lunes, 27 de noviembre de 2017

Asesinato en el "Orient Express"

   La nueva versión de Asesinato en el "Orient Express" (Kenneth Branagh, 2017) refleja claramente el declive en el que ha caído el cine comercial de nuestro tiempo y, por ende, la muerte intelectual de nuestra sociedad. No me malinterpretéis, pues la película me ha gustado lo suficiente como para dedicarle una digestión cinéfila sosegada, descubriendo así que se trata de un film bien rodado, bien narrado y muy entretenido, factores de los que adolece buena parte de los productos que atestan las pantallas de nuestras salas. Pero, como digo, manifiesta la falta de imaginación y de talento que tienen los cineastas de hoy, subyugados por unos cánones artísticos poco exigentes, pero muy lucrativos. Para comprobar la veracidad de mi queja en cuanto al aspecto imaginativo del Hollywood de hogaño, solo hay que revisar de vez en cuando la cartelera semanal, en la que suele destacar algún remake, algún reboot, algún spin-off, alguna secuela, alguna precuela, alguna mediacuela (la saga Star Wars es experta en esto último) o cualquier cosa de índole similar; para comprobar la veracidad de lo segundo, solo hay que seguir leyendo este artículo.




   Como todo el mundo sabe, la película se basa en un relato homónimo de la célebre escritora Agatha Christie, que ya dio pie a un famoso film de idéntico título rodado por Sidney Lumet en 1974, así como a dos versiones para la televisión de mediocres resultados: Asesinato en el "Orient Express" (Carl Schenkel, 2001) y Asesinato en el "Orient Express" (Philip Martin, 2012). Tanto la novela como todos los largometrajes citados desarrollan el mismo argumento: la investigación por parte del detective Hércules Poirot del asesinato cometido a bordo del famoso tren que une Oriente y Occidente. De este modo, y nada más empezar, nos tropezamos con esa falta de innovación a la que aludíamos antes, pues el texto original no solo ha inspirado la cinta que nos ocupa, sino que también ha hecho lo propio con hasta tres películas más (tal vez por este motivo, su director, Kenneth Branagh, ha especificado una y otra vez que no se trata de un remake de ninguna de aquellas, sino de una nueva versión del libro de Christie).

   Sin embargo, y a pesar de la buena fe del cineasta, es harto complicado acometer una nueva adaptación cinematográfica de una novela obviando las que ya existen; más aún cuando una de ellas es una de las grandes obras maestras del séptimo arte: Asesinato en el "Orient Express" (Sidney Lumet, 1974). En efecto, como desconozco el original literario de Agatha Christie, me resulta muy difícil establecer un paralelismo entre él y sus dos versiones audiovisuales más conocidas (la de Lumet y la de Branagh); pero como sí he podido ver estas últimas, para mí es más sencillo encontrar los factores que las unen. De entre todos ellos, me gustaría destacar el primer tercio del metraje de ambas cintas, donde se presenta a los personajes que interactuarán a lo largo de la misma, es decir, a la víctima, al detective y a los doce sospechosos: como el desarrollo de esta presentación es tan parecida en las dos películas, no podemos pensar en absoluto que se trata de una mera coincidencia, sino que debe ser necesariamente, o bien una copia de la segunda respecto de la primera, o bien un homenaje (sea como fuere, indica la preeminencia de esta sobre aquella: ya que se trata de una obra maestra del celuloide, enseña a las demás películas cómo hacer buen cine).




   Pero la versión de Sidney Lumet no solo es reconocida en este sentido por ser el referente necesario de la de Kenneth Branagh, sino que también lo es por méritos propios. Así es, quien haya visto la película recordará que esta mostraba prácticamente un único escenario: el vagón comedor del "Orient Express" (ciertamente, este escenario era interrumpido de vez en cuando por las maravillosas imágenes exteriores del tren o por algún esporádico cambio de ubicación, pero siempre dentro del mismo medio de locomoción); de esta manera, el guion tenía que fundamentar su interés solamente en el poder de la palabra, soslayando para ello cualquier injerencia que convirtiese el film en un thriller de acción al uso. Por este motivo, y como si todo el metraje consistiera en una gran obra teatral, los sospechosos iban apareciendo en escena con el propósito de dar su testimonio y de influir, en la medida de lo posible, en el veredicto final de Poirot (tan cuidados estaban, y tan bien ejecutados, que el espectador no solo era capaz de unirse a los barruntos del citado detective, sino que también podía saltar como el encargado del tren y gritar quién era el auténtico criminal). Sin duda, al ver la cinta, muchos recordarían la temática y el desarrollo de la magistral Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957), del mismo autor. Y es que, cuando un artista domina su arte, no necesita ningún aditamento para demostrárnoslo.

