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domingo, 7 de enero de 2018

¡Viva lo imposible!

   Comenzamos un nuevo año. Esta vez, 2018. Y algo muy característico de estas fechas consiste en elaborar buenos propósitos de cara a los doce meses que se nos avecinan. Es normal que así sea, puesto que, durante la Navidad, fiesta en la que priman las reuniones familiares y en la que destacan las ausencias, cada uno es consciente de sus propias debilidades en relación con los demás; consecuentemente, cree que ha llegado la hora de afrontarlas para mejorar dicha convivencia: de este modo, por ejemplo, la persona que está mas pendiente del trabajo que de su familia, piensa que debe volcarse en esta última y relegar aquel; la que tiene problemas con su cónyuge, intenta resolver la situación; la que está enfrentada con sus hermanos, procura reconciliarse con ellos, y etcétera.

   En ocasiones, los propósitos del nuevo año cabalgan entre la adquisición de hábitos saludables (v. gr., más lectura) y la pérdida de los dañinos, como la sempiterna intención de abandonar el tabaco. Por supuesto, estos también son loables, ya que, de una forma u otra, el que los profiere está revelando su deseo de mejorar, sentimiento que se ubica en la base de aquellos que describíamos arriba. Pero ¿qué pasa con aquellos que nacen del deseo de cambiar de vida debido a una insatisfacción cualquiera? Es decir, ¿qué ocurre con aquellos anhelos que surgen en el corazón de una persona como fruto de una vida incompleta? Tanto para este tipo de deseos como para todos aquellos que hemos citado, se realizó esta película, ¡Viva lo imposible! (Rafael Gil, 1958), donde hallamos a una familia en la que se asienta esta inquietud y en la que, consecuentemente, se decide ponerle remedio.




   En efecto, nos encontramos con una familia de oficinistas y funcionarios madrileños que está seriamente aburrida de su cotidianidad, ya que todos los días transcurren como si fuera el anterior: el mismo trabajo cada mañana, los mismos problemas a cada momento, las mismas caras, las mismas exigencias, el mismo salario, etcétera. Por este motivo, el padre de la casa (un estupendo y muy creíble Manolo Morán) resuelve que ha llegado la hora de cambiar de rutina, por lo que saca todos sus ahorros del banco y se dirige con sus hijos a Galicia. Allí conocerá la vida del circo, de la que se enamorará perdidamente y de la que creerá que se trata de su vocación añorada, puesto que le ofrece una existencia en las antípodas de aquella que llevaba en la capital de España. Sin embargo, poco a poco irá descubriendo que los artistas circenses tampoco están contentos con su cotidianidad y que, si por ellos fuera, vivirían aquella rutina aburrida que a él le ofrecían las oficinas de Madrid. 

   Como vemos, se trata de un argumento ciertamente fabulístico, pero, asimismo, muy real, porque ¿quién no se ha aburrido alguna vez de su propia rutina?, ¿quién no ha soñado alguna vez con llevar una existencia trepidante, como la que vemos en las películas de aventuras? O, sencillamente, ¿quién no ha pensado alguna vez en dejarlo todo y comenzar de nuevo? Por supuesto, nadie dejaría su vida tan repentinamente como vemos en el largometraje, pero debemos recordar que la figura del circo es aquí una hábil metáfora de esa vida azarosa con la que sueñan sus protagonistas, es decir, aquella que se aleja todo lo posible de la que llevan en Madrid (de ahí el título, que alaba lo que parece irrealizable, esto es, lo imposible). Sin embargo, y como en toda buena fábula que se precie, la exageración de las formas oculta una descripción acertada de la realidad: en este caso, como decimos, el deseo de cambiar drásticamente de existencia.




