lunes, 27 de noviembre de 2017

Asesinato en el "Orient Express"

   La nueva versión de Asesinato en el "Orient Express" (Kenneth Branagh, 2017) refleja claramente el declive en el que ha caído el cine comercial de nuestro tiempo y, por ende, la muerte intelectual de nuestra sociedad. No me malinterpretéis, pues la película me ha gustado lo suficiente como para dedicarle una digestión cinéfila sosegada, descubriendo así que se trata de un film bien rodado, bien narrado y muy entretenido, factores de los que adolece buena parte de los productos que atestan las pantallas de nuestras salas. Pero, como digo, manifiesta la falta de imaginación y de talento que tienen los cineastas de hoy, subyugados por unos cánones artísticos poco exigentes, pero muy lucrativos. Para comprobar la veracidad de mi queja en cuanto al aspecto imaginativo del Hollywood de hogaño, solo hay que revisar de vez en cuando la cartelera semanal, en la que suele destacar algún remake, algún reboot, algún spin-off, alguna secuela, alguna precuela, alguna mediacuela (la saga Star Wars es experta en esto último) o cualquier cosa de índole similar; para comprobar la veracidad de lo segundo, solo hay que seguir leyendo este artículo.




   Como todo el mundo sabe, la película se basa en un relato homónimo de la célebre escritora Agatha Christie, que ya dio pie a un famoso film de idéntico título rodado por Sidney Lumet en 1974, así como a dos versiones para la televisión de mediocres resultados: Asesinato en el "Orient Express" (Carl Schenkel, 2001) y Asesinato en el "Orient Express" (Philip Martin, 2012). Tanto la novela como todos los largometrajes citados desarrollan el mismo argumento: la investigación por parte del detective Hércules Poirot del asesinato cometido a bordo del famoso tren que une Oriente y Occidente. De este modo, y nada más empezar, nos tropezamos con esa falta de innovación a la que aludíamos antes, pues el texto original no solo ha inspirado la cinta que nos ocupa, sino que también ha hecho lo propio con hasta tres películas más (tal vez por este motivo, su director, Kenneth Branagh, ha especificado una y otra vez que no se trata de un remake de ninguna de aquellas, sino de una nueva versión del libro de Christie).

   Sin embargo, y a pesar de la buena fe del cineasta, es harto complicado acometer una nueva adaptación cinematográfica de una novela obviando las que ya existen; más aún cuando una de ellas es una de las grandes obras maestras del séptimo arte: Asesinato en el "Orient Express" (Sidney Lumet, 1974). En efecto, como desconozco el original literario de Agatha Christie, me resulta muy difícil establecer un paralelismo entre él y sus dos versiones audiovisuales más conocidas (la de Lumet y la de Branagh); pero como sí he podido ver estas últimas, para mí es más sencillo encontrar los factores que las unen. De entre todos ellos, me gustaría destacar el primer tercio del metraje de ambas cintas, donde se presenta a los personajes que interactuarán a lo largo de la misma, es decir, a la víctima, al detective y a los doce sospechosos: como el desarrollo de esta presentación es tan parecida en las dos películas, no podemos pensar en absoluto que se trata de una mera coincidencia, sino que debe ser necesariamente, o bien una copia de la segunda respecto de la primera, o bien un homenaje (sea como fuere, indica la preeminencia de esta sobre aquella: ya que se trata de una obra maestra del celuloide, enseña a las demás películas cómo hacer buen cine).




   Pero la versión de Sidney Lumet no solo es reconocida en este sentido por ser el referente necesario de la de Kenneth Branagh, sino que también lo es por méritos propios. Así es, quien haya visto la película recordará que esta mostraba prácticamente un único escenario: el vagón comedor del "Orient Express" (ciertamente, este escenario era interrumpido de vez en cuando por las maravillosas imágenes exteriores del tren o por algún esporádico cambio de ubicación, pero siempre dentro del mismo medio de locomoción); de esta manera, el guion tenía que fundamentar su interés solamente en el poder de la palabra, soslayando para ello cualquier injerencia que convirtiese el film en un thriller de acción al uso. Por este motivo, y como si todo el metraje consistiera en una gran obra teatral, los sospechosos iban apareciendo en escena con el propósito de dar su testimonio y de influir, en la medida de lo posible, en el veredicto final de Poirot (tan cuidados estaban, y tan bien ejecutados, que el espectador no solo era capaz de unirse a los barruntos del citado detective, sino que también podía saltar como el encargado del tren y gritar quién era el auténtico criminal). Sin duda, al ver la cinta, muchos recordarían la temática y el desarrollo de la magistral Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957), del mismo autor. Y es que, cuando un artista domina su arte, no necesita ningún aditamento para demostrárnoslo.

