Decir a estas alturas que Quentin Tarantino es uno de los mejores y más personales cineastas de nuestro tiempo puede resultar una perogrullada, ya que hay pocas personas que afirmen lo contrario. A mi juicio, ello se debe a que no ha perdido su afición por el séptimo arte ni se ha vendido a las viles exigencias de las productoras para las que trabaja; por el contrario, ha sabido mantener sus gustos e intereses por encima de lo que hoy solicita el mercado. Tal vez, y al mismo tiempo, esta sea la razón por la que exista ese reducido grupo de personas que no termina de encontrarle la gracia a este artista que comenzó escribiendo sus guiones sobre el mostrador de un videoclub.
Efectivamente, los primeros pasos que Quentin Tarantino dio en el mundo del cine los hizo en uno de esos locales ya extintos que tanta popularidad alcanzaron entre los años ochenta y noventa; allí, junto con su amigo y futuro colaborador Roger Avary, pudo cultivar su afición al cine y, como hemos dicho, esbozar el libreto de su primera película, Reservoir Dogs (curiosamente, ya en este largometraje sentó las reconocibles bases de su ulterior filmografía, que se caracterizan, sobre todo, por la disparidad de personajes y por la violencia, tanto física como dialéctica, que ejerce cada uno de ellos a lo largo de la película). A partir del estreno de esta última, y gracias a su éxito, ha desarrollado toda su carrera cinematográfica dentro de los márgenes estipulados por su propia afición y por sus mórbidos intereses artísticos, ya citados.
Como no podía ser menos, pues, dentro de este marco se circunscribe el film que hoy nos ocupa, un nuevo ejercicio de cinefilia y robusta personalidad que fortalecerá el amor de sus seguidores por él y que incrementará el odio de sus detractores. Los primeros, por tanto, disfrutarán de los ingeniosos diálogos de los protagonistas (esta vez, sin embargo, menos ingeniosos que en otras ocasiones), de las hilarantes situaciones a las que deberán enfrentarse (principalmente, de las interpretadas por el siempre aceptable Samuel L. Jackson), de los litros de sangre que salpican todas las escenas (sobre todo en su tramo final) y de la cantidad de pólvora disparada; los segundos, por el contrario, deplorarán cada uno de estos aspectos, aduciendo que son la prueba fehaciente de su falta de originalidad. Sin embargo, como hemos referido, estos no deben ser entendidos como tal, sino como una morbosa exploración que hace el cineasta de sí mismo y de sus particulares neuras.
Como genio que es, Tarantino ya ha anunciado que esta será su antepenúltima obra, pues su proyecto cinematográfico abarca solamente la elaboración de diez películas. Ello tal vez se deba a que es consciente de que un número mayor de guiones podría adulterar su inmaculada carrera, por lo que es preferible afincarse en la seguridad que aportan los pocos que ha realizado antes que arriesgarse con el lábil peligro de ampliar sus horizontes. Es posible que, en el futuro, cambie de opinión y quiera seguir regalándonos obras como esta, pero, si no fuese así, siempre nos quedarán estos diez títulos que ya lo consagran como uno de los mejores directores de nuestro tiempo.
Recuerdo el día que fui al estreno de la película Contact. Por aquel entonces, yo tendría unos quince años de edad; sin embargo, y a pesar de las escasas primaveras que había vivido, ya era un cinéfilo empedernido, como referí en un post anterior. Ciertamente, mis conocimientos acerca del séptimo arte se limitaban a los filmes que más se adecuaban a mis infantiles gustos estéticos, a los que congregaban a innumerables grupos de personas en las abarrotadas salas cinematográficas y a los que podía rescatar de la olvidada videoteca de mis padres. Gracias a esta última, no obstante, pude disfrutar de dos grandes hitos de la ciencia-ficción contemporánea: Encuentros en la tercera fase y E.T., el extraterrestre.
