domingo, 27 de mayo de 2018

Shame

   El pasado mes de abril, el arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela, monseñor Pérez González, escribió una carta pastoral muy interesante sobre los efectos de la pornografía en el corazón humano (aquí). En efecto, bajo el título de La pornografía degenera y destruye a la persona, el prelado, haciéndose eco de la opinión de los sociólogos, sostiene que el libertinaje (o el pansexualismo) que hoy vivimos puede parecer una respuesta lógica al tabú impuesto sobre el sexo durante muchos años; de esta manera, y siempre en palabras de los citados sociólogos, mientras que anteriormente la práctica sexual se circunscribía casi de forma exclusiva al acto conyugal y procreador, en la actualidad también goza de una dimensión lúdica y placentera de la que se abominaba en el pasado. Podemos decir, por tanto, que las relaciones sexuales de hogaño, en relación con las de antaño, son consideradas como un ejemplo de libertad social e individual, puesto que una persona puede recurrir a ellas sin necesidad de vincularse matrimonialmente a otra, o sin necesidad de procrear un hijo, ya que en la actualidad existen multitud de medios que pueden evitar la fecundación. Pero, donde la sociedad ve hoy un acto de libertad (gozar del propio cuerpo todo lo posible), el arzobispo vislumbra un síntoma de esclavitud, especialmente en la pornografía, que es la mayor degeneración de esta práctica libertina del sexo.

   Ciertamente, como él mismo afirma en su carta, "la pornografía daña el cerebro. Es como una droga que crea adicción y que es muy difícil de erradicar. Se consume y siempre se quiere más, y nunca se sacia. Cuanto más se consume, más grave es el daño al cerebro. Crea una situación en la que la persona se enfrasca y se aficiona de tal forma que el cerebro no tiene capacidad de reaccionar con libertad, está atado como la presa en la trampa. De ahí se llega al comportamiento extremo, donde se desnaturaliza el acto sexual y se convierte en un juego normalizado, considerándolo como algo común y sin relevancia en aspectos morales". De este modo, la presunta libertad individual que otorga el recurso de la persona al sexo (en este caso, a su versión voyerista), se convierte en su esclavitud psicológica, puesto que genera en ella una adicción que le va exigiendo constantemente su propia satisfacción, bien sea corporal, mediante el onanismo, bien sea visual, mediante el visionado de imágenes o películas eróticas (hoy, fácilmente accesibles gracias a la red). Como prueba de que la pornografía genera realmente esta adicción que aquí estamos denunciando, podemos señalar a los famosos actores David Duchovny (Expediente X) y Michael Douglas (Instinto básico), entre otros, que tuvieron que ser internados en clínicas especializadas después de que confesaran su problema con el sexo y la pornografía (pero no tenemos por qué irnos tan lejos, ya que podemos imaginar a cualquier joven o adulto que conozcamos mirando durante horas una pantalla donde se muestra sexo explícito).

   Pero el arzobispo de Pamplona también advierte de que la pornografía no solo genera adicción, sino que también propicia una destrucción progresiva del amor. En efecto, según sus palabras, "estudios recientes han demostrado que, después de que unos individuos han estado expuestos a la pornografía, se califican a sí mismos con menor capacidad de amor que aquellos que no han tenido contacto con ella. El verdadero amor queda relegado, puesto que la pasión se convierte en utilizar a la otra persona como un objeto de placer y nada más. Por eso, es una mentira que, bajo capa de satisfacción y consideración del otro, se utiliza de tal forma que se cosifica y se despersonaliza. No existe el amor, puesto que es un placer lleno de egoísmo". Efectivamente, como podemos suponer, la persona que se acostumbra (porque es adicta) a satisfacerse mediante el recurso a la pornografía, termina viendo dañada su capacidad afectiva, ya que sobre la otra persona solo deposita sus anhelos sexuales, tratándola así como un mero objeto de su propio placer; es decir, ya no la quiere por lo que es (que es el verdadero sentido del amor), sino por el placer que le da o por el que le puede otorgar. En pocas palabras, lo que una persona descubre en la pornografía, quiere recibirlo de su pareja. Sin embargo, este tipo de relación, que puede ser disfrazada bajo la máscara de la diversión y de la libertad, termina quebrándose tarde o temprano y con una grave repercusión afectiva, puesto que su fundamento es el mero egoísmo, mientras que la relación de pareja debe buscar siempre el bien del otro.




