lunes, 28 de noviembre de 2016

Cinema Paradiso

   No sabría decir cuál es mi película favorita, pues este reconocimiento ha ido variando a medida que he cumplido años. De esta manera, comenzó siendo Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941), pues es el primer film que recuerdo haber visto en una pantalla de cine (aquí); posteriormente, cuando ya el séptimo arte se había convertido en mi pasión, fue desbancado por las (entonces) trilogías de Indiana Jones y La guerra de las galaxias, rebautizada hoy con el nombre de Star Wars (aquí); más adelante, en mi etapa contestataria, La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971) y El club de la lucha (David Fincher, 1999), y actualmente son todos aquellos largometrajes que enlazan con el niño que fue creciendo con todos ellos. Entre todos los que son, descuella Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988).




   Como cualquier aficionado sabe, esta película narra la historia de Salvatore Di Vita (Jacques Perrin), un renombrado cineasta italiano que vuelve a su pueblo natal para asistir a las exequias de su amigo Alfredo (Philippe Noiret). A partir de ese momento, el metraje se convierte en una larga analepsis que nos muestra la infancia y la adolescencia del citado director. Gracias a ella, descubrimos la profunda amistad que lo unía a aquel, el primer amor que experimentó, y que lo marcó para siempre, y, sobre todo, su intenso romance con el celuloide.  

   Mi favoritismo por esta película nace como consecuencia de la identificación con el entrañable Salvatore, que es conocido durante su infancia por el seudónimo de Totó (Salvatore Cascio). En efecto, del mismo modo que él, siempre que recuerdo mi niñez, lo hago embebido en un film, frente a una pantalla de cine o ante un viejo televisor. En aquella época, no me importaba quién dirigía una película, quién la interpretaba o en qué año se había rodado, sino que mi preocupación se centraba en la historia que me contaba y el modo en que esta enriquecía mi fértil imaginación: un elefante que podía volar, un arqueólogo que vivía mil peripecias o una batalla espacial que acontecía en una galaxia muy lejana.




   Pero estas historias no solo consolidaron las aventuras con las que yo soñaba de niño, sino que también me ayudaron a forjar los sentimientos que la adolescencia me exigía, como al joven Totó del film (Marco Leonardi): mis nuevas aspiraciones, la relevancia de mis amistades, mis crecientes pasiones, mis constantes desilusiones, mis hondas cuitas y mis intensas alegrías. De esta manera, cuando el amor me asaltó por primera vez, fui incapaz de detallarlo sin referirme a alguna película que ya me lo hubiera mostrado con anterioridad; tampoco habría podido conquistarlo y mantenerlo sin las instrucciones que el celuloide me había dictado, y no pude llorarlo cuando se fue sin evocar alguna triste secuencia que me impulsara a sobrellevar la vida sin él.

   Por esta razón, si tuviera que elegir mis escenas favoritas de este largometraje, optaría por las dos que aún me conmueven cuando las veo. La primera es aquella que nos muestra el encuentro entre Totó y Elena (una guapísima Agnese Nano), a quien aquel graba a escondidas con su tomavistas, verdadero depositario de su amor más profundo; la segunda, relacionada con esta, aquella en la que el cineasta, ya adulto, observa esa misma grabación proyectada sobre la pared de su dormitorio. En este último caso, la amarga lágrima que deja caer mientras contempla dichas imágenes es el epítome de una vida que ha presenciado el desmoronamiento de las ilusiones construidas durante la adolescencia.
   



   Posiblemente por este luctuoso motivo, Giuseppe Tornatore, su director, quiso mostrar al público el montaje original de la cinta. En él, Totó buscaba a su amada Elena después de haberla visto otra vez en la mencionada proyección. Sin embargo, pese a las expectativas de aquel, esta se niega a reanudar la historia de amor que ambos comenzaron, puesto que la vida los ha conducido hacia destinos muy diferentes. Por tanto, a pesar de la esperanzadora premisa de esta edición, la película concluye de nuevo con la amargura propia de una ilusión perdida.

   Pero no debemos ver en ello una visión apesadumbrada de la realidad, sino precisamente una descripción muy fiel de ella, puesto que nuestra vida se construye a veces sobre las ruinas de un sueño muy querido. Así, es el primer amor el que articula y moldea los siguientes, de manera que estos no dejan de ser una búsqueda y una perfección de lo que se alcanzó con aquel; y son las primeras aspiraciones las que forjan las sucesivas, ya que, durante la infancia y la adolescencia, nos apasionamos más por ellas y, en consecuencia, aprendemos a dar la vida por un ideal o por una persona.

