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lunes, 26 de febrero de 2018

Gunpowder

   Si recordáis, la semana pasada recomendábamos aquí una serie de ciencia ficción muy interesante que todavía podemos ver en la famosa cadena de televisión en streaming Netflix: Altered Carbon (Laeta Kalogridis, 2018). En el artículo en cuestión, indicábamos que, más allá de ser un relato fantástico sobre un futuro posible, la serie presentaba unas preocupaciones humanas que denotaban la búsqueda de Dios por parte del hombre actual, como son la inmortalidad, el alma, la justicia divina y etcétera (aquí). Por este motivo, y dado el carácter pseudorreligioso de la obra, me gustaría traer hoy a colación otra serie (esta, de marcado tinte religioso), que puede ser vista en HBO, la cadena en streaming rival de aquella: Gunpowder (J. Blakeson, 2017). En efecto, se trata de una mini-serie de tan solo tres episodios (de una hora de duración cada uno, aproximadamente) que relata la persecución religiosa padecida por los católicos en la Inglaterra del siglo XVII, así como una de sus más célebres consecuencias: la Conspiración de la Pólvora (gunpowder = "pólvora"), orquestada por Robert Catesby y Guy Fawkes. Por desgracia, la serie ha pasado desapercibida, pero creo que debe ser recuperada por el público seriéfilo en general y por el católico en particular.   




   Es posible que algunos lectores, bien sean seriéfilos o cinéfilos, bien sean católicos, desconozcan los tres nombres citados en el párrafo anterior: Conspiración de la Pólvora, Robert Catesby y Guy Fawkes; sin embargo, este último se ha abierto un hueco en la cultura popular reciente, puesto que alguna vez nos hemos topado con su cara, aunque no lo hayamos reconocido en el momento, ya que se trata del hombre que inspira la máscara del famoso grupo de internautas y hackers de alto nivel Anonymous, la misma que aparece en un film de sorprendente impacto popular: V de Vendetta (James McTeigue, 2006). Sabiendo esto, sobre todo si los lectores citados han visto el largometraje, ya nos pueden sonar los otros nombres, puesto que su historia es resumida en esta última película: Catesby fue el ideólogo de la citada Conspiración de la Pólvora contra el rey Jacobo I de Inglaterra, mientras que el atentado fue frustrado cuando Fawkes lo estaba ejecutando en los sótanos del Parlamento inglés (desde entonces, se celebra en Inglaterra la Noche de Guy Fawkes cada 5 de noviembre, que es algo así como nuestras hogueras de San Juan, aunque con un marcado sesgo anticatólico).

   Pero, como decíamos arriba, aunque la serie pretenda relatar estos hechos históricos, recoge el necesario ambiente de persecución religiosa que vivieron los católicos de entonces, en un intento de justificar (o al menos, de explicar) la reacción de los citados Catesby y Fawkes; de este modo, se nos detalla la manera en que los católicos debían celebrar misa a escondidas, el modo en que debían disfrazar u ocultar a los sacerdotes que los atendían, o las torturas que padecían por parte del Gobierno inglés con el propósito de lograr su apostasía. Como hoy los efectos y el maquillaje han alcanzado tanto verismo, la serie no escatima en demostrarnos hasta qué punto fueron crueles estas últimas, puesto que vemos desmembramientos de ancianos, sajaduras mortales y hasta sangrientas decapitaciones que muy poco tienen que envidiar a las vistas en Braveheart (Mel Gibson, 1995), que es la madre cinematográfica de todas estas truculencias. En este sentido, cabe destacar el primer episodio de la serie, que es una obra maestra de la televisión contemporánea, ya que se trata de una hora de intensa dirección en la que vemos cómo una misa es celebrada con inimaginable devoción en el salón de una casa particular (recordemos que la familia está siendo espiada por agentes del Gobierno inglés, pero, aun así, dedican ese tiempo al Señor); cómo la familia que acoge dicha celebración debe esconder al sacerdote cuando los soldados llegan a la casa, y cómo, finalmente, estos últimos atormentan a los miembros de dicha familia, con el fin de lograr que renuncien a su fe (las exhortaciones con las que estos se animan al martirio, así como sus diferentes testimonios ante el verdugo, son dignos de los primeros mártires de Roma y un auténtico revulsivo para el espectador católico).

