viernes, 30 de diciembre de 2016

La invasión de los ultracuerpos

   Cuando faltan pocas horas para que concluya 2016, es el momento de realizar un balance sobre lo que ha supuesto este año. En muchos blogs y en muchas páginas de temática cinematográfica, ya han elaborado sus listas acerca de las mejores películas que hemos podido ver en nuestro país; también han detallado cuáles han sido las que han decepcionado al público, las que han sorprendido a todos y las que más dinero han recaudado. En otros, por el contrario, se han aventurado a denominarlo como el "año que murió David Bowie" (recordemos que protagonizó títulos tan conocidos como Dentro del laberinto y La última tentación de Cristo) o, más recientemente, "el año que murió Carrie Fisher" o "el año que murió la princesa Leia". Yo no me atrevo a publicar mi propio índice, aunque sí me gustaría otorgarle un nombre: el año de los Ultracuerpos.




   Un ultracuerpo es una suerte de organismo extraterrestre que ha viajado por el espacio para hallar un planeta en el que poder asentarse. De entre todos los que ha visitado, el nuestro es el que le ofrece las condiciones idóneas para cumplir sus oscuros propósitos. Estos consisten en suplantar a los seres humanos con copias idénticas de ellos, de manera que no puedan diferenciarse unos de otros. Tal vez, la única distinción evidente sea su ataraxia, ya que un ultracuerpo es un ser sin sentimientos ni emociones. Esta característica le ayuda a construir una sociedad pacífica y ordenada, en la que no existe ningún tipo de conflicto, puesto que todos responden al adocenamiento de su propia especie. La particularidad más reconocible del ultracuerpo es su manera de propagarse: elabora el duplicado humano en el interior de una vaina vegetal, mientras la víctima duerme; al mismo tiempo, absorbe el cerebro de esta, para conservar sus recuerdos y asemejarse a ella; finalmente, cuando el proceso concluye, incinera el cuerpo de aquella y la reemplaza en su vida cotidiana. A partir de ese momento, su intención es que todos los que lo rodean duerman, para poder colocar junto a ellos una de las dichosas vainas y, así, convertirlos también en ultracuerpos.

   Los ultracuerpos que nos han invadido este año, empero, no son de origen extraterrestre, sino que son miembros de la especie humana. Sin embargo, han usado el mismo sistema de propagación que ellos, puesto que empezaron siendo unos pocos y ahora se cuentan por millares. También es complicado identificarlos, ya que son exactamente iguales que las personas que hemos conocido desde siempre. A diferencia de aquellos, no obstante, estos sí tienen emociones, pero el discurso de sus razonamientos los delata, pues todos tienen la misma opinión sobre los mismos asuntos. Su propósito, como el de los primeros ultracuerpos, es crear una nueva sociedad, en la que todos caminen por un sendero único, de manera que no exista ningún criterio discordante que altere su buen funcionamiento. De todas formas, si algo así ocurriere, tienen un medio infalible para corregirlo: el desprecio. Evidentemente, alguien que se sienta señalado por un dedo acusador, volverá de inmediato a engrosar la fila del sumiso rebaño, puesto que nadie desea el ostracismo. Los mecanismos usados hoy para llegar a esta situación no difieren mucho de los de aquellos, pues también aprovechan el aletargamiento inducido por los media para absorber el cerebro de sus víctimas.




   Es posible señalar tres materias que simplificarán la identificación de los invasores: la cultura, la religión y el género. En cuanto al primero, el ultracuerpo se declarará de acuerdo con la multiculturalidad; es decir, abogará en favor de la integración en nuestra sociedad de supuestas minorías raciales que sufren un desprecio. Para él, este sector suele ser representado, casi exclusivamente, por los que gusta denominar "musulmanes" o "árabes", como si todos los primeros fueran segundos, y viceversa. Por supuesto, aborrece la palabra "moro", ya que la considera ofensiva, pese a que, a lo largo de la historia (¡ya desde la época de los romanos!), ha sido el término usado para referirse a ellos, sin la menor connotación despectiva (evidentemente, nunca entenderá que aquellas dos palabras también pueden ser proferidas como insultos, si se usan con el timbre de voz adecuado). Además, si un musulmán trastorna su alto concepto de tolerancia, nunca se atreverá a delatarlo, puesto que puede caer en el ostracismo que arriba hemos mencionado (aquí). El insulto que lanzará si encuentra a alguien que sí lo haga será "racista", aunque también podrá recurrir a "facha". 