   En cuanto a la versión de Branagh, debo decir que ejemplifica esa falta de cánones exigentes de los que me quejaba arriba. En efecto, partiendo de un material tan bueno, como a todas luces es la novela de Christie, pero, sobre todo, el film de Lumet, sorprende que el director no haya sabido aprovecharlo mejor (más aún cuando sabemos que es un apasionado de los escenarios, como demostró mediante las recomendables Enrique V y Mucho ruido y pocas nueces): de esta manera, donde aquel sostenía todo el entramado del largometraje en los potentes diálogos de sus protagonistas, este lo basa en la acción y en el golpe de efecto, factores de los que su predecesor abominaba ostensiblemente; así que aquí contamos con chistes sin gracia (¿en serio era necesario incluir el gag del bastón en el prólogo del film?), actuaciones ridículas e hilarantes (la del mismo Kenneth Branagh, que parece afrontar una parodia del famoso detective), persecuciones, tiroteos, confesiones de última hora (por si al espectador no le queda claro quién es el verdadero asesino del tren) y discursos finales altisonantes con su pequeña dosis de moralina. Todo ello, para agradar al espectador poco exigente, que se aburriría con una proyección de dos horas en la que solo aparecerían personas hablando y que carecería de cualquier tipo de acción.




   Pese a este aparente exabrupto, debo indicar que la película es un producto recomendable. Ciertamente, y a tenor de lo que nos está llegando a la cartelera estas últimas semanas, se trata de uno de los mejores films que podemos ver ahora en ella. Sin embargo, los que pretendan reencontrarse con el Hércules Poirot de antaño, olvídense de ello, puesto que verán algo más parecido al Sherlock Holmes que patentó Guy Ritchie que al detective que nos ofreció Sidney Lumet: un personaje dizque ingenioso que sabe correr detrás de los malos, contar algún que otro chiste y realizar alguna acrobacia marcial (afortunadamente, Branagh ha prescindido aquí de los conocimientos de kárate  que el citado Sherlock Holmes presentaba en su cinta homónima -por cierto, ya sé que en las novelas de Conan Doyle también practica las artes marciales). 

   Así que, ante este cambio de actitud tan evidente, en el que hemos pasado de ver un detective adulto y profundo a ver otro infantil y liviano, cabe la siguiente pregunta, que ya se hacían, mutatis mutandis, los protagonistas de Scream. Vigila quién llama (Wes Craven, 1996): ¿el cine ha logrado que los espectadores sean poco exigentes, o son estos los que han condicionado la fórmula actual del séptimo arte? A mi parecer, y sin mojarme demasiado, se trata de la influencia que los unos han ejercido sobre el otro, y viceversa: es decir, el hombre de hoy busca la inmediatez y el entretenimiento, y no productos que le conlleven más preocupaciones de las que tiene, cosa que el cine comercial le ofrece con gusto, pues vive de su dinero; pero este entretenimiento vacuo arrastra al hombre a la molicie intelectual, de manera que cada vez quiere cosas menos exigentes (¿recordáis a los indolentes humanos de la magistral WALL-E? Pues algo así...).  

   Por este motivo, conviene decir que esta última versión de Asesinato en el "Orient Express", pese a que sea recomendable, refleja con claridad la decadencia intelectual de nuestro tiempo, puesto que no busca ejercitar la mente del espectador, sino solo inocularle su dosis de entretenimiento. Por supuesto que no todo van a ser películas de arte y ensayo, pero antes no hacía falta refugiarse en una sala de este tipo para disfrutar del buen cine, puesto que las salas comerciales ofrecían genialidades como cualquiera de los títulos de Sidney Lumet citados arriba. Es verdad que todavía quedan grandes autores con capacidad narrativa, como el mismo Branagh demostró en sus primeras cintas, pero, como este panorama no mejore pronto, creo que asistiremos al sepelio del gusto cultural de nuestra sociedad.






domingo, 19 de noviembre de 2017

El faro de las orcas

   Lola viaja con su hijo autista Tristán hasta la Patagonia, Argentina. El motivo es que Tristán responde a estímulos ante la visión de las orcas por televisión. Allí está Berto, un guardafauna que tiene una relación muy especial con las orcas salvajes.