   Debo decir que me sorprende muchísimo que esta serie se haya llegado a emitir, puesto que entre sus productoras se encuentra la cadena inglesa BBC. Curiosamente, esta siempre se ha posicionado al lado del anglicanismo (por tanto, del anticatolicismo) más rancio, y siempre ha defendido tanto la escisión de Enrique VIII respecto de la Iglesia de Roma como las persecuciones llevadas a cabo por los sucesores de este, como la de su hija Isabel I, la peor y más sangrienta que se ha vivido en las islas británicas (por si desconocéis el dato, ella se jactaba de que en Londres se podía caminar incluso de noche, puesto que las hogueras en las que ardían los católicos iluminaban las calles); por este motivo, que patrocine una obra en la que se explique y justifique la acción de los católicos (¡incluso son tratados como héroes!) es cuanto menos extraño: ¿se trata de una reconciliación con la Iglesia, ahora que el anglicanismo está de capa caída y que se están dando multitud de conversiones al catolicismo?, ¿o bien consiste en una muestra más del revisionismo histórico que se está llevando a cabo en algunos países occidentales... menos en España? Lo ignoro, aunque me agrada profundamente que haya promovido esta gran serie (ello no quita que caiga un par de veces en esa leyenda negra que ella misma ha inculcado a los ingleses a lo largo de los años, puesto que vemos hogueras de herejes en El Escorial -!- y una traición subrepticia de los españoles a los católicos de Inglaterra -!!-).


      

   Como decía al comenzar este artículo, creo que se trata de una serie que debe ser recuperada por el público cinéfilo en general, así como por el católico en particular: los primeros, porque verán en ella una serie histórica bien narrada y presentada, con el grado de violencia y verosimilitud que requiere una obra de estas características (nada que ver con la prescindible y horrorosa Britannia, ni con la tendenciosa Rebellion, que narra los entresijos del Alzamiento de Pascua irlandés... ¡pero presentándolo como una revuelta feminista contemporánea!); los segundos, porque se acercarán a una época de la historia que ha caído en el olvido y que nos ha dado, sin embargo, grandes testigos de la fe, como santo Tomás Moro (¿a qué esperáis para ver o para volver a ver Un hombre para la eternidad?), san Juan Fisher y María Estuardo (esta, protagonista de un impagable film homónimo dirigido por John Ford en 1936).

   Por último, y si es verdad que se trata del fruto de un revisionismo histórico por parte de la BBC, me encantaría ver que aquí en España gozáramos también de uno, puesto que la sangre de multitud de mártires ha regado nuestro suelo, pero su gesta ha caído vilmente en el olvido (de manera vergonzosa, apuntaría yo). Ciertamente, la irregular Encontrarás dragones (Rolan Joffé, 2011) impulsó la realización de varias obras de esta temática, aunque con capital privado, como Un Dios prohibido (Pablo Moreno, 2013) y Bajo un manto de estrellas (Óscar Parra de Carrizosa, 2013), pero es algo que parece haber pasado de moda y que se suma a ese ocultamiento de la verdad (salvo honrosas excepciones, como la reciente Poveda). Es una pena, porque, como se suele decir, la historia olvidad tiende a repetirse, y hoy hacen falta muchos testigos católicos como aquellos que poblaron la Inglaterra del siglo XVII y la España de principios del XX.



domingo, 18 de febrero de 2018

Altered Carbon

   Esta semana, quisiera hablaros de la última producción de Netflix: Altered Carbon (Laeta Kalogridis, 2018). Como probablemente ya sepáis, se trata de una serie futurista, que nos presenta un mañana en el que la humanidad ha alcanzado la suficiente tecnología para ofrecer la inmortalidad. En efecto, gracias a una pila colocada en la cerviz del usuario, que almacena sus datos idiosincráticos, este puede cambiar de cuerpo siempre que lo desee (o que su economía se lo permita); de este modo, por ejemplo, cuando su funda (que es el nombre, casi peyorativo, que recibe el cuerpo) envejezca, puede optar por colocar su pila idiosincrática en otra, aunque pertenezca a una raza o a un sexo diferentes de los suyos. Sin embargo, lejos de presentar este avance tecnológico como un logro, la serie lo propone como una condena, porque consigue envilecer a los humanos, extrayendo de ellos todo lo malo que albergan. Esta es una idea interesante y que comparto al cien por cien, por lo que os recomiendo que le echéis un vistazo, ya que no quedaréis defraudados.

