domingo, 17 de diciembre de 2017

Los últimos Jedi

   Todavía no sé cómo afrontar esta película: es decir, aún no sé si me ha gustado o si me ha disgustado. Esta es una sensación que me ha asaltado pocas veces a lo largo de mi vida, pero que yo identifico con el desconcierto; de este modo, cuando tengo ciertas expectativas sobre un film y estas no se cubren, no sé qué opinar (me refiero a unas expectativas que trascienden el mero ejercicio cinematográfico, como luego señalaré). Por desgracia, cuando esto me ocurre, caigo en la indiferencia, de manera que me importa un bledo todo lo que concierne al largometraje que yo tanto he aguardado. Ciertamente, si se trata de un film que pertenece a una saga que ya de por sí me resulta indiferente, no me importa; pero, si es una película que forma parte de una saga que me gusta, se convierte en una indiferencia dolorosa, como un decepcionado despecho. Y esto es lo que me ha ocurrido con la película que hoy presentamos: Los últimos Jedi (Rian Johnson, 2017).




   De la misma manera que le ocurrirá a muchos de mis lectores, la relación que mantengo con la saga galáctica viene de lejos, pues hunde su raíz en mi propia infancia. Como ya intenté explicar en un artículo anterior (aquí), creo que Star Wars es una epopeya cinematográfica muy personal, ya que consiguió que muchos niños nos enamorásemos del séptimo arte y que hallásemos en este un excelente campo de cultivo para nuestra imaginación. Por otro lado, creo que actualizó correctamente para sus contemporáneos los cánones del género de aventuras que han atestado el magín de la humanidad desde la existencia de los primeros bardos o del mismísimo Homero: así, convirtió a la eterna princesa encerrada en el castillo, en la Leia aprisionada en la Estrella de la Muerte; al malvado tirano que quiere someter a los hombres del reino, en el Darth Vader que amenaza la paz de la galaxia, y al caballero andante que se enfrenta a este y que libera a aquella de su encierro, en un futuro aprendiz de Jedi (George Lucas nunca ha escondido la vinculación de su obra a la de Tolkien -El hobbit, El señor de los anillos-, y este jamás ha ocultado la que une la suya a los relatos medievales, que a su vez se enraízan en los mitos antiguos). Pero incluso a un nivel meramente artístico, se trata de una saga espléndida: La guerra de las galaxias -aka, Una nueva esperanza (George Lucas, 1977)- es un excelente relato de aventuras; El Imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980) se cuenta entre las mejores películas de la historia del cine, y El retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983) presenta un dilema moral que muy pocas veces hemos visto en otros largometrajes juveniles.

   Pero no solo estamos hablando de unos filmes que reinventaron el género de aventuras y que acercaron a muchos jóvenes al mundo del cine, sino de unas películas que también fueron capaces de crear una nueva mitología para esta generación, abocada al ocio, al consumo y al entretenimiento. En efecto, en un momento de la historia en el que el hombre ha abandonado el conocimiento clásico y la religión como sedes del arte y de la cultura, ha encontrado en La guerra de las galaxias un mito que ha sustituido perfectamente esas ansias espirituales que aquellas saciaban: de este modo, y como ya hemos dicho, ha encontrado en Luke Skywalker el parangón de la caballerosidad; en la princesa Leia, el adalid del feminismo actual, y en la pseudorreligión Jedi, una norma de vida (aquí). Por tanto, es normal que, unidos a esa hodierna tendencia al consumo que ya hemos citado (y a la necesidad de nuevos mitos), surgieran en torno a la saga galáctica multitud de novelas, juegos, cómics, películas (La aventura de los ewoks, La batalla de Endor) y series de televisión (Ewoks, Droids) que ahondaran en ese universo tan atractivo, ampliándolo tanto como las narraciones de la Antigüedad hacían con las historias de dioses y héroes clásicos.  

   Por tanto, y en este mismo sentido, la trilogía que la antecedió a nivel cronológico, es decir, la conformada por La amenaza fantasma (George Lucas, 1999), El ataque de los clones (id., 2002) y La venganza de los Sith (id., 2005), satisfizo las expectativas de los fans más enfervorecidos, pese a sus evidentes errores (ese cursi romance entre Anakin Skywalker y Padmé Amidala...). Ciertamente, y aunque ninguna de ellas alcanzaba el nivel de trepidación y excelencia cinematográfica de los episodios IV, V y VI, plasmaban aquello que nosotros solamente habíamos conseguido visualizar en nuestra imaginación, logrando así la ansiada ampliación del mito: panorama de la Antigua República, nacimiento y ascenso del Imperio, gestación de Darth Vader, Guerras Clon, Yoda luchando y caída de la Orden Jedi. De este modo, al espectador le pueden gustar o no (particularmente, creo que han crecido con el paso del tiempo), pero no puede cuestionar que ha consolidado la saga Star Wars como un atractivo mito moderno. 




   Sabiendo todo esto, ¿qué papel juega aquí la nueva trilogía galáctica, comenzada hace dos años por El despertar de la Fuerza (J.J. Abrams, 2015) y continuada hoy por Los últimos Jedi? Por lo que a mí respecta, una función meramente destructiva, factor que puede ser interpretado como algo bueno o como algo malo: es bueno, porque reescribe la historia de Star Wars para las nuevas generaciones, que han encontrado en Rey, en Finn, en Kylo Ren y hasta en BB-8 sus nuevos héroes; es malo, porque obvia a los seguidores de toda la vida, que ya no encontramos en las nuevas películas esa mitología que con tanto mimo hemos cuidado hasta el momento. En cuanto a que la nueva trilogía reelabora la historia que conocíamos, creo que no hay nada que discutir: El despertar de la Fuerza no solamente soslayaba décadas de universo expandido (los citados cómics, novelas, videojuegos, películas y series de televisión), sino que también se convertía en un reboot encubierto de la saga original; de este modo, asumía los personajes y las situaciones de esta, pero las conducía hacia unos derroteros que nada tenían que ver con las bases que ya habían sido asentadas por ella (¿cómo se reorganiza la Antigua República?, ¿cómo nace la Nueva Orden Jedi?, ¿qué le depara a la familia Skywalker?); en referencia a su labor destructiva, solo hay que ver Los últimos Jedi, donde varias frases reveladoras afirman que nada va a ser como antes (incluso es uno de sus leitmotivs promocionales). 

   De esta manera, la verdadera pregunta es si hacía falta esta renovación tan abrupta, en la que el fan queda reducido a un mero espectador nostálgico (más que evidente en El despertar de la Fuerza y algo soterrado en Los últimos Jedi). Por supuesto, creo que no, ya que se podrían haber afrontado estas tres últimas películas respetando la mitología que aquel había cuidado con tanto esmero. Aunque esta parezca una labor difícil de asumir, tenemos en la misma saga un ejemplo de que es posible: me refiero a los episodios I, II y III, que crearon nuevas y diferentes historias que, al mismo tiempo, ampliaron nuestros conocimientos galácticos; o personajes que rellenaron con soltura la ausencia de los clásicos, como el imprescindible Darth Maul (también, algunos que generaron más de una discordia, como el insufrible Jar Jar Binks). En este sentido. ¿qué aportan los nuevos episodios a la saga? Absolutamente nada, pues se dedican a urdir las mismas tramas que ya hemos visto, con el fin de reescribirlas y de relanzarlas para las nuevas generaciones (en serio: ¿soy el único que ha visto en este episodio VIII la misma historia que vimos en El Imperio contraataca y en El retorno del Jedi?).

   Por todo ello, afirmo que la película me ha dejado indiferente: no sé si me ha gustado o si me ha disgustado, porque no es Star Wars. Es una película que se inspira en Star Wars, como tantas otras que la imitaron en su momento, pero que no forma parte de ella: puede ser una imitación japonesa, como Los invasores del espacio (Kinji Fukasaku, 1978); una parodia, como La loca historia de las galaxias (Mel Brooks, 1987); un exploitation del género, como Los siete magníficos del espacio (Jimmy T. Murakami, 1980), o un episodio especial de Padre de familia (aquí). Pero no se trata de Star Wars. Indudablemente, y pese a mi frialdad al aseverarlo, esto me genera el dolor antes citado, el despecho decepcionado que anunciaba arriba, puesto que he vivido con tanta profundidad la saga que ahora me molesta verla en brazos de otro (o de otros): creo que se ha vendido cruelmente a las nuevas generaciones después del cariño que ha recibido de sus fans de siempre, por lo que solo me queda decirle que le dé a ellas tanto placer como me dio a mí, porque ya no es la saga de la que me enamoré; a mi juicio, ha perdido la frescura y la buena manufactura de sus predecesoras, dirigidas a un público con más gusto (¿recordáis la comparativa que hacía entre las dos versiones de Asesinato en el "Orient Express" -aquí-, donde decía que el espectador ya busca otro tipo de cine? Pues así). Pero eso es algo que le tendrán que reprochar sus nuevos amantes, porque este que esta aquí (¡y que ha estado siempre aquí!) ha dejado de serlo. Que la Fuerza le acompañe.