Hasta el momento, todas las películas sobre alienígenas que habían llegado a mis manos mostraban a unos aterradores invasores de horrible o informe aspecto que tenían el único propósito de conquistar nuestro planeta, con el fin de ejecutar en él sus perversos planes de colonización (entre ellos, por supuesto, destacan La guerra de los mundos, La masa devoradora y La invasión de los ladrones de cuerpos); sin embargo, estas dos películas dirigidas por Steven Spielberg me ofrecieron un concepto novedoso sobre los supuestos seres estelares que visitan esporádicamente la Tierra, por lo que las califiqué de inmediato entre el número de mis favoritas (cabe señalar que, a la sazón, yo creía con firmeza en la existencia de dichos seres, así como en su benevolencia hacia la humanidad, por lo que esta nueva visión se acomodaba perfectamente a mis ingenuas convicciones). Por este motivo y porque el director de Contact había pergeñado su arte a la sombra del que hemos citado, me ilusioné con la idea de ver en el cine algo similar a lo que había visto a través del vídeo doméstico, pero lo cierto es que me decepcionó sobremanera, pues donde yo creí que encontraría un canto a la investigación ufológica o al enigma extraterrestre, me topé con un aburrido discurso sobre la fe y la razón; además, y cuando pensaba que al final del metraje se subsanaría esa plúmbea disertación mediante un estremecedor encuentro entre la protagonista y algún marciano de curioso aspecto, volví a desilusionarme con la aparición del padre de aquella.
Como el lector se puede imaginar, salí de la sala sintiéndome defraudado, pues el film no había cubierto las optimistas expectativas que había vertido sobre él; por otro lado, tanto la crítica especializada como el público en general parecían compartir dicho desengaño, por lo que mi desilusión (y mi enfado) rozaba el paroxismo: en absoluto podía comprender que un director tan afamado (hasta la fecha, había realizado la trilogía de Regreso al futuro y Forrest Gump, por ejemplo) y con un maestro de tanto renombre pudiera haber desechado un material tan bueno, para lo que podría haber sido el largometraje de la ufología por definición, con el permiso de la citada Encuentros en la tercera fase. Sin embargo, debo decir que, habiendo dejado pasar los años, he vuelto a verla recientemente, con el propósito de congraciarme con ella, pues creía que Zemeckis merecía una segunda oportunidad, y que, habiéndola visto de nuevo, considero que la juzgué mal, pues donde yo pensaba haber sido engañado, he encontrado ahora una bella metáfora de la aspiración de todo hombre al cielo.
La película narra la biografía ficticia de una científica (Jodie Foster) que dedica todos sus esfuerzos y conocimientos a la búsqueda de vida extraterrestre, empeño al que decidió consagrarse cuando, siendo una niña, su padre (David Morse) le hizo ver que la sola inmensidad del universo demostraba por sí misma que este no podía estar habitado exclusivamente por el ser humano. A pesar de las constantes oposiciones con las que se topa en su investigación, la citada científica descubre una señal de radio proveniente de un sistema solar ajeno al nuestro, algo que aúna y da alas a todos los proyectos destinados a este propósito; sin embargo, y al mismo tiempo, florecen todo tipo de movimientos religiosos y sociales que pretenden manifestar el desasosiego de una parte de la población mundial, convencida de que la presencia de vida alienígena y de que el intento de establecer contacto con ella supondrá un problema para la fe de unos y para el desarrollo político de otros.
No obstante dichos desencuentros, el programa de investigación y comunicación sigue adelante, auspiciado, además, por el mensaje revelado tras el desciframiento de las ondas radiofónicas descubiertas por la protagonista: las instrucciones que detallan la elaboración de una gigantesca y potente máquina que, presumiblemente, ayudará al ansiado contacto entre la humanidad y los extraterrestres. Tras una serie de dificultades, entre las que se cuentan la duda de un ex-religioso del que se enamora (Matthew McConaughey) y la traición y el interés de un antiguo jefe (Tom Skerritt), Jodie Foster consigue embarcarse en el ciclópeo vehículo estelar, que la conduce de manera misteriosa hacia el planeta desde el que partió el mensaje de radio. A pesar de las expectativas que esta lanzó sobre su esperado encuentro, este, como hemos dicho, se limita a un sorprendente y breve diálogo entre aquella y su padre, quien, por otro lado, le asegura que es el método que los alienígenas usan para comunicarse con los hombres desde hace muchos años.
Cuando, finalmente, la escéptica científica regresa a la Tierra, descubre que su viaje es puesto en duda por las autoridades que lo gestionaron, ya que, a pesar de todas las horas que ella cree haber estado vagando por el espacio, las grabaciones no registran ni un solo minuto de las mismas. Ella, sin embargo, convencida de la autenticidad de su experiencia, intenta demostrar por todos los medios que esta no ha sido un engaño, sino un verdadero contacto entre dos civilizaciones de diferentes planetas. Paradójicamente, y contra cualquier pronóstico, en su defensa sale el ex-religioso que se opuso a su navegación, convirtiéndose, de este modo, en su aliado. A partir de ese momento, Jodie Foster deberá vivir bajo la sospecha y con el auxilio de su único amigo, que representa la fe que ella había despreciado hasta ese instante.
