domingo, 18 de febrero de 2018

Altered Carbon

   Esta semana, quisiera hablaros de la última producción de Netflix: Altered Carbon (Laeta Kalogridis, 2018). Como probablemente ya sepáis, se trata de una serie futurista, que nos presenta un mañana en el que la humanidad ha alcanzado la suficiente tecnología para ofrecer la inmortalidad. En efecto, gracias a una pila colocada en la cerviz del usuario, que almacena sus datos idiosincráticos, este puede cambiar de cuerpo siempre que lo desee (o que su economía se lo permita); de este modo, por ejemplo, cuando su funda (que es el nombre, casi peyorativo, que recibe el cuerpo) envejezca, puede optar por colocar su pila idiosincrática en otra, aunque pertenezca a una raza o a un sexo diferentes de los suyos. Sin embargo, lejos de presentar este avance tecnológico como un logro, la serie lo propone como una condena, porque consigue envilecer a los humanos, extrayendo de ellos todo lo malo que albergan. Esta es una idea interesante y que comparto al cien por cien, por lo que os recomiendo que le echéis un vistazo, ya que no quedaréis defraudados.

   Pero la serie tiene también una vertiente que nos puede pasar desapercibida y que, sin embargo, es tan interesante como la que acabamos de describir. En efecto, si os dais cuenta, establece una dicotomía explícita entre el alma y el cuerpo, mucho mayor incluso que la que la gente le suele atribuir (erróneamente) a la doctrina de la Iglesia. Ciertamente, mientras que esta última establece que a cada cuerpo le corresponde un alma, y viceversa (aunque la explicación sea algo más compleja, sabréis entender la brevedad), la serie postula que son dos naturalezas completamente independientes, de manera que, como hemos señalado, el alma puede ser transferida sin problemas a otro cuerpo, aunque este no sea el mismo con el que la persona nació. Evidentemente, detrás de esta tesis se encuentra la transmigración de las almas y la reencarnación, así como el deseo de inmortalidad, que continúa acuciando al ser humano, pese a que este se niegue a admitirlo, porque lo considera parte de la religión. Y es que es justamente aquí donde yo quiero centrar este artículo.




   Nos encontramos hoy en medio de una sociedad que ha abrazado la fe en la ciencia como un nuevo dogma; así, por ejemplo, vemos que mucha gente piensa que Dios no existe, porque esta no lo puede demostrar con datos objetivos. Sin embargo, y paradójicamente, esta confianza en el progreso ha conseguido que dicha gente se vuelva más religiosa, aunque de una manera supersticiosa y, por tanto, errónea; de este modo, vemos que van cogiendo auge expresiones como "si los astros se alinean", "si el universo así lo quiere" o "es cosa del karma", que son, en el fondo, una perversión de nuestro castizo y más real "si Dios quiere" o de la confianza cristiana en la Providencia. Lo que esto nos indica es que el hombre, pese a que haya rechazado a Dios, o lo haya sustituido por una ciencia pretendidamente todopoderosa (el "orgullo cronológico", en palabras de C.S. Lewis, puesto que pensamos que nuestra época supera las demás), está necesitado sin duda de una explicación sobrenatural de su propia existencia: así, cuando alude al karma como fuerza etérea que premia a los buenos y castiga a los malos, está evidenciando en verdad la necesidad de creer en un ser superior a él que haga justicia en un mundo que carece de ella (como rechaza el cristianismo por complejo, acoge esa idea hinduista, que le parece más cool, aunque ni siquiera sepa qué significa exactamente); o bien, cuando hace referencia a las fuerzas invisibles del universo (que deben de ser algo así como la que vemos en La guerra de las galaxias), revela la necesidad de pensar que un ente providencial está cuidando de sus pasos en la tierra. Pero esto adquiere su paroxismo en el deseo de la inmortalidad.

   En efecto, resulta que el hombre, pese a que haya rechazado la idea de un paraíso de ultratumba, sigue albergando dentro de sí el deseo de perpetuarse eternamente. Por supuesto, como dice que no cree en el alma, inventa cosas como la criogenia, a la que cree capaz de preservar el cuerpo de todo tipo de corrupción, con el fin de despertarse cuando lo desee y, de este modo, reanudar su vida en el futuro (¿estará Walt Disney esperando realmente el momento de ser descongelado?); o bien, adopta ideas extrañas de culturas ajenas, como la reencarnación, propia del citado hinduismo, que es otra forma de perpetuarse, aunque aquí en la tierra y no en el cielo (¿os habéis fijado en que los reencarnados occidentales siempre han sido grandes personalidades en el pasado, que nunca han sido perros callejeros, gatos famélicos, ni protozoos solitarios? Y es que el hinduismo propone que uno puede reencarnarse en cualquiera de estas cosas, ya que depende del grado de moralidad que hayas ostentado en la vida anterior... Pero eso no le gusta a la mentalidad de Occidente, que prefiere haber sido tabernero en un prostíbulo antes que alcornoque en el campo o que alacrán en el desierto). En este sentido, la serie propone un nuevo argumento a la inmortalidad, aunque barnizado esta vez por esa capa de dogmática fe en la ciencia que hoy nos rodea: la pila idiosincrática, que, como hemos dicho, es capaz de recopilar la personalidad del individuo y, por tanto, de ser usada en un cuerpo diferente (esta idea ya fue utilizada en Chappie, una producción cinematográfica en la que las personalidades de cada uno eran transferidas a robots evolucionados).