   

domingo, 10 de diciembre de 2017

Perseguido

   Sin duda, resulta sorprendente ver cómo a veces las películas de ciencia ficción han acertado en sus diferentes profecías acerca del futuro. En ocasiones, no se trata de haber recreado con exactitud un ambiente general determinado, sino en haber sido certeras a la hora de proponer pequeños detalles que se han convertido en realidad. Por ejemplo, en el pasado año 2001 no vivimos la conquista del espacio ni el nacimiento de una nueva humanidad (ese famoso, inquietante y discutido feto del plano final), como nos proponía la cinta homónima de Stanley Kubrick, ni en 2015 vimos las autopistas de coches aéreos que nos mostraba Regreso al futuro II (Robert Zemeckis, 1989); pero hoy en día vemos que ha triunfado el transhumanismo sobre el que nos advertían Gattaca (Andrew Niccol, 1997) y La isla (Michael Bay, 2005), que, sin embargo, era una suerte de macguffin que servía para desarrollar el entramado principal de ambas cintas. 

   La película que hoy traemos a colación, Perseguido (Paul Michael Glaser, 1987), bien podría situarse dentro del segundo grupo de vaticinios que nos ha legado la ciencia ficción cinematográfica. En efecto, pese a que esté ambientada en el presente año 2017, lo cierto es que el marco estético que nos ofrece difiere notablemente del que ven nuestros ojos; así, es más parecido a la distopía urbanística de Blade Runner (Ridley Scott, 1982) que a la realidad que podemos comprobar en nuestro día a día. No obstante, propone varios detalles argumentales que pueden ser desapercibidos por el espectador si este le otorga mayor interés a la acción del film que a su provechosa sinopsis: control de la población mediante el poder mediático, cultura del ocio fundamentada en los reality shows y, sobre todo, divulgación de la mentira a través del televisor. Para comprenderlo mejor, veamos el prólogo con el que comienza este magnífico largometraje protagonizado por Arnold Schwarzenegger.




   "En el año 2017, la economía mundial se ha colapsado. Escasean la comida, los recursos naturales y el petróleo. Un estado policial dividido en zonas paramilitares impone su ley con mano de hierro. La televisión es controlada por el Estado, y un sádico concurso llamado Perseguido se ha convertido en el programa más popular de la historia. Las artes y los medios de comunicación están censurados. Aunque no se permiten disensiones, un pequeño movimiento de resistencia ha conseguido sobrevivir en la clandestinidad. Cuando los gladiadores de alta tecnología no bastan para sofocar las ansias de libertad del pueblo, se imponen métodos más directos". Probablemente, el autor de esta última frase haya querido recurrir a la ironía para su advertencia sobre el futuro que nos espera, ya que, si de algo nos alerta el film, es de las noticias capciosas y subliminales mediante las que nos controlarán los respectivos Gobiernos de nuestras naciones (en la película, un Gobierno dictatorial universal).

   Ciertamente, ya desde sus primeros compases, podemos conocer las intenciones del film en este sentido: Schwarzenegger es un militar rudo, pero bonachón, que se niega a cumplir unas órdenes injustas, es decir, tirotear a una masa enfervorecida y desarmada que clama por un plato de comida. Este desacato lo conduce a prisión, de la que solo conseguirá redimirse si participa en el programa televisivo citado, donde los participantes deberán huir de un grupo de sangrientos perseguidores. Allí descubrirá que su historia ha sido tergiversada por los mass media, ya que estos, a pesar de haber salvado a aquel grupo de manifestantes, lo presentan como un vil asesino que quería acabar con ellos mediante el uso de las armas; para más inri, los citados medios han alterado las imágenes del momento y las han mezclado con otras de su propia elaboración, de manera que el mismo pueblo al que quería salvar el bueno de Arnold ve ahora a este como un cruento criminal, por lo que opina que su mejor destino es la muerte. 

   Como vemos, lo que plantea la película es que, a través de los medios de comunicación, especialmente de la televisión, un héroe puede ser convertido en enemigo del pueblo, mientras que un enemigo del pueblo puede ser convertido en su héroe. ¿Le suena al lector esta falacia?, ¿cree que está lejos de la realidad que vivimos? A bote pronto, se me ocurren dos ejemplos de sorprendente calado que demuestran la actualidad del hecho: por un lado, el que nos ofrece el famoso Che Guevara, cuya efigie se ha convertido en un icono popular hasta en el colectivo LGTBI, pese a que matara con sus propias manos a decenas de homosexuales por el simple hecho de serlo (aquí); por el otro, el que nos propone Arnaldo Otegi, que hoy es presentado como un símbolo de paz y diálogo en el proceso secesionista de Cataluña respecto de España, a pesar de su pertenencia a la banda terrorista ETA, que no se ha caracterizado por ninguna de las dos cosas en sus más de cincuenta años de historia (aquí). Pero, si analizamos mejor el hecho, nos tropezamos hoy con dos casos de flagrante manipulación social: el gobierno de Trump en Estados Unidos y la citada secesión catalana.




   Respecto del gobierno de Trump, ya dediqué un artículo en este mismo blog: Están vivos (aquí).  En él, y a raíz de la homónima cinta del gran John Carpenter, intentaba demostrar cómo los medios de comunicación mundiales, en el marco de las elecciones norteamericanas, procuraron el constante beneplácito de la candidata demócrata, Hillary Clinton, y la debacle electoral de aquel; para ello, no vacilaron en inventar los logros de la primera y en deplorar los del segundo. Tan acertada fue esta campaña mediática que todo el mundo pareció convencerse de que Trump acarrearía a la humanidad su propia destrucción, mientras que Clinton conduciría a esta un estado de tolerancia y perfección nunca visto (una vez más, el feto final de 2001. Una odisea del espacio); sin embargo, y como afirmaba en dicho artículo, los americanos demostraron que todavía no ceden a las imposiciones ideológicas provenientes de la televisión, sino que aún pesan dentro de ellos sus propias convicciones, por lo que, como el título de aquel film, se puede decir que están vivos.

   Pero ¿qué podemos decir en cuanto a la independencia de Cataluña? Sin lugar a dudas, estos meses hemos asistido a una verdadera guerra mediática de buenos y malos cuyo campo de batalla ha sido el telespectador. En efecto, desde que comenzó el pretendido proceso de escisión respecto de España, y con el propósito de ganar adeptos para la causa, la persona que encendiera su televisor a la hora del noticiario podía contemplar las brutales imágenes de la Policía Nacional golpeando a la población, irrumpiendo violentamente en los colegios electorales, o cebándose sin piedad en mujeres, ancianos y niños; sin embargo, y a medida que avanzaban los días, esa misma persona podía constatar que la mayor parte de dichas imágenes (tal vez todas) eran falsas: así, las famosas palizas policiales se correspondían con otros hechos acontecidos en otros momentos (alguno de ellos, incluso protagonizado por los mismísimos mossos d´esquadra); la violencia en los colegios electorales era instigada por los independentistas y no por la Policía Nacional, que hasta se tenía que refugiar de los asaltos de aquellos; la mujer a la que le habían roto los dedos estaba fingiendo; la anciana que acusaba a los agentes de haberla tirado por la escalera, realmente se había caído sola por ella unos minutos antes, y el niño al que la policía quería pegar estaba siendo usado en verdad como escudo humano por su padre (para más información, pincha aquí). Estas flagrantes mentiras alcanzaron tal paroxismo que, una vez descubiertas, los media de todo el mundo tuvieron que pedir perdón por haberlas creído y divulgado (aquí).