   Curiosamente, existe una película contemporánea que versa sobre esta adicción al sexo y a la pornografía, y que habla también sobre sus terribles consecuencias: Shame (Steve McQueen, 2011). En ella, su protagonista, el actor Michael Fassbender (visto últimamente en El muñeco de nieve y Alien. Covenant, aunque sea más conocido por interpretar al joven Magneto en la saga X-Men) es un importante y exitoso hombre de negocios que oculta un oscuro secreto: su afición al porno (no en balde, la traducción del título sería "vergüenza", ya que se trata de un apego del que no quiere hablar). Por supuesto, él cree que se trata de una afición dominada, puesto que recurre a ella cuando desea liberar tensiones u olvidar problemas laborales; sin embargo, lo cierto es que dicha afición lo ha domeñado a él a través de la adicción. En efecto, tan necesitado está el actor de su satisfacción diaria de pornografía que recurre a ella incluso en horas de trabajo, almacenando imágenes y vídeos eróticos en el ordenador de su despacho y masturbándose a escondidas en los aseos de este último. Pero todo sale a la luz cuando, por un lado, su hermana descubre este oscuro secreto, y, por el otro, su jefe halla lo que él, con tanto celo, escondía en su disco duro; por eso, y a partir de ese momento, procurará dejar su adicción mediante la búsqueda de una pareja estable. 

   No deja de ser interesante que el argumento de la película postule la estabilidad amorosa como el remedio eficaz contra dicha adicción al sexo. Efectivamente, si la pornografía satisface el deseo carnal egoísta de quien está enganchado a ella, la generosidad que exige la vida familiar induce a lo contrario (en este sentido, recordemos también otro film, Prueba de fuego, en el que su protagonista procuraba desintoxicarse del porno mediante su vuelco en la convivencia hogareña). Aquí, como Fassbender no tiene familia (salvo su hermana, que detona su deseo de mejorar), busca una novia, con quien anhela reordenar su vida en aras de un bien mayor. Pero la película es honesta, porque, al principio, le cuesta mucho separarse del sexo y de su adicción a la pornografía, y no es capaz, por ejemplo, de mantener una relación sexual normal con ella (es significativo que deba recurrir a la prostitución, puesto que es en el mal uso de la mujer donde halla su satisfacción y no en el sentido puro del amor). Sin lugar a dudas, esto es un acierto, porque, como si de una droga se tratase, quien quiera ordenar su existencia, lejos del sexo pornográfico, debe luchar duramente contra el hábito de encender cada noche el monitor y ver alguna escena que calme su sed.

   Lógicamente, aunque por desgracia, la cinta no es de corte cristiano, por lo que no vemos en ella un discurso acerca de la fe, sino solo la presentación psicológica de una adicción y el deseo del paciente de zafarse de ella. Pero nosotros, que sí somos cristianos, sabemos que un remedio eficaz contra este problema es la confesión. En efecto, el perdón de Dios es un punto y aparte en la vida de cualquier católico, que encuentra en ella también el auxilio que aquel le presta para vencer con éxito su adicción; por eso, cuando finalmente alguien reconoce que es adicto al sexo (o a la pornografía, o a ambos), debe arrodillarse en el confesionario e impetrar la misericordia divina. Lo segundo que debemos hacer es poner los medios necesarios para evitar que dicho hábito se nos presente de nuevo como una tentación; es decir, apagar el ordenador o el móvil cuando no le estemos dando un uso adecuado (la navegación sin rumbo suele arribar a puertos peligrosos), desechar los pensamientos que se nos alojan en el recuerdo y procurar que la noche la usemos solamente para dormir (no es momento para chatear, tuitear o ver las fotos de quien me gusta en su perfil de Instagram), entre otras muchas cosas, por supuesto. En este sentido, y como hemos indicado arriba, la vida familiar también es una ayuda adecuada para vencer la adicción a la pornografía, porque quien se vuelca en el cuidado de su cónyuge y de su prole se convierte paulatinamente en alguien generoso, que no anhela la satisfacción egoísta de su deseo en la fría pantalla de su ordenador (o de su móvil, que es más personal y secreto).




