lunes, 30 de enero de 2017

Monsters

   Últimamente, todo el mundo habla sobre Trump. De alguna manera, parece haberse convertido en el nuevo enemigo de la humanidad. Entre los motivos que lo han elevado hasta este dudoso reconocimiento, se encuentra la decisión de levantar un muro que separe los Estados Unidos de México. De este modo, pretende reducir el número de inmigrantes ilegales, que son, a su entender, uno de los grandes problemas que acucian a su país.

   Por supuesto, las protestas contra esta orden han irrumpido de inmediato en la vida pública. No hay más que encender el televisor o sintonizar la radio para descubrir cuántos miles de opositores han mostrado estos días su disconformidad contra ella. Lo asombroso es que lo hacen desde países que adolecen del mismo problema. Por ejemplo, México ya está separado de Guatemala por un muro; en España tenemos las famosas vallas de Ceuta y Melilla, y en Estados Unidos ya existe una frontera física con la nación afectada.

   Todo ello me hace pensar que detrás de este dilema subyace una razón política. En efecto, como Trump es ese nuevo enemigo de la humanidad y responde a una ideología conservadora, las tendencias progresistas deben exteriorizar su rechazo. Sin embargo, sería conveniente que estas últimas recordasen algunas cosas: la primera es que la pared que ya divide México de los Estados Unidos fue ideada por Clinton, que respondía a su criterio político; la segunda, que el muro más vergonzante de la historia de los hombres, el de Berlín, fue levantado por sus mismos partidarios, y la tercera, que hay otros muros fronterizos a lo largo del planeta, como el que separa las dos Corea, el que se alza en Cisjordania o el que aún persiste en Irlanda del Norte.  

   Sea como fuere, y ya que el blog está dedicado a la reflexión cinematográfica, esta orden unilateral de Trump me ha recordado a un film estupendo: Monsters (Gareth Edwards, 2010). En él, unos alienígenas invaden la zona norte de México después de que la nave que los transportaba se estrellase allí. Estados Unidos pone su país vecino en cuarentena, por lo que levanta un ciclópeo muro entre ambos que impide la libre circulación de los extraterrestres y, por supuesto, de las personas. No obstante, un periodista y la hija de un empresario deciden volver a su hogar, que se encuentra más allá de la gigantesca pared.



   La película, por tanto, se ubica dentro del cine fronterizo, en el que se suele detallar la vida común a ambos lados de los distintos países en conflicto. En este caso, sin embargo, se centra en el concepto negativo que las partes tienen de su contrario. Para ello, ha sustituido a las personas por enormes alienígenas, que son una evidente metáfora de los terrores que unos proyectan sobre los otros. Por esta razón, no pensemos que vamos a encontrar escenas de aparatosas destrucciones o de desagradables encuentros entre hombres y extraterrestres, ya que el film se alinea más con la estética mostrada en Distrito 9 (Neill Blomkamp, 2009).

   Amén del muro físico, el largometraje nos presenta otro, aunque de orden moral e invisible. Este es el que divide a los dos protagonistas humanos. En efecto, mientras que uno es un bohemio de vida desastrosa y pocas ganancias, otra es hija de millonario y comprometida con un magnate de la misma categoría económica que su padre. Por esta razón, el viaje que ambos emprenden a través de la selva mexicana no solo les servirá para franquear la muralla y alcanzar su patria, sino también para derribar la que separa a los dos y unirse en un mismo sentimiento.

   Por tanto, se trata de una película cargada de buenas intenciones. A través de ella, se nos pretende inculcar que, pese a nuestras diferencias, todos somos humanos y que, por ende, todos compartimos idénticos anhelos. Ello, aunque sea cierto, no quiere decir que sea un film condescendiente, puesto que describe con una saña muy clara las costumbres de México, ocultando en el fondo la tesis que plantea Trump mediante la construcción de su muro.  

