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jueves, 17 de diciembre de 2015

Eduardo Manostijeras (25º aniversario)

   La semana pasada se cumplieron veinticinco años del estreno de la primera gran película de Tim Burton: Eduardo Manostijeras. Anteriormente, por supuesto, ya nos había deleitado con algunas obras de su particular filmografía, como sus cortometrajes Vincent y Frankenweenie, y sus largometrajes La gran aventura de Pee-Wee, Bitelchús y Batman (esta última, comentada brevemente en este mismo blog). Sin embargo, y a pesar de la buena manufactura de todas ellas, ninguna supo desvelar de manera tan evidente el convulso mundo interior que yacía en la hondura de este cineasta, por lo que se convirtió de inmediato en su pieza más personal.

   En honor a la verdad, es imprescindible decir que, ya en las tres películas citadas arriba, podíamos encontrar pinceladas de la turbulenta personalidad de este autor, explotadas hasta la saciedad (¡y nunca mejor dicho!) en sus incursiones posteriores: la extravagancia del mencionado Pee-Wee Herman, la no menos excentricidad de la Winona Ryder de su segunda obra (una chica cuyo estilo tal vez haya sembrado la semilla de los nuevos góticos) y la soledad culpable del millonario Bruce Wayne de su aproximación a las andanzas del hombre-murciélago. No obstante, y como si de una tétrica crisálida se tratase, estas sencillas características, propias de un autor bisoño con ínfulas de grandilocuencia, encerraban, realmente, una personalísima idiosincrasia cargada de sensibilidad y cinefilia, que eclosionó, ya madura y bien formada, en este patético e imaginativo drama, que tiene más de autobiografía que de ficción cinematográfica.

 

   Según pude leer hace algunos años en un opúsculo dedicado a él, Tim Burton vivió su terrible infancia rodeado por la más absoluta y traumática soledad, ya que sus padres, tal vez motivados por un buen propósito, le impidieron tener contacto con el mundo exterior, y, por ende, relacionarse con otros niños de su edad, pues pensaban que ambos factores influirían erróneamente sobre su formación (el paroxismo de este mórbido interés llegó cuando al pobre muchacho... ¡le tapiaron las ventanas de su dormitorio!). Esto propició que el futuro cineasta se encerrase de manera progresiva e inexorable en sus propias fantasías, que él mismo construyó mediante truculentas imágenes de monstruos y fantasmas, en las que, paradójicamente, encontraba el cariño que aquellos, en verdad, le negaban.
 
   Por supuesto, otros de los refugios del desdichado niño fue el cine, donde aprendió a narrar historias y a ampliar sus horizontes imaginativos, aunque estos, verdaderamente, continuaban circunscribiéndose al ámbito del horror y del humor negro (según él mismo ha confesado alguna vez, simuló su propio asesinato solo para reírse de la reacción de sus padres). De este modo, se empapó de las producciones de la Hammer y de todas las cintas realizadas y protagonizadas, respectivamente, por los míticos Roger Corman y Vincent Price, algo que le animó a escribir sus primeros libretos y a dirigir sus primeras grabaciones. Como podemos intuir, todas estos acercamientos se caracterizaban por sus rocambolescos y lúgubres argumentos, y por sus macabros diseños de producción, que, aun siendo infantiles, se han convertido hoy en la seña de identidad de su obra adulta. 
 
   Todo esto, pues, llevó a los vecinos del pequeño Tim a definir a este como un "inadaptado social", y a prohibir que sus hijos tuviesen relación con él, factor que contribuyó de manera ineluctable a su aislamiento, y, por consiguiente, a su onerosa soledad, que, empero, y como ya hemos visto, él supo rellenar con su propia imaginación. Así pues, no es difícil entrever, en el solitario Eduardo que da título al film, un reflejo muy vivo de la personalidad del cineasta, marcada fuertemente por su infancia y por el manifiesto rechazo de su círculo vecinal (tal vez, y como un profético émulo de su alter ego de ficción, él también observase, desde su tapiado y negro castillo, el trajín de la colorida urbanización que se extendía más allá de su cerrada ventana; tal vez, también soñase en ocasiones con el mar que columbraba en días claro y con la posibilidad de ser uno igual que los demás).

 
 
   Como el joven Burton, Eduardo Manostijeras, encerrado en su propio mundo, no tiene más remedio que desarrollar su potencial imaginativo, dotando de belleza lo que es simple tosquedad y marginación; así, del descuidado seto, él es capaz de extraer, por ejemplo, una portentosa escultura, como aquel fue capaz de elaborar todo un imaginario interior arraigado en su falta de cariño. Por supuesto, y como hemos dicho, esta metáfora no es patrimonio exclusivo de esta película, pues podemos entender que el Bruce Wayne de Batman, aprisionado en su inhóspita mansión, aprovecha su carencia para dar pulcritud a su desaseada ciudad, o que el Edward Bloom de su posterior Big Fish rellena su vacío con la fantasía que transmite a su hijo.
 