   Por todos estos motivos, creo que Shame es un título ideal para completar la lectura de la carta del arzobispo de Pamplona, muy adecuada para nuestro tiempo. De la misma manera que en ella se advierte acerca del detrimento de la capacidad afectiva que padece el adicto al sexo, en la película vemos cómo su protagonista es incapaz de establecer una relación normal con una mujer, porque siempre la ve como un mero objeto de placer; así como ella se hace eco de los problemas que se derivan en la convivencia familiar, la cinta nos muestra cómo Fassbender acarrea una vida desastrosa con su hermana por culpa de su adicción; en definitiva, del mismo modo que la carta llama esclavos a quienes consumen diariamente largas horas de erotismo, Shame nos muestra de forma gráfica ese mismo aherrojamiento y la dificultad que supone desuncirse de él. No obstante, y a pesar de ese grito de angustia con el que acaba el film, este da pie a la esperanza, pues, como toda adicción, puede ser vencida mediante la lucha; por desgracia, y como ya hemos mencionado, el largometraje nos presenta la pugna individual de su protagonista, pero el cristiano sabe que cuenta con la ayuda inestimable de Dios, que está dispuesto a sacarnos de cualquier escollo con tal de que se lo permitamos.



   

martes, 22 de mayo de 2018

Dos coronas

   Es probable que muchos católicos solo conozcan a san Maximiliano María Kolbe por su martirio, es decir, por aquellas lentas horas de intensa agonía que padeció después de haber intercambiado su vida por la de un recluso de Auschwitz, donde él también se hallaba preso. O quizás también lo conozcan por la devoción que le profesaba san Juan Pablo II, el papa que lo elevó a los altares en octubre de 1982 ante una multitud llegada de Polonia, patria del mártir y del pontífice. A lo mejor también lo recuerdan por su fundación, la Milicia de la Inmaculada, destinada a la conversión de los pecadores, especialmente de los masones, y a servir a Dios a través de la Virgen María (con este fin, portaba siempre la Medalla Milagrosa y repetía una y otra vez la famosa jaculatoria grabada en ella: "Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros, que recurrimos a vos"). Sin embargo, es posible que muchos de ellos ignoren los rasgos de su infancia, así como su pasión por el Evangelio y la vida consagrada, o el innovador uso que les otorgó a los medios de comunicación de su época, y hasta es seguro que desconocen sus inventos, unos sorprendentes artilugios que lo situaron más cerca de nuestro tiempo que del suyo. Con el propósito, pues, de dar a conocer estos datos, nace esta película, una hábil mezcla de imágenes reales del santo, recreaciones muy cuidadas de su biografía y reveladoras entrevistas que nos acercan a su figura.




   San Maximiliano Kolbe nació el 8 de enero de 1894, en el seno de una familia humilde de Polonia. Desde pequeño, sintió gran devoción por la Virgen María, que se le apareció en una visión para advertirle de que, en el futuro, sería coronado con la doble palma: la de la pureza y la del martirio (de ahí el título de la obra). En 1910, ingresó en el seminario que la orden franciscana abrió en su ciudad, pero hasta 1918 no sería ordenado sacerdote. Durante sus formación universitaria en Roma, presenció las manifestaciones anticatólicas que la masonería estaba llevando a cabo a la sazón con motivo del segundo centenario de su fundación, por lo que fue entonces cuando sintió la necesidad de organizar una milicia que la combatiera mediante la oración, la santidad y la formación. Para lograr este último objetivo, fundó una revista muy conocida, el "Caballero de la Inmaculada", que alcanzó la friolera de tres millones de ejemplares y que se distribuyó por toda Polonia a lo largo de varios años; en ella, no solo animaba a la oración, sino que presentaba la actualidad cultural y científica del momento. En este sentido, podemos destacar dos aspectos que quizás sorprendan al espectador: por un lado, su interés por el cine, del que dijo que podía transmitir mucho bien, si se usaba adecuadamente; por el otro, su curiosidad por la ciencia, que lo llevó a diseñar una nave espacial, una máquina del tiempo (el heteroplano) y hasta una estación orbital muy similar a la que hoy circunda nuestro planeta. También fundó la Ciudad de la Inmaculada, un convento ubicado en Varsovia que albergó a más de setecientos frailes y desde el que se distribuía la citada publicación periódica.