   Sin embargo, y a pesar de este estropicio, los medios de comunicación catalanes han persistido en su particular guerra mediática, intentando imponer al televidente su propio concepto de buenos y malos, con el fin de obtener la victoria respecto de España. Para ello, incluso han recurrido a la influencia que la televisión ejerce sobre los niños; de esta manera, y en un programa dedicado al público infantil, ha promovido la idea de denominar "presos políticos" a los impulsores del independentismo de Cataluña, como si fueran mártires de un proceso secesionista legal y justo (aquí). Así pues, ¿no estamos viviendo el mismo panorama social y mediático que nos propone la cinta Perseguido? Imaginemos a esos niños dentro de unos años: ¿no creerán a pie juntillas lo que ese programa infantil les ha dictado y pensarán, consecuentemente, que España es un enemigo a batir, como los telespectadores del film creían del sufrido Arnold Schwarzenegger? En el largometraje, Richard Dawson, presentador del reality show homónimo afirmaba que llevaban muchos años diciéndole a la gente a quién tenían que odiar y a quién tenían que adorar: ¿no es lo mismo que están haciendo con nosotros respecto de la política de Trump (pese a que nos digan que está elaborando leyes racistas, homófobas y machistas... aún no hemos visto ninguna), a la presunta secesión de Cataluña y a tantas otras cosas? Lamentablemente, sí.




   Por suerte, si la película acertó en cuanto a este control mediático sobre la población mundial, también lo hizo respecto de aquellos que desean vivir al margen de él. Ciertamente, vemos en el film que existe un numeroso grupo de personas que se ha reunido en torno a este ideal, de manera que son los rebeldes de la función, cuyo único objetivo consiste en derrocar los mass media y en evidenciar así la verdad informativa. Por supuesto, el rebelde de hoy es aquel que no da credibilidad a las llamadas fake news o que pone en tela de juicio cualquier tendencia universal que nazca de los medios de comunicación; en este caso, los votantes de Trump (si han acertado en su decisión o no, es cosa de ellos) y los miles de catalanes que salen a las calles para reivindicar la unidad de España: unos y otros demuestran que no se someten al pensamiento único dictado por la televisión, es decir, que son libres.

   Como decía al principio del texto, tal vez Perseguido no acierte plenamente en su presentación ambiental del futuro, que es nuestro presente; sin embargo, atina a la hora de denunciar ese control mediático que aquí hemos analizado, pues es posible que en los años ochenta, fecha de estreno del film, ya hubiera dado sus primeros pasos. A mi juicio, uno debe de estar alerta respecto de cualquier información que le llegue, puesto que puede formar parte de ese intrincado entramado que pretende inculcarnos el concepto de buenos y malos que interese en cada momento; debe tener criterio propio y contrastar las noticias, puesto que, sin saberlo, puede caer irremediablemente en el grupo de personas que repite lo que la televisión le sugiere. De esta manera, y por el contrario, se sumará al grupo de rebeldes que pretende ser libre y que, pese a la insistencia de los medios, procurará vivir conforme a la verdad. 



lunes, 4 de diciembre de 2017

Jim y Andy

   Admito que siempre he sentido cierto interés por la indigencia moral que parece habitar en Hollywood. Quiero aclarar que, aunque ahora hayan salido a la luz los escándalos sexuales del productor Harvey Weinstein (aquí), no es esta la falta de ética que acapara mi atención, pues, por desgracia, ha sido común desde los años de Fatty Arbuckle (1887-1933) y Douglas Fairbanks (1883-1939), que repartían los papeles de sus películas en las orgías que organizaban en sus respectivos hogares... hasta que en una de ellas apareció el cadáver de la aspirante a actriz Virginia Rappe (1891-1921). La indigencia moral a la que me refiero es aquella que parece arraigar en el alma de muchos actores, que, pese a ser grandes estrellas y a ganar muchísimo dinero, son incapaces de desuncirse de la soledad que los acecha y, por ende, de la tristeza que los embarga; es esa indigencia moral que hace efectivo en ellos el célebre dicho pronunciado por todos nosotros alguna vez: el dinero no compra la felicidad.

   En este sentido, el caso más paradigmático, tal vez por su cercanía en el tiempo, sea la muerte del actor Robin Williams. En efecto, mientras que los cinéfilos más jóvenes veían en él al eterno y feliz compañero de juegos que nos presentaron Hook (El capitán Garfio) (Steven Spielberg, 1991) o Jumanji (Joe Johnston, 1995), el célebre intérprete guardaba en su interior un oscuro pasado marcado por las drogas, el alcohol y la depresión (aquí); así, el que fuera protagonista absoluto de Jack (Francis Ford Coppola, 1996) y de Patch Adams (Tom Shadyac, 1998), el mismo que nos cautivó a todos mediante su melancólica sonrisa (¿una epifanía del sentimiento que lo estaba destruyendo por dentro?), acabó con su vida como solo alguien verdaderamente desesperado es capaz de hacer: el ahorcamiento. De esta manera, y pesar de la fortuna que le habían reportado sus películas, esta no fue suficiente para otorgarle la felicidad que él mismo había transmitido al espectador mediante su cine.

   Al respecto, nuestros días nos están presentando un caso escalofriante que tiene como protagonista al actor Jim Carrey. Ciertamente, quien protagonizara hace varios años la inolvidable comedia La máscara (Chuck Russell, 1994) es hoy acusado del asesinato de su novia por parte de la familia de esta última; aunque, por supuesto, el intérprete ha negado dicha participación, una reciente misiva de aquella, que lo acusa de haberla introducido en el fatídico mundo de la droga, lo deja en muy mal lugar y revela esa indigencia ética a la que estamos aludiendo desde el comienzo de este artículo (aquí). De esta manera, quien fuese la estrella mejor pagada del Hollywood de los noventa gracias a sus tres títulos más conocidos, Ace Ventura, un detective diferente (Tom Shadyac, 1994), la citada La máscara y Dos tontos muy tontos (Peter y Bobby Farrelly, 1994), es hoy alguien acechado por la pena, la soledad y la desesperación; así, y por este motivo, aunque ya no se prodigue en nuestras pantallas, ha querido legarnos un documental en el que abre su alma al espectador, haciendo efectivo una vez más el dicho que antes hemos mencionado: el dinero no compra la felicidad. Este documental se titula Jim y Andy (Chris Smith, 2017).




   Evidentemente, el Jim al que alude el título es Jim Carrey; pero ¿quién es el Andy que comparte cartel con este último? Se trata de Andy Kaufman, un comediante norteamericano que pululó por la televisión de su país durante los años setenta y ochenta (debo decir que él prefería ser conocido como "actor de variedades"). El éxito de sus actuaciones estribaba en la sorpresa, puesto que nunca otorgó al público lo que este esperaba de él, sino constantes salidas de tono que lo dejaban siempre boquiabierto (son célebres su lectura íntegra de El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, y el caos televisivo que organizó en el show Fridays, donde se negó a interpretar en directo el papel que le había sido asignado). Su popularidad fue tan grande que pudimos ver en el cine un biopic dedicado a él: Man on the Moon (Milos Forman, 1999); de hecho, este documental es una especie de making of de dicha película, aunque, como ya he apuntado, la situación actual de Jim Carrey es tan dramática que su director prefiere ahondar en ella antes que mostrar los entresijos del rodaje de aquella.

   En cuanto a su luctuoso estado moral, el otrora intérprete de Batman Forever (Joel Schumacher, 1995) ofrece dos ideas que hablan por sí solas: en primer lugar, afirma que decidió ser comediante para encontrar en las risas del público el cariño que no había encontrado en su padre, un hombre muy gracioso con los demás, pero no con su familia; en segundo lugar, que ha sido absorbido tanto por su vis cómica, que ahora desea desaparecer, puesto que ya solo vive para hacer reír a otros, mientras que él es incapaz de poner en orden su propia existencia (esta última idea se asemeja de manera inquietante a los motivos expuestos arriba respecto de Robin Williams). De esta manera, el documental Jim y Andy desvela la soledad de un hombre que ha sido acechado por la tristeza desde niño, y que, cuando por fin creía que se había desprendido de ella gracias al éxito recabado en el mundo entero, se percató de que esta no había hecho más que aumentar. Evidentemente, no se interna en el difícil caso del presunto asesinato de su novia (ni en el de la desorbitada indemnización que la familia de esta le exige), pero deja entrever que este ha sido el detonante de su actual depresión, puesto que le ha demostrado que no gozaba del cariño de todo el mundo, como él pensaba; por ello, hace nuevamente efectivo el célebre dicho: el dinero no compra la felicidad.

