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viernes, 19 de febrero de 2021

Los diez mandamientos (1923)

   Cuando hablamos de Los diez mandamientos, todos recordamos la excelente versión de 1956, con unos estupendos Charlton Heston y Yul Brynner en los respectivos papeles de Moisés y Ramsés. Sin embargo, durante la etapa silente del cine, se popularizó otra versión, mucho más rudimentaria, pero quizás más espiritual que esta, pues intentaba equiparar la vida del cristiano a la travesía de Israel por el desierto. Como ya hemos empezado la Cuaresma, en la que también se conmemora este hecho, no hay mejor momento que este para recuperarla de nuestras videotecas.

 


 

   Nos encontramos a principios de los años 20. A la sazón, está triunfando en las salas el director Cecil B. DeMille, pues sus comedias y sus películas históricas cautivan a todo el mundo y dejan sustanciosas ganancias en la taquilla. Es por ello que el cineasta, sintiéndose en deuda con sus admiradores, decide convocar un certamen, para que sean ellos los que decidan la temática de su siguiente largometraje. Con este propósito, pues, pide que le sean remitidos a su despacho posibles argumentos, de manera que él los pueda valorar y resolver cuál puede ser adaptado a la gran pantalla.

   Según parece, el concurso fue todo un éxito, pues su oficina se llenó de inmediato de miles de ideas, que pugnaban por ser su próximo proyecto. Sin embargo, solo una llamó su atención, una frase en la que se podía leer: «No desafíes a los diez mandamientos, porque si lo haces, ellos acabarán contigo». Rápidamente, el director rememoró su infancia, durante la cual había tenido mucha importancia la religión, ya que sus padres habían sido unos miembros muy destacados de la Iglesia episcopal. Acordándose de ellos, pues, decidió que haría una versión del libro del Éxodo.

   No obstante, cuando le planteó este propósito a su productora habitual, Paramount Pictures, esta lo desaprobó. El motivo era que el presupuesto con el que DeMille pretendía contar superaba cualquier expectativa. Por suerte, un directivo de la major le propuso realizar un drama costumbrista, en el que se analizase la actualidad del decálogo, algo que él vio con buenos ojos, y aceptó. Pero como seguía empeñado en ambientar su film en el Antiguo Egipto, llegó a un acuerdo con la empresa: realizaría el prólogo de la cinta según su propio criterio y luego rodaría el grueso de la misma conforme le había pedido el estudio. Este continuaba creyendo que se trataba de un gasto excesivo, pero finalmente cedió y dio luz verde a la grabación.

 


 

   La película, pues, cuenta con dos partes muy bien diferenciadas: por un lado, el citado prólogo, en el que se narra la esclavitud egipcia del pueblo judío y su posterior huida a la Tierra Prometida; por el otro, el drama costumbrista, que presenta el enfrentamiento de dos hermanos antagónicos, pues uno es temeroso de Dios y otro no. De entrambas, la parte que más gustó al público fue la primera, puesto que DeMille se había preocupado de que fuera ciertamente espectacular. Y es que había decidido rodarla en el desierto de Guadalupe, California, con unos decorados construidos a escala real[1]; había contratado a una cantidad ingente de figurantes para las escenas multitudinarias, y hubo contado con unos efectos especiales sorprendentes para la época (y que se pueden constatar sobre todo en la escena del paso por el mar Rojo[2]).

   Para más inri, el director quiso innovar a la hora de la proyección del film. Por este motivo, pidió que en las salas se usasen filtros de colores cálidos, con el objeto de hacer más creíbles las imágenes de la pantalla; exigió que estas se sincronizasen con unos sonidos que él mismo había grabado (y entre los que se podían distinguir los latigazos, los lamentos de los judíos flagelados y los sonidos de los carruajes), y hasta pidió aumentar la temperatura de los locales, para simular el calor del sol egipcio. No es extraño, pues, que su visionado se convirtiese en toda una experiencia para los espectadores, que acudían a verla una y otra vez.