   Pero esta pasión que sentía Kolbe hacia el Evangelio, la santidad y la vida consagrada lo impulsó a trascender sus propias fronteras, puesto que, en 1930, pidió viajar a Japón para fundar allí una Ciudad de la Inmaculada, que sería consagrada exclusivamente a la misión. El lugar elegido para tal efecto fue la ciudad de Nagasaki, en honor de los mártires que derramaron su sangre en suelo japonés durante la persecución del siglo XVII. A este respecto, debemos señalar que, gracias a la película, el espectador descubrirá que el santo profetizó la caída de la bomba atómica en dicho municipio, puesto que desechó una primera ubicación del convento al intuir que este sería arrasado años después por la acción de una bola de fuego... (curiosamente, cuando su vaticinio se cumplió, el único edificio que quedó en pie fue su Ciudad de la Inmaculada, que había sido construida en un lugar más apartado). Cuando volvió a Polonia, regresó al convento que él mismo había fundado, pero fue detenido por el régimen nacionalsocialista, que lo internó en el fatídico campo de concentración de Auschwitz; allí se consagró al cuidado de lo más necesitados y hasta compartió su escasa ración de comida con los demás, un gesto que rubricó con la entrega de su propia vida en favor de uno de los presos el 14 de agosto de 1941, víspera de la Asunción de la Virgen María. En la película, el espectador podrá escuchar el testimonio de uno de los pocos supervivientes de aquella masacre, Kazimierz Piechowski, que conoció en persona a san Maximiliano Kolbe y de quien recibió una única palabra, pero cargada de consuelo: esperanza.




   Como hemos señalado, la película mezcla con certera habilidad las imágenes reales de Kolbe, las recreaciones que nos lo acercan y las entrevistas de los expertos en su figura, por lo que se trata de un documento único y muy apropiado para conocer a este santo que, hasta el momento, y para el gran público, ha pasado casi inadvertido. Por desgracia, la película contará con una distribución muy limitada, por lo que indicaremos las salas donde se podrá disfrutar de ella, con el propósito de que sean muchos los espectadores que acudan a ellas y, de este modo, tenga más recorrido:

•MADRID: *Cine PAZ* 16:25; 18:45 y 21:50. *CONDE DUQUE GOYA* 16:00. *CONDE DUQUE SANTA ENGRACIA* 18:00. *CONDE DUQUE ALBERTO AGUILERA* 20:00. *HERON CITY LAS ROZAS* 17:00 (viernes y sábado); 12:00 (domingo). *LA DEHESA CUADERNILLOS (Alcalá de Henares)* 17:00 y 19:00.

•TOLEDO: *OLIAS DEL REY* 20.00; 21.55 y 23.45.

•VALENCIA: *ABC PARK* 16:30 y 20:30.

(Artículo publicado originalmente por su mismo autor en Infovaticana)




miércoles, 2 de mayo de 2018

El aceite de la vida

   ¿Recordáis esta película del año 1992? En ella, los actores Nick Nolte y Susan Sarandon interpretaban a un matrimonio que debía luchar contra la enfermedad degenerativa de su hijo. Como hasta el momento nadie le había hecho frente por considerarla intratable, ellos prácticamente lidian contra toda la comunidad médica, para que esta sienta interés por su curación. La película consiguió tal éxito de crítica y de público que la Academia de Hollywood (la de entonces) la nominó al premio a la mejor cinta del año y al mejor guion, aunque al final se los concedieron respectivamente a Sin perdón (Clint Eastwood, 1992) y a Neil Jordan por Juego de lágrimas (id., 1992).   