   Con respecto a la religión, íntimamente ligada a la cultura, el ultracuerpo se mostrará comprensivo con el islam. Para defender su actitud, argüirá excesos históricos que ha tenido el cristianismo con este, como la Reconquista y las cruzadas (más allá de estos dos, no encontrará otro atropello de esa índole); por supuesto, verá en ellos una deuda para con los fieles mahometanos, que han sido víctimas de la sangrienta cruz de Jesucristo. Por este motivo, adoptará una postura condescendiente hacia ellos, como si tuviera que pedir perdón una y otra vez por el supuesto daño que la Iglesia, España y la sociedad en general les han infligido. Se sentirá dichoso si erigen mezquitas, pero maldecirá si se construye un nuevo templo católico; verá como un refrendo de su propia tolerancia la celebración de la fiesta del cordero, pero pensará que la Semana Santa es ofensiva, y creerá que la colocación de un belén en un espacio público afrenta a los que no sean cristianos, mientras que no valorará la posible injuria que esto suponga a los que sí lo sean, que continúa siendo la mayoría de los españoles (aquí). Por supuesto, si uno camina fuera de este raíl, se enfrentará al destierro social y recibirá el apelativo de "intolerante" o de "facha".  

   Finalmente, el ultracuerpo podrá ser desvelado por su opinión acerca de la ideología de género. Es evidente que él negará su existencia, puesto que, estará tan embebido de ella, que será incapaz de reconocerla. Sin embargo, defenderá con tenacidad sus principios: hará ver que un hombre puede ser mujer si así se siente, y viceversa; además, estará de acuerdo con el adoctrinamiento de los niños en las escuelas (aquí) y con los múltiples derechos que merecen los homosexuales y los transexuales por el simple hecho de serlo (aquí). Por supuesto, una palabra disonante de este discurso, lo conducirá a calificar de "homófobo" o de "facha" a quien haya tenido la ocurrencia de pronunciarla.




   Por ahora, es fácil reconocer y engañar al ultracuerpo, puesto que uno puede disimular sus opiniones cuando se encuentra frente a él. Sin embargo, llegará el día en que resulte más complicado, puesto que creará agentes de la autoridad que defiendan su imperio de lo correcto (aquí y aquí). Por ello, es necesario que, mientras sea posible, los humanos formemos pequeños núcleos de resistencia, que impidan el aletargamiento de otros como nosotros y que despierten de su sueño a los que hayan caído en él. Estos focos deben centrarse en la familia, que es la sede de la libertad del individuo, pero debe extenderse también a los amigos más cercanos, para que no se dejen arrastrar por esta nueva sociedad.

   Sorprendentemente, a veces nos llegan mensajes desde las trincheras mediáticas, haciéndonos ver que no estamos solos en esta lucha (aquí y aquí). Esto nos debe animar a proseguir con ella, manteniéndonos fuertes contra la terrible dictadura que estamos padeciendo. Si al final lo conseguimos, 2016 no será conocido como el año de los Ultracuerpos, sino como el año de la Resistencia.




  

sábado, 24 de diciembre de 2016

Feliz Navidad

   Navidad es una época propicia, en lo cinematográfico, para ver de nuevo filmes que nos recuerden el sentimiento de bondad que debe primar en nuestras vidas. En este sentido, los que amamos el séptimo arte solemos recurrir a Qué bello es vivir (Frank Capra, 1946), el clásico indiscutible de estas fiestas; o bien, si somos nostálgicos, podemos echar mano de Solo en casa (Chris Columbus, 1990) y Solo en casa 2. Perdido en Nueva York (ib., 1992), y de Los fantasmas atacan al jefe (Richard Donner, 1988), que eran los largometrajes que siempre emitía la televisión cuando éramos niños. Afortunadamente, el cinéfilo católico actual también puede recuperar Natividad (Catherine Hardwicke, 2006), que es una vuelta a la raíz de esta celebración tan entrañable. Pero, por el camino, olvidamos títulos que podrían formar parte de este canon, como Feliz Navidad (Christian Carion, 2005), que es la película que aquí proponemos hoy.