   Pero la serie tiene también una vertiente que nos puede pasar desapercibida y que, sin embargo, es tan interesante como la que acabamos de describir. En efecto, si os dais cuenta, establece una dicotomía explícita entre el alma y el cuerpo, mucho mayor incluso que la que la gente le suele atribuir (erróneamente) a la doctrina de la Iglesia. Ciertamente, mientras que esta última establece que a cada cuerpo le corresponde un alma, y viceversa (aunque la explicación sea algo más compleja, sabréis entender la brevedad), la serie postula que son dos naturalezas completamente independientes, de manera que, como hemos señalado, el alma puede ser transferida sin problemas a otro cuerpo, aunque este no sea el mismo con el que la persona nació. Evidentemente, detrás de esta tesis se encuentra la transmigración de las almas y la reencarnación, así como el deseo de inmortalidad, que continúa acuciando al ser humano, pese a que este se niegue a admitirlo, porque lo considera parte de la religión. Y es que es justamente aquí donde yo quiero centrar este artículo.




   Nos encontramos hoy en medio de una sociedad que ha abrazado la fe en la ciencia como un nuevo dogma; así, por ejemplo, vemos que mucha gente piensa que Dios no existe, porque esta no lo puede demostrar con datos objetivos. Sin embargo, y paradójicamente, esta confianza en el progreso ha conseguido que dicha gente se vuelva más religiosa, aunque de una manera supersticiosa y, por tanto, errónea; de este modo, vemos que van cogiendo auge expresiones como "si los astros se alinean", "si el universo así lo quiere" o "es cosa del karma", que son, en el fondo, una perversión de nuestro castizo y más real "si Dios quiere" o de la confianza cristiana en la Providencia. Lo que esto nos indica es que el hombre, pese a que haya rechazado a Dios, o lo haya sustituido por una ciencia pretendidamente todopoderosa (el "orgullo cronológico", en palabras de C.S. Lewis, puesto que pensamos que nuestra época supera las demás), está necesitado sin duda de una explicación sobrenatural de su propia existencia: así, cuando alude al karma como fuerza etérea que premia a los buenos y castiga a los malos, está evidenciando en verdad la necesidad de creer en un ser superior a él que haga justicia en un mundo que carece de ella (como rechaza el cristianismo por complejo, acoge esa idea hinduista, que le parece más cool, aunque ni siquiera sepa qué significa exactamente); o bien, cuando hace referencia a las fuerzas invisibles del universo (que deben de ser algo así como la que vemos en La guerra de las galaxias), revela la necesidad de pensar que un ente providencial está cuidando de sus pasos en la tierra. Pero esto adquiere su paroxismo en el deseo de la inmortalidad.

   En efecto, resulta que el hombre, pese a que haya rechazado la idea de un paraíso de ultratumba, sigue albergando dentro de sí el deseo de perpetuarse eternamente. Por supuesto, como dice que no cree en el alma, inventa cosas como la criogenia, a la que cree capaz de preservar el cuerpo de todo tipo de corrupción, con el fin de despertarse cuando lo desee y, de este modo, reanudar su vida en el futuro (¿estará Walt Disney esperando realmente el momento de ser descongelado?); o bien, adopta ideas extrañas de culturas ajenas, como la reencarnación, propia del citado hinduismo, que es otra forma de perpetuarse, aunque aquí en la tierra y no en el cielo (¿os habéis fijado en que los reencarnados occidentales siempre han sido grandes personalidades en el pasado, que nunca han sido perros callejeros, gatos famélicos, ni protozoos solitarios? Y es que el hinduismo propone que uno puede reencarnarse en cualquiera de estas cosas, ya que depende del grado de moralidad que hayas ostentado en la vida anterior... Pero eso no le gusta a la mentalidad de Occidente, que prefiere haber sido tabernero en un prostíbulo antes que alcornoque en el campo o que alacrán en el desierto). En este sentido, la serie propone un nuevo argumento a la inmortalidad, aunque barnizado esta vez por esa capa de dogmática fe en la ciencia que hoy nos rodea: la pila idiosincrática, que, como hemos dicho, es capaz de recopilar la personalidad del individuo y, por tanto, de ser usada en un cuerpo diferente (esta idea ya fue utilizada en Chappie, una producción cinematográfica en la que las personalidades de cada uno eran transferidas a robots evolucionados).