   Curiosamente, esta cinta fue dirigida por el australiano George Miller, autor de la imprescindible saga de Mad Max (a la sazón, una trilogía), donde nos había ofrecido su dura visión del mundo que nos aguarda en un más que posible futuro violento y distópico (en lo que al comportamiento humano se refiere, por supuesto). Y es que, después de haber flirteado con la comedia negra (Las brujas de Eastwick), y tal vez desazonado por su propia concepción del mañana (que había suavizado no obstante en la tercera entrega de su saga futurista), quiso presentarle al mundo un motivo de esperanza. Para ello, eligió la historia real de Augusto y Michaela Odone, un matrimonio italoamericano que, como hemos indicado en el párrafo precedente, despertó a la comunidad médica mediante su lucha contra la enfermedad de su hijo: la adrenoleucodistrofia, o ALD. Ciertamente, el tesón de estos esposos por el bienestar de su retoño fue tan grande que ambos consiguieron elaborar una medicina que hoy previene la citada enfermedad: el aceite de Lorenzo (por ser este el nombre de su hijo), o el aceite de la vida, como señala el título español del film.

   Como hemos dicho, la historia de estos padres-coraje engatusó tanto al Hollywood de la época y al público que acudió en masa a ver la cinta que la Academia decidió que esta contase al menos con un par de nominaciones a los Óscar. De este modo, y aunque finalmente no le concediese el premio a ninguna de ellas, la meca del cine demostró que todavía estaba interesada en películas que abordaban los valores tradicionales y eternos, como son, en este caso, la defensa de la vida o la importancia de la familia (por otro lado, temas que siempre habían gustado al Hollywood de antes). Probablemente, hoy sería impensable que una cinta así llegase tan alto, puesto que nos encontramos ante una Academia que no solo se ha rendido al discurso de lo políticamente correcto, sino que también lo ha promovido abiertamente a través de sus últimas obras, que por supuesto ha premiado sin rubor alguno en un vergonzoso y escandaloso delito de prevaricación flagrante, es decir, y como diría el clásico, "Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como" (¿de verdad que alguien cree que la horrorosa y plúmbea La forma del agua, una metáfora sobre el amor interracial -tan de moda por eso del supuesto racismo de Trump-, merecía ser la ganadora del Óscar a la mejor película del año?, ¿o que Déjame salir, una cinta de terror correcta -pero solo correcta-, merecía estar entre las candidatas a obtener dicho premio, más allá de que era una obra realizada e interpretada por afroamericanos y dirigida a ellos, por su discurso acerca de la presunta supremacía blanca que los oprime?). ¡Y eso que todavía presenciamos gestas paternas (y paternales) tan grandes como la de los Odone de El aceite de la vida, que nos pueden servir de ejemplo a todos nosotros! La última de ellas ha sido la protagonizada por los Evans, un matrimonio inglés que ha preferido enfrentarse al Estado británico antes que acomodarse a una sentencia injusta de este, que había dictaminado impunemente la muerte de su hijo Alfie.