Al margen del discurso que pretende reconciliar ambas posturas, la de la fe y la de la razón, la película, como hemos indicado, ofrece al espectador una interesante alegoría sobre la aspiración al cielo, que es el fundamento y el fin del credo cristiano. En este sentido, y aunque la creencia en Dios solo aparezca como contrapunto de la visión científica de la vida, es posible entender que el vínculo que une a Jodie Foster con su padre, más allá del familiar, por supuesto, es la fe en los extraterrestres (no por casualidad, seres que viven en las estrellas). De este modo, David Morse, como si de un padre cristiano se tratase, transmite a su propia hija dicha fe, y comparte con ella la ilusión por alcanzar lo que esta promete, algo que queda de manifiesto, sobre todo, en esos diálogos nocturnos que ambos establecen con diferentes personas a través del aparato de radio, como si los dos rezasen juntos antes de ir a dormir (de esta manera, es significativa la escena en que la niña Foster intenta comunicar por radio con su padre tras el fallecimiento de este).
En primer lugar, podemos entender aquí la importancia de la fe transmitida en el hogar, ya que es en este sitio donde un niño oye hablar de Dios por primera vez, y donde, al mismo tiempo, aprende a amarlo; de igual manera que, en la película, Jodie Foster parece conocer la existencia de seres que habitan fuera de la Tierra gracias a las palabras de su progenitor, en la vida real también los padres transmiten a sus hijos la fe en un Ser que vive en los cielos (una y otra creencia, como hemos dicho, son alimentadas con la oración nocturna, que en el film es sustituida por ese contacto radiofónico que ambos pretenden entablar con la gente que vive apartada de ellos). En segundo lugar, esta fe articula la vida adulta del individuo, que, amparándose en ella, encuentra sentido a su propia existencia; de esta manera, mientras que el cristiano camina con el horizonte del cielo frente a su mirada, la protagonista del film lo hace con el del encuentro definitivo entre los hombres y los extraterrestres (curiosamente, la fe también es fortaleza ante la adversidad, pues vemos que la científica debe arrostrar humillaciones y desengaños causados por su creencia, como cualquier cristiano vive los suyos a consecuencia de su convencimiento).
La película intenta demostrar que el camino hacia el objetivo que uno se haya impuesto está salpicado a menudo con el aderezo de la dificultad, pues vemos que Jodie Foster, como señalamos, se topa con el descrédito de sus superiores y el de las personas que deberían confiar en ella (¿podemos entrever una imagen de la Iglesia en el pequeño grupo de científicos que comparte la fe que ella tiene?); asimismo, indica que la senda hacia ese fin se torna expedita cuando el propósito es claro y seguro. Como ya mostramos en el post dedicado a La historia interminable, no podemos identificar este hecho con la confianza en uno mismo, pues siempre se corre el peligro de precipitarse al hundimiento; más bien al contrario, esa confianza debe ser depositada sobre alguien que ya haya recorrido la abrupta vereda (en el caso del cristianismo, es Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre). Teniendo esto presente, uno puede avanzar con tranquilidad por el camino que debe recorrer hasta llegar a su consumación, pues sabe, además, que Dios lo protege y que cada acontecimiento que le ocurra es consentido por Él (el film refleja la ayuda de la Providencia en la misteriosa concatenación de situaciones anómalas que dan como resultado el esperado viaje al cielo de la científica).
Finalmente, cuando Jodie Foster culmina su trayecto, se encuentra varada en una solitaria y mágica playa, que recuerda a una entelequia, tal vez porque el Cielo colmará toda expectativa, superando incluso el concepto que el hombre más avezado pueda tener de él. En ese entorno, como hemos dicho, aparece su padre, quien la trata como a la niña que era cuando él murió, lo que provoca que ella rememore toda su infancia y desee permanecer allí. A mi juicio, es una hermosa comparación con el Paraíso, ya que este consistirá en una vuelta a casa, donde nos aguardan todos aquellos que ya han partido de este mundo, unidos, como una sola familia, bajo el amor de un mismo Padre, Dios. De esta manera, pues, el amor que uno cultivó en su hogar, el mismo que lo llevó a encarar las adversidades de la propia vida, será el que encuentre consumado al final de la misma (esta idea puede ser encontrada en películas de diferente temática, como la trilogía de El hobbit, donde Bilbo abandona su hogar, para, luego, retornar a él tras la experiencia de su aventura, o en Nuestro último verano en Escocia, donde el abuelete protagonista ve cómo su fallecido hermano viene a recogerlo).