   

   Pero reconozco que esto me sorprende muchísimo, puesto que contradice la nueva religión científica a la que estamos aludiendo: a ver, si el hombre solamente es cuerpo, como afirma uno de sus dogmas (¿copiado, por otro lado, de la Biblia: "Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás"?), y que, cuando este muere, se convierte exclusivamente en pasto de los gusanos (o en partículas carbonizadas que pululan por el aire que respiramos, que eso de la incineración está muy de moda actualmente), ¿cómo es posible que hoy se otorgue credibilidad a una sustancia espiritual (la personalidad) que trasciende la materia? Si solo somos materia, es imposible que exista ese sustrato espiritual, puesto que estaríamos hablando de un salto cualitativo u ontológico que aberra por definición los mandamientos de la ciencia contemporánea. Otro ejemplo puede ser encontrado en el día a día, principalmente en lo que a las relaciones amorosas se refiere: en ellas, hay personas que se enamoran indistintamente de hombres y mujeres, porque afirman que les gusta la persona, no el físico (la "funda", ¿recordáis?), por lo que vuelven a establecer una dicotomía entre alma y cuerpo mayor que la que dicen que promueve la Iglesia (por supuesto, muchas de estas personas dirán que no existe el alma, aunque en la práctica, como vemos, hagan justamente lo contrario). Particularmente, yo solo soy capaz de explicar estas contradicciones mediante la evidencia: aunque el ser humano de hoy niegue en su mayoría la existencia del alma y, por ende, la de Dios, sus anhelos, su voluntad, su entendimiento, sus más profundos sentimientos, sus recuerdos y etcétera, le demuestran que no es únicamente un trozo de carne, sino que esta está unida a una sustancia espiritual, que lo enraíza a Dios (el problema es que, como no quiere verlo, encuentra constantemente estos sustitutos de los que aquí nos hemos hecho eco, pero que no terminan de satisfacerlo, porque son ídolos falsos).  

   Como decía arriba, otra cosa que me ha gustado de la serie es su negativa visión de la inmortalidad como elemento exclusivamente terrenal. Es decir, como el hombre puede perpetuarse hasta el infinito en sucesivos y distintos cuerpos (siempre que su economía se lo permita), no tiene miedo de un juicio divino que valore sus actos; de este modo, termina cayendo en las más abyectas perversiones de toda índole, demostrando una vez más que el hombre no es ese ser bueno por naturaleza que decían los ilustrados, sino el ser malo que requiere de la redención y del ejemplo del Hijo de Dios (además, el alma humana sigue envileciéndose, a pesar de que cambie de cuerpo, porque acumula sus actos pasados). En este sentido, los más cinéfilos recordarán el impagable plano final de El retrato de Dorian Gray (Albert Lewin, 1945), una imagen del cuadro del título (rodada a color, mientras que el resto del film era en blanco y negro) donde podíamos ver la perversión anímica de su protagonista; y los más lectores, la inmortal obra de Tolkien, donde afirma que los elfos sienten envidia de los hombres, puesto que han sido bendecidos con el don de la muerte (sic).


 

   Como resumen, me gustaría indicar que se trata de una excelente serie de televisión, que, no obstante, y de manera misteriosa, ha recibido malas críticas por parte de los especialistas. Desconozco el motivo de esto último, puesto que también deja en muy buen lugar el manido género de la ciencia ficción, mezclado tantas veces con la fantasía, que se ha pervertido irremediablemente para los que nos consideramos admiradores suyos (¡vuelve de entre los muertos, Philip K. Dick!). Es posible que los más puristas crean que se trata de una copia de la magistral Blade Runner (Ridley Scott, 1982), por su estética ciberpunk, pero yo creo que es más bien un sentido homenaje a este film y que, por supuesto, habría superado con creces como secuela televisiva a la plúmbea y pretenciosa Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017). Tal vez los espectadores deseaban mayor espectacularidad que la que ofrecen sus episodios, porque estos se centran más en relatar la investigación que lleva a cabo su protagonista (otro homenaje más a la mítica peli de Scott) que en los efectos especiales que hoy proliferan en nuestras pantallas.

   En cuanto a todo lo que hemos tratado, tampoco sé si su creador (o el autor de la novela en que se basa) comparte con rotundidad todo lo que aquí he expuesto; sin embargo, estoy convencido de que aprobaría la mayor parte, puesto que no deja de proyectar en el futuro algo que estamos viviendo en el presente (otro elemento significativo: la religión en la serie es ocultada y hasta vilipendiada, mientras que acoge sus dogmas como cánones morales de la sociedad laica en la que se ha convertido el mundo, ¿os suena?). Echadle un vistazo, porque no creo que os defraude: os mostrará un porvenir desalentador, en el que el ser humano quiera vivir eternamente, porque no cree que haya un Dios que lo acoja, aunque en el fondo esté deseando que exista; un porvenir que, sin embargo, está hoy más presente que nunca.