   Por si alguno anda despistado, ya que los media se han encargado de silenciar esta batalla (salvo en su tramo final, cuando el clamor popular era ya irrefrenable), recordemos que Alfie Evans era el niño que murió el pasado 28 de abril después de que un juez de la Corte Suprema de Inglaterra decretara su muerte. En efecto, pese a que todo apuntaba a que este niño, aquejado de una rara enfermedad neuronal degenerativa, podía seguir vivo con la ayuda de un respirador artificial, el citado magistrado determinó que ese dato era irrelevante para su decisión, por lo que debía ser desconectado de inmediato y aguardar así su prematuro fallecimiento (el caso incluso podría ser tildado de blasfemo y hasta de satánico, si tenemos en cuenta que el decreto entraba en vigor el día 23 de abril, festividad de san Jorge, patrono de Inglaterra). A partir de ese momento, sus padres comenzaron una dura lucha contra este dictamen y en favor de la supervivencia de su retoño, llegando incluso a entrevistarse con el papa, a escribir a la reina de Inglaterra y hasta consiguiendo la nacionalidad italiana para el pequeño, de modo que este pudiera ser atendido en el hospital "Bambino Gesù", que depende directamente del Vaticano. Pero la obstinación anticurativa del juez y de los médicos ingleses (en palabras del catedrático de Genética de la Universidad del Sagrado Corazón de Milán -aquí-) fue tan grande que estos no solo desoyeron y despreciaron cualquier injerencia o ayuda externa, sino que también recrudecieron las medidas contra la vida de Alfie, prohibiendo para ello que incluso sus padres le otorgaran el alimento, el oxígeno y la hidratación que el niño necesitaba.

   Por suerte, las reacciones a esta lucha no se hicieron esperar mucho, pues a las puertas del hospital se reunieron decenas de personas con el fin de protestar contra la abusiva decisión del juez y de los médicos y en favor de los Evans y de su hijo Alfie; Francisco, en respuesta a aquella entrevista que mantuvo en el Vaticano con Thomas Evans, padre de Alfie, no solo pidió que se hiciera todo lo posible para salvar la vida del pequeño, sino que incluso rezó públicamente por él en la audiencia general de los miércoles y en la oración dominical del Regina Coeli, así como en su cuenta de Twitter, consiguiendo de este modo internacionalizar el problema; cada día, en las redes sociales aparecían nuevos comunicados sobre la evolución del niño, personas que se sumaban a las oraciones del pontífice y hasta vídeos que nos mostraban en directo la situación en la entrada del centro de salud (irónicamente dicho, por supuesto, ya que se encargó de privar de ella a uno de sus pacientes). Una vez que se internacionalizó el problema, reacciones tan importantes como la del primer ministro italiano, que pidió que Alfie fuera trasladado a su país, ya que él mismo le había concedido su nacionalidad, urgieron todavía más la situación: la directora del "Bambino Gesù" viajó en avión hasta Liverpool (sede del malhadado hospital inglés) para trasladar allí al pequeño; médicos alemanes visitaron de incógnito al niño para constatar que podía seguir viviendo; los respectivos presidentes del Parlamento Europeo y Polonia rogaron por su vida, y algunos (muy pocos) políticos españoles se sumaron a estos últimos. Pero nada de esto impidió que tanto la decisión del juez como de los médicos, empeñados en matar a Alfie, siguiera adelante (en un heroico gesto de caridad, un manifestante le lanzó a Thomas por encima del cordón policial una mascarilla de oxígeno, para que pudiera seguir respirando en contra del criterio de aquellos). No obstante, el niño sobrevivió casi una semana, a pesar de que a los padres les habían augurado que moriría pocos minutos después de que fuera desconectado de la máquina que lo mantenía con vida. Pero la enfermedad pudo con él y, como hemos indicado arriba, la madrugada del pasado día 28 murió, dejando al mundo consternado y denunciando los excesos de un Estado que ya ha dejado de proteger al más débil.