Lógicamente, desconozco la intención de Zemeckis al llevar a la pantalla esta obra, inspirada en la novela homónima del malogrado Carl Sagan, de la cual, aunque leí, tampoco recuerdo su propósito; no obstante, la relevancia del ámbito religioso en la misma es evidente, por lo que no resulta extraño que, de manera implícita, haya querido equiparar una postura a la otra, abrazándolas, como hemos dicho, al final del metraje. Tal vez, él viese reflejado su propia biografía en la de la protagonista del relato, que convierte una ilusión en una realidad, por lo que no dudó en plasmarla con tanta personalidad en las imágenes que hemos descrito. Lo cierto es que la película trasciende desde el principio (y conscientemente) la mera plática ufológica, volcándose casi de inmediato en esta narración intimista, que, sin la metáfora religiosa, quedaría coja. Por esta razón, creo que es un film que debe ser recuperado y que, a pesar de las nefastas críticas cosechadas en el momento de su estreno, merece otra oportunidad, pues, de igual modo que yo no he comprendido hasta hoy el mensaje que subyacía tras ella, otro espectador puede encontrarlo también y volver a disfrutarlo, como yo he hecho.
En el año 1984, llegó a nuestras pantallas una película que hoy, a pesar del inexorable transcurso del tiempo, continúa siendo recordada por cualquier aficionado: La historia interminable. Como todo el mundo sabe, el film está basado en el homónimo relato de Michael Ende, el otrora creador de Momo, y narra las peripecias de un solitario niño, Bastian (Barret Oliver), que es capaz de introducirse, a través de la lectura del libro que da título a la obra, en el imaginario mundo de Fantasía, donde ayuda a sus habitantes a liberarse de la devastadora acción de la Nada, fruto de la falta de ilusión de que adolece la juventud del momento. Desgraciadamente, el largometraje fue seguido por dos infames secuelas que ya, por fortuna, han caído en el olvido: La historia interminable 2. El siguiente capítulo y Las aventuras de Bastian (La historia interminable 3). No obstante este error, la película original sigue contando con un guion épico y con una magistral puesta en escena, que aún mantiene toda su vigencia, por lo que, en este artículo, nos centraremos solo en ella.
Como todo niño que se precie, el día que fui a ver el citado largometraje al cine, quedé fascinado por el fantástico mundo que se proyectaba delante de mí, una mágica tierra poblada por caracoles de carreras, gigantes de piedra, gnomos y dragones de la suerte (todavía hoy, cada vez que contemplo un atardecer, evoco el juego de nubes arreboladas que acompaña a los créditos de la película); me dejé cautivar por la aventura de Atreyu en busca de la reluctante Torre de Marfil y contra la desolación de la terrorífica y negra Nada, y, por supuesto, me embebí en su candorosa (aunque trascendente) moraleja, es decir, el amor a la lectura como fresco hontanar de imaginación. Ciertamente, como aún no era capaz de reconocer la valía de un film basándome en su argumento o en su enjundia, los efectos especiales de la época me arrebataron en mayor medida que todo el entramado de fondo, por lo que mi magín se deleitó más con los vuelos de Fujur, la aparición de la vetusta tortuga Morla y la visualización del ebúrneo castillo que servía de morada a la bellísima Emperatriz Infantil, que por todo ese elogio de la literatura que he mencionado (no obstante, y como he aseverado, la película sirvió de acicate a la bibliofilia que latía en mi interior, y que yo, por otro lado, procuraba cuidar con lecturas apropiadas a mi edad).
Sin embargo, y a pesar de la bisoñez cinematográfica a la que he aludido, propia de un aficionado incipiente, hubo dos escenas que me sobrecogieron enormemente: la primera, la muerte del equino Artax en los pantanos de la tristeza; la segunda, la del Oráculo del Sur, que es inmediatamente antecedida por la del espejo de la verdad. Con respecto a la primera, todo aquel que la recuerde lo hará con un nudo en la garganta, pues es la secuencia más dramática y lacrimógena de todo el metraje; en cuanto a la segunda, tal vez lo haga con cierto temor, pues las atronadoras y perturbadoras voces de las esfinges causaban ese efecto en los oídos más infantiles. A pesar de ello, empero, aquel niño que yo era fue incapaz de ahondar en la profundidad de ambas escenas, y lo que hoy se me presenta como un interesante estudio sobre la tristeza y el alma pura, respectivamente, se le quedó a él en un mero rasguño epidérmico (por supuesto, no hay que entender aquí ningún grado de culpabilidad, pues a un niño se le puede pedir muy poco esfuerzo intelectual; sin embargo, revela la gran capacidad artística del cine infantil de la época, que hoy se ha perdido por completo). Actualmente, considero las dos de suma importancia, pues sirven a un desarrollo coherente del film y a una alegoría sobre el crecimiento personal del espectador; tanto es así, que no dudo en referirme a ellas cuando imparto algún curso de ejercicios o de retiros espirituales.