lunes, 12 de febrero de 2018

15:17. Tren a París

   Si viviéramos en un país decente, Ignacio Echeverría ya tendría una película como esta. Esa es la mejor (y más triste) conclusión que extraigo después del ver el último trabajo del gran Clint Eastwood. Ciertamente, la película está sufriendo diatribas de todo tipo, incluso hay quien la tilda de ser la peor de toda la filmografía de su director; sin embargo, ello responde a la conclusión que ya he expuesto: si viviéramos en un país decente, Ignacio Echeverría ya tendría una película como esta. Porque, si viviéramos en un país decente, sabríamos reconocer el homenaje que hay detrás de cada fotograma de este film, del orgullo que siente su autor por los protagonistas del mismo y del ejemplar mensaje de esperanza que nos transmite con él; pero, como no vivimos en un país decente, ni Ignacio Echeverría tiene una película como esta, ni la mayor parte del público ha sabido detectar la grandeza que ostenta sin rubor este largometraje.




   A estas alturas, todo el mundo sabe que 15:17. Tren a París (Clint Eastwood, 2018) narra la hazaña de tres norteamericanos que, en agosto de 2015, consiguieron frustrar un atentado terrorista a bordo del tren que los llevaba a la capital francesa. Pero, como esta gesta solamente ocupa un tercio del metraje total, el film también se centra en la amistad que une a estos héroes, mostrándonoslos así desde que se conocen en el colegio hasta que se reúnen en Europa, donde tiene lugar su proeza. De esta manera, y gracias a ello, conocemos tanto los intereses de cada uno como, sobre todo, sus más profundas motivaciones; en este sentido, vemos cómo uno de los protagonistas, Spencer Stone (interpretado por él mismo), reza continuamente la famosa oración de san Francisco de Asís: "Señor, haz de mí un instrumento de tu paz". Una de las particularidades de la película es, de hecho, que está protagonizada por los mismos jóvenes que frustraron el atentado, una decisión del mismo Eastwood que logra reforzar la idea que nos quiere transmitir: la heroicidad anónima.

   En efecto, a nadie se le oculta que, desde que rodara su magistral Gran Torino (Clint Eastwood, 2008), Clint Eastwood ha sentido la necesidad de utilizar el cine como un medio para ofrecerle al espectador un retrato de las vidas ejemplares de algunos personajes ilustres: con Invictus (id., 2009), la de Nelson Mandela (que la vida de este sea ejemplar o no, es discutible, pero es indudable que Eastwood la considera así); con J. Edgar (id., 2011), la de Edgar Hoover, que afrontó la modernización del FBI, la institución americana por excelencia. Pero tampoco es un secreto que, en sus últimas cintas, ha preferido relatar las hazañas de personas que, aun siendo desconocidas, son tan dignas de admiración como aquellos: en El francotirador (id., 2014), la del soldado Chris Kyle, que defendió a su país lejos de las fronteras del mismo; en Sully (id., 2016), la del piloto comercial Chesley Sullenberger, que arriesgó su vida para salvar la de sus pasajeros. Y es que esta capacidad humana de vencer el egoísmo personal (el "sálvese quien pueda") en aras de un bien mayor (la vida del prójimo) ha cautivado al autor de Sin perdón (id.,  1992), que, en 15:17. Tren a París, da un paso más.




   Ciertamente, si en las citadas películas, El francotirador y Sully, Eastwood nos relataba la heroicidad de sus protagonistas, aquí nos desgrana qué lleva a estos tres norteamericanos a ser los héroes del tren de París. Con este propósito, pues, se remonta a su niñez, en la que podemos comprobar la importancia que tuvo para ellos tanto la amistad como el amor familiar, la educación religiosa como la fe cristiana, y el amor a su país como el respeto a sus defensores (a la sazón, las Fuerzas Armadas), pues todos estos factores les enseñaron que no existe un mayor gesto de amor a los demás que la entrega de la propia vida (una idea que, por otro lado, el mismo director ya había expuesto en la citada Gran Torino). De esta manera, y para Eastwood (también para el que esto suscribe), un héroe no nace de la nada, sino que se ha ido forjando a lo largo de su existencia, puesto que, si una persona no ha sido capaz de amar desde niño, de ser generoso o de respetar al prójimo, ¿cómo va a entregar su vida por este último cuando le sea requerido? Más bien al contrario, y como decíamos arriba, hará suya la expresión "sálvese quien pueda" y pondrá pies en polvorosa. Por tanto, la tan criticada idea del director de mostrarnos la infancia de estos héroes resulta más que necesaria, puesto que así comprendemos mejor esos quince minutos finales, que jamás habrían tenido lugar si no hubieran sido héroes desde niños (al hilo de esto, es un acierto que la cinta esté interpretada por los personajes reales, ya que otorga plenitud a la idea del héroe anónimo, que no tiene la cara de Tom Hanks ni la de Bradley Cooper, sino la de uno que se cruza por la calle con cualquiera de nosotros).

