martes, 31 de julio de 2018

The Devil and Father Amorth


   Desde la semana pasada, todo usuario que disponga de la plataforma digital Netflix (o que abone su correspondiente tasa en el canal de vídeos YouTube), puede disfrutar del reportaje The Devil and Father Amorth, un breve documental, dirigido por el cineasta William Friedkin (1935-2018), que pone en imágenes un exorcismo verídico llevado a cabo por el conocidísimo sacerdote Gabriele Amorth (1925-2016). Con él, el famoso autor de cintas como El exorcista o The French Connection, contra el imperio de la droga, pretende demostrar que aquella historia que él mismo grabó, y que tenía como protagonista a la famosa niña Regan, no solo era una historia para asustar al gran público, sino un caso que puede ser tan real como la vida misma. Para ello, ha contado con la colaboración del citado padre Amorth, que, hasta el instante de su muerte, estuvo luchando contra el maligno en su labor como exorcista oficial de la diócesis de Roma.



  
   En efecto, en el año 1973, el mundo del celuloide se vio sobrecogido por una de las cintas de terror (tal vez la mejor) más recordadas de su historia: El exorcista. En ella, veíamos cómo una pobre niña, la famosa Reagan MacNeil (Linda Blair), era poseída por un demonio ancestral, de nombre Pazuzu, que lograba retorcerla, hacerla levitar y hasta hablar lenguas desconocidas para ella (y qué decir del famoso giro de la cabeza, uno de los grandes iconos del cine de terror, mil veces repetido por sus emuladores). Ante esta visión, su madre, una reconocida actriz venida a menos, recurre a diversos médicos de distintas especialidades, como psicólogos, psiquiatras o neurólogos, con el fin de determinar su dolencia y, así curarla; pero sus comprensibles intentos caen en saco roto, puesto que ninguno de ellos logra diagnosticar ningún mal, por lo que la desconsuelan diciéndole que se trata de un problema de origen desconocido, y por tanto intratable. Al final, y llevada por la desesperación, decide reclutar a un sacerdote (jesuita, para más inri), para que este la exorcice, puesto que sospecha que su hija ha sido poseída por el demonio. El sacerdote en cuestión es el padre Karras (Jason Miller), un hombre que está padeciendo una severa crisis de fe, algo que lo conduce a dudar de los efectos de una posesión; es por ello que, tras comprobar que los problemas de la niña no son de origen cerebral, decide llamar él mismo a un venerado presbítero, experto en exorcismos: el padre Merrin (Max von Sydow). Este será quien entable la batalla definitiva contra el diablo por la salvación de la pobre Regan.

   Como sabemos, la película continúa siendo hoy uno de los iconos más reconocidos y valorados del cine de terror, ya que no hay cinta en la actualidad que, si aborda la temática del exorcismo, no se inspire en ella; de este modo, títulos como El exorcismo de Emily Rose (tal vez la segunda mejor incursión del séptimo arte en esta materia), El último exorcismo, El rito, Expediente Warren: The Conjuring y Verónica (de manufactura española), nos sirven de ejemplos recientes para demostrar la influencia que todavía tiene sobre el género la obra de Friedkin. De hecho, tanta fama alcanzó a la sazón, que contó con varias secuelas (ninguna de ellas destacable) y hasta con una serie de televisión (que hoy va por su segunda temporada sin concitar todavía ningún interés). Incluso presentadores de célebres programas, como el afamado Iker Jiménez, director del no menos célebre Cuarto milenio, se refiere constantemente a ella como la única película que no ha sido capaz de ver por completo. Y es que, sin duda, se trata de una de las grandes obras maestra que nos ha dado la historia del cine de terror (y del cine en general).