   Si miramos el paisaje de un pueblo primitivo visto desde un avión, lo que vemos serán miles de senderos, y seguramente muy pocas carreteras. Aquellos senderos primitivos evolucionarán según las veces que sean utilizados: los que se utilizan mucho se convertirán en carreteras; luego, se asfaltarán; probablemente, serán autovías; finalmente, una autopista que unirá dos centros grandes de interés. El autismo consiste en la incapacidad para seleccionar los senderos, eliminar los que no resultan interesantes para profundizar, y ampliar los que son importantes. Esto es lo que le pasa a Tristán.




   Lola es como tantas madres con hijos autistas: no sabe por qué ni qué hacer, y actúa con su niño de la mejor manera posible. ¡Cuántas madres dan su vida por su hijo distinto! Porque, cuando tienes a un niño como Tristán, tu vida ya no es tuya, sino de él. De este modo, ella cruzó medio mundo, porque, si Tristán responde a estímulos al ver las orcas por la televisión, ¿cuál sería su reacción al verlas in situ? ¡Maravillosa!

   Berto no sabía cómo entrar en el mundo de Tristán, hasta que entraron en el agua en busca de la orca: sin que ellos lo supieran, comenzó un vínculo de amistad gracias al animal acuático. Los autistas, al no tener empatía, no saben si lloras de alegría o de tristeza; no entienden el porqué, y es muy difícil llegar a ellos. Pero, cuando conectas, empieza a tejerse un lazo de amistad como el caso de Berto y Tristán.

   Hay momentos en que su madre le deja estar en su mundo, porque, según ella, el exterior le asusta. A lo mejor Tristán sí podía estar asustado, pero esa no sería la solución: el autista no mantiene un tipo de comunicación afectiva con el entorno, pero cuando se logra que acepte tenerla, mejora de manera evidente e inmediata en el uso del lenguaje, aunque solo sea gestual. Es por eso que Lola no tiene que aislarlo de los demás: ella quiere que se comunique, y es por ello que lo lleva a la Patagonia, pero ¿en la soledad?, ¿que se comunique en un paraje donde está solo con su madre, el guardafauna y una orca? Está muy bien, pero su madre no debería olvidar que su hijo necesitaría estar con más niños, que los vea, que le inviten a jugar aunque él “no esté”… (esta película está basada en hechos reales, y puede que haya algún dato que desconozca, pero lo que escribo es lo que he visto en la película).




   Creo que la película se centra poco en la interacción de Tristán con el animal: he visto más escenas de una madre preocupada por su hijo buscando compasión. Hay un libro muy bonito que se titula El niño de los caballos, y cuenta la historia de un padre que, llevado por una intuición y un inmenso amor, parte a caballo con su mujer y su hijo autista por las montañas de Mongolia, tratando de ayudar al niño. Los padres de Rowan, el hijo, emprenderán una aventura apasionante entre sobrecogedores paisajes, noches al raso, renos, caballos... e inolvidables personajes, que lo acompañarán en el viaje más importante: el interior de sí mismo.
  
   No hace falta irnos a Mongolia o a Argentina para vivir una aventura: la aventura comienza en el salón de tu casa, mientras jugáis a indios y vaqueros, y cruzar un puente colgante (una simple comba puesta en el pasillo)… Ahora que estamos en otoño, se puede salir a la calle y jugar con las hojas secas que caen de los árboles, hacer un bizcocho y mancharse de harina hasta las orejas…

   La vida es en sí misma una aventura.