   Por desgracia, y como anunciábamos al principio de este texto, dicho concepto, que forma parte inherente del ADN norteamericano, es deplorado por la España (y por la Europa) de nuestro tiempo, que ya no es generosa, amorosa ni alegre, y que, por tanto, abomina de la idea del héroe (podemos intuir una crítica a esta actitud en el metraje de la cinta, cuando un guía turístico alemán acusa a los americanos de ponerse más medallas de las que les corresponden). En efecto, y como si de un cumplimiento profético se tratase, todas las críticas negativas que la película está cosechando van en el sentido de considerarla "muy facha", "extremadamente religiosa", "tradicional" o "militarista", que son, precisamente, los factores que potencian esa generosidad en el ser humano: el patriotismo (el amor a mi país y a la gente que lo conforma), la religión (¿hace falta recordar que Cristo entregó su vida por nosotros y que nos dijo que nosotros hiciéramos lo mismo?), la familia (donde aprendo a respetar a mis mayores, a querer a mis iguales, a perdonar, a compartir y etcétera) y el Ejército (donde hago patente ese amor y esa entrega por mi país y por la gente que lo conforma). Sin duda, esto responde a la actitud egoísta que hemos acogido como valor primordial y en la que ya no tiene cabida el otro como un bien en sí mismo, sino como un medio para mi propio disfrute o satisfacción (este egoísmo está presente incluso bajo la capa de romanticismo con la que hoy barnizamos el amor: "me siento bien contigo", en vez de "qué bueno es que tú existas"). 

   Por eso, si viviéramos en un país decente, tanto el espectador como los críticos especializados habrían reconocido que la película habla sobre el amor al prójimo, que está presente en el gesto heroico de los tres protagonistas de la cinta; habrían comprendido que ellos mismo están llamados a entregar su vida cotidianamente por los suyos, y que eso, de paso, se aprende desde niño (nadie criticó en este sentido Boyhood, que relata detalladamente la infancia de sus protagonistas... ¡sin que pase nada y tienda a nada!), y habrían visto a la postre que se trata de una rúbrica perfecta de la filmografía de Eastwood, cuyas últimas películas pretenden darnos a conocer la figura del héroe. Por eso decíamos arriba que, si viviéramos en un país decente, nos indignaríamos ante la posibilidad desperdiciada de ver un largometraje sobre la gesta de Ignacio Echeverría, que cumple con esos requisitos que el autor de 15:17. Tren a París (y el sentido común) propone: una persona que entrega generosamente su vida por los demás. Pero, como no vivimos en un país decente, sino en uno que ha abrazado el egoísmo como norma de vida, nunca veremos un film que detalle su proeza.






lunes, 5 de febrero de 2018

The Disaster Artist

   Vaya por delante que este post no es una crítica al uso de la gran película de James Franco que aún podemos ver en nuestras pantallas de cine; sin embargo, su título y su temática me dan pie a lanzar una diatriba contra los desastrosos artistas que pululan por el Hollywood actual (desconozco si en inglés se entiende el carácter despectivo que se le pretende otorgar aquí en español), pues, aunque sean buenos intérpretes, merecen todo mi desprecio, ya que han relegado su oficio actoral en favor de un discurso político oportunista: por esta razón, para mí son unos artistas desastrosos. En efecto, el próximo 4 de marzo se supone que se entregarán los premios de la Academia a las mejores películas del año, pero en realidad se condecorará a las que mejor hayan asumido el discurso de moda, que a la sazón es el feminismo. Sin duda, no se trata de una práctica nueva, pues ya el año pasado se pretendió agradar a la comunidad negra de América (o afroamericana, o de color, o como se tenga que decir, para que aquí nadie se ofenda) mediante el galardón a Moonlight (Barry Jenkins, 2016), que no solo era inferior a La La Land (Damien Chazelle, 2016), su competidora, sino que no interesó a nadie (pero que había que premiar, porque trataba la historia de un negro de infancia difícil, que había flirteado con las drogas y que encima era homosexual: ¿alguien da más?).