   Es interesante apuntar que la cinta fue dirigida por el mismo autor de la reivindicable Godzilla (íd., 2014) y de la exitosa Rogue One. Una historia de Star Wars (íd., 2016). En ambos filmes, como en el que acabamos de presentar, relega la sinopsis en favor del drama personal, otorgando, pues, más importancia a sus protagonistas que a la historia que los une. Esto es un motivo de alegría, puesto que, detrás de toda tragedia, siempre están los hombres que la padecen.



domingo, 22 de enero de 2017

Figuras ocultas

   Enero suele ser un mes propicio para disfrutar del buen cine. Ello se debe a que precede casi de inmediato a la ceremonia de entrega de los Óscar, que habitualmente tiene lugar a principios de marzo (este año, sin embargo, se celebrará el 26 de febrero). Las películas, pues, que optan al citado galardón esperan estas fechas para su estreno, de manera que estén más presentes en la memoria de los académicos estadounidenses, que son a la postre los encargados de elaborar la lista de las nominadas. El film que hoy nos ocupa pretende a todas luces formar parte de esta candidatura, ya que ofrece los requisitos que aquellos acostumbran a exigir: corte clásico, algún actor consagrado, revisionismo histórico y valores norteamericanos. Pero, además, lleva implícita cierta denuncia social, que le otorga mayor actualidad y, por tanto, mayor interés.  




   Katherine G. Johnson, Dorothy Vaughan y Mary Jackson son tres mujeres dotadas de unas altísimas cualidades intelectuales. Gracias a ello, trabajan como calculadoras en la NASA, un empleo duro, pero bien remunerado. Sin embargo, son incapaces de subir un peldaño más en su vida laboral, puesto que, no obstante su facultades, cuentan con un serio problema: son negras. En efecto, nos encontramos en la década de los sesenta, años en los que aún pervivían en los Estados Unidos las leyes de segregación racial. A pesar de este anacronismo, fue también la época de los grandes avances científicos, puesto que concluyó con la llegada del hombre a la luna. En este período tan paradójico, es donde aquellas debieron pugnar por sus derechos y demostrar sus cualidades.

   Ya hemos indicado que, en el aspecto técnico, se trata de una cinta clásica, que no arriesga en su puesta en escena; más bien al contrario, respeta con suma precisión las normas de la narrativa cinematográfica. Por supuesto, ello no significa que carezca de valor, sino que lo adquiere, ya que hoy nos topamos con muchísimas innovaciones fílmicas que, desgraciadamente, postergan el arte de la narración. Además, cuenta con unas actuaciones medidas, integradas a la perfección en el relato, que por fortuna tiene más peso que los intérpretes. Es destacable la actuación de las tres protagonistas, pero también la de los secundarios: Kevin Costner (repitiendo su papel de Trece días), Jim Parsons (dándole una vuelta de tuerca a su famoso Sheldon Cooper de la teleserie Big Bang) y Kirsten Dunst (ya muy alejada de sus intervenciones en la saga Spider-Man).

   En cuanto al revisionismo histórico de la cinta, es loable que esta haya optado por describir un contexto sombrío sin generar nuevos revanchismos. Ciertamente, la película no pretende construir un discurso político que enfrente a blancos y a negros, sino detallar un momento de la historia que fue superado gracias al trabajo y al empeño de sus protagonistas (para conocer más sobre ellas, recomiendo la lectura del siguiente artículo: aquí). Por supuesto, el ideal norteamericano, que postula que cualquiera puede alcanzar sus ambiciones mediante estos dos, está muy presente.




   Pero la película también ofrece un panorama muy actual. En efecto, en un período de la historia (el nuestro) en que el esfuerzo, el carácter y la competitividad han sido descartados, nos propone el ejemplo de un trío de mujeres negras que, mediante su intelecto, arrostraron todos los prejuicios que había entonces contra ellas. En este sentido, son muy significativas dos escenas: por un lado, aquella en la que Katherine G. Johnson (Taraji P. Henson) explica a sus hijas menores que la mayor tiene más privilegios porque tiene más responsabilidades; por el otro, la que protagoniza Mary Jackson (Janelle Monáe), que acusa a su esposo de repetir consignas y de usar la violencia contra la segregación, en vez de combatirla con sus muchas cualidades.   

