sábado, 15 de septiembre de 2018

Yo confieso

   No sé si os habéis enterado, pero, hace tan solo unos meses, se aprobó en Australia una ley que obligaba a los sacerdotes a quebrar el secreto de confesión en caso de abusos sexuales de menores; es decir, y para que quede claro, que si alguien está acusado de ese delito y un sacerdote lo sabe a ciencia cierta porque ese alguien se ha confesado con él, el sacerdote debe delatar al criminal (aquí). Es verdad que únicamente ha sido aprobado en tres de los ochos estados del país, pero ello no obsta para que se implante paulatinamente en el resto del territorio (como es la intención del Gobierno). Sea como fuere, en esos tres estados australianos la ley entrará en vigor el año que viene. ¿Y qué han respondido tanto los sacerdotes afectados como la Conferencia Episcopal Australiana? Que no piensan romper el sigilo sacramental; más aún, que prefieren ser ajusticiados antes que quebrarlo (aquí).

  Aunque lo parezca, esta ley no es totalmente reciente, ya que, a lo largo de la historia, han sido muchos los Gobiernos que han procurado asaltar la intimidad de un penitente mediante el quebrantamiento sel secreto de confesión por parte de los sacerdotes. El mayor ejemplo de ello, o al menos el más célebre, es el de san Juan Nepomuceno, un presbítero del siglo XIV que fue arrojado al río Moldava por no querer revelar la confesión de la reina de Bohemia (actual Chequia). Pero resulta curioso que, en una época en que se presume de libertad individual, resurjan estos debates, que no solo proponen la coartación del sacerdote, sino también la del propio individuo (si una persona teme que su secreto puede ser revelado, ¿a quién se lo va a contar?); porque esta ley no es exclusiva de Australia, ya que también países como la India o Irlanda (antaño, este último era un bastión del catolicismo occidental) han propuesto leyes similares.




   Ni que decir tiene que, a todo cinéfilo cristiano, toda esta rocambolesca (aunque muy peligrosa) situación le recordará al argumento de la famosa cinta de Alfred Hitchcok Yo confieso. Ciertamente, en ella podíamos ver cómo el sacristán de una parroquia canadiense se acusaba de haber asesinado a una persona; por supuesto, y como no podía ser menos en el imaginario del cineasta inglés, el sacerdote que recibía la confesión era a la vez el párroco del susodicho sacristán, por lo que ambos, a partir de ese instante, se veían obligados a convivir sin poder hablar acerca del homicidio. Pero ahí no quedaba la cosa (eso sería algo más o menos sencillo), ya que, por una serie de circunstancias, el sacerdote resultaba sospechoso del asesinato, por lo que tenía que demostrar su inocencia sin aportar pruebas y sin delatar en ningún momento al verdadero culpable; de este modo, cuando el presbítero era interpelado acerca del particular, solamente podía responder que estaba incapacitado para hablar.

   Precisamente, esa es la clave de interpretación del sigilo sacramental al que se deben todos los sacerdotes: la incapacitación. En efecto, no es que un sacerdote no deba hablar sobre lo escuchado en el sacramento de la Penitencia; es que no puede hacerlo bajo ningún concepto, está incapacitado para ello. Así es, según el punto 983 del Código de Derecho Canónico, que es la ley que rige la vida interna de la Iglesia, "el sigilo sacramental es inviolable, por lo que está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo"; asimismo, advierte que "está terminantemente prohibido al confesor hacer uso, con perjuicio del penitente, de los conocimientos adquiridos en la confesión, aunque no haya peligro alguno de revelación". De este modo, aunque quisiera, un sacerdote no podría quebrar ese silencio que la Iglesia le impone, pues, independientemente de la amenaza de excomunión a la que se enfrentaría, estaría violando esa intimidad que todo hombre merece (sea dicho hombre bueno, malo o regular).




   Justamente, cuando hablamos de la moralidad del individuo (que si es bueno, malo o regular), nos puede asaltar la duda sobre la posibilidad de quebrar ese silencio (que es imposible, pero que, aun así, puede generar ese debate que ha sacado a la palestra el Gobierno australiano): si es un violador de niños, ¿por qué un sacerdote no lo va a acusar, pudiendo evitar de este modo que otros niños sean atacados? La razón estriba en esa intimidad de la que antes nos hacíamos eco, pues al respeto de ella estamos llamados todos. Hitchcok, que era católico, lo sabía muy bien; por eso, cuando fue entrevistado con motivo del estreno de la película, aseveró: "Los católicos sabemos que un sacerdote no puede revelar un secreto de confesión, pero los protestantes, los agnósticos y los ateos piensan: 'Es ridículo callarse; ningún hombre daría la vida por algo así'". De modo que, incluso ese hombre al que consideramos maligno por sus crímenes, tiene derecho a ver cómo su conciencia y su relación íntima con Dios es salvaguardada.

   Pero es posible que el problema de fondo sea otro. Es decir, tal vez la intención de esos Gobiernos  que proponen leyes para quebrar el sigilo sacramental no sea solo la salvaguarda del inocente, sino también la intromisión en la conciencia individual, que es el único reducto de libertad que hoy le queda al ser humano. Si el Estado tuviera la capacidad de entrometerse en el diálogo íntimo de un penitente con su confesor, ¿qué confianza le queda al primero? De este modo, ya no recibiría consejos espirituales del segundo, ni tendría que someterse a la moral que le enseñase, sino que actuaría conforme a un criterio propio, alejado del que propone la Iglesia a sus fieles. El Estado se erigiría entonces como el verdadero autor de una nueva moral, aunque ya no sería divina y eterna, sino humana y voluble; asimismo, como la Iglesia no tendría capaz de juzgar ni de absolver una conciencia, sería el omnipotente Estado el que lo haría, siguiendo los dictados de su propia religión (que serían sus leyes particulares). Por supuesto, a un lector contemporáneo le puede resultar una exageración, pero no se aleja tanto en el tiempo de nosotros una situación idéntica a la descrita, pues , tanto en la extinta Unión Soviética como en la actual Cuba, es el clima que se vive (los países comunistas erradicaron la fe católica, porque esta proponía una moral que chocaba frontalmente con la que ellos querían imponer).




   Es por ello que, hoy más que nunca, debemos rezar por los sacerdotes australianos, que se ven amenazados por un ataque abierto contra la libertad; como hemos indicado, ellos han afirmado que están dispuesto a ser encarcelados y ajusticiados antes que romper el sigilo sacramental, por lo que tenemos que pedir para que sean fuertes. Pero también debemos tener cuidado, porque esas leyes se han extendido por la India y por Irlanda, así que ¿quién no nos dice que pronto las veremos en otros países europeos, como el nuestro? De fondo se halla la intromisión en la conciencia individual, que es donde reside nuestra auténtica libertad; es por ello que también debemos pedir por nosotros mismos y por nuestro sacerdotes, pues, igual que aquellos, estamos llamados a dar testimonio de nuestra fortaleza y de nuestra integridad, cuando nuestra conciencia se vea amenazada.