   Este es el motivo por el que Cinema Paradiso siempre se encuentra entre los diferentes listados de mis películas favoritas. No se trata de una simple historia acerca de un niño aficionado al cine, sino de una veraz biografía en la que entran en juego el amor, la amistad y la desilusión. Estos tres son los sentimientos que han marcado mi vida en algún momento de su desarrollo, y son los mismos, a la vez, que han sabido edificarla. Por tanto, pese al tiempo que transcurra, siempre me veré reflejado en Totó, que hizo del cine su primera pasión y aprendió con él a forjar todas las demás. 





domingo, 20 de noviembre de 2016

La llegada

   A lo largo de la historia del cine, la relación de los extraterrestres con los hombres ha evolucionado de manera notable. Desde que el celuloide los popularizara en los años cincuenta hasta el día de hoy, han pasado de ser nuestros enemigos a ser nuestros aliados. Aunque un proceso evolutivo no sea repentino, sino gradual, el que han sufrido los alienígenas tiene un claro punto de inflexión: Steven Spielberg. En efecto, gracias a sus obras cumbre, Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977) y E.T., el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982), el cineasta cambió nuestro concepto de dichos visitantes para siempre. Pero esta evolución ha continuado avanzando, y ahora los extraterrestres no son únicamente criaturas amigables dispuestas a establecer un contacto con los hombres, sino que también son seres de carácter divino que han aterrizado en nuestro mundo para cuidar de nosotros.




   Para ser justos, este novedoso concepto tuvo su primer atisbo durante la edad dorada de la ciencia-ficción, los citados años cincuenta. En aquel período, la magistral Ultimátum a la Tierra (Robert Wise, 1951) presentó a un alienígena humanoide que advertía a los hombres sobre los riesgos del armamento nuclear; asimismo, intentaba reunir a todos los gobernantes de nuestro planeta con el propósito de establecer la paz que estos no habían logrado. Tampoco podemos olvidar el antecedente literario creado por Arthur C. Clarke durante la misma época, El fin de la infancia (1953), en el que unos visitantes de las estrellas conducían a la humanidad hacia su perfección. Por último, recordemos la controvertida 2001. Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), en la que el famoso monolito, supuestamente colocado por los alienígenas en los momentos precisos de la historia del hombre, propiciaba la evolución de este.         

   Recientemente, y al margen de nostálgicos experimentos cinematográficos, como Independence Day. Contraataque (Roland Emmerich, 2016), hemos sido testigos de la sumisión del séptimo arte a esta moda. En efecto, en películas como La cuarta fase (Olatunde Osunsanmi, 2009), Misión a Marte (Brian De Palma, 2000), Prometheus (Ridley Scott, 2012) y Contact (Robert Zemeckis, 1997), los extraterrestres son presentados como tutores de una humanidad caída (en la segunda y en la tercera, además, se juega con la posibilidad de que ellos sean el origen de la vida en la Tierra). Hasta tal punto llega este convencimiento, que el film de Zemeckis relata el contacto entre los hombres y los aliens como si este consistiese en un ascenso espiritual de los primeros (para más detalle, lee la reseña aquí). Por tanto, el largometraje que hoy nos ocupa no hace más que sumarse a esta nueva ola que ve en los alienígenas a los salvadores de nuestro mundo.




   Porque, no seamos ingenuos: pese a su fantástico revestimiento, esta es la verdadera (y angustiosa) temática que encierra el film. Igual que en la citada película de Robert Wise, nos encontramos en esta con un mundo sometido al caos (atención a las imágenes de la convulsa Venezuela o a las tensas relaciones diplomáticas entre Estados Unidos, Rusia y China que se intuyen durante el metraje), es decir, con una sociedad fracasada; además, pese a los denodados empeños por arreglar la desastrosa situación, esta empeora a cada minuto que pasa. Por esta razón, los hombres necesitan de un agente externo que les advierta sobre su futuro y que, por consiguiente, los reconduzca (en este caso, no son unos alienígenas con forma humana, sino unos seres tentaculares que parecen inspirados en el Cthulhu de Lovecraft); para ello, los visitantes no los exhortan mediante un mensaje conmovedor, como el que pronunciaba el protagonista de aquella, sino a través del lenguaje mismo, que es mostrado como signo de unidad. 

   De este modo, los alienígenas son presentados como los nuevos redentores del hombre, como unos seres provenientes del cielo que tienen la misión de pacificar el mundo. Si lo miramos con atención, esta idea forma parte de la lógica de nuestro tiempo, que ha desterrado a Jesucristo como el auténtico Mesías, pero que continúa necesitando el auxilio de un salvador. Efectivamente, la humanidad de hoy sigue experimentando el fracaso día a día, puesto que no consigue alejar de sí las guerras, las discordias y el odio, a pesar de su evidente progreso; por ello, anhela el contacto con un ente superior que le ayude a corregir sus excesos y que le muestre la senda de la verdadera perfección. Por supuesto, los extraterrestres satisfacen plenamente este deseo, ya que son como una profecía tangible de lo que nosotros estamos llamados a ser.    