   Se trata, pues, de un film clásico, pero moderno; que apuesta por la narrativa más tradicional, pero que plantea una problemática muy actual. Es por ello que merecerá alguna candidatura, aunque tal vez no aspire al máximo galardón, el de la mejor cinta del año. No obstante, continuará siendo un gran largometraje, que tendremos que ver y que nos ayudará a reflexionar acerca de la condición humana.



domingo, 15 de enero de 2017

Los niños del Brasil

   Sin duda, la noticia de esta semana ha sido la campaña en favor de la transexualidad infantil que se ha promovido en el País Vasco y en Navarra (aquí). En ella, es posible ver a un grupo de niños de sexo tergiversado que, cogidos de la mano, rubrican el lema que los acompaña: "Hay niñas con pene y niños con vulva: así de sencillo". Por suerte, varios medios de comunicación se han hecho eco de la mentira (y de la malicia) de este aserto, y, sobre todo, han contradicho científicamente los datos que parecen respaldarlos (aquí); asimismo, ha suscitado el desprecio de una sociedad que ya está cansada de soportar tanta manipulación ideológica (aquí). Pues esta es la verdad que subyace tras dicha operación publicitaria.

   Lamentablemente, no he sido capaz de recordar ninguna cinta que refleje la manipulación social que estamos viviendo (tal vez se deba a que ningún cineasta imaginó jamás que esta corrompería la inocencia infantil). Pero esta campaña sí que me ha traído a la memoria un film de temática similar: Los niños del Brasil (Franklin J. Schaffner, 1978). En esta película. el profesor Mengele, instalado en Paraguay tras la Segunda Guerra Mundial, experimentaba con unos niños para crear un nuevo Adolf Hitler. Con este propósito, pretendía la resurrección del Imperio alemán y la supremacía indiscutible de los arios sobre las demás razas de la tierra. Desconozco si los nazis experimentaron alguna vez con la sexualidad de los niños, pero la idea que hay detrás de esta ideología de género no se aleja mucho de sus postulados.




   Ante todo, deberíamos recordar quién era Josef Mengele (1911-1979). Se trataba de un médico y antropólogo germano que se afilió muy pronto a los dictados del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (más conocido entre nosotros como Partido Nazi). Durante la Segunda Guerra Mundial, trabajó en el funesto campo de concentración de Auschwitz, donde llevó a cabo numerosos experimentos pseudeocientíficos que pretendían demostrar la superioridad aria. Pero estas no fueron las únicas pruebas que ejecutó, sino que también mostró interés por la supuesta vinculación psicológica que unía a los hermanos gemelos y por el estudio de las malformaciones humanas. En el fondo, sus proyectos no estaban causados por una preocupación intelectual, sino por un oscuro sadismo. Esto lo evidencian sus ensayos con niños: en ellos, solía inyectar productos químicos en  los ojos de estos últimos con el fin de tornarlos azules, o coser unos a otros con el propósito de crear siameses. Pese a estas aberraciones, Mengele consiguió huir de los Juicios de Núremberg y refugiarse en Sudamérica, donde vivió hasta su muerte, que lo alcanzó de manera natural mientras nadaba en el mar.

   Pero lo más inaudito de este médico nazi fue su obstinada contumacia. En efecto, a pesar de los años que habían transcurrido desde su participación en el campo de Auschwitz, nunca mostró arrepentimiento; al contrario, mantuvo la tesis de haber servido con lealtad a la causa del imperio nacionalsocialista. Es decir, sojuzgó la ciencia médica, destinada a la salvaguarda del bienestar de la humanidad, con el ideario político del nazismo. Que no experimentase ningún tipo de contrición desde lo días en que ejecutase sus macabras pruebas, queda de manifiesto en que trataba con ternura a sus conejillos de Indias mientras aquellas duraban, pero no vacilaba en quemarlos o gasearlos cuando concluían. Para él, los niños eran un mero instrumento al servicio del partido.




   En la campaña de la transexualidad vista en el País Vasco y en Navarra, nos encontramos con la misma motivación: no importa la salud infantil (en este caso, psíquica), sino el apoyo al ideario de la nueva sociedad. Como hemos mencionado, han aparecido diversos artículos que desmienten todo el entramado que teje esta ideología (aquí y aquí, por ejemplo), pero, al mismo tiempo, han sido menospreciados como falsos o de poca relevancia. La razón es que muestran una verdad incómoda para esta nueva era: sencillamente, la verdad. ¿Cuántos niños nacen con vulva?, ¿cuántas niñas nacen con pene? ¿Acaso esto no es producto de una intervención quirúrgica que nada tiene que ver con la naturaleza de esos niños? Sin embargo, esto no es lo que importa: lo que prevalece es la imposición de una ideología falsa, de una mentira al servicio de un propósito. Al final, quienes han promovido estos carteles han utilizado a los niños para su fin, pero los arrojarán a la cámara de gas o al crematorio cuando ya no los necesiten.