   Lo que pocos espectadores sabían en realidad cuando acudieron en masa a dejarse aterrorizar por el largometraje, es que su guion se basaba en un caso real. Ciertamente, el libreto partía del libro homónimo que William Peter Blatty (1928-2017) había publicado en 1971, pero este, a su vez, se inspiraba en una posesión real que había tenido lugar en Maryland en agosto de 1949. En efecto, un niño de tan solo catorce años de edad, de origen luterano y aficionado a la güija, fue testigo de cómo en su casa comenzaban a sucederse una serie de fenómenos paranormales, entre los que se encontraban voces de ultratumba, movimientos de mobiliario y hasta sombras espectrales proyectadas en la pared; cierto día, incluso llegó a revelar que había sido poseído por el demonio y que este había entrado en él gracias al malhadado tablero espiritista. Es por ello que sus padres decidieron contar con la ayuda de un pastor de su propia confesión, aunque este, viendo el cariz de los acontecimientos, les aconsejó que recurriesen a un sacerdote católico (especialmente, un jesuita). Dicho y hecho, aquellos siguieron las indicaciones de su pastor y contactaron con uno, que fue el que finalmente logró exorcizar al niño, con la consecuente conversión de toda la familia al catolicismo, como también insinúa el filme. Este relato fue conocido por el novelista en 1950, cuando cursaba sus estudios en la Universidad de Georgetown, y conocido años más tarde por el cineasta, que la puso en imágenes (para saber más sobre el verdadero caso en que se inspira la película, pincha aquí).




   Cuando William Friedkin quiso dirigir la película, nunca había presenciado ningún exorcismo (incluso dudaba de su existencia), pero consideró que se trataba de una buena historia para delatar el famoso way of life americano. Este, en efecto, siempre se presenta a sí mismo como la mejor manera de afrontar la vida, es decir, como una felicidad falaz y con una visión superficial de los problemas inherentes a ella, por lo que la presencia del maligno en un hogar de estas características (recordemos que la madre de la protagonista es una actriz, signo del oropel norteamericano) servía de ejemplo elocuente para su propósito. Sin embargo, durante el transcurso de la preproducción, se percató de que, allende la mera historia que él consideraba de simple ficción, se ocultaba un trasfondo real de auténticas posesiones, por lo que decidió investigar sobre el particular. En sus pesquisas, pues, localizó a la familia original que había dado pie a la novela, y hasta quiso entrevistarla para llevar a cabo su largometraje, pero esta declinó, pues no quería ningún tipo de protagonismo, algo que, paradójicamente, convenció al cineasta de que todo lo que se contaba sobre ella había sido real, ya que no buscaba el reclamo comercial, sino la vivencia discreta de la fe. Por este motivo, decidió que algún día realizaría un documental sobre exorcismos reales.

   La oportunidad para Friedkin llegaría cuarenta años después, cuando, tras conversar con el citado padre Amorth, que le había confesado que El exorcista era su película favorita, pues recreaba muy bien los casos de posesión (“pese a que los efectos son algo exagerados”, apostilla), le rogó que le permitiese presenciar una de sus famosas pugnas contra el diablo. A la sazón, el exorcista de Roma libraba sus luchas contra el maligno en una capilla privada de la Escalera Santa, pero no veía con buenos ojos la irrupción de un cineasta; sin embargo, después de pensarlo durante un tiempo, lo consintió, pero con una sola condición: solamente usaría una videocámara para la grabación, es decir, sin luz artificial, micrófonos adicionales ni atrezo. Por supuesto, Friedkin aceptó de inmediato, pues suponía el culmen de su investigación (de hecho, y a modo de rúbrica, este documento es su última incursión en el mundo del celuloide, que se estrena incluso a título póstumo). El caso que iban a tratar era el de Cristina, una mujer de mediana edad que llevaba poseída varios años, pero que, pese a los intentos del sacerdote, aún no había conseguido verse librada de la acción de Satanás. Este sería el noveno intento, y el cineasta tenía la ocasión de verlo (y de grabarlo) en directo.