   Este año, como decimos, les toca el turno a las mujeres de la industria, que, según ellas, han sido siempre ninguneadas por la misma (y lo dicen mujeres como Meryl Streep u Oprah Winfrey, que están en la cúspide del estrellato): de este modo, tendremos que ver cómo se disputan el premio a la mejor cinta del año largometrajes como Los archivos del Pentágono (Steven Spielberg, 2017), que procura demostrar el peso que tuvo una fémina (casualmente, interpretada por la Streep) para desarrollar la libertad de prensa en Estados Unidos; Tres anuncios en las afueras (Martin McDonagh, 2017), que narra la lucha de una madre por hallar justicia en el caso de violación y asesinato de su hija, y Lady Bird (Greta Gerwig, 2017), que no sé muy bien de qué va, pero que está dirigida por una mujer. Así, y aunque no dude de la calidad artística de estas películas, me pregunto si habrían sido nominadas a dicho premio si no hubieran aprovechado el discurso imperante (respecto de la cinta de Spielberg, hablo aquí; en cuanto a Tres anuncios en las afueras, que me encantó, no me parece digna de codearse con aquella, técnicamente superior y muy del gusto de Hollywood, y sobre Lady Bird, aún no me he forjado una opinión, pero su estilo indie la hace más propia de Sundance que de Hollywood).

   Como esta es, por tanto, una práctica habitual en el Hollywood de hoy, el cinéfilo podría estar más que acostumbrado a ella; sin embargo, y como la Academia debe reinventarse una y otra vez para estar siempre en el candelero, este año ha sabido rizar el rizo de lo esperpéntico, o, en una expresión más anglosajona, ha sabido dar otra vuelta de tuerca, por lo que nos ha cogido a todos desprevenidos. Ciertamente, no es que solo haya decidido beneficiar a los cineastas que mejor se acomoden al discurso político de moda, sino que también ha resuelto castigar a quien no lo haga, o al que simplemente sea sospechoso de no hacerlo; en este caso, la cabeza de turco ha sido James Franco, quien, a pesar de habernos regalado una de las mejores obras del año, la citada The Disaster Artist (id., 2017), no ha contado con el reconocimiento de la meca del cine, más allá de una simple mención a su guion adaptado (en su lugar, han puesto películas como Déjame salir y La forma del agua, que cualquier otro año habrían pasado del Festival de Cine de San Sebastián a las estanterías de un videoclub). Pero veamos a continuación el porqué.




   En efecto, la noticia saltaba a la palestra poco después de la última edición de los Globos de Oro, esa oda al postureo feminista que nos tuvimos que tragar todos los que solo queríamos ver una entrega de premios cinematográficos (aquí): resulta que, mientras el citado James Franco recogía su galardón al mejor actor de comedia por su película, tres actrices ponían el grito en el cielo (o en Twitter, que para el caso es lo mismo), porque decían que habían sido acosadas sexualmente por el cineasta (aquí). Es evidente que, ante un (oportuno) escándalo de esta índole, la Academia no podía responder de otra manera que retirándole la consabida nominación a los Óscar (aquí); así, y aunque el trío de mujeres se arrepentía poco después de su denuncia por falta de pruebas, y pese a que varios cineastas salieron en defensa del actor (aquí), la decisión estaba tomada y Franco no podría optar al reconocimiento otorgado por la estatuilla dorada. De este modo, y como decíamos arriba, el otrora protagonista de El origen del planeta de los simios (Rupert Wyatt, 2011) no solo no va a tener la oportunidad de ver premiada su cinta sobre el rodaje de la delirante The Room (Tommy Wiseau, 2003), sino que  incluso ha sido sancionado por su (supuestamente) deplorable conducta contra las mujeres (veremos si además esto repercute en el futuro de su carrera). En definitiva, Hollywood parece haberse convertido en una suerte de Ministerio de la Moralidad, que tiene como fin premiar o castigar a los cineastas que, según el caso, se acomoden o no a sus cánones éticos (no estamos hablando de una función educativa, que es lícita en cualquier arte, sino directamente de una labor coercitiva, que es una atribución del Estado).