   Mis preguntas son las siguientes: ¿en qué consiste esa nueva sociedad?, ¿cuál es la intención que subyace tras esta ideología?, ¿cómo pretenden que sea esa suerte de imperio alemán que Mengele ambiciona en el film? Supongo que hay un maligno interés gregario, que busca el sometimiento del hombre a sus pasiones e instintos, privándolo de su dignidad y de su libertad. Ciertamente, cuando el sexo es tratado de manera impúdica, todo se deprava y empuja al ser humano a comportarse como un mero animal, que solo anhela satisfacer sus necesidades primarias. De este modo, el adocenamiento es más fácil, ya que los animales carecen de la capacidad de razonar de la que gozamos los hombres. Tampoco descarto la existencia de un provecho económico, puesto que todas esas necesidades son saciadas mediante el dinero (recordemos que la susodicha campaña ha sido financiada por un empresario norteamericano).




   En la película, hay dos frases que resumen perfectamente esta situación, ambas pronunciadas por el doctor Mengele. Por un lado, esta: "Hemos convertido el mundo en un inmenso laboratorio", frase que hemos intentado desgranar a lo largo del texto; por el otro, la siguiente: "Una vez que los padres han cuidado de sus hijos, ya no los necesitamos para nada". En efecto, el gran triunfo de este nuevo orden es haber roto la familia, que es la sede de la libertad, de la identidad y de la dignidad del individuo. En cuanto se ha conseguido que los niños sean arrancados de sus padres, ya son víctimas de estos experimentos sociales; por eso interesa que crezcan rápidamente, que despierten cuanto antes al sexo y que este sea depravado enseguida, para que se pueda corromper su inocencia y esclavizarlos a sus pasiones. Sin embargo, hoy son muchos los padres que ven con buenos ojos este adoctrinamiento, por lo que lo propician en orden al bienestar y a la salud psicológica de su prole: "Si es lo que él quiere..." (aquí).

   Finalizando el metraje, Mengele se dirige al hogar donde inició sus experimentos. Allí, piensa que encontrará al futuro líder del imperio alemán, que él mismo ha cuidado mediante un adiestramiento concreto. Sin embargo, descubre que este no ha respondido correctamente a los estímulos que le había preparado, sino que actúa de forma imprevista. De esta manera, pues, yo deseo que ese reducto de libertad, que toda persona alberga en su interior, no sea eclipsado por el ambiente tan pernicioso que estamos viviendo; espero que esos niños (¡esas víctimas inocentes!) se rebelen contra el aleccionamiento que padecen y descubran así que su auténtica libertad y su verdadera salud psíquica estriban en aceptar su propio género.



sábado, 7 de enero de 2017

Silencio

   Esta entrada contiene la resolución del film, por lo que advierto que su lectura es peligrosa para aquellos que no deseen conocerla.


   Martin Scorsese es católico. Nunca lo ha ocultado. Tampoco ha negado que, en algún momento de su infancia, quiso ser sacerdote; muy al contrario, se trata de una anécdota que procura mencionar siempre que puede. Por estos motivos, resulta extraño que su acercamiento al cristianismo a lo largo de su filmografía haya sido tan escaso: podemos intuir esta fe (o una disertación sobre ella) en los protagonistas de Uno de los nuestros (¿tal vez su mejor película?) y en largometrajes como Toro salvaje (1980) y Al límite (1999), pero no encontramos una confesión explícita de la misma. Por desgracia, cuando quiso hacerlo, erró en su discurso y nos ofreció una imagen distorsionada (y blasfema) del Hijo de Dios mediante La última tentación de Cristo (en este sentido, también resulta inaudito que su mejor aproximación al cine religioso, Kundun, se la dedicase al budismo). Particularmente, pensé que, a través de Silencio, corregiría este derrotero; sin embargo, lejos de hacerlo, parece que se ha reafirmado en él. Veamos el porqué.