   En 1914, cuando no bien había estallado la Primera Guerra Mundial, un grupo de militares, de bandos enemigos, se reúne para celebrar la Nochebuena. La experiencia satisface tanto a todos, que no dudan en congregarse de nuevo al día siguiente para conmemorar la Navidad. De este modo, surge una amistad entre ellos que, más tarde, cuando se reanude la batalla, dificultará el tiroteo al que se ven obligados por su condición de combatientes. Por supuesto, esta actitud no será comprendida por los mandos de las respectivas facciones, que harán lo posible para detener esta súbita confraternización. 

   Lo primero que puede sorprender al espectador que se acerque a este film por primera vez es su asombroso argumento, puesto que le resultará increíble que unos enemigos frenen el combate para celebrar la Navidad. Lo segundo que lo pasmará cuando vea la película será el descubrir que esta se hace eco de una situación real. En efecto, el metraje de esta cinta es garantía de que, como tantas veces habremos dicho, la realidad supera la ficción, ya que, verdaderamente, en pleno fragor de la guerra, hubo un receso para festejar el nacimiento del Hijo de Dios en Belén.  




   Tal vez, la mentalidad de nuestro tiempo sea incapaz de comprender un milagro como este, puesto que hoy celebramos la Navidad como una fiesta más dentro de nuestro calendario. Sin duda, nuestros almanaques están salpicados por eventos que interrumpen la vida cotidiana, con el (buen) propósito de amenizar nuestra rutinaria existencia; pero estos pueden ser sustituidos por otros que sean mejores, o bien pueden ser soslayados cuando haya una razón laboral o personal que lo exija. La Nochebuena, empero, y el 25 de diciembre son irreemplazables: siempre habrá un villancico, una cena, un brindis o un recuerdo especial para los que ya no estén junto a nosotros. Y esto solo tiene un motivo: la venida de Jesucristo al mundo. 

   Efectivamente, cada año, celebramos que el Hijo de Dios se encarnó, para devolver a los hombres la paz que ellos mismos habían perdido como consecuencia de su pecado. Además, esta devolución inmerecida, puesto que fuimos nosotros quienes nos apartamos voluntariamente de nuestro Creador, trajo consigo otro beneficio: la filiación. Es decir, desde el momento en que Jesús tomó nuestra naturaleza humana para rescatarla, nos adoptó como hermanos y, por tanto, como hijos de su Padre. ¿Acaso existe, pues, mayor motivo que este para una celebración anual?, ¿acaso no es necesario rememorar esta gracia con la alegría propia de las fechas?, ¿o no es imprescindible hacerlo con la familia, que nos recuerda que ha sido bendecida mediante el nacimiento de Belén?




   La mentalidad de nuestro tiempo, pues, tendrá que doblegarse a esta verdad, que es la que subyace tras estas celebraciones. Desgraciadamente, y en su agonía, pretende imponer otras que la sustituyan; para ello, vacía la Navidad de su contenido original, de manera que no resulte ofensiva a quien no crea en ella. Pero, si esta fiesta no conmemorase el nacimiento del Hijo de Dios, ¿por qué tendría que ser alegre?, ¿por qué cada uno tendría que recordar a sus familiares difuntos o alejados?, ¿por qué tendríamos que empeñarnos en celebrarla con aquellos de estos últimos que aún viven?, ¿por qué deberíamos cultivar nuestros buenos sentimientos? Si el motivo fuera la llegada del invierno, ¿por qué esta estación nos tiene que conducir a un comportamiento mejor y más entrañable?