   Por tanto, las imágenes de este documental pertenecen a ese exorcismo real llevado a cabo por el padre Amorth, al que vemos completamente concentrado en su labor y convencido de ella. Ciertamente, son muy pocas, pues todo el grueso del reportaje se corresponde con una biografía del exorcista y hasta con los motivos que llevaron a Friedkin a interesarse por él (resumidos por nosotros a lo largo de este texto); pese a ello, son de un espeluznamiento atroz, pues podemos ver cómo la citada Cristina combate con denuedo contra el demonio, que quiere seguir poseyéndola a toda costa y librarse de la presencia del anciano presbítero (la fuerza que muestra para desasirse de los ayudantes de Amorth o la voz de ultratumba con la que profiere sus gritos son tan aterradores como la película misma). Pero como esto puede ser tildado de montaje por el espectador, el mismo Friedkin recurre a varios expertos en neurología, a los que les proyecta el contenido, con el fin de que estos le otorguen su opinión: sin duda, además de las imágenes del exorcismo, las revelaciones de los médicos son de lo más elocuentes acerca del particular. En la cinta, podemos ver asimismo al obispo Robert Barron, auxiliar de la archidiócesis de Los Ángeles, que no duda en mostrar su juicio sobre el problema del demonio: todo un reflejo de lo enconado que está ese asunto y de lo mucho que se quiere silenciar (siempre viene a colación el famoso aforismo “la gran victoria del demonio es hacernos creer que no existe”, atribuido a multitud de santos a lo largo de la historia).    

   Es por ello que nos encontramos ante un documento único y muy especial, pues supone una grabación inédita de un exorcismo del célebre padre Amorth, muy dado a escribir sus experiencias en multitud de libros, pero poco dado a dejarlas grabar; por otro lado, es un reportaje muy personal, porque es el resultado del estudio pretendido por Friedkin desde que rodase El exorcista hace más de cuarenta años, algo que lo convierte en un auténtico colofón de esta gran obra de arte del cine. También nos ayuda a comprender que, aunque el demonio haya triunfado sobre la ignorancia de los hombres, estos se siguen interesando por su existencia, pues de vez en cuando surge algún filme o algún documental (aquí analizamos hace unos meses el estreno de Liberami, de análoga temática y desarrollo) que, o bien quiere recordarnos que es real, o bien pretende convencernos de lo contrario. De una u otra manera, el diablo continúa existiendo y haciendo daño, por lo que, como recuerda Paul Doherty, autor de El príncipe de las tinieblas, que también es entrevistado en el film, lo mejor es apartarse de él, porque, cuanto más te interesas, más te atrapa.




lunes, 2 de julio de 2018

Quo Vadis

   El 30 de junio de cada año es el día que la Iglesia católica dedica a la conmemoración de sus primeros mártires en Roma. En efecto, aunque la primera persecución a los seguidores de Cristo había sido perpetrada por las autoridades judías en Jerusalén, esta no dejó de tener un carácter netamente local; además, el cristianismo de entonces solo era considerado como una mera escisión del judaísmo, por lo que los instigadores de aquella creían que la nueva fe únicamente estaba destinada al pueblo hebreo, que olvidaría sus preceptos en cuanto desaparecieran los seguidores del falso mesías (no obstante, la Providencia se sirvió de este hostigamiento para que la predicación del Evangelio llegase a otros pueblos). La persecución llevada a cabo por Nerón en el año 68, sin embargo, es más representativa, puesto que la fe de los cristianos había postergado ya su localismo, y, por ende, se había convertido en un credo destinado al bien de toda la humanidad, y no solo al de los judíos (de hecho, la palabra "católico" significa "universal"); por otro lado, el hecho de que aconteciera en la capital del Imperio es aún más representativo, ya que esta, con el tiempo, se transformaría en la capital de la propia Iglesia.