   En cuanto a la versión de Branagh, debo decir que ejemplifica esa falta de cánones exigentes de los que me quejaba arriba. En efecto, partiendo de un material tan bueno, como a todas luces es la novela de Christie, pero, sobre todo, el film de Lumet, sorprende que el director no haya sabido aprovecharlo mejor (más aún cuando sabemos que es un apasionado de los escenarios, como demostró mediante las recomendables Enrique V y Mucho ruido y pocas nueces): de esta manera, donde aquel sostenía todo el entramado del largometraje en los potentes diálogos de sus protagonistas, este lo basa en la acción y en el golpe de efecto, factores de los que su predecesor abominaba ostensiblemente; así que aquí contamos con chistes sin gracia (¿en serio era necesario incluir el gag del bastón en el prólogo del film?), actuaciones ridículas e hilarantes (la del mismo Kenneth Branagh, que parece afrontar una parodia del famoso detective), persecuciones, tiroteos, confesiones de última hora (por si al espectador no le queda claro quién es el verdadero asesino del tren) y discursos finales altisonantes con su pequeña dosis de moralina. Todo ello, para agradar al espectador poco exigente, que se aburriría con una proyección de dos horas en la que solo aparecerían personas hablando y que carecería de cualquier tipo de acción.




   Pese a este aparente exabrupto, debo indicar que la película es un producto recomendable. Ciertamente, y a tenor de lo que nos está llegando a la cartelera estas últimas semanas, se trata de uno de los mejores films que podemos ver ahora en ella. Sin embargo, los que pretendan reencontrarse con el Hércules Poirot de antaño, olvídense de ello, puesto que verán algo más parecido al Sherlock Holmes que patentó Guy Ritchie que al detective que nos ofreció Sidney Lumet: un personaje dizque ingenioso que sabe correr detrás de los malos, contar algún que otro chiste y realizar alguna acrobacia marcial (afortunadamente, Branagh ha prescindido aquí de los conocimientos de kárate  que el citado Sherlock Holmes presentaba en su cinta homónima -por cierto, ya sé que en las novelas de Conan Doyle también practica las artes marciales). 

   Así que, ante este cambio de actitud tan evidente, en el que hemos pasado de ver un detective adulto y profundo a ver otro infantil y liviano, cabe la siguiente pregunta, que ya se hacían, mutatis mutandis, los protagonistas de Scream. Vigila quién llama (Wes Craven, 1996): ¿el cine ha logrado que los espectadores sean poco exigentes, o son estos los que han condicionado la fórmula actual del séptimo arte? A mi parecer, y sin mojarme demasiado, se trata de la influencia que los unos han ejercido sobre el otro, y viceversa: es decir, el hombre de hoy busca la inmediatez y el entretenimiento, y no productos que le conlleven más preocupaciones de las que tiene, cosa que el cine comercial le ofrece con gusto, pues vive de su dinero; pero este entretenimiento vacuo arrastra al hombre a la molicie intelectual, de manera que cada vez quiere cosas menos exigentes (¿recordáis a los indolentes humanos de la magistral WALL-E? Pues algo así...).  

   Por este motivo, conviene decir que esta última versión de Asesinato en el "Orient Express", pese a que sea recomendable, refleja con claridad la decadencia intelectual de nuestro tiempo, puesto que no busca ejercitar la mente del espectador, sino solo inocularle su dosis de entretenimiento. Por supuesto que no todo van a ser películas de arte y ensayo, pero antes no hacía falta refugiarse en una sala de este tipo para disfrutar del buen cine, puesto que las salas comerciales ofrecían genialidades como cualquiera de los títulos de Sidney Lumet citados arriba. Es verdad que todavía quedan grandes autores con capacidad narrativa, como el mismo Branagh demostró en sus primeras cintas, pero, como este panorama no mejore pronto, creo que asistiremos al sepelio del gusto cultural de nuestra sociedad.






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