Antes de empezar, quiero decir que escribo este artículo desde el más profundo de los desconocimientos, aunque, a la vez, desde la más sincera de las inquietudes. Lo especifico, porque muchas veces los textos nos llevan a formarnos una imagen distorsionada del autor que los publica. Y es que leemos por encima algunos renglones, no entramos a valorar lo que se nos propone… y enseguida tildamos al conjunto de aquello que nos gusta o nos disgusta (casi siempre, en base a nuestra ideología política o a nuestra concepción religiosa). Dicho lo cual, comenzamos.
Hace un par de semanas, tuve la oportunidad de ver La esclava libre, una película que Raoul Walsh dirigió en 1957. Según parece, esta cinta nació con el claro propósito de desbancar a Lo que el viento se llevó, que, pese a haber sido estrenada veinte años antes, continuaba estando en lo más alto de ranking cinematográfico. Para ello, propone un argumento similar, una ambientación muy parecida y hasta unos personajes prácticamente calcados (tanto es así que incluso Clark Gable parece repetir el papel de Rhett Butler). Sin embargo, no es exactamente igual, sino que a todo ello le da una vuelta de tuerca.
El motivo es que, desde el principio, la cinta pretende ser una clara apología del modus vivendi de los Estados Confederados del Sur y, por tanto, un acerbo discurso contra el de los Unionistas del Norte. De este modo, sin ocultar en ningún momento sus intenciones, presenta a un ejército norteño compuesto por soldados maleducados, libidinosos y desharrapados –salvo algunas excepciones–, mientras que ofrece una imagen totalmente opuesta de las tropas sudistas –sin ninguna excepción–. Es más, presenta una visión muy amable de la sociedad sureña, al mismo tiempo que deja entrever que la del Norte era por completo despreciable.
Esto alcanza su culmen a la hora de describir cómo vivían los negros a un lado y otro de la frontera, que es, como se suele decir, el quid de la cuestión secesionista. De esta manera, y conforme a la película, los del Sur (tradicionalmente, los más explotados y, por ende, los más necesitados de liberación) viven como familiares de sus amos, no como esclavos; los del Norte, en cambio, todo lo contrario. Incluso, en el colmo de la sorpresa, el negro protagonista, un estupendo Sidney Poitier, que vive en el Sur, odia a su señor…, ¡porque este lo trata como un hijo, no como lo que es en realidad: un esclavo!
Esto me llevó a recordar una conversación que mantuve hace mucho tiempo con un amigo. Según este, todo lo que nos habían contado acerca de la Guerra de Secesión era un bulo, puesto que los negros del Sur no vivían tan mal como se nos había hecho creer. Y lo razonaba de la siguiente manera: los negros sureños tenían estatus de criados –no de esclavos–, mientras que en los norteños era al revés. El problema es que el Norte quería imponerle al Sur su visión de la sociedad, por lo que divulgó entre los suyos que en los Estados Confederados se atropellaban los derechos de las personas, y mediante células infiltradas, se les hizo pensar a los negros que incluso dejarían de ser criados (esto se ve muy bien en el transcurso de la cinta).
Por lo tanto, y siempre según mi amigo, fue más una guerra de religión que un enfrentamiento social o político. Y es que en el Sur pervivía una visión católica de la sociedad, heredada de los franceses y los españoles, pero en el Norte había arraigado con fuerza la protestante, más propia de los ingleses y holandeses. Y así, mientras que esta última era completamente individualista e industrial, aquella era hogareña y rural, por lo que no contribuiría a la evolución de los futuros Estados Unidos conforme al criterio capitalista de los norteños. Pero como este ideario seguía necesitando de mano de obra esclava, se les hizo creer a los negros del Sur que serían libres, para que se unieran a la nueva sociedad norteña y se convirtieran así en siervos “voluntarios”. Y para rubricar esta idea, me espetó la siguiente frase: «Lincoln escribía sobre la libertad de los esclavos, mientras desde su ventana veía a los suyos recoger el algodón de sus plantaciones» (sic). No sé si esto es estrictamente cierto, pero como mi amigo es historiador y publicó sus tesis conforme a estas pautas, tomo en consideración sus palabras.
Sea como fuere, lo cierto es que hemos asumido como auténtica una concepción de la historia: la de los vencedores. De este modo, es muy difícil ver hoy películas que, como La esclava libre, se atrevan a refutar esta idea. Supongo, pues, que en América ocurrirá los mismo que en España, donde, al haber asumido que los republicanos eran los buenos y los nacionales los malos (antes era al revés), es imposible hallar una cinta que exponga lo contrario (antes también era al revés). Por esta razón, es bueno acercarse a títulos como este, ya que nos ofrecen discursos muy alejados de los que tenemos que repetir por boca de ganso.
Por este motivo, antes de comenzar el texto, he querido especificar que hablo desde la más estricta de las ignorancias. Y es que desconozco absolutamente todo lo que tenga que ver con la Guerra de Secesión Americana (más allá de lo que todos sabemos… o de lo que creíamos saber hasta ahora). No estoy a favor de los confederados ni en contra de los unionistas, ni al revés, pues todo me coge tan lejos que mi opinión no repercute para nada en el devenir histórico actual. Si es verdad todo lo que os he expuesto, puede que sienta más afinidad por los Estados del Sur que por los del Norte (¿recordáis lo que os decía en el párrafo introductorio?), pero siempre me quedará la duda de cuál tuvo razón en ese conflicto. Mientras tanto, podremos seguir indagando en el asunto gracias a películas como esta.
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