   Por desgracia, no son pocas las ocasiones en las que este deseo nace de un hondo sentimiento de frustración, puesto que, la persona que lo acaricia, se siente insatisfecha con su propia vida; así, por ejemplo, piensa que su cónyuge no le ofrece la dicha que merece, o que sus hijos son un estorbo para su propia realización. Sin lugar a dudas, se trata de una inquietud común, pero muy peligrosa, puesto que, al darle pábulo, se abre la puerta al millar de excusas que justificarían la huida como una manera de zanjar todos las dificultades y, por ende, de crecer interiormente. De hecho, tanto esta resolución como esta meta están presentes en multitud de rupturas matrimoniales, puesto que los causantes han visto en su esposo o en su esposa un óbice a su propio medro; hay veces, incluso, en que uno, después del divorcio, alberga la sensación de haber perdido el tiempo con su pareja, por lo que suele decidir recuperarlo, recurriendo para ello a todas esas cosas que supuestamente le estaban vedadas: salir con los amigos, emborracharse y ligotear, es decir, a luchar por el derecho a ser feliz. Pero, lejos de alcanzar dicho estado de júbilo, este se aparta de quien lo busca de ese modo, puesto que la alegría se encuentra en la resolución real de los problemas y no en su apartamiento, que es lo que hace quien huye de ellos (como ejemplo de que los problemas siempre vuelven tenemos en la película a Manolo Morán, que vuelve a ser oficinista... ¡en el circo que él había imaginado como un parangón de la aventura!). 

   Por este motivo, los verdaderos sentimientos que debemos cultivar (y por cuya consecución debemos luchar) son aquellos que proponíamos al principio de este texto, es decir, la superación de nuestras propias debilidades en relación con nosotros mismos y con los demás: la amabilidad, la reconciliación, la generosidad y etcétera. No conviene imaginar vidas ajenas o soñar con gente extraña que la haría perfecta, sino enfrentar la propia con las personas que nos acompañan: de este modo, nuestra vida sí que será perfecta. Ello no significa que esté exenta de dificultades, puesto que la convivencia está llena de ellas, pero sí encontraremos un motivo para superarlas: el amor que nos debemos los unos a los otros. ¿Que tu marido se ha vuelto arisco?, ¿que lo ha hecho tu mujer?, ¿que los niños no han cumplido las expectativas que vertí sobre ellos? ¿Acaso no hay mayor aventura que el acompañamiento del cónyuge en todos los momentos de su vida, incluso cuando son difíciles de afrontar?, ¿no existe reto más importante que el cuidado y el encauzamiento de la prole? En la resolución de todo ello se encuentra esa felicidad que todo el mundo ansía (además, ¿quién dice que, cambiando de vida, no se topará más tarde de nuevo con ellos?).

   Desafortunadamente, la película es integrada hoy dentro de ese subgénero cinematográfico que han pergeñado tanto los críticos actuales como la farándula hodierna: el cine franquista. En efecto, para ellos, cualquier cinta que se rodase a la sazón pertenece a una ideología concreta, sin reconocer siquiera la calidad que subyace tras ella; de este modo, desprecian títulos tan excelentes como El beso de Judas (Rafael Gil, 1954), Embajadores en el infierno (José María Forqué, 1956) o Un ángel pasó por Brooklyn (Ladislao Vajda, 1957), puesto que piensan que forman parte del aparato de propaganda del régimen de Franco (por supuesto, alaban obras -loables, dicho sea de paso- como La huelga, El acorazado "Potemkin" u Octubre, que, ellas sí, promovían los ideales de la recién nacida Unión Soviética). Pero no es que fueran un medio de divulgar doctrina franquista, sino una manera de transmitir historias con moral y enjundia, algo de lo que adolece el cine patrio de nuestros días. Por esta razón, alejaos de los prejuicios y acercaos a esta obra, que, sin ser maestra, nos enseña a amar nuestra rutina y a crecer en ella interiormente y con los demás.  




P.D.: no he encontrado el tráiler original, por eso incluyo este anuncio de una cadena de televisión española que circula por la red. Por otro lado, la cinta original es en blanco y negro, pero tampoco he sido capaz de hallar ningún fotograma así, por lo que debemos conformarnos con los que están coloreados.

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