   Debo reconocer que el visionado de esta película me ha conmovido sobremanera, puesto que evidencia explícitamente la realidad de la famosa cita; más aún, lo hace de modo patético (stricto sensu), ya que alterna imágenes del Jim Carrey exultante con los primeros planos de su rostro, ajado por la pesadumbre. De esta forma, mientras la veía, solo era capaz de pensar en la fragilidad humana, que es idéntica en todos los hombres, aunque el estatus social o económico separe a unos de otros; así, por ejemplo, la persona que necesita del amor de un padre no lo halla nunca, pese a que concite el aplauso de todos sus amigos. En este sentido, mi sacerdocio me ha demostrado que la vida feliz, en efecto, no se conquista mediante el poder o el pecunio, aunque suene a idea manida, sino a través del orden y el sosiego, y que estos solo se alcanzan cuando uno confía en Dios y en su divina providencia. Es probable que en Hollywood hayan olvidado esta máxima, la cual, no por ser consabida, carece de verdad; por esta razón, no me extraña que proliferen los escándalos sexuales de Harvey Weinstein, o los excesos y las depresiones de Robin Williams y de Jim Carrey. Y es que tal vez alguien debería recordarles a todos ellos aquella frase que posiblemente pronunciasen en algún momento de sus vidas: el dinero no compra la felicidad.




lunes, 27 de noviembre de 2017

Asesinato en el "Orient Express"

   La nueva versión de Asesinato en el "Orient Express" (Kenneth Branagh, 2017) refleja claramente el declive en el que ha caído el cine comercial de nuestro tiempo y, por ende, la muerte intelectual de nuestra sociedad. No me malinterpretéis, pues la película me ha gustado lo suficiente como para dedicarle una digestión cinéfila sosegada, descubriendo así que se trata de un film bien rodado, bien narrado y muy entretenido, factores de los que adolece buena parte de los productos que atestan las pantallas de nuestras salas. Pero, como digo, manifiesta la falta de imaginación y de talento que tienen los cineastas de hoy, subyugados por unos cánones artísticos poco exigentes, pero muy lucrativos. Para comprobar la veracidad de mi queja en cuanto al aspecto imaginativo del Hollywood de hogaño, solo hay que revisar de vez en cuando la cartelera semanal, en la que suele destacar algún remake, algún reboot, algún spin-off, alguna secuela, alguna precuela, alguna mediacuela (la saga Star Wars es experta en esto último) o cualquier cosa de índole similar; para comprobar la veracidad de lo segundo, solo hay que seguir leyendo este artículo.




   Como todo el mundo sabe, la película se basa en un relato homónimo de la célebre escritora Agatha Christie, que ya dio pie a un famoso film de idéntico título rodado por Sidney Lumet en 1974, así como a dos versiones para la televisión de mediocres resultados: Asesinato en el "Orient Express" (Carl Schenkel, 2001) y Asesinato en el "Orient Express" (Philip Martin, 2012). Tanto la novela como todos los largometrajes citados desarrollan el mismo argumento: la investigación por parte del detective Hércules Poirot del asesinato cometido a bordo del famoso tren que une Oriente y Occidente. De este modo, y nada más empezar, nos tropezamos con esa falta de innovación a la que aludíamos antes, pues el texto original no solo ha inspirado la cinta que nos ocupa, sino que también ha hecho lo propio con hasta tres películas más (tal vez por este motivo, su director, Kenneth Branagh, ha especificado una y otra vez que no se trata de un remake de ninguna de aquellas, sino de una nueva versión del libro de Christie).

   Sin embargo, y a pesar de la buena fe del cineasta, es harto complicado acometer una nueva adaptación cinematográfica de una novela obviando las que ya existen; más aún cuando una de ellas es una de las grandes obras maestras del séptimo arte: Asesinato en el "Orient Express" (Sidney Lumet, 1974). En efecto, como desconozco el original literario de Agatha Christie, me resulta muy difícil establecer un paralelismo entre él y sus dos versiones audiovisuales más conocidas (la de Lumet y la de Branagh); pero como sí he podido ver estas últimas, para mí es más sencillo encontrar los factores que las unen. De entre todos ellos, me gustaría destacar el primer tercio del metraje de ambas cintas, donde se presenta a los personajes que interactuarán a lo largo de la misma, es decir, a la víctima, al detective y a los doce sospechosos: como el desarrollo de esta presentación es tan parecida en las dos películas, no podemos pensar en absoluto que se trata de una mera coincidencia, sino que debe ser necesariamente, o bien una copia de la segunda respecto de la primera, o bien un homenaje (sea como fuere, indica la preeminencia de esta sobre aquella: ya que se trata de una obra maestra del celuloide, enseña a las demás películas cómo hacer buen cine).




   Pero la versión de Sidney Lumet no solo es reconocida en este sentido por ser el referente necesario de la de Kenneth Branagh, sino que también lo es por méritos propios. Así es, quien haya visto la película recordará que esta mostraba prácticamente un único escenario: el vagón comedor del "Orient Express" (ciertamente, este escenario era interrumpido de vez en cuando por las maravillosas imágenes exteriores del tren o por algún esporádico cambio de ubicación, pero siempre dentro del mismo medio de locomoción); de esta manera, el guion tenía que fundamentar su interés solamente en el poder de la palabra, soslayando para ello cualquier injerencia que convirtiese el film en un thriller de acción al uso. Por este motivo, y como si todo el metraje consistiera en una gran obra teatral, los sospechosos iban apareciendo en escena con el propósito de dar su testimonio y de influir, en la medida de lo posible, en el veredicto final de Poirot (tan cuidados estaban, y tan bien ejecutados, que el espectador no solo era capaz de unirse a los barruntos del citado detective, sino que también podía saltar como el encargado del tren y gritar quién era el auténtico criminal). Sin duda, al ver la cinta, muchos recordarían la temática y el desarrollo de la magistral Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957), del mismo autor. Y es que, cuando un artista domina su arte, no necesita ningún aditamento para demostrárnoslo.

   En cuanto a la versión de Branagh, debo decir que ejemplifica esa falta de cánones exigentes de los que me quejaba arriba. En efecto, partiendo de un material tan bueno, como a todas luces es la novela de Christie, pero, sobre todo, el film de Lumet, sorprende que el director no haya sabido aprovecharlo mejor (más aún cuando sabemos que es un apasionado de los escenarios, como demostró mediante las recomendables Enrique V y Mucho ruido y pocas nueces): de esta manera, donde aquel sostenía todo el entramado del largometraje en los potentes diálogos de sus protagonistas, este lo basa en la acción y en el golpe de efecto, factores de los que su predecesor abominaba ostensiblemente; así que aquí contamos con chistes sin gracia (¿en serio era necesario incluir el gag del bastón en el prólogo del film?), actuaciones ridículas e hilarantes (la del mismo Kenneth Branagh, que parece afrontar una parodia del famoso detective), persecuciones, tiroteos, confesiones de última hora (por si al espectador no le queda claro quién es el verdadero asesino del tren) y discursos finales altisonantes con su pequeña dosis de moralina. Todo ello, para agradar al espectador poco exigente, que se aburriría con una proyección de dos horas en la que solo aparecerían personas hablando y que carecería de cualquier tipo de acción.




   Pese a este aparente exabrupto, debo indicar que la película es un producto recomendable. Ciertamente, y a tenor de lo que nos está llegando a la cartelera estas últimas semanas, se trata de uno de los mejores films que podemos ver ahora en ella. Sin embargo, los que pretendan reencontrarse con el Hércules Poirot de antaño, olvídense de ello, puesto que verán algo más parecido al Sherlock Holmes que patentó Guy Ritchie que al detective que nos ofreció Sidney Lumet: un personaje dizque ingenioso que sabe correr detrás de los malos, contar algún que otro chiste y realizar alguna acrobacia marcial (afortunadamente, Branagh ha prescindido aquí de los conocimientos de kárate  que el citado Sherlock Holmes presentaba en su cinta homónima -por cierto, ya sé que en las novelas de Conan Doyle también practica las artes marciales). 

   Así que, ante este cambio de actitud tan evidente, en el que hemos pasado de ver un detective adulto y profundo a ver otro infantil y liviano, cabe la siguiente pregunta, que ya se hacían, mutatis mutandis, los protagonistas de Scream. Vigila quién llama (Wes Craven, 1996): ¿el cine ha logrado que los espectadores sean poco exigentes, o son estos los que han condicionado la fórmula actual del séptimo arte? A mi parecer, y sin mojarme demasiado, se trata de la influencia que los unos han ejercido sobre el otro, y viceversa: es decir, el hombre de hoy busca la inmediatez y el entretenimiento, y no productos que le conlleven más preocupaciones de las que tiene, cosa que el cine comercial le ofrece con gusto, pues vive de su dinero; pero este entretenimiento vacuo arrastra al hombre a la molicie intelectual, de manera que cada vez quiere cosas menos exigentes (¿recordáis a los indolentes humanos de la magistral WALL-E? Pues algo así...).  

