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miércoles, 9 de diciembre de 2015

Mi primera película

   Todavía soy capaz de evocar la primera película que vi en el cine: Dumbo. Ciertamente, el recuerdo es muy vago, pues han transcurrido más de treinta años desde aquel día; sin embargo, la imagen animada del desdichado elefante planeando por el cielo me entusiasmó tanto, que quedó grabada en mi memoria con la fuerza del hierro candente que marca las reses. Por otro lado, y como cualquier otra reminiscencia, esta forma parte de un conjunto mayor, en el que todas las que conservo están bien dispuestas y enlazadas, como las esferas de colores aparecidas en Del revés; pero, tal y como acontecía en este magistral film, el globo de este recuerdo concreto ya no muestra solamente el gayo amarillo de la alegría, sino que a veces se ve teñido por el azul de la nostalgia, ya que apunta a una época de feliz inocencia, muy propia de la infancia, que ha quedado en el pasado.
 
 

    Cuando miro hacia atrás en el tiempo y evoco al ingenuo Dumbo, puedo verme sentado en la silla de madera de aquel cine de verano donde conocí sus aventuras, absorto por lo que la pantalla me muestra; puedo ver también a niños como yo, corriendo entre las inquietas piernas de sus padres mientras emulan la historia que el proyector les relata, y a otros que, igual que yo, embebidos por ella, no pueden dejar de mirarla. Si miro hacia mi lado, puedo ver también, dentro de esa inmensa sala sin paredes y de alto y estrellado techo, a mis padres, que me llevaron a disfrutar de ese reestreno; probablemente, incitados por la buena noche que a la sazón hacía y por la ilusión de pasear junto al retoño que ampliaba su incipiente unidad familiar.

   A pesar de las grandes y sobrecogedoras escenas que posee la película, mi memoria, como he dicho, solo ha conservado la imagen del ingenuo elefantito aleteando velozmente sus orejas, mientras sostiene con firmeza credulidad la pluma mágica que le otorga su poder. Una de ellas, amén de la que es famosa por la embriaguez de Dumbo, es la que protagoniza este junto a su madre, encerrada en una jaula tras haber barritado con furia en defensa de su pobre hijo; el verlo a él entristecido, acariciando la tierna trompa de aquella, que hace las veces de un dolorido brazo materno, que busca con dulce ansiedad la respuesta amorosa de su vástago, me suscita sin remedio la congoja en la garganta y la humedad en mis ojos. Es lógico que, siendo niño, no fuese capaz de identificar toda la nostalgia encerrada en estas imágenes; mas ahora, ya adulto, no solo la reconozco, sino que también la comparto, pues recuerdo cuántas veces mi propia madre me ha buscado así y cuántas veces yo mismo la he anhelado de idéntico modo.
 
 
 
   Por otro lado, recuerdo de aquella imagen grabada en mi memoria al diminuto ratoncillo Timoteo, aferrado al gorrito de Dumbo, siendo su único amigo y, al mismo tiempo, la voz de su conciencia. Como me ocurrió con la escena detallada arriba, tampoco aquí supe ver todo cuanto encerraba, en este caso, ese personaje, pues, más allá del sempiterno compañero, él representaba la amistad más pura, la desinteresada, aquella que solo vela por el bien del otro, sin tener a veces en cuenta el propio bien. Puedo recordar al pobre roedor guiando al elefante hasta donde está encerrada la madre de este, para que ambos se vean y puedan comunicarse lo mucho que se aman; puedo recordarlo también animando a volar a Dumbo, no obstante las risotadas de los escépticos cuervos, y ayudándole de este modo a superar su humillación y su tristeza. Así pues, hoy también veo de manera diferente al bueno de Timoteo, que es fiel reflejo de todas las personas que han pasado junto a mí, a lo largo de mi vida, como amigas, y que, como él, han buscado mi solo bien, demostrándome que el verdadero amor es aquel que impele a la entrega por el otro (¿no cobran aquí todo su sentido las palabras de Jesucristo "nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos"?). 
 
   Por último, aquella imagen de Dumbo que aún circula por mi magín es el sello indeleble del amor que nació en mí hacia el séptimo arte, del que me considero deudor por todas las alegrías y enseñanzas que me ha transmitido, por todas las ilusiones y esperanzas que me ha comunicado, y por cómo ha alimentado mi imaginación durante todos estos años. Es por ello que hay veces que me veo como el entrañable Totò de Cinema Paradiso, pues vinculo cada momento álgido de mi biografía a un film determinado, intento contemplar la vida a través del objetivo de mi cámara, procuro añadirle la banda sonora que requiere en cada instante o le supongo un hipotético guion para mejorarla; sin embargo, la vida misma va escribiendo su propio libreto, se adereza ella sola con la música que más se ajusta a sus derroteros y dirige el objetivo hacia el horizonte que debo encuadrar. En mi caso, siendo aquel niño cautivado por la proyección animada, nunca pude imaginar, ni en la sinopsis más estrambótica ni en el argumento más elaborado, que ese gozo que yo experimentaba apuntaba realmente a una dicha mayor y más plena, la del servicio a Dios, que, de manera misteriosa, me llamaba a ser sacerdote, para transmitirle al mundo esa misma dicha que yo empecé a intuir cuando, por primera vez, vi un elefante volar.  
 
 

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