   Por esta razón, la persona que abomine del sentido religioso de la Navidad, que es, por otro lado, el único que tiene, nunca entenderá lo que esta película narra. Para ella, será una mera ficción o una exageración de un hecho puntual, pero no tendrá la relevancia que tiene para el cristiano, ni verá en ella el milagro de amor que aquella encierra. Por este motivo, se trata de un excelente largometraje para el canon que solemos recuperar estos días, puesto que incide en esa verdad que hoy el mundo olvida: Jesucristo, el Hijo de Dios, ha nacido en Belén para devolverle al hombre la paz.



sábado, 17 de diciembre de 2016

Rogue One. Una historia de Star Wars

   Por fin llega a nuestros cines el primer (y esperadísimo) spin-off de La guerra de las galaxias. En efecto, cuando Disney adquirió los derechos de esta última, no solo se comprometió a rematarla con los tres episodios finales, sino que también aseguró que la completaría mediante pequeñas historias que habían sido sugeridas en la saga central. La película que hoy nos ocupa, por tanto, cumple dicha promesa, y lo hace de manera acertada, ya que presenta un relato correcto que agradará a los fans (aunque sin mucho entusiasmo) y que gustará a la nueva generación de aficionados galácticos.




   Como todo el mundo sabe, nos encontramos ante una película que se ubica después del episodio III e inmediatamente antes del IV. En este último, veíamos cómo el golpe final de la Alianza Rebelde al Imperio galáctico era impulsado por el robo que hacía la primera de los planos de la Estrella de la Muerte, el arma principal y más temible del segundo. El film, pues, detalla la gesta emprendida por el grupo de valientes que arriesgó su vida con el propósito de arrebatarle al enemigo los arcanos de la citada y letal arma. A diferencia de los otros largometrajes, este no está protagonizado por Jedi ni aprendices de la Fuerza, sino por el pueblo libre que se alzó contra la opresión impuesta por el malvado emperador Palpatine.

   Evidentemente, el largometraje nace con vocación de relato menor dentro de la odisea galáctica, puesto que su interés no se centra en el drama de los Skywalker, sino en una historia tangencial que tiene a estos como telón de fondo. Por dicho motivo, su director prescinde de la espectacularidad que caracteriza a aquella y de un reconocible elenco actoral que pudiera ensombrecerla. Ello no significa que el film renuncie a todo lo que siempre ha distinguido al universo Star Wars, pues, más bien al contrario, su distanciamiento propicia un metraje respetuoso con el original y, sobre todo, novedoso para los devotos seguidores.




   Precisamente, uno de los problemas de los que adolecía El despertar de la Fuerza (J.J. Abrams, 2015), película que impulsó esta nueva ola creativa dentro de la saga, era su absoluta dependencia de la trilogía original. En verdad, aunque todos disfrutásemos de ella como nunca lo hicimos con los episodios I, II y III, el film no dejaba de ser un refrito de todo lo que ya habíamos visto con anterioridad en La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), El Imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980) y El retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983); es decir, un ejercicio de impúdica nostalgia que no hacía avanzar como debiera el entramado narrativo (a pesar de los excesivos defectos de aquellas tres precuelas, es necesario reconocerles su acierto en esto último). Por suerte, y como hemos indicado, ese distanciamiento con el que es concebido Rogue One logra desuncir a esta del restrictivo yugo melancólico y le otorga una libertad que muchos añoramos en el episodio VII (por supuesto, existen varios guiños a lo largo del metraje, pero están mejor insertados que los que vimos en la película de Abrams).

