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domingo, 10 de septiembre de 2017

Últimos días en el desierto

   A lo largo de la historia del cine, se han rodado numerosísimas películas sobre la vida de Jesús. En efecto, desde la primeriza La vie et la passion de Jésus-Christ (Georges Hatot y Louis Lumière, 1898) [puedes verla aquí] hasta la conocidísima La pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004), la gran pantalla ha profundizado en su figura mediante docenas de títulos. Entre todos ellos, podemos destacar los más célebres, como son Rey de reyes (Nicholas Ray, 1961), El evangelio según san Mateo (Pier Paolo Pasolini, 1964) y Jesús de Nazaret (Franco Zeffirelli, 1977). Otras cintas dan fe de la importancia del personaje para el ser humano, cuyo corazón cambia en cuanto lo conoce, como es el caso de la magistral El beso de Judas (Rafael Gil, 1959), de la clásica Ben-Hur (William Wyler, 1959) o de la actual Resucitado (Kevin Reynolds, 2016), que detalla la conversión de un militar romano. Pero, como su figura es tan relevante para el celuloide, y para la humanidad en general, también existen multitud de obras que pretenden aproximarse a ella de manera particular, como son Jesucristo superstar (Norman Jewison, 1973) y La última tentación de Cristo (Martin Scorsese, 1988). Posiblemente, la cinta que hoy nos ocupa se ubique dentro de estas últimas.




   Después de pasar cuarenta días en el desierto ayunando, Jesús (Ewan McGregor) cree que ha llegado el momento de presentarse a los hombres y de dar a conocer el Evangelio. Por este motivo, decide abandonar su retiro espiritual y dirigirse a la ciudad. Sin embargo, antes de hacerlo, tropieza con una familia pobre que tiene ciertas dificultades: la madre (Ayelet Zurer) está gravemente enferma, mientras que el padre (Ciarán Hinds) y el hijo (Tye Sheridan) mantienen una relación distante entre sí. Como aquel considera que esta es una oportunidad para comenzar su predicación, resuelve permanecer con ellos, para cuidar de la primera y remediar el conflicto de los segundos.

   Antes de comenzar la crítica, vaya por delante que no nos escandalizan las interpretaciones personales del Señor, puesto que, sean erróneas o no, evidencian sin duda el universo interior de quienes las plantean. Por ejemplo, La última tentación de Cristo revelaba la dificultad de Scorsese a la hora de asumir el dolor y la contrariedad, postura que también quedó de manifiesto a través de su película Silencio (id., 2016) [aquí]; o Jesucristo superstar simbolizaba en él las preocupaciones sociales de Jewison, que asimismo habían aparecido en En el calor de la noche (id., 1967) y que luego serían retomadas en Justicia para todos (id., 1979). Por esta razón, creemos que el presente largometraje puede suponer un provechoso medio para introducirse en el alma de su responsable, antes que una oportunidad para denigrar su tratamiento sobre el Hijo de Dios. 




   Ciertamente, la figura del Mesías es aquí relegada en favor de la relación entre el padre y el hijo que protagonizan la cinta. En efecto, el primero ama al segundo, pero experimenta hacia él un sentimiento de repulsa muy acusado, ya que piensa que no está recibiendo de su parte ni la ayuda ni el respeto que cree merecer; el segundo, por el contrario, lo quiere y lo respeta, pero se cree oprimido por él, puesto que pretende que asuma un modo de vida que no le gusta, algo que lo conduce a refugiarse en el cariño de su madre. Esta incómoda situación arrastra a los dos a una complicada falta de entendimiento, que alcanza su culmen cuando el progenitor confiesa que se siente incapaz de decirle algo agradable a su retoño.

   Evidentemente, ignoramos los entresijos de la vida privada del director de la cinta, hijo del famoso escritor Gabriel García Márquez, pero su obra delata una relación con este último más común de lo que parece. Así es, el vínculo paternofilial tiende a debilitarse por parte del niño a medida que este se interna en la adolescencia, ya que suele poner en tela de juicio la autoridad de su propio padre. Por desgracia, en vez de solucionarse con el paso del tiempo, esta situación puede enconarse y establecer una ruptura entre un progenitor y su retoño, algo que se agrava si este último debe convivir con aquel (por supuesto, ya como adulto). De esta manera, hay veces que la única forma de solucionar el entuerto consiste en el abandono del hogar por parte del hijo, que adquiere así responsabilidades sociales y familiares de las que antes carecía, y comprende por tanto las exigencias y preocupaciones de su padre. Pero la máxima muestra de respeto y comprensión por parte del hijo hacia su padre suele llegar con la muerte de este último, ya que se trata del acontecimiento que derriba sus prejuicios contra él y que lo sitúa frente a la caducidad de la vida. Como decimos, el problema es tan común que hasta Freud lo abordó mediante su psicoanálisis, aunque con ciertas connotaciones sexuales que no terminamos de compartir.




   Por desgracia, el film no propone ninguna solución a este conflicto universal entre padres e hijos, sino que simplemente se contenta con identificarlo y describirlo. Al tratarse de un largometraje dizque religioso, Jesús podría haber sido presentado como una buena ayuda para ello, pero aparece como una alegoría de la conciencia de cada uno de sus protagonistas. Como decíamos arriba, ello tal vez se deba a la propia visión de su autor, que quizás considere al Hijo de Dios como una metáfora del bien o un parangón de moralidad, y no como una persona real (al respecto, esta entrevista es muy clarificadora: aquí). En este sentido, cuenta con escenas interesantes, como aquella en la que, auspiciado por el Señor (o, según lo que hemos dicho, por su propia conciencia), el padre intenta ganarse la confianza de su hijo a través de las adivinanzas, que es un juego que a este último le agrada mucho; o aquella, ya citada, en la que el mismo padre confiesa su incapacidad para mostrar el cariño que siente por su hijo. El cierre de la película tampoco aclara su pretensión: ¿acaso el mensaje de Jesucristo no ha servido de nada para la historia de la humanidad, porque los padres y los hijos continúan enfrentándose? O bien, si realmente es una metáfora de la conciencia, ¿significa esto que el ser humano actual carece de ella? La respuesta a estas preguntas deberá encontrarlas el espectador.

   Volviendo a lo que afirmábamos al principio del texto, no nos escandalizan los diferentes acercamientos a la figura del Señor que la historia del cine nos ha trasmitido, pero sí reconocemos aquellos que nos parecen más o menos acertados. En el caso de esta película, se trata de una aproximación pobre, que no menciona siquiera su pretendida divinidad, pese a que es su cualidad más característica (recordemos que, aunque uno sea ateo, Jesús anunció que él era el Hijo de Dios). Por otro lado, tampoco lo presenta como un buen consejero, porque sus palabras no logran resolver la enemistad paternofilial; lo describe, a lo sumo, como un simple hombre cargado de buenas intenciones. Así las cosas, su presencia es fútil en todo el metraje, a menos que pretenda ser ese modelo de buen comportamiento ético al que antes aludíamos. A nuestro juicio, pues, lo único destacable de la cinta es esa cruda relación entre el padre y el hijo protagonistas, que en ocasiones es tan veraz como la describe.





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