   Evidentemente, mientras que no reconozca al Hijo de Dios como su auténtico Salvador, el hombre siempre añorará su propia liberación. Como hemos visto, sin embargo, Jesucristo ha sido suplantado por los visitantes del espacio, a quienes se les ha otorgado características divinas; no obstante, es posible que el tiempo los sustituya por otro elemento (recordemos que los extraterrestres solo llevan sesenta años entre nosotros y que, en ese corto período, han pasado de ser nuestros enemigos a ser nuestros aliados). Sea como fuere, el cine recogerá de nuevo esas aspiraciones y las plasmará una vez más en la gran pantalla, proponiéndonos otras formas de cubrir la indigencia que experimentamos todos los días.   




sábado, 12 de noviembre de 2016

Están vivos

   La noticia más importante de esta semana ha sido la inesperada victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas. A pesar de lo que auguraban todos los pronósticos, el candidato republicano se ha convertido en el nuevo mandatario de Estados Unidos. Muchos han querido ver en ello el cumplimiento de una de las profecías que pudimos ver en Los Simpson (aquí); otros, la que supuestamente vaticinó el film Idiocracia (Mike Judge, 2006) (aquí). Pero lo que a mí me ha llenado de auténtico estupor ha sido el desarrollo de la campaña, que me ha recordado a una película de mayor calidad que aquella: Están vivos (John Carpenter, 1988).




   En este clásico del cine fantástico, el actor Roddy Piper encontraba unas gafas de sol que le permitían descubrir una suerte de conspiración extraterrestre para domeñar nuestro planeta. Los autores de dicho complot habían conseguido inocular mensajes ocultos en la humanidad a través de los medios de comunicación, por lo que su objetivo ya había sido alcanzado. Afortunadamente, y gracias al providencial hallazgo, aquel localizaba la fuente de emisión de las citadas consignas y conseguía destruirla.

   Por supuesto, no estoy denunciando la intromisión alienígena en la campaña electoral, pero sí el uso indebido que se ha hecho de los medios durante el desarrollo de la misma, muy parecido al que veíamos en la película. En efecto, en estas últimas semanas, hemos sido testigos de cómo los mass media de todo el mundo, los españoles de manera especial, se han alineado a favor de un candidato y en contra del otro: abiertamente, han defendido la presidencia de Hillary Clinton en detrimento del postulado de Donald Trump. De hecho, para conducir a la primera hasta la Casa Blanca, no han dudado en rescatar palabras que el segundo pronunció hace más de diez años, con el evidente propósito de socavar su carrera (aquí); han aireado su polémica decisión de construir un muro entre las fronteras estadounidense y mexicana para frenar a los inmigrantes, y han vapuleado su defensa del derecho a la posesión de armas de fuego (aquí). Todo ello, salpicado de los atributos que hoy ha inventado nuestra sociedad para denigrar a una persona (especialmente si es varón): misógino, racista y homófobo.  




   Pero, a la vez que se delataba esta supuesta vis diabólica de Trump, vendida por los medios como una proeza de la investigación periodística, se ocultaba el verdadero rostro demoníaco de Clinton. Este último no es un adjetivo azaroso, puesto que la candidata demócrata estaba vinculada con las empresas abortistas más influyentes de Norteamérica (aquí) y con misteriosas sectas satánicas que pretendían llevarla al poder (aquí) (evidentemente, una persona no tiene por qué ser cristiana, pero debe reconocer que el mal subyace tras aquella otra que fomenta el asesinato de niños y que pacta con los adoradores del diablo). Por otro lado, se ha soslayado que las declaraciones de Trump quedaron en una simple fanfarronería, mientras que el marido de Clinton abusó realmente de mujeres que estaban bajo su cargo (aquí); que el malhadado muro fronterizo fue obra del citado esposo de Hillary (aquí), y que este último no hizo nada por vetar el derecho de posesión de armas de fuego (aquí). 