   En cuanto a su vinculación con la cinta original, debemos indicar que bebe ampliamente de la frescura que presentó George Lucas en aquella, puesto que recupera toda el marco bélico en el que esta se desarrollaba (algo que también pudimos ver en la magistral serie de animación Star Wars Rebels, homenajeada aquí en alguna escena), la manera de presentar a los personajes (desenvolviéndolos paulatinamente) y su candoroso sentido del humor (no olvidemos que La guerra de las galaxias fue pensada para satisfacer a los niños). Por desgracia, en los personajes principales de este spin-off estriba su defecto más evidente, ya que carecen de la complejidad que ostentaban en las anteriores películas de la saga (recordemos que Han Solo pasaba de ser un contrabandista escéptico y egoísta a ser un pilar fundamental de la rebelión... ¡en una sola película!, y que Anakin pasa de ser el niño inocente de La amenaza fantasma al malvado Darth Vader de La venganza de los Sith). Además, no encontramos entre ellos ninguno tan carismático o entrañable como el citado Solo, o como Chewbacca o los legendarios R2D2 y C3PO. ¡Ni siquiera lo es la protagonista femenina, que no llega ni por asomo al grado de empatía mostrado por Daisy Ridley en El despertar de la Fuerza! Es posible, no obstante, que, como señalamos arriba, esto forme parte de una estrategia premeditada, puesto que este es un film menor, por lo que debe soslayar todo factor que eclipse a la saga central.     

   Así pues, si este es el propósito de la película, cumple su función: se trata de un film correcto y con pocas pretensiones; no es magistral ni del todo espectacular, pero está bien acabado y hace vibrar al espectador. Como indicamos al principio del texto, conseguirá agradar a los fans incondicionales de la saga y gustará a todos aquellos que ahora se estén adentrando en ella. Por otro lado, sirve de excelente aperitivo para el verdadero plato fuerte del menú Star Wars: el episodio VIII, que podremos ver el año que viene.



domingo, 11 de diciembre de 2016

Hasta el último hombre

   Hace unos meses, dedicamos un extenso artículo a Mel Gibson en este mismo blog (aquí). El motivo era el estreno de su última película como intérprete, Blood Father (Jean-François Richet, 2016). Como veíamos en dicha crónica, este largometraje fue acogido por el cineasta como una confesión de su propio pasado, puesto que, igual que él, el protagonista de la cinta luchaba por desprenderse de sus antiguos problemas con las drogas y el alcohol; asimismo, pretendía recuperar la vida familiar que estos habían arruinado. Al final del escrito, además, anunciábamos la inminente llegada de su siguiente film a nuestras pantallas, la presente Hasta el último hombre (ibíd., 2016), que intentaba ser su regreso definitivo al mundo del espectáculo. Pese a las excelentes críticas que está recabando, no se trata de su mejor obra (reconocimiento que tal vez merezca Braveheart), pero sí de un título muy personal que aquí procuraremos analizar.



   
   La película narra la hazaña emprendida por el soldado Desmond Doss en el asalto a la colina de Hacksaw, en Okinawa, durante la Segunda Guerra Mundial. En su firme propósito de no tocar un solo arma por motivos de conciencia, salvó la vida, sin embargo, a muchos de sus compañeros a lo largo del cruento combate. Esta heroicidad fue recompensada con la medalla de honor del Congreso, que es la máxima condecoración que puede otorgar el presidente de los Estados Unidos a un miembro de sus Fuerzas Armadas. De esta manera, Doss se convirtió en el primer objetor de su país en recibir tal galardón.

   Como hemos indicado, nos encontramos ante el regreso a la dirección del siempre controvertido Mel Gibson. Desde que estrenara su magistral Apocalytpo (ibíd., 2006), se había mantenido apartado de las cámaras con el fin de recuperarse de una biografía marcada por los excesos. Precisamente durante la presentación de este largometraje, fue arrestado por conducir ebrio y por encararse al agente de Policía que lo detuvo. Sin embargo, lejos de amilanarse o de truncar su vida por completo, asumió su equivocación y procuró resarcirla concurriendo a un programa de autoayuda para alcohólicos, decisión que lo auxilió a superar el grave trance por el que pasaba (tanto fue así, que los jueces del caso elogiaron públicamente su comportamiento y su buena disposición).    