La imagen de los pantanos como metáfora de la pena es elocuente en sí misma (más aún, la imagen de la ciénaga, que es la que presenta el film). Sin duda, la tristeza es un fuerte sentimiento que puede domeñar la razón del ser humano, nublar su entendimiento y hundirlo en la desesperación; aunque haya sido definido muchas veces como un concepto antónimo del término "alegría", es en verdad la ausencia de esta. La alegría como estado de vida, no como sentimiento momentáneo o fugaz, es propia del hombre confiado, es decir, de aquel que, por saberse amado por Dios, nada teme, pues Él mismo dirige su devenir y lo cuida; la tristeza, por el contrario, es el tropiezo en la vida del individuo que no descubre ese amor sobrenatural en los hechos que lo rodean, y que, por consiguiente, tiñe de negro y de insoluble el futuro que lo aguarda. Ciertamente, la fe no es un remedio taumatúrgico contra el mal de la pena, pues esta siempre sabe cómo deslizarse en el corazón de las personas, disfrazándose de nostalgia, de remordimiento o de escrúpulo; sin embargo, es un arma afilada para combatirla, pues su hoja recuerda la gracia de Dios, que acompaña y vence siempre.
Por otro lado, es indudable la connotación mórbida que, en ocasiones, hace que la tristeza derive en depresión. Esta, evidentemente, debe ser tratada mediante el oportuno auxilio médico, pero sin que la mencionada fe ni el propio empeño del interesado sean relegados en favor de una confianza absoluta en él. En cuanto a la primera, es muy importante reforzarla a través de la oración y del recurso frecuente a los sacramentos (principalmente, la Penitencia y la Eucaristía), pues, a través del silencio meditativo de una y de la acción misteriosa de Cristo en otros, esta horada en la oscura herrumbre de la pena y logra que la alegría brote de nuevo; con respecto a lo segundo, el enfermo mismo debe aspirar al desasimiento de la depresión que, paulatinamente, lo anega. En referencia a esto último, la persona entristecida debe evitar un encerramiento voluntario en su hogar o en su alcoba, que propicia el ensimismamiento y, por consiguiente, la soledad y,otra vez, la desesperación; debe procurar velar su pena, pues la manifestación de la misma conlleva un interés por parte de los que la rodean, que constantemente tenderán a preguntarle acerca de su estado, algo que le impedirán evadirse de él; por el contrario, debe esforzarse en el trato frecuente con sus familiares y amigos, de manera que comprenda que la negrura que percibe solo cubre sus ojos y que, por tanto, no es completa ni universalmente real; por fin, debe aplicarse una estricta rutina de trabajo, ocio y hogar, procurando que este se mantenga limpio y ordenado, pues, como hemos dicho antes, el aspecto exterior favorece o perjudica el interior. Para una y otra cosa, el Catecismo de la Iglesia Católica alienta mediante las siguientes palabras: "Es necesario luchar con humildad, confianza y perseverancia, si se quieren vencer estos obstáculos" (cfr. 2728).
La otra escena aludida es la que protagoniza Atreyu en su camino hacia el Oráculo del Sur; para llegar a él, el niño guerrero debe enfrentarse, en primer lugar, a las esfinges doradas que guardan el sendero, y, en segundo lugar, al famoso espejo de la verdad. Realmente, una y otra prueba, según el guion de la película, suponen una tentativa personal para todo aquel que se aventure en ellas, es decir, un estímulo para urgir el testimonio individual de la confianza de cada uno en sí mismo; por este motivo, vemos que las malignas esfinges de oro deciden pulverizar a aquel cuando vacila en su intento por superarlas, y que, para adentrarse en el mágico cristal del espejo, debe asumir su verdadera idiosincrasia, en detrimento de la que ostenta. A mi juicio, este no es un mensaje estrictamente cristiano (como, por otro lado, tampoco lo es el que hemos planteado en el párrafo precedente ni el que ofrece el largometraje en sí), puesto que la fe en uno mismo es el camino expedito a la vanidad y, por ende, a la soberbia, que es el peor (y el primero) de los pecados. Por supuesto, no hablamos aquí de una confianza personal en el ámbito deportivo o académico, por ejemplo, en los que, evidentemente, sí se requiere una seguridad en las propias aptitudes; hablamos de la fe que ilumina el camino de perfección de cada individuo. La vía hacia la alta cima de la santidad, a la que todo cristiano es convocado, se le presenta a este como escarpada y dificultosa, pues sus propias pasiones y debilidades se transforman en grava que le hacen resbalar; por este motivo, la confianza en sí mismo puede resultar peligrosa, ya que puede conducir, ladera abajo, hasta el pie de la montaña. Por el contrario, la ayuda óptima proviene de quien ya ha escalado esta última, es decir, Cristo, que, como hombre, recorrió el camino de santidad exigido a cada bautizado.