   No obstante el denodado empeño por parte de los medios para ensalzar a Hillary Clinton como la nueva presidenta de los Estados Unidos, estos han decidido libremente a favor del otro candidato. De alguna manera, ellos también han encontrado unas gafas mágicas que les han permitido detectar la manipulación mediática a la que estaban siendo sometidos. Con estas palabras, no pretendo apoyar a Trump, sino denunciar el oscuro interés que parece haber movido la campaña de desprestigio que ha estado detrás de él: a mi juicio, eso es un verdadero atentado contra la dignidad del hombre, contra su libre albedrío y, por ende, contra la democracia. Por esta razón, quisiera concluir el escrito con el título que lo encabeza, ya que se trata de un verdadero grito de rebeldía contra el sistema que se le ha procurado imponer al pueblo norteamericano, al que creían tan aletargado como el que protagonizaba aquel film: ¡están vivos!


  




domingo, 6 de noviembre de 2016

Tortugas ninja

   Indudablemente, los ochenta están de moda. Es normal que así sea, puesto que hoy somos mayores quienes vivimos nuestra juventud en aquella década tan recordada. Tampoco es cuestionable que el mundo del espectáculo ha sabido aprovechar esta súbita melancolía con el fin de arrastrarnos al cine o al televisor y conseguir, así, nuestro aplauso. En ocasiones, esta artimaña ha conjugado nostalgia y maestría a partes iguales, regalándonos un buen producto, como es el caso de Stranger Things (aquí); otras veces, empero, ha flirteado tanto con la primera, que nos hemos sentido estafados (es lo que ocurrió con El despertar de la Fuerza, cuya crítica, aunque benévola, puedes leer aquí). Entre estas últimas decepciones, se encuentran las tortugas ninja.




   Las tortugas ninja llegaron a nuestras vidas a través del cómic, pero fue la pequeña pantalla la que supo acercarlas a los niños del momento. En efecto, mientras que las historietas podían resultar algo violentas para ellos, la serie animada les otorgó el infantil sentido del humor que necesitaban para serles asequibles. No resulta extraño, pues, que aquellos se congregasen semanalmente delante del televisor con el propósito de disfrutar de sus múltiples aventuras. Tampoco es raro, por tanto, que enseguida apareciese una famosa línea de juguetes y, a continuación, un exitoso largometraje: Tortugas ninja (Steve Barron, 1990). 

   Evidentemente, el reconocimiento del film se debió a la popularidad que ostentaban nuestros héroes en aquellos momentos, pero no debemos relegar un factor que lo convirtió de inmediato en un clásico del cine ochentero. La película se estrenó en 1990, por lo que supuso el cierre cinematográfico de la década que añoramos; sin embargo, esta permanecía aún tan vigente, que su estilo empapó cada fotograma del largometraje. De este modo, nos encontramos con la historia de un adolescente, Rafael, que, pese a formar parte de una familia unida, se siente solo, por lo que busca con obstinación su lugar en el mundo; por otro lado, observamos la problemática de un joven que, padeciendo la misma inquietud que aquel, cae en las redes del clan del Pie, una organización sectaria que le proporciona el amor del que carece en su hogar. Uno y otro, al final, descubren que esa ubicación que anhelan se halla entre sus padres y sus hermanos, por lo que entienden que estos deben ser el pilar de su propia existencia.  




   Por desgracia, este mensaje de la película, que tanto promovió el cine juvenil de los ochenta, fue rápidamente sustituido en sus inmediatas secuelas por la comedia vacía, muy característica de la década siguiente. De esta manera, en Las tortugas ninja II. El secreto de los mocos verdes (Michael Pressman, 1991) y, sobre todo, en Las tortugas ninja III (Stuart Gillar, 1993), solo contemplamos una pueril parodia de lo que gozamos en su predecesora (ciertamente, muchos quisieron ver en ellas el retorno al espíritu infantil de la serie mencionada, pero esto no es más que la ingenua justificación de una verdadera tomadura de pelo). Y, aunque con el tiempo llegó una olvidada (y mejor) cuarta entrega, Tortugas ninja jóvenes mutantes (Kevin Munroe, 2007), esta ni siquiera le hizo sombra al estupendo film de 1990.   

   Hoy, el incombustible Michael Bay, autor de la saga Transformers y de la divertidísima Armageddon (1998), no obstante, muy en la línea de esa comedia hueca a la que aludíamos, ha pretendido beneficiarse también de nuestra melancolía por estos personajes; para ello, ha producido un par de esperpentos que se sitúan incluso por debajo de los tres filmes que siguieron al clásico ochentero (como ocurre con el cine actual, son historias pobres presentadas bajo el revestimiento de la espectacularidad). Por este motivo, se hallan entre las decepciones de nuestra nostalgia. Sin embargo, lejos de apenarnos por este traspiés, debemos volver la vista atrás y recuperar aquella película que tanto nos entusiasmó, pues, aunque los ochenta ya queden lejos, continúa siendo un buen ejemplo de la maravillosa década que en ella vivimos.