   Por este motivo, conviene decir que esta última versión de Asesinato en el "Orient Express", pese a que sea recomendable, refleja con claridad la decadencia intelectual de nuestro tiempo, puesto que no busca ejercitar la mente del espectador, sino solo inocularle su dosis de entretenimiento. Por supuesto que no todo van a ser películas de arte y ensayo, pero antes no hacía falta refugiarse en una sala de este tipo para disfrutar del buen cine, puesto que las salas comerciales ofrecían genialidades como cualquiera de los títulos de Sidney Lumet citados arriba. Es verdad que todavía quedan grandes autores con capacidad narrativa, como el mismo Branagh demostró en sus primeras cintas, pero, como este panorama no mejore pronto, creo que asistiremos al sepelio del gusto cultural de nuestra sociedad.






domingo, 19 de noviembre de 2017

El faro de las orcas

   Lola viaja con su hijo autista Tristán hasta la Patagonia, Argentina. El motivo es que Tristán responde a estímulos ante la visión de las orcas por televisión. Allí está Berto, un guardafauna que tiene una relación muy especial con las orcas salvajes.

   Si miramos el paisaje de un pueblo primitivo visto desde un avión, lo que vemos serán miles de senderos, y seguramente muy pocas carreteras. Aquellos senderos primitivos evolucionarán según las veces que sean utilizados: los que se utilizan mucho se convertirán en carreteras; luego, se asfaltarán; probablemente, serán autovías; finalmente, una autopista que unirá dos centros grandes de interés. El autismo consiste en la incapacidad para seleccionar los senderos, eliminar los que no resultan interesantes para profundizar, y ampliar los que son importantes. Esto es lo que le pasa a Tristán.




   Lola es como tantas madres con hijos autistas: no sabe por qué ni qué hacer, y actúa con su niño de la mejor manera posible. ¡Cuántas madres dan su vida por su hijo distinto! Porque, cuando tienes a un niño como Tristán, tu vida ya no es tuya, sino de él. De este modo, ella cruzó medio mundo, porque, si Tristán responde a estímulos al ver las orcas por la televisión, ¿cuál sería su reacción al verlas in situ? ¡Maravillosa!

   Berto no sabía cómo entrar en el mundo de Tristán, hasta que entraron en el agua en busca de la orca: sin que ellos lo supieran, comenzó un vínculo de amistad gracias al animal acuático. Los autistas, al no tener empatía, no saben si lloras de alegría o de tristeza; no entienden el porqué, y es muy difícil llegar a ellos. Pero, cuando conectas, empieza a tejerse un lazo de amistad como el caso de Berto y Tristán.

   Hay momentos en que su madre le deja estar en su mundo, porque, según ella, el exterior le asusta. A lo mejor Tristán sí podía estar asustado, pero esa no sería la solución: el autista no mantiene un tipo de comunicación afectiva con el entorno, pero cuando se logra que acepte tenerla, mejora de manera evidente e inmediata en el uso del lenguaje, aunque solo sea gestual. Es por eso que Lola no tiene que aislarlo de los demás: ella quiere que se comunique, y es por ello que lo lleva a la Patagonia, pero ¿en la soledad?, ¿que se comunique en un paraje donde está solo con su madre, el guardafauna y una orca? Está muy bien, pero su madre no debería olvidar que su hijo necesitaría estar con más niños, que los vea, que le inviten a jugar aunque él “no esté”… (esta película está basada en hechos reales, y puede que haya algún dato que desconozca, pero lo que escribo es lo que he visto en la película).




   Creo que la película se centra poco en la interacción de Tristán con el animal: he visto más escenas de una madre preocupada por su hijo buscando compasión. Hay un libro muy bonito que se titula El niño de los caballos, y cuenta la historia de un padre que, llevado por una intuición y un inmenso amor, parte a caballo con su mujer y su hijo autista por las montañas de Mongolia, tratando de ayudar al niño. Los padres de Rowan, el hijo, emprenderán una aventura apasionante entre sobrecogedores paisajes, noches al raso, renos, caballos... e inolvidables personajes, que lo acompañarán en el viaje más importante: el interior de sí mismo.
  
   No hace falta irnos a Mongolia o a Argentina para vivir una aventura: la aventura comienza en el salón de tu casa, mientras jugáis a indios y vaqueros, y cruzar un puente colgante (una simple comba puesta en el pasillo)… Ahora que estamos en otoño, se puede salir a la calle y jugar con las hojas secas que caen de los árboles, hacer un bizcocho y mancharse de harina hasta las orejas…

   La vida es en sí misma una aventura.

María Pérez Chaves
Maestra de Audición y Lenguaje. Monitora de método CEMEDETE
(San Fernando, Cádiz)
@mpchvs



lunes, 13 de noviembre de 2017

Oro

   Esta semana ha llegado a nuestras pantallas la nueva colaboración del cineasta Agustín Díaz Yanes con el escritor Arturo Pérez-Reverte: Oro (id., 2017). En efecto, pese a la fallida Alatriste (id., 2006), ambos han decidido unirse otra vez con el propósito de adaptar un relato breve del segundo; en esta ocasión, una historia ambientada en los tiempos del descubrimiento y de la conquista de América. Por desgracia, como esta etapa de nuestras crónicas ha sido tan vilmente mancillada por la oscura leyenda negra que pesa sobre España (y que ha sido alimentada además por el esnobismo intelectual patrio), el espectador que desee acercarse al film tal vez crea que verá un insulto a la memoria de nuestros antepasados, como acontecía, por ejemplo, en la reciente 1898. Los últimos de Filipinas (Salvador Calvo, 2016) [aquí]; sin embargo, y contradiciendo en este sentido el conato de boicot que ha nacido en las redes sociales con el fin de evitar la asistencia del público, debemos indicar que la película no es una mofa (intencionada) de nuestros héroes, sino que se trata de un aceptable largometraje de aventuras dirigido con solvencia por su autor, aunque, ciertamente, la sombra de la mentira legendaria (o de la legendaria mentira) se extienda sobre él.




   La película narra las desventuras de un heterogéneo grupo de españoles en pos de El Dorado, la mítica ciudad india con la que todos soñaban, pues creían que estaba construida de oro. Aunque cada uno de ellos está unido por dicho anhelo, muy pronto se ven enfrentados entre sí por las posibles riquezas que hallarán dentro de sus muros. Gracias a esta ambición, no dudarán en recurrir a las confabulaciones y al asesinato, con el objetivo de adueñarse de todas las riquezas que la legendaria urbe les promete, aunque, al mismo tiempo, deberán sobrevivir a los distintos desafíos que la selva amazónica les propone.

   Tanto el relato de Pérez-Reverte como la película de Díaz Yanes parten de un claro referente histórico: la expedición del río Marañón, en Perú, que lideró Pedro de Ursúa con el propósito de hallar la citada El Dorado. Aunque sin duda podría haberse tratado de una gesta memorable, lo cierto es que se vio ensombrecida por las traiciones y las muertes perpetradas por Lope de Aguirre, uno de sus subalternos. Este, en efecto, deseó tan vehementemente las riquezas que le aseguraba la ciudad de oro que conspiró contra él y contra todo el que se opusiera a sus intenciones, actitud que incluso lo condujo al asesinato de su propia hija, de la que se había hecho acompañar de manera más bien imprudente; asimismo, esta ambición lo llevó a proclamar la independencia de los territorios que había conquistado respecto de la Corona de España y a declararse rey de todos ellos. Su vesania es tan célebre que hasta el séptimo arte le ha dedicado dos obras maestras, Aguirre, la cólera de Dios (Werner Herzog, 1972) y El Dorado (Carlos Saura, 1988), que también sirven de fundamento tanto al relato del escritor como al largometraje del cineasta (en este último sentido, Díaz Yanes no solo copia para su cinta varios personajes y situaciones de aquellas dos, sino que incluso calca escenas completas).