   Durante ese período, Mel Gibson fue objeto de desprecio por parte de sus colegas cinematográficos, que lo abandonaron a su suerte cuando se destaparon sus comentarios acerca de los inmigrantes, de los judíos y de los homosexuales (aquí). De hecho, nadie que anteriormente se considerase su amigo quiso testificar a favor suyo cuando aquellas se filtraron (aquí). Pero este desamparo solo fue el colofón de una problemática que había nacido cuando estrenó La pasión de Cristo (ibíd., 2004). Efectivamente, este largometraje había sido denunciado por la comunidad israelí como antisemita (aquí), hecho que a la sazón volvió a la palestra y sirvió para ridiculizarlo a él y para ridiculizar la fe que profesaba.




   Por este motivo, la analogía que Gibson establece entre él mismo y Desmond Doss es evidente. Por un lado, tenemos al soldado estadounidense, que, por mantenerse fiel a su credo, recibe los ultrajes de sus compañeros; por el otro, a un cineasta que nunca ha abjurado de su fe, pese al desprecio al que es sometido por culpa de esta y a la orfandad a la que fue condenado durante la etapa citada en el párrafo anterior. Asimismo, es un hombre consciente de su notable talento y de los obstáculos que este encuentra debido a su condición religiosa (aquí), como el citado Desmond tropieza con los impedimentos de sus conmilitones cuando destaca sobre ellos gracias a sus aptitudes físicas (algo que aquellos no soportan, puesto que no entienden que alguien así se niegue a disparar un arma). Por último, y del mismo modo que el héroe norteamericano salvó la vida de aquellos que lo habían injuriado, él ha entonado su particular arrepentimiento y no ha demostrado ningún tipo de rencor a quienes lo abandonaron cuando más necesitaba de ellos (aquí).   

   Particularmente, opino que la infamia contra Mel Gibson es más grave cuando repaso los diferentes escándalos que han cometido sus colegas de Hollywood, a quienes parece que se les han perdonado sin reparo aun siendo muchos de ellos de mayor calado que los protagonizados por él (aquí y aquí). Por supuesto, no quisiera ensalzar como mártir moderno al cineasta, ni siquiera justificar sus pecados, aunque de ellos no nos libremos ninguno de nosotros; pero sí me gustaría limpiar su imagen, abusivamente dañada por unos medios tendenciosos, que han pretendido arrinconarlo en una esquina del actual cuadrilátero artístico. Por este motivo, retomando esa semejanza que él mismo establece con Desmond Doss, me gustaría que al final fuera reconocido de nuevo por su labor, y que aquellos que algún día lo vituperaron, aplaudan otra vez su regreso a la gran pantalla. 



domingo, 4 de diciembre de 2016

1898. Los últimos de Filipinas

   Ya sé que no es conveniente escribir cuando se está enfadado, sino que se debe aguardar un tiempo prudencial, con el fin de evitar alguna palabra que más tarde conduzca al arrepentimiento. Pero también sé que mi indignación es tan grande, que no desaparecerá aunque deje transcurrir ese período recomendado. El motivo de este disgusto es la película que hoy analizamos, el nuevo empeño del cine patrio en transmitir al espectador una historia desfigurada de nuestro suelo, de nuestros héroes y de la fe que forjaron a ambos.




   1898. Los últimos de Filipinas (Salvador Calvo, 2016) dramatiza los acontecimientos reales que tuvieron lugar en las islas del título poco antes de que estas dejasen de pertenecer a España. Allí, un grupo de valientes militares, atrincherados en una iglesia ruinosa, afrontaron el envite de los tagalos, que estaban dispuestos a expulsar de su territorio a quienes les habían otorgado una cultura. El duro asedio se prolongó durante varios meses, ya que, pese a que los Estados Unidos habían adquirido el archipiélago, aquellos lo desconocieron hasta que, finalmente, leyeron la noticia en un periódico español. Pero tanta había sido la bizarría demostrada durante el hostigamiento, que, al abandonar la citada iglesia, fueron custodiados por la guardia de honor de las tropas filipinas.   
    