   Indudablemente, esto nos puede recordar la famosa caza de brujas desatada en Hollywood allá por los años cincuenta, y que hoy, sin embargo, es denostada por muchos. En efecto, en época del senador McCarthy, se desarrolló una persecución sistemática contra todo aquel que, debido a su afinidad política, pudiera poner en riesgo a la sociedad estadounidense; a la sazón, el Comité de Actividades Antinorteamericanas fijó su mirada en la meca del cine, puesto que la farándula de todos los países siempre ha virado más hacia la izquierda que hacia la derecha, algo que este no podía permitir en su misión de conservar la integridad del pueblo americano, que entonces andaba a la gresca con la Unión Soviética. Para lograr este objetivo, ideó un plan que nunca ha dejado de tener eficacia, pese a su probada antigüedad: recompensar con el éxito (crematístico, social o artístico) a todo aquel que delatase a sus compañeros de profesión. Gracias a estas promesas, muchos cineastas se subieron al carro de la denuncia, incluyendo el más famoso de todos ellos: Elia Kazan, autor, entre otras, de Un tranvía llamado Deseo (id., 1951), ¡Viva Zapata! (id., 1952) y Al este del Edén (id., 1955), que reveló el nombre de los cineastas hollywoodenses afiliados al Partido Comunista (a este respecto, pues, los historiadores del séptimo arte afirman que su decisión proyectó su carrera, pero, a mi juicio, esta ya era lo suficientemente buena como para tener que traicionar a sus compañeros; de hecho, él siempre dijo que lo hizo por el bien de América, puesto que provenía de un país, el Imperio otomano, donde no existía la libertad que allí había encontrado, una confesión que quedó patente en su inmortal obra América, América). Sea como fuere, muy pocos le perdonaron a Kazan su traición, por lo que, cuando llegó el momento de homenajearlo en la ceremonia de los Óscar de 1999, hubo actores que ni le aplaudieron en señal de protesta (aquí).




   Hoy, la caza de brujas en Hollywood no está dirigida por el Estado americano, con el fin de localizar y de castigar a los comunistas, sino que está siendo perpetrada por Hollywood mismo, con el propósito de premiar a quienes sean adeptos a su régimen, y de penar en consecuencia a quienes no lo sean. Como el régimen que ahora impera es el del feminismo más rancio, clasista y peligroso, esta es la norma que todos deben acatar para continuar formando parte de la industria cinematográfica; es decir, que se ha convertido en aquel Estado opresor del que abominó y que coartó su libertad de opinión. Sin embargo, y a diferencia de lo aconteció en los años cincuenta, ahora todo el mundo aplaude esta maligna conversión, porque quizás estén más aterrorizados que entonces y necesiten, pues, sobrevivir a la quema inquisitorial que se está llevando a cabo (recordemos que McCarthy exigía denuncias fundadas, mientras que ahora puede ser delatado cualquier hombre por cualquier mujer anónima y por cualquier excusa... ¡aunque solo sea el haberla mirado!). Además, esta hipócrita moral solo dicta los dogmas que le interesa al Hollywood moderno, ya que, mientras que supuestamente lucha por el bien de la mujer, que es lo que está de moda (una pugna que está siendo promovida por mujeres millonarias que han reconocido sus cesiones sexuales para obtener papeles en determinados filmes), perdona a pedófilos como Roman Polanski (La semilla del diablo) y hace oídos sordos a las declaraciones de Elijah Wood (el entrañable Frodo de El señor de los anillos), que desveló toda una trama de pederastia en el seno de la meca del cine (aquí). Incluso podríamos decir que, en este sentido, el susodicho y arrogante Ministerio de la Moral hollywoodense se ríe de las víctimas infantiles, puesto que ha tenido a bien nominar a mejor cinta del año la película Llámame por tu nombre (Luca Guadagnino, 2017), un título que ensalza el amor homosexual entre un adulto y un menor, pese al descontrol psicológico que ello supone para cualquier niño (aquí).

   Es posible que, cuando comencé el presente texto diciendo que The Disaster Artist era la mejor película del año, exagerase un poco, puesto que, ciertamente, las hay mejores (pese a su oportunismo, por ejemplo, me parece de mejor factura el film de Steven Spielberg); pero, sin duda, se trata del mejor exponente de la situación que estamos viviendo en la actualidad, en la que una industria cinematográfica ha impuesto un credo que todos debemos asumir sin rechistar. En efecto, nos encontramos en una nueva y más peligrosa caza de brujas, en la que cualquier ciudadano del mundo debe participar para sentirse recompensado por este Estado tiránico (solo hay que ver la mala copia de gala feminista que nos ha ofrecido la irrisoria ceremonia de los Goya de este año); en una nueva Inquisición política, que imita el supuesto modelo de la Iglesia medieval para señalar, torturar y matar a los que disientan (he escrito "supuesto modelo", porque la Inquisición nunca actuó así, pese a que Hollywood diga que sí). En este terrible estado de las cosas, James Franco ha recibido su castigo ejemplar, para que nadie abra la boca si no quiere padecer sus mismas consecuencias; pero yo me pregunto: si algún día cambian los dogmas hollywoodenses actuales, ¿cambiarán con ellos todos los que hoy los aplauden? Estoy convencido que sí.