   Como señalábamos arriba, pese a las malas críticas que ha cosechado entre los incipientes boicoteadores de la película, que tal vez ni siquiera la hayan visto, se trata de una obra impecable a nivel técnico; de este modo, y sin temor a equivocarnos, es probable que reciba algún galardón en la (temible) ceremonia de los próximos Goya. Y es que, ciertamente, nos hallamos ante un largometraje que podríamos calificar de inmersivo, puesto que su recreación de la selva amazónica (con sus potentes y vivos colores, y con sus persistentes y cautivadores sonidos) es tan fidedigna que el espectador creerá estar caminando por ella, algo que solo hemos podido disfrutar en otros dos títulos españoles recientes: Cantábrico (Joaquín Gutiérrez Acha, 2017) y Handia (Jon Garaño y Aitor Arregi, 2017); su narración, que ha sido tildada por aquellos de plúmbea e incoherente, no tiene altibajos destacables, por lo que tampoco podemos atribuirle ese aburrimiento del que la acusan (aunque aquí no nos atrevemos a meternos en los farragosos senderos del gusto individual), y las interpretaciones de sus actores protagonistas son más que aceptables, aunque solo hayan tenido que poner caras de malo y gritar (y blasfemar) mucho. Precisamente, el único defecto que tiene estriba en el desarrollo de los personajes, que carecen de arco evolutivo y de hondura psicológica, pese a que lo disimule muy bien mediante frases altisonantes (en este sentido, también adolece de un desarrollo correcto del macguffin, el oro del título, pues este aparece como crisol de intenciones en contadas ocasiones, aunque pretenda ser el verdadero impulsor de toda la obra).

   Pero la verdadera dificultad que todos identificamos en la película (y que a todos nos indigna) es la manía de presentar a los españoles como los mayores asesinos de la humanidad, como a una pandilla de violentos pendencieros que hallaron en América una tierra propicia para la ejecución de sus fechorías (esclavitud de indios, violaciones de indias, saqueos de tesoros y el largo etcétera que se encarga de recordarnos la mentada leyenda negra, que aún persiste). Aunque es cierto que la cinta solo se centra en el grupo de exploradores que la protagoniza, da la impresión de que pretende representar con ellos un paradigma de la España del momento; impresión que, por otro lado, se convierte en certeza nada más comenzar el metraje, ya que, en unas pocas líneas de texto introductorias, se describe al español de entonces como se detalla a los miembros de la citada expedición. Asimismo, el guion muestra conversaciones y blasfemias que son impropias de la época, pero que reflejan esa mentalidad tendenciosa de su autor hacia los españoles del momento. En este sentido, la palma se la lleva el capellán que los acompaña, un fraile fanático muy del gusto de Pérez-Reverte, el mayor divulgador que actualmente tiene la leyenda negra en nuestro país, pero que es tremendamente ajeno a los religiosos que conformaron el Siglo de Oro español. Pese a esta mala imagen, nosotros creemos aquí que no se trata de una pretendida (y perversa) desmitificación de la conquista de América, como lo fue, mutatis mutandis, la citada 1898. Los últimos de Filipinas respecto del sitio de Baler, sino la presentación de un discurso asumido, aunque erróneo: que los españoles somos la peor calaña de la especie humana (y que la Iglesia es la institución más oscurantista que ha visto la historia del hombre).




   Volviendo al principio, nosotros creemos que, a pesar de lo que se postula en las redes sociales, Oro es una gran película, una buena muestra del cine español que nada tiene que envidiar a las superproducciones norteamericanas, de las que todo el mundo se queja, pero que todo el mundo ve. Sin duda, no es plato de buen gusto para quienes conocemos nuestra historia y la leyenda negra que la falsea, pero pensamos que no es un resultado del todo intencionado, sino el producto de una mentira que se ha convertido en verdad. Evidentemente, Pérez-Reverte lidera la divulgación de estos errores en sus novelas, donde proliferan inquisidores maliciosos y curas licenciosos, pues sabe que venden mucho tanto en suelo patrio como extranjero; sin embargo, no podemos decir si se trata de algo a lo que ha llegado por convencimiento o por simple interés comercial. Sea cual fuere la razón, echamos de menos en esta cinta, de la que es coautor del libreto, siquiera un destello de la obra evangelizadora y civilizadora de España en el Nuevo Mundo; es verdad que no todo sería una aventura épica, como demuestra la que llevó a cabo Lope de Aguirre en el río Marañón, pero que se centre en estas máculas indica lo mucho que ha calado en él esa leyenda negra de la que es promotor.


         

domingo, 5 de noviembre de 2017

Spielberg

   Hoy se cumplen cien entradas desde el nacimiento de este blog. En efecto, lo que comenzó siendo un pequeño proyecto con poco futuro, se ha convertido en una cita semanal (y personal) con el mundo del séptimo arte. Así, durante sus dos años de historia, ha sido visitado por más de sesenta mil lectores, que le han dado alas y repercusión tanto en otros medios digitales como incluso radiofónicos y televisivos. En este sentido, cabe destacar el alcance que tuvo el indignado artículo que escribí sobre la cinta 1898. Los últimos de Filipinas (Salvador Calvo, 2016), pues incluso algunos programas de actualidad política contactaron conmigo para hablar sobre él (puedes leerlo aquí), o el que la semana pasada dediqué a Lutero (Eric Till, 2003), que ha servido de revulsivo en algunos sectores del protestantismo actual (puedes leerlo aquí). Como adelanto en el margen de esta misma página, mi intención siempre ha sido la de disertar y aprender a través de la gran pantalla, y no la de manifestar simplemente una opinión acerca de los últimos estrenos; por este motivo, y en consecuencia, se trata de un blog en el que he procurado desvelar mi relación más íntima con el séptimo arte: por ejemplo, en el artículo dedicado a Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941) explico lo que siento cada vez que veo dicha película (aquí), o en el de Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), mi pasión por el celuloide (aquí). 

   Por tanto, como se trata de un blog al que he querido dotar de cierta intimidad, me gustaría dedicar la entrada número cien al director que corona este artículo: Steven Spielberg. El primer motivo se debe al estreno de un documental producido por la cadena HBO que lleva precisamente su nombre: Spielberg (Susan Lacy, 2017). Aunque no se trate del mejor reportaje dedicado a tan célebre figura, es el más actual, por lo que su ayuda a la hora de acercarnos a su pensamiento más reciente resulta del todo imprescindible. El segundo motivo se debe a que fue él, y no otro cineasta, quien me abrió las puertas de este maravilloso mundo, pues su filmografía me ha acompañado a lo largo de los años,  ha alimentando mi imaginación desde que soy niño y ha consolidado dentro de mí esta pasión que aún se perpetúa. De esta manera, será mejor que cojamos nuestras bicicletas, pongamos nuestro extraterrestre en el manillar y echemos a volar con ellas cuanto antes.


   

   Mi relación con Spielberg comienza en una fecha muy concreta: octubre de 1993. A la sazón, llegaba a nuestras pantallas uno de sus títulos más conocidos (y reconocidos) por todos: Jurassic Park (Parque Jurásico) (id., 1993). Como cualquier espectador de entonces, quedé fascinado por la historia que mostraba a un grupo de aventureros adentrándose en una isla plagada de dinosaurios, y me llevó a imaginar, como a cualquier niño de mi edad, que yo mismo recorría aquellos parajes y  que vivía aquellas mismas peripecias que había visto en ella; además, y arrastrado por el inevitable merchandising que generó el film, alimenté dicho entusiasmo con la novela que le había dado pie, con los juguetes que la promocionaron, y con los cómics y los videojuegos que proliferaron por doquier. Ni que decir tiene que las conversaciones que manteníamos mis amigos y yo en el patio del colegio se centraban de manera casi exclusiva en los entresijos de su argumento y en el deseo de ver pronto una secuela, que nos llegó algunos años después con El mundo perdido. Jurassic Park (id., 1997). Evidentemente, no quiero decir con ello que esta fuera mi primera película de Spielberg, pues ya había gozado con Encuentros en la tercera fase (id., 1977), E.T., el extraterrestre (id., 1982) o la saga Indiana Jones, aunque sí debo advertir que fue la que me enamoró definitivamente del séptimo arte.