En este mismo marco de corrección de las ideas planteadas por el film, podemos modificar el significado del espejo de la verdad, que no debería ser solamente un reconocimiento de la propia (y pobre) personalidad, sino también una imagen de referencia para todo el que se asomase a él. En este sentido, para el cristiano, la imagen es Cristo; todo bautizado que se mire en el cristal del espejo mágico debería ver al Hijo de Dios reflejado en él; debería ver su imagen de hombre perfecto (íntegro), su constante cumplimiento del decálogo, su sometimiento a las bienaventuranzas que él mismo dictó, su aplicación puntual de las obras de la caridad, su oración, su entrega, su sacrificio, su amor... De este modo, el cristiano que se asomase al espejo de la verdad debería comprobar si la imagen que tuviese de sí mismo se correspondería con la de aquel que lo estaría observando desde el otro lado, y, solo si fuese así, podría atravesarlo. Pero, como hemos indicado, muchas veces el camino se vuelve áspero para el cristiano mismo, por lo que este debe recurrir con perseverancia al auxilio que Cristo le ofrece desinteresadamente mediante la oración y los sacramentos, mediante el cincel de la caridad, con la que modela su alma hasta asemejarla a la de él.
Como decíamos al principio del artículo, estas dos afamadas escenas de la película pasaron desapercibidas para aquel niño que era yo cuando la vio por vez primera en la sala de su ciudad. Lógicamente, el intelecto de un menor no puede ser sometido a un alto grado de enjundia metafórica, pues lo único que este comprende es la simpleza de unos sobrecogedores efectos y de una historia lábil, aunque entretenida. Sin embargo, este film depositó en él esa semilla que hemos desentrañado mediante la buena factura de esos recursos, demostrándole que, más allá de una facilona cinta de aventuras, se escondía una enseñanza contra la tristeza y un (modificado) discurso acerca de la fe. Por esta razón, y como anunciábamos al inicio del texto, el largometraje mantiene su vigencia, pues los niños que la vieron entonces, como yo, pueden descubrir ahora lo que ni siquiera consiguieron vislumbrar.
Antes de afrontar este breve artículo, manifiesto y reconozco mi ignorancia acerca del mítico personaje creado por sir Arthur Conan Doyle en 1887; todo lo que sé sobre él, se lo debo al cine y a la cultura popular, esa que entiende de todo sin saber, realmente, de nada (en honor a la verdad, no obstante, debo decir que leí, hace algunos años, su famoso libro El sabueso de los Baskerville, el cual, por otro lado, disfruté muchísimo). De este modo, he visto los filmes en los que ha sido interpretado por Basil Rathbone, Peter Cushing y, de manera más reciente, Robert Downey, Jr., así como los curiosos acercamientos que han hecho a él Billy Wilder y Barry Levinson mediante sus respectivas obras La vida privada de Sherlock Holmes y El secreto de la pirámide (esta última continúa siendo mi favorita). Por este motivo, no puedo opinar sobre el presente largometraje protagonizado por él amparándome en el extenso universo literario que precede y rodea a su ficticia persona; pero ni siquiera puedo hacerlo remitiéndome a los filmes anteriores, pues sus dispares orígenes hacen que no se ciñan coherentemente a un hilo biográfico e idiosincrásico común. Por fortuna para mí, el film parece estar dirigido a espectadores que, como yo, no han tenido ese contacto con el renombrado detective, ya que su trama no se centra en ninguna de sus averiguaciones, sino en su vejez y en los problemas que acompañan a esta.