María Pérez Chaves
Maestra de Audición y Lenguaje. Monitora de método CEMEDETE
(San Fernando, Cádiz)
@mpchvs



lunes, 13 de noviembre de 2017

Oro

   Esta semana ha llegado a nuestras pantallas la nueva colaboración del cineasta Agustín Díaz Yanes con el escritor Arturo Pérez-Reverte: Oro (id., 2017). En efecto, pese a la fallida Alatriste (id., 2006), ambos han decidido unirse otra vez con el propósito de adaptar un relato breve del segundo; en esta ocasión, una historia ambientada en los tiempos del descubrimiento y de la conquista de América. Por desgracia, como esta etapa de nuestras crónicas ha sido tan vilmente mancillada por la oscura leyenda negra que pesa sobre España (y que ha sido alimentada además por el esnobismo intelectual patrio), el espectador que desee acercarse al film tal vez crea que verá un insulto a la memoria de nuestros antepasados, como acontecía, por ejemplo, en la reciente 1898. Los últimos de Filipinas (Salvador Calvo, 2016) [aquí]; sin embargo, y contradiciendo en este sentido el conato de boicot que ha nacido en las redes sociales con el fin de evitar la asistencia del público, debemos indicar que la película no es una mofa (intencionada) de nuestros héroes, sino que se trata de un aceptable largometraje de aventuras dirigido con solvencia por su autor, aunque, ciertamente, la sombra de la mentira legendaria (o de la legendaria mentira) se extienda sobre él.




   La película narra las desventuras de un heterogéneo grupo de españoles en pos de El Dorado, la mítica ciudad india con la que todos soñaban, pues creían que estaba construida de oro. Aunque cada uno de ellos está unido por dicho anhelo, muy pronto se ven enfrentados entre sí por las posibles riquezas que hallarán dentro de sus muros. Gracias a esta ambición, no dudarán en recurrir a las confabulaciones y al asesinato, con el objetivo de adueñarse de todas las riquezas que la legendaria urbe les promete, aunque, al mismo tiempo, deberán sobrevivir a los distintos desafíos que la selva amazónica les propone.

   Tanto el relato de Pérez-Reverte como la película de Díaz Yanes parten de un claro referente histórico: la expedición del río Marañón, en Perú, que lideró Pedro de Ursúa con el propósito de hallar la citada El Dorado. Aunque sin duda podría haberse tratado de una gesta memorable, lo cierto es que se vio ensombrecida por las traiciones y las muertes perpetradas por Lope de Aguirre, uno de sus subalternos. Este, en efecto, deseó tan vehementemente las riquezas que le aseguraba la ciudad de oro que conspiró contra él y contra todo el que se opusiera a sus intenciones, actitud que incluso lo condujo al asesinato de su propia hija, de la que se había hecho acompañar de manera más bien imprudente; asimismo, esta ambición lo llevó a proclamar la independencia de los territorios que había conquistado respecto de la Corona de España y a declararse rey de todos ellos. Su vesania es tan célebre que hasta el séptimo arte le ha dedicado dos obras maestras, Aguirre, la cólera de Dios (Werner Herzog, 1972) y El Dorado (Carlos Saura, 1988), que también sirven de fundamento tanto al relato del escritor como al largometraje del cineasta (en este último sentido, Díaz Yanes no solo copia para su cinta varios personajes y situaciones de aquellas dos, sino que incluso calca escenas completas).




   Como señalábamos arriba, pese a las malas críticas que ha cosechado entre los incipientes boicoteadores de la película, que tal vez ni siquiera la hayan visto, se trata de una obra impecable a nivel técnico; de este modo, y sin temor a equivocarnos, es probable que reciba algún galardón en la (temible) ceremonia de los próximos Goya. Y es que, ciertamente, nos hallamos ante un largometraje que podríamos calificar de inmersivo, puesto que su recreación de la selva amazónica (con sus potentes y vivos colores, y con sus persistentes y cautivadores sonidos) es tan fidedigna que el espectador creerá estar caminando por ella, algo que solo hemos podido disfrutar en otros dos títulos españoles recientes: Cantábrico (Joaquín Gutiérrez Acha, 2017) y Handia (Jon Garaño y Aitor Arregi, 2017); su narración, que ha sido tildada por aquellos de plúmbea e incoherente, no tiene altibajos destacables, por lo que tampoco podemos atribuirle ese aburrimiento del que la acusan (aunque aquí no nos atrevemos a meternos en los farragosos senderos del gusto individual), y las interpretaciones de sus actores protagonistas son más que aceptables, aunque solo hayan tenido que poner caras de malo y gritar (y blasfemar) mucho. Precisamente, el único defecto que tiene estriba en el desarrollo de los personajes, que carecen de arco evolutivo y de hondura psicológica, pese a que lo disimule muy bien mediante frases altisonantes (en este sentido, también adolece de un desarrollo correcto del macguffin, el oro del título, pues este aparece como crisol de intenciones en contadas ocasiones, aunque pretenda ser el verdadero impulsor de toda la obra).