   En efecto, a partir de ese momento, y con solo once años, resolví consagrar mi ocio al mundo del cine; para mí, este había dejado de ser un mero entretenimiento para convertirse en una auténtica pasión, que rayaba sin duda en la obsesión. Por este motivo, comencé a comprar revistas y libros dedicados a él; a escuchar programas radiofónicos o a ver programas de televisión que aumentaban mis conocimientos; a alquilar cintas de vídeos que ponían en imágenes todo lo que leía u oía, e incluso a asistir a proyecciones en los modestos cineclubs de mi entorno. Pero como esa devoción se la debía principalmente al director de En busca del arca perdida (Steven Spielberg, 1981), quise acercarme más a su figura, por lo que procuré estudiar su biografía y ver todas sus películas, sin excepción; de este modo, conseguí visualizar desde sus primeras incursiones televisivas (Galería nocturna, El diablo sobre ruedas y Algo diabólico) hasta sus cintas más adultas a la sazón: El color púrpura (id., 1985), El imperio del sol (id., 1987) y Always (Para siempre) (id., 1989). Aunque no hallé en estas últimas la espectacularidad que había visto en sus anteriores obras, porque seguía siendo un niño que adoraba los efectos especiales, encontré en ellas la sombra de un hombre versátil y apasionado que se expresaba a través del celuloide.




   Ciertamente, gracias a las múltiples biografías que había leído sobre Spielberg, descubrí que este había crecido en un hogar muy feliz, en el que siempre había encontrado el refugio que no hallaba en sus compañeros de colegio (al contrario de lo que se pueda deducir de su obra, no tuvo muchos amigos durante su niñez, pues todos se reían de él a causa de su desbordante imaginación). Sin embargo, esta dicha se quebró el día en que sus padres se divorciaron, lo que provocó un dolor tan intenso en él que quiso representarlo en cada una de sus películas, a fin de que nadie experimentase su misma tragedia (de ahí que la familia o el reencuentro de la misma cobre tanta importancia en su filmografía). De hecho, una cosa que he aprendido con este documental es que la mencionada E.T., el extraterrestre pretendía ser una metáfora de la ausencia (o de la necesidad) del padre (¿no es también algo palmario en Hook (El capitán Garfio)?), algo que él experimentó y que suplió a través del cine (rodando películas con sus hermanas y con sus pocos amigos), de su mundo imaginario (en este documental reconoce que estaba todo el día frente al televisor, y escribiendo o ideando historias basadas en lo que veía en él)... y de la fe (¿no es evidente la similitud entre el conocido alienígena y Jesucristo? Aunque debemos indicar que esto es un mero recurso narrativo, puesto que él siempre ha sido un devoto judío).   

   Pero lo que más me entusiasmó (y me llenó de envidia) fue que, siendo niño, ya lograse su propósito de rodar una película: Firelight (id., 1964), una obra de 140 minutos de duración  sobre una invasión extraterrestre que grabó con cámaras de alquiler y con un grupo de aficionados como él. Hoy no queda nada de esta obra amateur, pero gracias a internet podemos visualizar unos cuantos fragmentos de la misma, aunque interrumpidos por viejos comentarios de su director (puedes verla aquí). Para mí, se trata de un excelente testimonio de su amor por el cine, que lo llevó a movilizar a casi todos sus vecinos con el fin de cumplir su ansiado empeño. Sin lugar a dudas, es un ejemplo para todos aquellos que alguna vez hemos acariciado el sueño de imitarlo y de seguir sus pasos, pues con esta película demostró lo que siempre nos ha transmitido mediante sus largometrajes posteriores: que los sueños se hacen realidad.




   Por supuesto, el paso del tiempo es inevitable, por lo que, a medida que he ido cultivando esta pasión por el celuloide a lo largo de mi vida, he ido descubriendo otros directores que me han entusiasmado más que Spielberg (¿dónde has estado todo este tiempo, Clint Eastwood?); además, este no ha vuelto a ser el mismo desde que rodara La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), puesto que su obra se ha convertido en algo más artesanal que pasional, incluso en cintas de corte infantil y juvenil, como la infravalorada Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (id. 2008), Las aventuras de Tintín. El secreto del unicornio (id., 2011) o Mi amigo el gigante (id., 2016). Pero ello no obsta para que le siga profesando esta devoción que aquí he demostrado, pues fue él, y no otro cineasta, quien me abrió las puertas de este magnífico universo.

   Por otro lado, pienso que el cine comercial de hoy le debe muchísimo a Spielberg, ya que la infancia con la que ha soñado toda una generación de cinéfilos se fundamenta en la que retrató él durante sus primeras películas; así, cintas de enorme éxito como It (Andrés Muschietti, 2017), o series tan populares como Stranger Things (Duffer Brothers., 2016), jamás habrían existido si aquel no las hubiese cimentado con su imaginario (recordemos que los respectivos autores de estas nunca han ocultado su pasión por este director). Por este motivo, creo que no existe un mejor reconocimiento por mi parte que el dedicarle esta entrada número cien de mi blog, que, como su fulgurante carrera, comenzó siendo un pequeño proyecto, pero que hoy ha llegado a abrirse un modesto hueco dentro de esta amplia blogosfera (se sobreentiende el mutatis mutandis). Por supuesto, él jamás leerá este artículo, pero quiero que a todos los que sí lo hagáis os sirva de humilde testimonio de lo que por mí ha hecho este genial cineasta, un hombre que cautivó desde niño mi imaginación y que logró que me enamorarse para siempre del séptimo arte.



lunes, 30 de octubre de 2017

Lutero

   Mucho se está hablando últimamente de la conmemoración del quinto centenario de la Reforma protestante, que se originó grosso modo un 31 de octubre del año 1517. En efecto, esa fecha es conocida por ser el día en que Lutero clavó sobre la puerta de la iglesia de Wittenberg sus famosas 95 tesis, que tenían como principal objetivo la autoridad del papado y la doctrina sobre las indulgencias. Es curioso que hoy se hagan multitud de alabanzas al citado reformador, pese a los problemas que le causó a la vieja Europa; incluso es sorprendente que alguna de ellas provenga del mismísimo Vaticano, que fue deplorado e insultado vilmente por él hasta el instante de su muerte. Por este motivo, nosotros queremos acercarnos a su figura, y esclarecer así, en la medida de lo posible, la verdad que subyace tras ella. Para ello, y como siempre, recurriremos al séptimo arte, que nos ha legado hasta donde sabemos dos biopics ciertamente irregulares y casi homónimos: Martín Lutero (Irving Pichel, 1953) y Lutero (Eric Till, 2003). De los dos, nos interesa el segundo, puesto que no solo es más conocido, sino que le sirvió a la Iglesia protestante para purificar la imagen de su fundador, menospreciada incluso por sus correligionarios.


   

   Sobre la película, que pretende ser una recreación histórica fiable, la sinopsis oficial afirma lo siguiente. En la Alemania de principios del siglo XVI, el agustino Martín Lutero provoca un cisma dentro de la cristiandad. En efecto, tras una reflexiva lectura de las Sagradas Escrituras, descubre que la Iglesia católica ha pervertido el mensaje de Jesucristo a lo largo de la historia, por lo que decide ponerle remedio. Para ello, publica en Wittenberg sus 95 tesis, con las que procura corregir los excesos de aquella; pero esta, lejos de abandonar su cómoda situación privilegiada, responde contundentemente al desafío del monje rebelde.

   Quien sea lector asiduo del blog descubrirá que esta semana, a diferencia de otras, hemos querido matizar que el párrafo anterior es una sinopsis oficial del largometraje, puesto que no deseamos incurrir en la equivocación que pretende divulgar este último, es decir, la contemporización de Lutero. En efecto, el argumento ya es claro en sus objetivos desde el principio: el citado monje agustino era un hombre que descubrió los errores de la Iglesia tras una lectura atenta y meditada de la Biblia, cosa que aquella, por lo visto, jamás había hecho en sus dieciséis siglos de historia a la sazón; por otro lado, como él era un fiel discípulo de Jesús, siempre quiso el bien de su institución, por lo que su único propósito consistía en el sano encauzamiento de la misma, y no en su perversa alteración; finalmente, y por supuesto, la Iglesia respondió como siempre hace, es decir, con ira y rencor, que es lo que mejor sabe hacer, ya que sus miembros son unos pobres paletos sin estudios que se asustan y acomplejan frente a cualquiera que ponga en duda su doctrina. Pero si ya la trama de la película parte de esa insistente, consabida y sibilina argumentación, a la que por desgracia estamos ya más que habituados, fijémonos en el lema promocional del cartel, que servirá de base para nuestro  pequeño artículo: "Genio. Rebelde. Liberador".