En efecto, en Mr. Holmes nos encontramos con que el flamante investigador homónimo se enfrenta ahora al caso más arduo de su vida: el de su propia ancianidad. De esta manera, aquel que antaño era capaz de dilucidar cualquier entuerto gracias a su prodigiosa memoria y a su resuelto uso de la lógica, hogaño se ve incapaz de recordar cualquier acción inmediata y de jugar con la habilidad de antes a los acertijos mentales que cada crimen le proporcionaba. Por este motivo, lo vemos retirado en una vetusta mansión del norte de Inglaterra, donde es cuidado por su ama de llaves y por el hijo de esta, mientras él cuida de sus consentidas abejas, que, por otro lado, le procuran la única actividad que puede realizar con soltura. A la vez, somos partícipes de cómo el pobre anciano lucha contra el personaje de ficción que creó su sempiterno compañero, el doctor John H. Watson, a partir de sí mismo, personaje que acabó por devorar a la persona real en que se fundamentaba, como se nos indica en varias ocasiones a lo largo del metraje (en una de ellas se nos llega a decir que no vivía exactamente en el lugar que señalaban los relatos, ya que este era visitado con frecuencia por multitud de turistas curiosos).
Como hemos afirmado, empero, la aparición del señor Holmes del título es una simple excusa para ahondar en los postreros pasos de un hombre sobre la tierra, pues incluso el caso que él intenta evocar con tenacidad no alude en absoluto a su pretérita perspicacia, sino a la aparente soledad que siempre lo ha rodeado. No obstante, y por el contrario, la popularidad del personaje, que ha sobrepasado al personaje en sí, ayuda en la profundización de este estudio, que pretende hacernos entender hasta qué punto es difícil el desasirse de una falacia que ha rellenado la vida de un individuo afamado. Con respecto a este que nos ocupa, vemos que ha recubierto su angustioso vacío con la observación de las vidas ajenas y con el éxito que esto le reportaba, pero que, sin embargo, ha quedado evidenciado tras su irrenunciable jubilación (traspasando esto al lenguaje cinematográfico, posiblemente podamos interpretar aquí una alegoría a la propia desilusión de los actores de renombre, que viven una ficción deificada hasta que se encuentran con la realidad de la vejez y de la muerte, común a todos los hombres).
Indudablemente, la última etapa de la vida humana está nimbada por el halo de la melancolía y de la nostalgia, pues todo aquel que la alcanza guarda tras de sí el intenso recorrido de una existencia que llega a su fin. Por esta razón, no resulta extraño que un anciano rememore constantemente la presencia de sus familiares más queridos y ya desaparecidos, que valore sus pasadas decisiones a la luz de sus ulteriores consecuencias o que añore la compañía de alguien cercano (en la película, por ejemplo, vemos esto último en la relación marital de Holmes con su ama de llaves y, sobre todo, en la filial que mantiene con el hijo de esta, que representa para él el retoño o el nieto que nunca tuvo y sobre el que habría volcado todo su cariño). Pero lo más característico de la ancianidad tal vez sea el agudizamiento de la vida espiritual, pues aquel que ve cómo se aproxima su muerte y cómo aún anhela una dicha que en la tierra no ha logrado cumplir por completo, se rebela contra la idea de la desaparición eterna, y deposita su esperanza en la existencia de un Dios bueno que condone sus errores y que lo conduzca junto a los familiares y amigos que aquí lo precedieron (en la cinta, vemos que esto se produce cuando Holmes hace uso de aquel rito exequial que aprendió en Japón).
Podemos decir, pues, reafirmando y recordando mi ignorancia acerca del detective, que Mr. Holmes es una obra de manufactura elegante e intimista, características que parecen homenajear su particular donaire, pero que, a la vez, es un estudio serio y entrañable sobre la tercera edad, alejado de los cánones humorísticos de nuestro tiempo y más acorde con la realidad que viven las personas que a ella llegan. Por este motivo, creo que es una película recomendable y muy digna de mención, que contentará a los seguidores de su protagonista, que tal vez encandile a alguno para sumarse a ellos y que, seguramente, nos ayude a valorar más a los ancianos que conviven con nosotros y que, muchas veces, experimentan la soledad de la incomprensión y de la nostalgia.