   Por supuesto, al leer el párrafo precedente, el cinéfilo cristiano habrá recordado de inmediato la cinta que mejor ha representado hasta hoy aquellos funestos días de persecución: Quo Vadis (Mervyn LeRoy, 1951). Ciertamente, en ella contemplábamos a un enloquecido Nerón (magnífico Peter Ustinov) que decidía incendiar Roma sin contemplaciones, con el único propósito de construir una nueva urbe, más afín, eso sí, a su insaciable megalomanía; lo veíamos completamente pagado de sí mismo, envanecido hasta la extenuación, gordo, abúlico y tañendo la lira mientras era aplaudido por su habitual corte de aduladores; finalmente, observábamos también cómo culpaba del devorador incendio de la ciudad a los cristianos, que se habían convertido para él en un incómodo estorbo, ya que, entre otras cosas, se negaban a reconocer su autoproclamada divinidad. Asimismo, esta decisión del emperador nos evocarán las últimas escenas del filme, en la que podíamos ver a los seguidores de Cristo hacinados en los calabozos del circo, mientras esperaban ser ejecutados por los verdugos, o adentellados por las famélicas fieras; particularmente, no puedo dejar de recordarlas sin que me embargue la emoción, ya que el ver cómo aquellas futuras víctimas rezaban o se animaban entre ellas para encarar con firmeza el último y más importante combate de sus vidas, me urge a rememorar que la vocación principal del cristiano reside precisamente en el martirio.




   Vayamos por partes. Por supuesto que, con esta última afirmación, no estoy queriendo decir que el cristiano deba morir necesariamente en la arena para cumplir bien con su vocación religiosa, ni que deba ser crucificado para asemejarse mejor que ningún otro a Cristo (recordemos que, en la película, como en la vida real, san Pedro quiso que su cruz fuese clavada boca abajo, puesto que se consideraba indigno de sufrir la misma muerte que el Señor); tampoco estoy defendiendo aquí que debamos padecer (o incluso propiciar) una persecución religiosa, con el fin de testimoniar mediante ella nuestra fidelidad a Dios y a la Iglesia, como vemos que hicieron los protomártires romanos (por supuesto, me refiero al padecimiento de la persecución, no a su propiciación, como el emperador Nerón pretendió hacer creer tanto sus contemporáneos como a las crónicas posteriores). Lo que estoy queriendo decir con estas palabras es que el cristiano está llamado a testificar el mensaje de amor traído al mundo por Jesús, así como su muerte redentora en favor de la humanidad, aunque en este empeño tenga que sufrir el desprecio del mundo (recordemos que la palabra "mártir" significa literalmente "testigo"); de hecho, él mismo nos exhortó a este testimonio antes de subir al cielo cuando dijo: "Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación" (Mc. 16, 15-20).

   En efecto, a lo largo de la historia hemos visto que la Iglesia, desde aquel primer hostigamiento por parte del Imperio romano, ha sido perseguida por los hombres con el fin de ser silenciada y hasta aniquilada, pues sus preceptos son una piedra de escándalo para ellos; aunque podríamos poner muchos ejemplos que dan fe de este hecho, los más relevantes son los que nos ofrecen la Revolución francesa, el México de los años veinte y, sobre todo, la España de los años treinta, pues hasta el momento son las mayores matanzas que ha vivido el cristianismo de Occidente. De estos tres, tal vez el más representativo para nosotros sea el último, y no solo porque sea el más cercano en el lugar y en el tiempo, sino también porque vuelve a estar de actualidad con motivo del futuro del Valle de los Caídos. Ciertamente, este monumento, erigido con la intención de reconciliar a los dos bandos de la Guerra Civil bajo el auténtico signo de la paz, la cruz de Jesucristo, es actualmente una verdad incómoda, ya que recuerda que en nuestro país se ejecutó a miles de católicos por el simple hecho de serlo. Sin embargo, y pese a este vigor que hoy vuelve a tener la persecución religiosa española, no quiero dedicar mi escrito semanal concretamente a ella, sino a todos los mártires que, a lo largo de los siglos, han testificado hasta la muerte su amor al Hijo de Dios.