   Empecemos por lo de genio. Como todo el mundo sabe, y como de ello deja constancia el film, la vida religiosa de Martín Lutero comienza durante una pavorosa tormenta, momento en el que se acogió a la protección de santa Ana. Ciertamente, tan aterrorizado estaba por este inofensivo fenómeno natural que le prometió a aquella que consagraría su vida entera al Creador si lo salvaba de los rayos y de los truenos que lo estaban asediando. Sin duda, cumplió su promesa, pero trocó ese miedo a la naturaleza por el que comenzó a profesarle al mismísimo Señor (fíjese el lector que no estamos hablando del temor reverencial que debe otorgarle cualquier cristiano, sino de un auténtico pavor, e incluso de un odio inusitado); de este modo, no solo fue incapaz de celebrar una sola misa por el exagerado respeto que sentía hacia el sacramento del altar (algo que aparentemente es digno de  todo elogio, puesto que parece reflejar ese sano temor cristiano antes mencionado, pero que oculta en realidad una soberbia desmedida, ya que deplora la elección de Jesucristo sobre sí mismo, entre otras muchas cosas), sino que incluso llegó a desear que Dios no existiera, algo que también recoge la cinta, aunque casi de pasada. El genio reformador profirió este radical anhelo después de creer que sus pecados eran tan grandes (¿recuerda el lector lo de la soberbia?) que nadie los podía perdonar, ni siquiera el Padre celestial (debemos apuntar que estos pensamientos solían asaltarle en la letrina, el lugar donde los dolores gástricos de su célebre estreñimiento lo flagelarían hasta el punto de sonsacarle sus más recónditas faltas); así, el que vendió la papeleta de un Dios infinitamente misericordioso, propició en verdad la errónea visión del Juez vengador, que hoy sin embargo es atribuida al catolicismo (además, esto daría pie al ateísmo de nuestro tiempo: si Dios no existe, no puede imputar a nadie de ningún pecado, por lo que es preferible su inexistencia). 

   En cuanto a lo de rebelde, la película nos lo presenta como un hombre adelantado a su tiempo, paseando por el aula de Teología entre sus alumnos como un abogado de película americana entre los miembros del jurado ("Señores del jurado, vean a mi cliente: ¿cómo puede ser un asesino con esa cara de bueno? Las circunstancias lo eximen de su pecado"), o bien como el Tom Berenger de El sustituto (Robert Mandel, 1996), es decir, repartiendo estopa (dialéctica) a los oyentes malotes. Sin embargo, lo cierto es que sus clases no se caracterizaban por la hondura de su razonamiento, sino por el más tenaz de los adoctrinamientos, ya que divulgaba sus propias ideas respecto de la Escritura sin atender a lo que anteriormente habían dicho los maestros sobre ella (autorizaba y desautorizaba libros bíblicos al albur de su apetencia); además, repartía entre sus adeptos los panfletos que había elaborado con Cranach el Viejo, en los que arremetía sin rubor alguno contra el papa y contra la Casa de Habsburgo, que reinaba en ese momento sobre Alemania y sobre la mayor parte de Europa. Por otro lado, debemos indicar que esta rebeldía de pitiminí fue más bien el producto de una rabieta que la consecuencia de su pretendida genialidad (¿recuerda el lector lo que afirmábamos de su soberbia?), ya que, cuando el sumo pontífice lo llamó al orden, uso contra él las mismas vejaciones que había usado... ¡contra los que se habían opuesto a la doctrina del sumo pontífice! En cuanto a la doctrina de las indulgencias, que supuestamente originó este cisma dentro de la Iglesia, y que era una manera fácil de enriquecerse, sorprende que Lutero nunca se manifestara en contra del dineral que recibía a espuertas del príncipe Federico el Sabio (en la película, el gran Peter Ustinov), que no solo patrocinaba cada uno de sus exabruptos contra aquella, sino que también financiaba sus clases en la universidad que él mismo había fundado, y en la que, como hemos visto, se vituperaba una y otra vez la figura del papado (por cierto, si el príncipe Federico prohibió la predicación de las indulgencias en Sajonia fue para impedir el enriquecimiento de su rival, Alberto de Brandeburgo, y no por rebeldía contra la Iglesia, como postula el film).

   Y por último, liberador. Si hay un término que continúa engatusando a la sociedad de nuestro tiempo es "libertad", así como todos aquellos que se circunscriben dentro de su campo semántico, como el mencionado "liberador". Pero estos términos encierran muchas veces una gran mentira, puesto que detrás de ellos se agazapan los menos agraciados de "esclavitud" u "opresión" (esto es algo que podemos estudiar en el desarrollo de la Revolución francesa, en el de la Revolución rusa y en la actualidad catalana, donde se enarbolan consignas libertarias con el ingenuo propósito de aupar al estrado a quienes los tiranizarán sin paliativos). Por este motivo, no es extraño que con Lutero pasara lo mismo (incluso hay historiadores que defienden que fue él quien inició esta popular falacia): mediante su violento adoctrinamiento, que iba desde la citada distribución de pasquines hasta la creación de pegadizas (y despectivas) tonadillas contra el papa, la Iglesia y el Imperio español, propagó la idea de que el pueblo alemán estaba sojuzgado por estos últimos, y que, por ende, debía desuncirse de su ominoso yugo; sin embargo, lo que estaba promoviendo en realidad era la autonomía de los príncipes alemanes, que deseaban gobernar sus territorios sin las injerencias imperiales ni vaticanas, manifiestamente contrarias a sus aspiraciones independentistas. De este modo, el reformador, fiel a ese concepto de libertad que antes hemos citado, escribió un texto en 1523 en el que postulaba sin tapujos que sus señores terrenales debían gobernar la Iglesia, y no el papa, que era un extranjero a ojos de la naciente Alemania; así que cuando exhortaba a los cristianos alemanes a luchar por su libertad, los estaba empujando realmente a la esclavitud de sus reyezuelos. Desgraciadamente, esto tuvo una consecuencia nefasta, que sin embargo delata la incoherente personalidad de Lutero: la autonomía que los príncipes alemanes se arrogaron respecto del emperador español los condujo a incrementar los impuestos sobre los campesinos, que respondieron a esta injusticia mediante una célebre revuelta; el reformador, que en un primer momento había apoyado de manera indirecta este movimiento, cedió después a las presiones de los príncipes, por lo que apoyó las ejecuciones que estos llevaron a cabo sobre aquellos súbditos descontentos (en la película, ponen a Lutero como un mártir de su propia palabra, pues su mensaje de libertad es tan grande que él mismo no lo ha comprendido bien. El pobre...).




   Por supuesto, queda mucho por referir acerca de este díscolo religioso, que supuestamente puso en jaque a la Iglesia por el bien de la cristiandad, pero que en verdad arruinó esta y dividió de manera interesada aquella; sin embargo, un artículo sobre su doctrina teológica (la famosa sola fide) sería excesivamente largo, por lo que conviene remitirse a libros especializados en ella. Aquí solo hemos pretendido acercarnos a esa figura que hoy está siendo ensalzada por muchos, pese al desastre que le supuso a la vieja Europa, y abrir así los ojos a quienes crean que es un hombre digno de respeto, o un genio rebelde y liberador, como afirma el lema promocional del film. Es posible que esos tales no sepan, o hayan olvidado, o no quieran saberlo, o desean ocultarlo, que Lutero está en la base del antisemitismo nacionalsocialista y que, no en balde, Hitler lo llegó a denominar padre de la nación alemana (sic): "Lo que es útil es quemar todas las sinagogas de los judíos, y si alguna ruina se salva del incendio, hay que cubrirla con arena y barro, para que nadie pueda ver ni siquiera una piedra o una teja de esa construcción" (Sobre los judíos y sus mentiras, 1523).

   Por todo esto, nosotros pensamos que el 31 de octubre de 1517 no es el origen de ninguna celebración, sino el obituario del auténtico cristianismo, que es el que se mantiene fiel al papa y a la doctrina de la Iglesia. Si esta debía ser reformada, lo demostraron personalidades tan conocidas como santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz o san Ignacio de Loyola, que no rompieron en ningún momento con ella, sino que la ayudaron y la apoyaron como unos buenos hijos hacen con su madre enferma. Como decíamos al principio, hasta hace unos años Martín Lutero era menospreciado incluso por sus correligionarios, que descubrían en él al hombre que los había abocado a una vida de esclavitud, rencor y miedo, sentimientos que antes desconocían en su vida cotidiana (y por ello se produjo este film, con el firme propósito de limpiar su figura); sin embargo, hoy es reconocido incluso por los que fueron menospreciados por él, dándonos a entender que, o bien no saben quién era, o bien lo hayan olvidado, o bien no quieren saberlo, o bien desean ocultarlo.