   En efecto, si hay un problema que ha evidenciado todo este asunto es la creciente omnipotencia del Estado actual. Y es que, como ya han señalado varios artículos periodísticos (aquí), el caso de Alfie Evans trasciende la lucha religiosa en favor de la vida (recordemos que los padres del pequeño son cristianos -él, católico, y ella, protestante-, un factor que los ha impulsado a la pugna por la supervivencia de su hijo), ya que no solo se trata de poner en liza un convencimiento moral, sino de  frenar la autoridad que últimamente se están arrogando las instituciones públicas sobre la existencia de los individuos. Ciertamente, como si hubieran vuelto a nuestros tiempos los años oscuros de la Unión Soviética o del nacionalsocialismo alemán, hoy quien determina la supervivencia de un hombre no es el hombre mismo (cosa que ya es de por sí aberrante), sino el Estado, que, como ocurría en aquellos execrables regímenes del pasado, pretende ser el nuevo dios del mundo actual. Pero, por supuesto, esto no es más que el colofón de un camino que se emprendió hace ya mucho tiempo (concretamente, cuando Dios fue abolido de la vida pública); así, y en estos últimos pasos que el Estado está dando para convertirse en la nueva ley moral de la humanidad (y nunca mejor dicho, puesto que, al menos en Occidente, nos encontramos en un mundo completamente globalizado), podemos identificar su evidente sesgo adoctrinador: por ejemplo, en Escocia está a punto de aprobarse el infame Proyecto de Persona Designada (aquí), según el cual a cada niño se le debe asignar un empleado del Gobierno, para que vigile su progreso social y para que asesore su vida familiar (es decir, es el Estado el que debe regular la vida privada del individuo); el Tribunal Supremo del Reino Unido ha dictaminado que, en cualquier disputa sobre el interés del niño, por muy insignificante que esta sea, es precisamente el niño quien debe tener una voz soberana sobre sí mismo (evidentemente, por "voz soberana" se entiende el criterio del Estado, como han demostrado tanto el caso de Alfie Evans como, en su momento, el de Charlie Gard). Pero no es necesario viajar a las islas británicas para comprobar los trancos que está dando la supremacía estatal en materia ética, puesto que, si nos quedamos en España, podemos comprobar que en los colegios se imparte ideología de género sin la previa autorización de los padres, o que las niñas pueden abortar sin el permiso de estos últimos y hasta ser tratadas obligatoriamente por ellos como varones, si así lo sienten en su intimidad sexual. Y es que, como decimos, han vuelto los tiempos en que los rusos eran adoctrinados moralmente por la Unión Soviética o en que los pobres alemanes eran súbditos anímicos del Reich (a la sazón, según la ideología política de cada régimen; hoy, según los dogmas feministas, homosexualistas y posthumanistas que corroen nuestra sociedad).

   Sin embargo, igual que entonces, hay determinadas actitudes personales que nos demuestran que, en un mundo totalitario, inmisericorde y violento (como el Mad Max de George Miller que citábamos arriba), todavía existe la esperanza (¡la esperanza es lo último que se pierde!); de este modo, y así como en la extinta Unión Soviética se alzaron voces discordantes, que vencieron la amenaza del gulag, campo de concentración ruso que ha presenciado la mayor matanza de seres humanos de la historia, para clamar por la libertad (al respecto, ver la película Cosecha amarga), o como en la Alemania nacionalsocialista surgieron grupos que denunciaron las ambiciones adoctrinadoras del Reich (como describe el film Sophie Scholl. Los últimos días), hoy surgen anónimos David que se encaran contra el gigantesco Goliat estatal, pertrechados solamente con la honda de su palabra, que les es proporcionada por su profundo convencimiento, por su persistente rebeldía y por su imbatible tesón. En este sentido, el matrimonio Evans se ha comportado como el valeroso israelita bíblico, puesto que se ha aproximado con bizarría al ciclópeo enemigo con el fin de mojarle la oreja, pese a que todos los factores apuntaban contra ellos; pero, como los acuciaba la injusta sentencia de un juez sin entrañas, siervo y paladín de los nuevos dogmas estatales (aquí), y especialmente el amor a su hijo, se atrevieron a arrojarle la piedra esperanzados de que cayese fulminado al suelo. Por desgracia, y pese a su empeño, esta vez ha vencido Goliat (aunque no del todo, puesto que consiguieron que Alfie fuera hidratado y alimentado de nuevo), pero de manera pírrica, ya que, mediante el esfuerzo de los cónyuges, que han sabido internacionalizar el problema, han salido a la luz los excesos inexorables de un Estado cada vez más omnipotente. Por este motivo, tanto ellos como Alfie son un verdadero símbolo de esperanza y rebeldía, puesto que no pertenecen a la masa adocenada que se deja manipular por el maligno leviatán, ávido de almas secas e incautas, que, sin embargo, se creen pletóricas y cultas (una sociedad que se manifiesta contra el sacrificio de un perro -¡de un perro!-, pero que condesciende ante el asesinato impune de un niño -¡de un niño!-, por su supuesto bienestar, es una sociedad enferma, execrable y vomitiva: "Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero, porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca"). No pretendo ser profeta, ni siquiera buen exegeta, pero los Evans han demostrado pertenecer a esa decena de justos por los que Dios le prometió a Abrahán refrenar su ira contra la ciudad de Sodoma (Gn. 18, 32); son, por tanto, y pese a la desgracia que han vivido en su seno, ese hálito de esperanza que este mundo marchito necesitaba.