   Pero la verdadera dificultad que todos identificamos en la película (y que a todos nos indigna) es la manía de presentar a los españoles como los mayores asesinos de la humanidad, como a una pandilla de violentos pendencieros que hallaron en América una tierra propicia para la ejecución de sus fechorías (esclavitud de indios, violaciones de indias, saqueos de tesoros y el largo etcétera que se encarga de recordarnos la mentada leyenda negra, que aún persiste). Aunque es cierto que la cinta solo se centra en el grupo de exploradores que la protagoniza, da la impresión de que pretende representar con ellos un paradigma de la España del momento; impresión que, por otro lado, se convierte en certeza nada más comenzar el metraje, ya que, en unas pocas líneas de texto introductorias, se describe al español de entonces como se detalla a los miembros de la citada expedición. Asimismo, el guion muestra conversaciones y blasfemias que son impropias de la época, pero que reflejan esa mentalidad tendenciosa de su autor hacia los españoles del momento. En este sentido, la palma se la lleva el capellán que los acompaña, un fraile fanático muy del gusto de Pérez-Reverte, el mayor divulgador que actualmente tiene la leyenda negra en nuestro país, pero que es tremendamente ajeno a los religiosos que conformaron el Siglo de Oro español. Pese a esta mala imagen, nosotros creemos aquí que no se trata de una pretendida (y perversa) desmitificación de la conquista de América, como lo fue, mutatis mutandis, la citada 1898. Los últimos de Filipinas respecto del sitio de Baler, sino la presentación de un discurso asumido, aunque erróneo: que los españoles somos la peor calaña de la especie humana (y que la Iglesia es la institución más oscurantista que ha visto la historia del hombre).




   Volviendo al principio, nosotros creemos que, a pesar de lo que se postula en las redes sociales, Oro es una gran película, una buena muestra del cine español que nada tiene que envidiar a las superproducciones norteamericanas, de las que todo el mundo se queja, pero que todo el mundo ve. Sin duda, no es plato de buen gusto para quienes conocemos nuestra historia y la leyenda negra que la falsea, pero pensamos que no es un resultado del todo intencionado, sino el producto de una mentira que se ha convertido en verdad. Evidentemente, Pérez-Reverte lidera la divulgación de estos errores en sus novelas, donde proliferan inquisidores maliciosos y curas licenciosos, pues sabe que venden mucho tanto en suelo patrio como extranjero; sin embargo, no podemos decir si se trata de algo a lo que ha llegado por convencimiento o por simple interés comercial. Sea cual fuere la razón, echamos de menos en esta cinta, de la que es coautor del libreto, siquiera un destello de la obra evangelizadora y civilizadora de España en el Nuevo Mundo; es verdad que no todo sería una aventura épica, como demuestra la que llevó a cabo Lope de Aguirre en el río Marañón, pero que se centre en estas máculas indica lo mucho que ha calado en él esa leyenda negra de la que es promotor.


         

domingo, 5 de noviembre de 2017

Spielberg

   Hoy se cumplen cien entradas desde el nacimiento de este blog. En efecto, lo que comenzó siendo un pequeño proyecto con poco futuro, se ha convertido en una cita semanal (y personal) con el mundo del séptimo arte. Así, durante sus dos años de historia, ha sido visitado por más de sesenta mil lectores, que le han dado alas y repercusión tanto en otros medios digitales como incluso radiofónicos y televisivos. En este sentido, cabe destacar el alcance que tuvo el indignado artículo que escribí sobre la cinta 1898. Los últimos de Filipinas (Salvador Calvo, 2016), pues incluso algunos programas de actualidad política contactaron conmigo para hablar sobre él (puedes leerlo aquí), o el que la semana pasada dediqué a Lutero (Eric Till, 2003), que ha servido de revulsivo en algunos sectores del protestantismo actual (puedes leerlo aquí). Como adelanto en el margen de esta misma página, mi intención siempre ha sido la de disertar y aprender a través de la gran pantalla, y no la de manifestar simplemente una opinión acerca de los últimos estrenos; por este motivo, y en consecuencia, se trata de un blog en el que he procurado desvelar mi relación más íntima con el séptimo arte: por ejemplo, en el artículo dedicado a Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941) explico lo que siento cada vez que veo dicha película (aquí), o en el de Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), mi pasión por el celuloide (aquí). 