   Como sabemos, esta hazaña ya fue narrada en 1945 por el director Antonio Román en la película Los últimos de Filipinas. Pero como este magnífico film pertenece hoy al mal llamado (no sin mala intención) "cine franquista", alguien tuvo la idea de reescribirlo, para ofrecerle al espectador lo que supuestamente aconteció de verdad aquel lejano año de 1898. Sin embargo, una cosa es revisar la historia y otra cosa es adulterarla, como ha hecho este largometraje. Aunque son muchas la pinceladas que dan fe de ello, tal vez las más notorias sean las figuras del teniente Martín Cerezo y la del padre Gómez-Carreño. Por desgracia, el primero es presentado como un oficial atormentado y oscuro, malévolo y belicoso, que es incapaz de transmitir valor a sus hombres y que, en consecuencia, está dispuesto a sacrificarlos si estos dudan de sus órdenes; el segundo, como un religioso abúlico y drogadicto, sin interés por el destino de sus repentinos feligreses.




   Esta desfigurada imagen del teniente responde a la equivocada concepción que de las Fuerzas Armadas actuales tienen muchos sectores en nuestro país, entre los que destaca la farándula española. Esta, avergonzada de la patria que le da de comer, y tan corta de miras que siempre identifica el Ejército con el fascismo (o con el franquismo, que para ella es lo mismo), ha visto en el héroe de Baler la excusa perfecta para demonizar a aquellas. Para ello, no solo le atribuye las perversidades citadas arriba, sino que lo presenta como un dictador (he aquí la concomitancia) o un tirano que desatiende las impetraciones de los suyos con el fin de satisfacer sus empresas egoístas. Menos mal que se ha sacado de la manga a un soldado que quiere ser pintor (ya sabemos que el arte y la cultura van de la mano) y que le recuerda de vez en cuando la humanidad que subyace tras su negra alma de obcecado militar.  

   En cuanto al pobre fraile, interpretado por Karra Elejalde, es una parodia de la fe que tanto aborrece la mentada farándula. En la película, lo vemos pululando de un lado para el otro, sin oficio ni beneficio, estorbando más que apoyando; aficionado al opio (en una burda metáfora del concepto que aquella tiene de la religión, basada en la tristemente célebre sentencia de Karl Marx) y torpe en los consejos que le solicitan los soldados (la infamia es mayor cuando responde con un encogimiento de hombros a la pregunta de uno de ellos sobre la preocupación de Dios por sus hijos en esos momentos de penuria). 



    
   La verdad es que el teniente Martín Cerezo, de incontestable controversia (aquí), insufló valor mediante su ejemplo a unos hombres que anhelaban retornar a su patria; supo ser para ellos un modelo de entrega, abnegación y sacrificio, pues se preocupaba más por el bienestar de sus soldados que por el propio, y, finalmente, demostró su entereza y su integridad (puestas en entredicho en este lamentable film) hasta el último día de asedio, encumbrando el nombre de España entre los filipinos y haciéndolo merecedor de la honra de estos. En cuanto a la realidad sobre el fraile, que aúna la figura de los tres que también sufrieron el acoso en la iglesia de Baler, es necesario decir que levantaron la moral de los atribulados militares constantemente y que los prepararon para la muerte cuando esta los rondaba (aquí).

   Pero el ejemplo de un militar abnegado o el de un fraile celoso no es comprendido por quienes nunca han estado involuntariamente lejos del hogar. Quien, por el contrario, ha combatido en países extranjeros, ha sufrido los aprietos de una guerra o ha navegado durante meses sin pisar tierra firme, comprende la necesidad que tiene de aquellos dos, que le ayudan, respectivamente, a cumplir bien su trabajo y a santificarse en él. La versión de 1945 fue realizada por hombres que acababan de concluir una contienda fratricida en España, por lo que conocían al dedillo el sufrimiento vivido en el combate, así como las pequeñas alegrías que les daban luz cuando más densa era la tiniebla (esas canciones de nuestra patria o la celebración de la Navidad, sustituida aquí por la del más laico año nuevo); es por eso que resulta fresca, creíble y dinámica, a diferencia de lo que nos quiere hacer tragar la edición de 2016. Por este motivo, yo le digo tururú a esta última, me sigo quedando con aquella, que refleja mejor los sentimientos que afloran en el combate, y me despido cantando como lo harían los verdaderos héroes de Baler.