   Volviendo a la cinta que ha originado este post, recuerdo que esta ofrece un par de escenas y una actitud que parecen haber sido imitadas por los Evans estos últimos días (aunque realmente se trate del amor que subyace tras la resolución valiente de unos padres por sus hijos). En cuanto a las primeras, están protagonizadas por Susan Sarandon, que en la película interpreta a Michaela Odone, la madre de Lorenzo: en una de ellas, tras asistir a una reunión de padres cuyos hijos padecen la adrenoleucodistrofia, aquella descubre que los participantes no albergan la intención de luchar por sus hijos, sino de aceptar el mal que les ha sobrevenido (como aquellos que se conforman sin luchar por lo que es justo); en la otra, expulsa de su casa a la cuidadora que le insinúa que mate a Lorenzo por misericordia (una metáfora tristemente real de aquellas personas "cultas" y "solidarias" que disfrazan su impiedad bajo la máscara de la compasión). En cuanto a la actitud que denota el film, me refiero a la de Nick Nolte, que es capaz de irrumpir en un congreso médico con el fin de que los doctores despierten de su letargo y, así, procuren sanar a su hijo (como consiguió Thomas Evans cuando visitó al papa en el Vaticano, ya que despertó a muchas conciencias cristianas adormiladas). Aquellas escenas y esta actitud, pues, encierran el amor a la vida que debe urgir a todo hombre, pero que se convierte para el cristiano en una ley exigente ("Vosotros sois la sal de la tierra. Pero, si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?").

   Si hoy viviéramos en un mundo decente, el mundo del arte se habría conmovido ante la bizarría de unos padres cristianos, que se han enfrentado a un poderoso enemigo con tal de salvar a su hijo (en el Hollywood de antes, pero en el de hace pocos años, ya le habrían dedicado un film). Pero, como vivimos en un mundo vacío, pendiente de modas pasajeras, de fútiles ganancias crematísticas y de inanes postureos políticos, que es incapaz de ver lo que hay de bello en una gesta memorable en defensa de la vida, nunca veremos su reconocimiento cinematográfico (¡ni falta que nos hace!). Por desgracia, esta sociedad, que prefiere dar la vida por un perro o por una clase de piojo en peligro de extinción antes que por un crío inocente, olvidará muy pronto a los Evans, como ya ha olvidado a los Gard y a tantos otros; pero no ha de ser así entre los bautizados, que hemos despertado frente a la opresión de un Estado con manifiestos tintes anticristianos. Que la hazaña de estos hermanos nuestros, que nos han comunicado parte de su esperanza, fundamentada sin lugar a dudas en las promesas del Hijo de Dios, nos sirva de ejemplo en la defensa de ese valor fundamental que es la vida. Por mi parte, ofrecí la santa misa por Alfie y por sus padres hasta que aquel murió; ahora que intuimos que el niño está en el cielo, pues fue bautizado y confirmado antes de fallecer (aquí), me queda rezar por la conversión y el perdón de ese Estado (y de ese juez) que lo han llevado a la tumba (el juicio sobre sus razones solo compete a Dios y no a nosotros). Pero recordemos que, mientras haya gestas de amor tan grandes como esta, aún hay esperanza en este mundo podrido: nuestra sociedad no será ese desierto árido y descorazonador que George Miller nos presentaba en Mad Max, sino un lugar donde se podrá sembrar el amor de una familia por su hijo; por este motivo, rodó El aceite de la vida.