   Por tanto, como se trata de un blog al que he querido dotar de cierta intimidad, me gustaría dedicar la entrada número cien al director que corona este artículo: Steven Spielberg. El primer motivo se debe al estreno de un documental producido por la cadena HBO que lleva precisamente su nombre: Spielberg (Susan Lacy, 2017). Aunque no se trate del mejor reportaje dedicado a tan célebre figura, es el más actual, por lo que su ayuda a la hora de acercarnos a su pensamiento más reciente resulta del todo imprescindible. El segundo motivo se debe a que fue él, y no otro cineasta, quien me abrió las puertas de este maravilloso mundo, pues su filmografía me ha acompañado a lo largo de los años,  ha alimentando mi imaginación desde que soy niño y ha consolidado dentro de mí esta pasión que aún se perpetúa. De esta manera, será mejor que cojamos nuestras bicicletas, pongamos nuestro extraterrestre en el manillar y echemos a volar con ellas cuanto antes.


   

   Mi relación con Spielberg comienza en una fecha muy concreta: octubre de 1993. A la sazón, llegaba a nuestras pantallas uno de sus títulos más conocidos (y reconocidos) por todos: Jurassic Park (Parque Jurásico) (id., 1993). Como cualquier espectador de entonces, quedé fascinado por la historia que mostraba a un grupo de aventureros adentrándose en una isla plagada de dinosaurios, y me llevó a imaginar, como a cualquier niño de mi edad, que yo mismo recorría aquellos parajes y  que vivía aquellas mismas peripecias que había visto en ella; además, y arrastrado por el inevitable merchandising que generó el film, alimenté dicho entusiasmo con la novela que le había dado pie, con los juguetes que la promocionaron, y con los cómics y los videojuegos que proliferaron por doquier. Ni que decir tiene que las conversaciones que manteníamos mis amigos y yo en el patio del colegio se centraban de manera casi exclusiva en los entresijos de su argumento y en el deseo de ver pronto una secuela, que nos llegó algunos años después con El mundo perdido. Jurassic Park (id., 1997). Evidentemente, no quiero decir con ello que esta fuera mi primera película de Spielberg, pues ya había gozado con Encuentros en la tercera fase (id., 1977), E.T., el extraterrestre (id., 1982) o la saga Indiana Jones, aunque sí debo advertir que fue la que me enamoró definitivamente del séptimo arte.

   En efecto, a partir de ese momento, y con solo once años, resolví consagrar mi ocio al mundo del cine; para mí, este había dejado de ser un mero entretenimiento para convertirse en una auténtica pasión, que rayaba sin duda en la obsesión. Por este motivo, comencé a comprar revistas y libros dedicados a él; a escuchar programas radiofónicos o a ver programas de televisión que aumentaban mis conocimientos; a alquilar cintas de vídeos que ponían en imágenes todo lo que leía u oía, e incluso a asistir a proyecciones en los modestos cineclubs de mi entorno. Pero como esa devoción se la debía principalmente al director de En busca del arca perdida (Steven Spielberg, 1981), quise acercarme más a su figura, por lo que procuré estudiar su biografía y ver todas sus películas, sin excepción; de este modo, conseguí visualizar desde sus primeras incursiones televisivas (Galería nocturna, El diablo sobre ruedas y Algo diabólico) hasta sus cintas más adultas a la sazón: El color púrpura (id., 1985), El imperio del sol (id., 1987) y Always (Para siempre) (id., 1989). Aunque no hallé en estas últimas la espectacularidad que había visto en sus anteriores obras, porque seguía siendo un niño que adoraba los efectos especiales, encontré en ellas la sombra de un hombre versátil y apasionado que se expresaba a través del celuloide.