   Así es, como decía al principio del texto, aunque solamos identificar exclusivamente al mártir con la persona que ha entregado su vida en favor de la fe (y así ha de ser), lo cierto es que no se trata de alguien que haya llegado de manera espontánea hasta ese extremo, sino de quien ha sabido testificar a diario el mensaje amoroso de Jesús y su muerte redentora por el bien de la humanidad. Para entenderlo mejor, pongamos el ejemplo de un atleta que decide afrontar un maratón sin entrenar previamente: es probable que no llegue a situarse entre los primeros puestos de la carrera; pero, si ese mismo deportista entrena a diario, tendrá más oportunidades de conseguir la victoria que anhela. Como afirma san Pablo en su carta a san Timoteo, "he peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe. Y ya está preparada para mí la corona de justicia, que el Señor, como justo Juez, me dará en ese día, y no solamente a mí, sino a todos los que hay aguardado con amor su manifestación" ( 2 Tt. 4, 7-8). De este modo, el mártir que derrama finalmente su sangre por Cristo, testificando así en su grado máximo su amor hacia él, es el mismo que ha sabido entregar cada día su propia vida en favor suyo: como en el ejemplo del atleta que acabamos de poner, no estamos hablando de alguien que se torture literalmente a diario con el fin de prepararse para la muerte, sino de quien ha vencido, a modo de entrenamiento, aquellos obstáculos que le impiden ser fiel al Señor. Por consiguiente, ha sido capaz de morir por este último, porque le ha sido fiel en todas las circunstancias de su vida (en la película vemos cómo todos los mártires han entregado previamente sus vidas en favor del bienestar de las de los demás).

   Hoy en Occidente ha cesado el hostigamiento físico de lo cristianos (no así en Oriente, donde aún podemos ver cómo estos continúan siendo asesinados por razón de su fe), pero no por ello se ha relegado el mandato del Señor, que nos ordenó ser mártires (testigos) de su Evangelio. En la actualidad, este martirio debe ser abrazado, por ejemplo, en el campo de la ética, ya que esta ha sido postergada en beneficio de una aberrante cultura de la muerte, puesto que la eutanasia y el aborto son presentados como logros humanos, y no como verdaderos y cruentos homicidios; de este modo, y en ambos casos, el cristiano está obligado a testificar el amor de Cristo tanto en el respeto al nonato como en el cuidado del enfermo. ¿Querría el Hijo de Dios que un bebé fuese aniquilado en el seno materno, cuando él mismo santificó con su presencia el de su propia Madre?, ¿querría que asesinásemos a nuestro padre, cuando es probable que él mismo cuidase del suyo durante sus últimos momentos de vida? Por supuesto, este modo de pensar concita las burlas y las iras de los enemigos de la fe, que no dudan, como consecuencia, en acusar a la Iglesia de pecados inexistentes (o en agravar los que de verdad existen), para que su mensaje se vea desacreditado por parte de los hombres; pero esto no deja de ser un entrenamiento para el cristiano, que ve en estos obstáculos un trampolín necesario para demostrarle al mundo su fidelidad a Cristo (como el atleta del ejemplo, si no asumimos este entrenamiento, ¿cómo vamos a pretender aceptar el derramamiento de nuestra sangre en favor suyo?). En la antigua Roma, los primeros cristianos eran acusados de asesinar a sus hijos... ¡cuando eran los propios romanos los que lo hacían, mientras que estos los acogían y los adoptaban para que siguieran viviendo! Pero, ¿supuso esto una renuncia a la demostración cotidiana de la fidelidad al Evangelio? Más bien al contrario, fue asumido como un auténtico martirio (testimonio) de dicho amor.




   Por todo ello debo decir que no existe una entrega mayor y más generosa a Cristo que la del martirio. Por supuesto, no solo me refiero al que supone la muerte real del cristiano en favor de aquel, sino al que valora su entrega diaria por amor a él y a la verdad. Aquellos protomártires romanos, cuya memoria celebramos cada 30 de junio, y que son los mismos que presenta la cinta Quo Vadis, son el paradigma de todos los que vinieron después, así como de aquellos que todavía mueren hoy en lugares como Asia y África. No es extraño, pues, que la Iglesia los tenga en tanta estima y que desee perpetuar anualmente su entrega, puesto que si ninguno de nosotros estamos llamados a derramar nuestra sangre, sí que estamos convocados a testimoniar cada día nuestro amor a Cristo, como ellos lo hicieron.