   Sin embargo, y a pesar del buen provecho que parece haberle sacado a su soledad, Eduardo, como Tim, añora el contacto humano y la presencia de un padre que lo guíe por los senderos de su propia vida, como, por otro lado, también parece extrañarlo el Willy Wonka de Charlie y la fábrica de chocolate. Por este motivo, no duda en aceptar la invitación de Peg Boggs, que le ofrece sumarse a ese mundo nuevo que él observa desde su apartada ventana, y formar parte de su entorno familiar, algo de lo que él nunca ha disfrutado. Desgraciadamente, y a pesar de la alegría con que asume esta generosa oferta, sus largos años de arrinconada soledad le impiden desenvolverse con acierto en el novedoso ambiente, por lo que este, en consecuencia, se le torna hostil (además, y como desilusionada alegoría de la sociedad que, posiblemente, se encontrase el joven Burton, vemos que el guion de la película incide mucho en la hipocresía de unos vecinos que, aunque al principio valoran la presencia de Eduardo entre ellos, posteriormente lo deploran, hasta el extremo de ansiar su destierro).

   Pero el desarraigo familiar de Eduardo no solo ha contribuido a que este se sienta ajeno a la sociedad en que vive, sino también a que desee con inocente anhelo la experiencia de un amor verdadero que rija su propia vida. Esta incesante búsqueda culmina con el encuentro entre él y Kim (Winona Ryder), que encarna ese profundo sentimiento que siempre ha dominado el horizonte de su vida. Eduardo, sin embargo, descubre que el auténtico enamoramiento trasciende el mero sentimentalismo y que, unido a él, siempre está el deseo de la entrega y del sacrificio, que son las vías insoslayables que deben recorrer dos almas que aspiran a enlazarse para siempre. Por desgracia, es posible que él no haya aprendido a aceptar esas dos dimensiones del amor, y que, aterrado, huya realmente de ellas, pues no ha vivido en un hogar donde el amor familiar y la entrega sean las virtudes cotidianas. Por ello, es fácil suponer al joven Tim huyendo del dolor que acompaña a toda salida al mundo exterior (y de los sentimientos), aturdido por sus inevitables y naturales normas, para guarecerse en el que él ha creado, donde no gobiernan las leyes de la entrega y el sufrimiento (Eduardo mismo corre hacia su castillo y expulsa de él a Kim, pues le recuerda su propio suplicio; en él, puede trabajar en su obra sin que esta se vea alterada por ese mundo que ha conocido y aborrecido).



   Por último, ese mundo interior de Eduardo, que tan bellamente describe Tim Burton en el film, es decir, las esculturas de hierba y hielo que él mismo realiza en el atrio de su mansión, sean tal vez el anhelo no saciado por manifestar un amor que él siente truncado (a esta idea, por supuesto, contribuye la nostálgica banda sonora de Danny Elfman, que compone aquí una de sus más hermosas partituras). Sin embargo, no debemos ser ingenuos frente a este melancólico sentimiento, pues el refugio en la propia interioridad como respuesta a un fracaso, o la huida ante el incipiente deseo de una entrega, que es fruto del amor verdadero, es en realidad una absurda inmadurez que frustra el desarrollo afectivo correcto de cualquier persona (como Eduardo, igual que Tim, no ha tenido unos padres y unos hermanos que, en su convivencia diaria, le hayan ayudado a interiorizar esto, la respuesta puede ser comprensible, pero no justificable).

     A modo de colofón, pues, podemos decir que Eduardo Manostijeras es una bella fábula acerca del crecimiento humano, de la soledad y, como hemos visto, del amor, y que, asimismo, es tanto más hermosa cuanto mejor refleja la vida personal de su autor. Este, por otro lado, demuestra aquí toda la sensibilidad de la que es capaz, y manifiesta su delicada forma de narrar, de la que vuelve a hacer uso en su espléndida Ed Wood y en la fallida Big Eyes. Por desgracia, hoy parece haberse refugiado, como el Eduardo de este film, en su propio castillo interior, realizando un cine netamente autorreferencial que solo hace las delicias de sus más estrictos y recalcitrantes seguidores (véase, o no véase, por ejemplo, la absurda Sombras tenebrosas), y que, o bien prueba que su genio se ha agotado, o bien que ha huido de un mundo que, como hemos visto, le queda demasiado grande.

   Sea como fuere, este es un film altamente recomendable, y la efeméride de su vigésimo quinto aniversario, o de la Navidad en ciernes, constituyen un buen momento para recuperar su visionado. Por otro lado, también es una muy buena película para que se acerquen a ella los nuevos aficionados al cine, y avancen con ella por esta fantástica senda del séptimo arte, conociendo a uno de sus autores que, no obstante lo dicho, es uno de los mejores que ha nacido en su seno.

    

  



  

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