   La película se hace eco de la persecución religiosa que sufrió la Iglesia japonesa en pleno siglo XVII. Pese a lo que muchos puedan creer, se trataba, entonces, de una comunidad creciente, puesto que, desde la época de su fundación, a manos de san Francisco Javier, hasta el momento narrado por el filme, constaba de unos trescientos mil fieles. No obstante, estos fueron diezmados por las autoridades del país, que consideraron el cristianismo como una creencia propia de otras naciones y, por tanto, intrusa en su suelo y en su cultura. En su empeño por erradicar este supuesto enemigo, no solo ejecutaron a los nativos, sino que también hostigaron a los sacerdotes que los habían cuidado hasta el momento. Entre ellos, se encontraba el padre Ferreira, quien, según afirman las anotaciones contemporáneas, apostató y se convirtió al budismo.

   Esta noticia sorprendió tanto a sus hermanos jesuitas, que muchos de ellos se ofrecieron voluntarios para viajar a Japón, encontrar al sacerdote renegado y, al fin, devolverlo a la fe de la que había abjurado. Sin embargo, no queda constancia de que ninguno alcanzase su propósito, por lo que se resolvió que el padre Ferreira había aceptado de buena gana los tratados de aquel credo y que, por consiguiente, no deseaba retornar a su anterior creencia. Otros, empero, consideraron posible que su apostasía era un ardid encubierto, que albergaba la intención de vivir en secreto el cristianismo y, de este modo, propagarlo a los allegados (todo este relato puede ser leído de manera más detallada aquí). Esta última valoración es la que adopta el film de Scorsese.

   


   Sin embargo, se trata de un mero espejismo, puesto que, en el fondo, la película defiende una vivencia privada de la fe. En efecto, a medida que avanza el metraje, el sacerdote protagonista (un impagable Andrew Garfield) comprende las razones que han conducido al padre Ferreira a apostatar, y, por ello, decide sumarse a él. Por tanto, y según el film, la mejor manera de sobrellevar una asechanza es la rendición, el doblegamiento a las tiránicas imposiciones del perseguidor, que anhela precisamente el ostracismo de la fe (por supuesto, hablamos de la fe cristiana, pues el budismo, que vertebra la vida social japonesa, se presenta como inamovible).

   Como decíamos arriba, esta es la misma tesis que el cineasta mantuvo en La última tentación de Cristo, donde el mismísimo Hijo de Dios se cuestionaba el sentido del sufrimiento. Por esta razón, cuando este alcanzaba su paroxismo en la cruz, aquel imaginaba (o vivía realmente, pues no queda claro en el film) una existencia tranquila junto a una esposa y una prole, es decir, lejos de cualquier dolor causado por su convencimiento religioso. Tanto es así, que, cuando era asaltado por san Pablo, quien le proponía un compromiso mayor con el Padre, Jesús lo rechazaba y se refugiaba de nuevo en su vida reposada y normal (¡como el Andrew Garfield de la película que nos ocupa!). No obstante, y al margen de la blasfemia, el protagonista de aquel film terminaba comprendiendo el sentido del dolor y de la redención, y, por ello, volvía a la cruz, cosa que no hace el de Silencio.




   En esta postura de Scorsese, hay quien ve una confesión de su propia vivencia, que tendría que ser privada por culpa del alejamiento del cristianismo que existe en Hollywood (y que hemos denunciado en los artículos que aquí dedicamos a Mel Gibson: aquí y aquí). Sin embargo, ello no obsta para que considere a los mártires como ejemplos de personas que han preferido entregar su vida antes que apostatar. De otro modo, ¿qué sentido tendrían sus muertes?, ¿por qué merecería la pena ser torturado a causa de la fe, si esta podría ser vivida en la quietud del hogar? Evidentemente, no juzgo al cineasta por su discurso acerca de la lucha interna que conlleva el martirio (por cierto, muy bien expresada por él en este filme), sino por su empeño en proponerlo como un ideal absurdo: ¿acaso los japoneses crucificados no le sirvieron de ejemplo al sacerdote protagonista de la cinta?

   Bajo mi punto de vista, Socorsese ha perdido la oportunidad (otra vez) de hablarle al mundo explícitamente de su fe. Considero que ha partido de un material precioso y envidiable, pero que lo ha aprovechado para dar otro paso en falso (por supuesto, a un nivel moral, puesto que, técnicamente, la película es impecable). Me imagino, por tanto, qué habría sido del film si hubiese prescindido de esa resolución que lo estropea por completo. Una pena.