 


 

   La segunda mitad de la película, sin embargo, cambiaba radicalmente de registro, pues dejaba a un lado la espectacularidad citada y se embarcaba en un drama familiar. En él, vemos a dos hermanos que, pese a haber recibido la misma educación religiosa por parte de su madre, llevan unas vidas completamente antagónicas. Y así, como ya hemos dicho arriba, mientras que uno se muestra temeroso de Dios y cumple los mandamientos, el otro se niega a hacerlo; es más, desafía la autoridad del decálogo y se compromete a infringir todos y cada uno de sus preceptos. Y en el colmo de la tragedia, aparece una mujer, de la que ambos se enamoran y que logra poner en duda las respectivas decisiones que han tomado.

   Por supuesto, de las dos partes del filme, triunfó la primera, pues el público había visto en ella una experiencia inédita hasta el momento en la gran pantalla; de hecho, se cuenta que la gente abandonaba en masa la sala cuando concluía y comenzaba el consabido drama familiar. Ello conllevó que este último fuera menospreciado durante un tiempo, aunque de manera equivocada, pues, como hemos indicado, encierra una dimensión espiritual francamente destacable. Y es que, a pesar de lo que pudiera parecer, la cinta no presenta un discurso maniqueo sobre la observancia de los mandamientos –si los cumples, te irá bien; si no los cumples, te irá mal–, sino que profundiza en la realidad con la que se topa cualquier creyente: al justo, muchas veces le va mal, mientras que al injusto le va bien.

   Así pues, la travesía de Israel por el desierto aparece aquí como una falsilla de la del “hermano bueno”, cuya vida es asediada por las penas, las decepciones y la incertidumbre; que en no pocas ocasiones constata cómo al “hermano malo” le va mejor que a él, pese a que no crea en Dios y ponga toda su esperanza en este mundo. Ya la Biblia misma se hace eco de este hecho en sus páginas: «Por poco doy un mal paso, casi resbalaron mis pisadas: porque envidiaba a los perversos, viendo prosperar a los malvados. Para ellos no hay sinsabores, están sanos y orondos; no pasan las fatigas humanas, ni sufren como los demás […]. Y dije: ¿para qué he limpiado yo mi corazón y he lavado en la inocencia mis manos?» (Salmo 73, 2-5. 13). Y aunque la misma Biblia procura resolverlo (cfr. Col 3, 23-25), su existencia no deja de ser una dura travesía por el desierto hasta llegar a la Tierra Prometida, es decir, al cielo.

 


 

   Por suerte, esta segunda mitad del largometraje ha ido ganando puntos con el paso del tiempo, y hoy está muy valorada por cinéfilos en general y por amantes del cine religioso en particular. De hecho, el propio director de la cinta se vio conmovido por ella y quiso profundizar en esta vertiente cristiana, por lo que años después realizaría una extraordinaria película sobre Jesús: El rey de reyes, que serviría de inspiración a muchísimos títulos de esta índole (incluyendo, por supuesto, la célebre Rey de reyes, de Nicholas Ray); es más, se convertiría en un habitual del péplum, género cuya invención se le atribuye, pues rodaría también El signo de la cruz, Sansón y Dalila y otra vez Los diez mandamientos, con la que finalizaría su carrera.

   De este modo, y aunque siempre recordaremos esta última versión, con unos flamantes Charlton Heston y Yul Brynner, lo cierto es que, antes de ella, existió otra, mucho más modesta, pero que tuvo más importancia. Tal vez, si no hubiera sido por ella, hoy no habría existido el subgénero bíblico, que tantas delectaciones nos ha traído. Y eso lo prueba el hecho de que, después de su estreno, se puso de moda la adaptación de las Sagradas Escrituras, aunque siempre bajo el formato que Los diez mandamientos había patentado: su actualidad en el tiempo moderno. Por eso, como ahora no hay nada más moderno que el tiempo cuaresmal, este es un buen momento para verla y recordar que nuestra vida es solo un desierto, que hemos de atravesar hasta llegar a nuestro destino, el cielo.

 


 

  

 



[1] Hoy, dicho desierto es considerado zona arqueológica nacional, puesto que los decorados permanecieron allí después del rodaje y la arena de las dunas se encargó de cubrirlos.

[2] Tanto es así que el público creyó que, en efecto, los extras habían muerto ahogados durante el rodaje, un rumor que tuvo que frenar el mismísimo DeMille.

 

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