   

   Pero reconozco que esto me sorprende muchísimo, puesto que contradice la nueva religión científica a la que estamos aludiendo: a ver, si el hombre solamente es cuerpo, como afirma uno de sus dogmas (¿copiado, por otro lado, de la Biblia: "Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás"?), y que, cuando este muere, se convierte exclusivamente en pasto de los gusanos (o en partículas carbonizadas que pululan por el aire que respiramos, que eso de la incineración está muy de moda actualmente), ¿cómo es posible que hoy se otorgue credibilidad a una sustancia espiritual (la personalidad) que trasciende la materia? Si solo somos materia, es imposible que exista ese sustrato espiritual, puesto que estaríamos hablando de un salto cualitativo u ontológico que aberra por definición los mandamientos de la ciencia contemporánea. Otro ejemplo puede ser encontrado en el día a día, principalmente en lo que a las relaciones amorosas se refiere: en ellas, hay personas que se enamoran indistintamente de hombres y mujeres, porque afirman que les gusta la persona, no el físico (la "funda", ¿recordáis?), por lo que vuelven a establecer una dicotomía entre alma y cuerpo mayor que la que dicen que promueve la Iglesia (por supuesto, muchas de estas personas dirán que no existe el alma, aunque en la práctica, como vemos, hagan justamente lo contrario). Particularmente, yo solo soy capaz de explicar estas contradicciones mediante la evidencia: aunque el ser humano de hoy niegue en su mayoría la existencia del alma y, por ende, la de Dios, sus anhelos, su voluntad, su entendimiento, sus más profundos sentimientos, sus recuerdos y etcétera, le demuestran que no es únicamente un trozo de carne, sino que esta está unida a una sustancia espiritual, que lo enraíza a Dios (el problema es que, como no quiere verlo, encuentra constantemente estos sustitutos de los que aquí nos hemos hecho eco, pero que no terminan de satisfacerlo, porque son ídolos falsos).  

   Como decía arriba, otra cosa que me ha gustado de la serie es su negativa visión de la inmortalidad como elemento exclusivamente terrenal. Es decir, como el hombre puede perpetuarse hasta el infinito en sucesivos y distintos cuerpos (siempre que su economía se lo permita), no tiene miedo de un juicio divino que valore sus actos; de este modo, termina cayendo en las más abyectas perversiones de toda índole, demostrando una vez más que el hombre no es ese ser bueno por naturaleza que decían los ilustrados, sino el ser malo que requiere de la redención y del ejemplo del Hijo de Dios (además, el alma humana sigue envileciéndose, a pesar de que cambie de cuerpo, porque acumula sus actos pasados). En este sentido, los más cinéfilos recordarán el impagable plano final de El retrato de Dorian Gray (Albert Lewin, 1945), una imagen del cuadro del título (rodada a color, mientras que el resto del film era en blanco y negro) donde podíamos ver la perversión anímica de su protagonista; y los más lectores, la inmortal obra de Tolkien, donde afirma que los elfos sienten envidia de los hombres, puesto que han sido bendecidos con el don de la muerte (sic).


 

   Como resumen, me gustaría indicar que se trata de una excelente serie de televisión, que, no obstante, y de manera misteriosa, ha recibido malas críticas por parte de los especialistas. Desconozco el motivo de esto último, puesto que también deja en muy buen lugar el manido género de la ciencia ficción, mezclado tantas veces con la fantasía, que se ha pervertido irremediablemente para los que nos consideramos admiradores suyos (¡vuelve de entre los muertos, Philip K. Dick!). Es posible que los más puristas crean que se trata de una copia de la magistral Blade Runner (Ridley Scott, 1982), por su estética ciberpunk, pero yo creo que es más bien un sentido homenaje a este film y que, por supuesto, habría superado con creces como secuela televisiva a la plúmbea y pretenciosa Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017). Tal vez los espectadores deseaban mayor espectacularidad que la que ofrecen sus episodios, porque estos se centran más en relatar la investigación que lleva a cabo su protagonista (otro homenaje más a la mítica peli de Scott) que en los efectos especiales que hoy proliferan en nuestras pantallas.

   En cuanto a todo lo que hemos tratado, tampoco sé si su creador (o el autor de la novela en que se basa) comparte con rotundidad todo lo que aquí he expuesto; sin embargo, estoy convencido de que aprobaría la mayor parte, puesto que no deja de proyectar en el futuro algo que estamos viviendo en el presente (otro elemento significativo: la religión en la serie es ocultada y hasta vilipendiada, mientras que acoge sus dogmas como cánones morales de la sociedad laica en la que se ha convertido el mundo, ¿os suena?). Echadle un vistazo, porque no creo que os defraude: os mostrará un porvenir desalentador, en el que el ser humano quiera vivir eternamente, porque no cree que haya un Dios que lo acoja, aunque en el fondo esté deseando que exista; un porvenir que, sin embargo, está hoy más presente que nunca.




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