sábado, 7 de enero de 2017

Silencio

   Esta entrada contiene la resolución del film, por lo que advierto que su lectura es peligrosa para aquellos que no deseen conocerla.


   Martin Scorsese es católico. Nunca lo ha ocultado. Tampoco ha negado que, en algún momento de su infancia, quiso ser sacerdote; muy al contrario, se trata de una anécdota que procura mencionar siempre que puede. Por estos motivos, resulta extraño que su acercamiento al cristianismo a lo largo de su filmografía haya sido tan escaso: podemos intuir esta fe (o una disertación sobre ella) en los protagonistas de Uno de los nuestros (¿tal vez su mejor película?) y en largometrajes como Toro salvaje (1980) y Al límite (1999), pero no encontramos una confesión explícita de la misma. Por desgracia, cuando quiso hacerlo, erró en su discurso y nos ofreció una imagen distorsionada (y blasfema) del Hijo de Dios mediante La última tentación de Cristo (en este sentido, también resulta inaudito que su mejor aproximación al cine religioso, Kundun, se la dedicase al budismo). Particularmente, pensé que, a través de Silencio, corregiría este derrotero; sin embargo, lejos de hacerlo, parece que se ha reafirmado en él. Veamos el porqué.




   La película se hace eco de la persecución religiosa que sufrió la Iglesia japonesa en pleno siglo XVII. Pese a lo que muchos puedan creer, se trataba, entonces, de una comunidad creciente, puesto que, desde la época de su fundación, a manos de san Francisco Javier, hasta el momento narrado por el filme, constaba de unos trescientos mil fieles. No obstante, estos fueron diezmados por las autoridades del país, que consideraron el cristianismo como una creencia propia de otras naciones y, por tanto, intrusa en su suelo y en su cultura. En su empeño por erradicar este supuesto enemigo, no solo ejecutaron a los nativos, sino que también hostigaron a los sacerdotes que los habían cuidado hasta el momento. Entre ellos, se encontraba el padre Ferreira, quien, según afirman las anotaciones contemporáneas, apostató y se convirtió al budismo.

   Esta noticia sorprendió tanto a sus hermanos jesuitas, que muchos de ellos se ofrecieron voluntarios para viajar a Japón, encontrar al sacerdote renegado y, al fin, devolverlo a la fe de la que había abjurado. Sin embargo, no queda constancia de que ninguno alcanzase su propósito, por lo que se resolvió que el padre Ferreira había aceptado de buena gana los tratados de aquel credo y que, por consiguiente, no deseaba retornar a su anterior creencia. Otros, empero, consideraron posible que su apostasía era un ardid encubierto, que albergaba la intención de vivir en secreto el cristianismo y, de este modo, propagarlo a los allegados (todo este relato puede ser leído de manera más detallada aquí). Esta última valoración es la que adopta el film de Scorsese.

   


   Sin embargo, se trata de un mero espejismo, puesto que, en el fondo, la película defiende una vivencia privada de la fe. En efecto, a medida que avanza el metraje, el sacerdote protagonista (un impagable Andrew Garfield) comprende las razones que han conducido al padre Ferreira a apostatar, y, por ello, decide sumarse a él. Por tanto, y según el film, la mejor manera de sobrellevar una asechanza es la rendición, el doblegamiento a las tiránicas imposiciones del perseguidor, que anhela precisamente el ostracismo de la fe (por supuesto, hablamos de la fe cristiana, pues el budismo, que vertebra la vida social japonesa, se presenta como inamovible).

   Como decíamos arriba, esta es la misma tesis que el cineasta mantuvo en La última tentación de Cristo, donde el mismísimo Hijo de Dios se cuestionaba el sentido del sufrimiento. Por esta razón, cuando este alcanzaba su paroxismo en la cruz, aquel imaginaba (o vivía realmente, pues no queda claro en el film) una existencia tranquila junto a una esposa y una prole, es decir, lejos de cualquier dolor causado por su convencimiento religioso. Tanto es así, que, cuando era asaltado por san Pablo, quien le proponía un compromiso mayor con el Padre, Jesús lo rechazaba y se refugiaba de nuevo en su vida reposada y normal (¡como el Andrew Garfield de la película que nos ocupa!). No obstante, y al margen de la blasfemia, el protagonista de aquel film terminaba comprendiendo el sentido del dolor y de la redención, y, por ello, volvía a la cruz, cosa que no hace el de Silencio.




   En esta postura de Scorsese, hay quien ve una confesión de su propia vivencia, que tendría que ser privada por culpa del alejamiento del cristianismo que existe en Hollywood (y que hemos denunciado en los artículos que aquí dedicamos a Mel Gibson: aquí y aquí). Sin embargo, ello no obsta para que considere a los mártires como ejemplos de personas que han preferido entregar su vida antes que apostatar. De otro modo, ¿qué sentido tendrían sus muertes?, ¿por qué merecería la pena ser torturado a causa de la fe, si esta podría ser vivida en la quietud del hogar? Evidentemente, no juzgo al cineasta por su discurso acerca de la lucha interna que conlleva el martirio (por cierto, muy bien expresada por él en este filme), sino por su empeño en proponerlo como un ideal absurdo: ¿acaso los japoneses crucificados no le sirvieron de ejemplo al sacerdote protagonista de la cinta?

   Bajo mi punto de vista, Socorsese ha perdido la oportunidad (otra vez) de hablarle al mundo explícitamente de su fe. Considero que ha partido de un material precioso y envidiable, pero que lo ha aprovechado para dar otro paso en falso (por supuesto, a un nivel moral, puesto que, técnicamente, la película es impecable). Me imagino, por tanto, qué habría sido del film si hubiese prescindido de esa resolución que lo estropea por completo. Una pena.





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