas apareció el cadáver de la aspirante a actriz Virginia Rappe (1891-1921). La indigencia moral a la que me refiero es aquella que parece arraigar en el alma de muchos actores, que, pese a ser grandes estrellas y a ganar muchísimo dinero, son incapaces de desuncirse de la soledad que los acecha y, por ende, de la tristeza que los embarga; es esa indigencia moral que hace efectivo en ellos el célebre dicho pronunciado por todos nosotros alguna vez: el dinero no compra la felicidad.

   En este sentido, el caso más paradigmático, tal vez por su cercanía en el tiempo, sea la muerte del actor Robin Williams. En efecto, mientras que los cinéfilos más jóvenes veían en él al eterno y feliz compañero de juegos que nos presentaron Hook (El capitán Garfio) (Steven Spielberg, 1991) o Jumanji (Joe Johnston, 1995), el célebre intérprete guardaba en su interior un oscuro pasado marcado por las drogas, el alcohol y la depresión (aquí); así, el que fuera protagonista absoluto de Jack (Francis Ford Coppola, 1996) y de Patch Adams (Tom Shadyac, 1998), el mismo que nos cautivó a todos mediante su melancólica sonrisa (¿una epifanía del sentimiento que lo estaba destruyendo por dentro?), acabó con su vida como solo alguien verdaderamente desesperado es capaz de hacer: el ahorcamiento. De esta manera, y pesar de la fortuna que le habían reportado sus películas, esta no fue suficiente para otorgarle la felicidad que él mismo había transmitido al espectador mediante su cine.

   Al respecto, nuestros días nos están presentando un caso escalofriante que tiene como protagonista al actor Jim Carrey. Ciertamente, quien protagonizara hace varios años la inolvidable comedia La máscara (Chuck Russell, 1994) es hoy acusado del asesinato de su novia por parte de la familia de esta última; aunque, por supuesto, el intérprete ha negado dicha participación, una reciente misiva de aquella, que lo acusa de haberla introducido en el fatídico mundo de la droga, lo deja en muy mal lugar y revela esa indigencia ética a la que estamos aludiendo desde el comienzo de este artículo (aquí). De esta manera, quien fuese la estrella mejor pagada del Hollywood de los noventa gracias a sus tres títulos más conocidos, Ace Ventura, un detective diferente (Tom Shadyac, 1994), la citada La máscara y Dos tontos muy tontos (Peter y Bobby Farrelly, 1994), es hoy alguien acechado por la pena, la soledad y la desesperación; así, y por este motivo, aunque ya no se prodigue en nuestras pantallas, ha querido legarnos un documental en el que abre su alma al espectador, haciendo efectivo una vez más el dicho que antes hemos mencionado: el dinero no compra la felicidad. Este documental se titula Jim y Andy (Chris Smith, 2017).




   Evidentemente, el Jim al que alude el título es Jim Carrey; pero ¿quién es el Andy que comparte cartel con este último? Se trata de Andy Kaufman, un comediante norteamericano que pululó por la televisión de su país durante los años setenta y ochenta (debo decir que él prefería ser conocido como "actor de variedades"). El éxito de sus actuaciones estribaba en la sorpresa, puesto que nunca otorgó al público lo que este esperaba de él, sino constantes salidas de tono que lo dejaban siempre boquiabierto (son célebres su lectura íntegra de El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, y el caos televisivo que organizó en el show Fridays, donde se negó a interpretar en directo el papel que le había sido asignado). Su popularidad fue tan grande que pudimos ver en el cine un biopic dedicado a él: Man on the Moon (Milos Forman, 1999); de hecho, este documental es una especie de making of de dicha película, aunque, como ya he apuntado, la situación actual de Jim Carrey es tan dramática que su director prefiere ahondar en ella antes que mostrar los entresijos del rodaje de aquella.

   En cuanto a su luctuoso estado moral, el otrora intérprete de Batman Forever (Joel Schumacher, 1995) ofrece dos ideas que hablan por sí solas: en primer lugar, afirma que decidió ser comediante para encontrar en las risas del público el cariño que no había encontrado en su padre, un hombre muy gracioso con los demás, pero no con su familia; en segundo lugar, que ha sido absorbido tanto por su vis cómica, que ahora desea desaparecer, puesto que ya solo vive para hacer reír a otros, mientras que él es incapaz de poner en orden su propia existencia (esta última idea se asemeja de manera inquietante a los motivos expuestos arriba respecto de Robin Williams). De esta manera, el documental Jim y Andy desvela la soledad de un hombre que ha sido acechado por la tristeza desde niño, y que, cuando por fin creía que se había desprendido de ella gracias al éxito recabado en el mundo entero, se percató de que esta no había hecho más que aumentar. Evidentemente, no se interna en el difícil caso del presunto asesinato de su novia (ni en el de la desorbitada indemnización que la familia de esta le exige), pero deja entrever que este ha sido el detonante de su actual depresión, puesto que le ha demostrado que no gozaba del cariño de todo el mundo, como él pensaba; por ello, hace nuevamente efectivo el célebre dicho: el dinero no compra la felicidad.

   Debo reconocer que el visionado de esta película me ha conmovido sobremanera, puesto que evidencia explícitamente la realidad de la famosa cita; más aún, lo hace de modo patético (stricto sensu), ya que alterna imágenes del Jim Carrey exultante con los primeros planos de su rostro, ajado por la pesadumbre. De esta forma, mientras la veía, solo era capaz de pensar en la fragilidad humana, que es idéntica en todos los hombres, aunque el estatus social o económico separe a unos de otros; así, por ejemplo, la persona que necesita del amor de un padre no lo halla nunca, pese a que concite el aplauso de todos sus amigos. En este sentido, mi sacerdocio me ha demostrado que la vida feliz, en efecto, no se conquista mediante el poder o el pecunio, aunque suene a idea manida, sino a través del orden y el sosiego, y que estos solo se alcanzan cuando uno confía en Dios y en su divina providencia. Es probable que en Hollywood hayan olvidado esta máxima, la cual, no por ser consabida, carece de verdad; por esta razón, no me extraña que proliferen los escándalos sexuales de Harvey Weinstein, o los excesos y las depresiones de Robin Williams y de Jim Carrey. Y es que tal vez alguien debería recordarles a todos ellos aquella frase que posiblemente pronunciasen en algún momento de sus vidas: el dinero no compra la felicidad.




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