   Ciertamente, gracias a las múltiples biografías que había leído sobre Spielberg, descubrí que este había crecido en un hogar muy feliz, en el que siempre había encontrado el refugio que no hallaba en sus compañeros de colegio (al contrario de lo que se pueda deducir de su obra, no tuvo muchos amigos durante su niñez, pues todos se reían de él a causa de su desbordante imaginación). Sin embargo, esta dicha se quebró el día en que sus padres se divorciaron, lo que provocó un dolor tan intenso en él que quiso representarlo en cada una de sus películas, a fin de que nadie experimentase su misma tragedia (de ahí que la familia o el reencuentro de la misma cobre tanta importancia en su filmografía). De hecho, una cosa que he aprendido con este documental es que la mencionada E.T., el extraterrestre pretendía ser una metáfora de la ausencia (o de la necesidad) del padre (¿no es también algo palmario en Hook (El capitán Garfio)?), algo que él experimentó y que suplió a través del cine (rodando películas con sus hermanas y con sus pocos amigos), de su mundo imaginario (en este documental reconoce que estaba todo el día frente al televisor, y escribiendo o ideando historias basadas en lo que veía en él)... y de la fe (¿no es evidente la similitud entre el conocido alienígena y Jesucristo? Aunque debemos indicar que esto es un mero recurso narrativo, puesto que él siempre ha sido un devoto judío).   

   Pero lo que más me entusiasmó (y me llenó de envidia) fue que, siendo niño, ya lograse su propósito de rodar una película: Firelight (id., 1964), una obra de 140 minutos de duración  sobre una invasión extraterrestre que grabó con cámaras de alquiler y con un grupo de aficionados como él. Hoy no queda nada de esta obra amateur, pero gracias a internet podemos visualizar unos cuantos fragmentos de la misma, aunque interrumpidos por viejos comentarios de su director (puedes verla aquí). Para mí, se trata de un excelente testimonio de su amor por el cine, que lo llevó a movilizar a casi todos sus vecinos con el fin de cumplir su ansiado empeño. Sin lugar a dudas, es un ejemplo para todos aquellos que alguna vez hemos acariciado el sueño de imitarlo y de seguir sus pasos, pues con esta película demostró lo que siempre nos ha transmitido mediante sus largometrajes posteriores: que los sueños se hacen realidad.




   Por supuesto, el paso del tiempo es inevitable, por lo que, a medida que he ido cultivando esta pasión por el celuloide a lo largo de mi vida, he ido descubriendo otros directores que me han entusiasmado más que Spielberg (¿dónde has estado todo este tiempo, Clint Eastwood?); además, este no ha vuelto a ser el mismo desde que rodara La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), puesto que su obra se ha convertido en algo más artesanal que pasional, incluso en cintas de corte infantil y juvenil, como la infravalorada Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (id. 2008), Las aventuras de Tintín. El secreto del unicornio (id., 2011) o Mi amigo el gigante (id., 2016). Pero ello no obsta para que le siga profesando esta devoción que aquí he demostrado, pues fue él, y no otro cineasta, quien me abrió las puertas de este magnífico universo.

   Por otro lado, pienso que el cine comercial de hoy le debe muchísimo a Spielberg, ya que la infancia con la que ha soñado toda una generación de cinéfilos se fundamenta en la que retrató él durante sus primeras películas; así, cintas de enorme éxito como It (Andrés Muschietti, 2017), o series tan populares como Stranger Things (Duffer Brothers., 2016), jamás habrían existido si aquel no las hubiese cimentado con su imaginario (recordemos que los respectivos autores de estas nunca han ocultado su pasión por este director). Por este motivo, creo que no existe un mejor reconocimiento por mi parte que el dedicarle esta entrada número cien de mi blog, que, como su fulgurante carrera, comenzó siendo un pequeño proyecto, pero que hoy ha llegado a abrirse un modesto hueco dentro de esta amplia blogosfera (se sobreentiende el mutatis mutandis). Por supuesto, él jamás leerá este artículo, pero quiero que a todos los que sí lo hagáis os sirva de humilde testimonio de lo que por mí ha hecho este genial cineasta, un hombre que cautivó desde niño mi imaginación y que logró que me enamorarse para siempre del séptimo arte.