Esta noche es Nochebuena, como nos recuerda el villancico que, seguramente, entonemos junto a nuestras familias durante la cena de hoy, y mañana es Navidad, como también señalan los siguientes versos de la misma canción. Si nos ajustamos a esto, pues, deberíamos comenzar a felicitarnos mutuamente las fiestas a partir de esta medianoche, pero lo cierto es que llevamos haciéndolo desde hace algunas semanas, pues el luminoso ambiente callejero, el frío y la nieve (en los lugares donde se den ambas cosas) animan a ello. A este empuje, también se suma la irremediable vertiente navideña que adquieren los comercios en torno a estas fechas, pues disponen sus escaparates de tal manera, que invitan magistralmente al júbilo (y al gasto). Es una época que gusta a todo el mundo, excepto, por supuesto, al Grinch de la película homónima, al Scrooge ideado por Dickens y al Bill Murray de Los fantasmas atacan al jefe, y ello se debe a las reuniones familiares que la caracteriza y a la bondad que parece ir siempre de su mano (como suele decirse, la Navidad saca lo mejor de nosotros mismos). Por otro lado, es para algunos un momento de mucha melancolía, pues esa felicidad encierra en ocasiones para ellos nostalgia de su propio pasado; así, no son pocos los que, como la Kate de Gremlins, prefieren celebrarlo con evidente modestia.
A nivel cinematográfico, este es un buen momento para recuperar los grandes títulos que nos ayudan a profundizar en este sentimiento que hoy embarga a (casi) todos los hombres del mundo, como la inmarcesible ¡Qué bello es vivir!, la entrañable De ilusión también se vive, o las más recientes Feliz Navidad y Polar Express (esta última, por supuesto, destinada exclusivamente al público infantil, porque dudo mucho que el adulto sea capaz de soportarla). Asimismo, es buen momento para dar gracias a Dios por la familia que este le ha regalado a cada uno, y para aprovechar cada instante de nuestra estancia en el hogar para estar junto a ella, como finalmente aprenden los protagonistas respectivos de Family Man, La gran familia y Solo en casa (se ve que el personaje de Macaulay Culkin no lo aprendió del todo, por lo que tuvo que repetir la experiencia en Solo en casa 2. Perdido en Nueva York y en sus múltiples secuelas, que no he visto y no sé siquiera si es el mismo personaje de las dos anteriores y si están también ambientadas durante la Navidad).
Pero, sobre todo, es el momento oportuno para recordar el motivo por el cual celebramos estas fiestas tan cordiales: el nacimiento del Hijo de Dios en Belén (no en vano, la palabra "navidad" proviene del término "natividad", que, a su vez, significa "nacimiento"). Por esta razón, y ya que tanto el título como el propósito de este blog me obligan consentidamente a ello, recomiendo un film que nos puede ayudar en este empeño: Natividad, película dirigida por Catherine Hardwicke en el año 2006, y protagonizada por Oscar Isaac, ahora famoso gracias a su breve aparición en El despertar de la Fuerza (intérprete también de la interesantísima Ex Machina). Ciertamente, la película no se centra en este hecho concreto, pues nos encontraríamos con un exiguo guion que intentaría detallar cada pormenor de la venida al mundo del Mesías, sino que procura ahondar en lo que este esperado acontecimiento supuso para la humanidad y, de manera especial, para la Virgen María.
De este modo, y amparándose en los evangelios, el film nos acerca a la desconocida biografía de la Hija de Sion (Za. 2, 14): podemos ver, pues, cómo es entregada en matrimonio a su esposo san José (el citado Oscar Isaac), cómo recibe la noticia de su maternidad milagrosa de labios del arcángel san Gabriel y cómo, a pesar de su estado, decide visitar a su prima santa Isabel y cuidar de ella, que también está encinta; podemos ver, además, el viaje en burro de la Sagrada Familia a Jerusalén (todo él, cargado de múltiples peligros y dificultades que resaltan la santidad de sus miembros), el periplo de los Reyes Magos desde Oriente (una aventura de risible desarrollo destinada a amenizar el pausado relato) y, finalmente, la huida a Egipto con el fin de evitar la cruel matanza de los inocentes por parte del malvado rey Herodes. Todo ello, como no podía ser de otra manera, aderezado por las supuestas dudas de la Virgen con respecto a su embarazo y a su misión (algo muy hollywoodiense y juvenil), por el desengaño y posterior arrepentimiento de un leal san José (siempre preferiré la visión que aportó el maestro Pasolini en El evangelio según san Mateo) y por la descripción de una sociedad machista, donde la mujer no era valorada como merecía (algo que también está muy en boga actualmente, y que, por ello, suena más a reclamo que a estricta realidad).
Ciertamente, la película no es una obra maestra, pues adolece de una buena realización (que necesita de esos Reyes Magos para encaminar su desarrollo), y parece estar destinada a un público televisivo en vez de a otro cinematográfico (es más una miniserie que un largometraje); sin embargo, y como hemos afirmado, resulta apropiada para ver en este tiempo de Navidad, ya que nos recuerda que esta solo tiene su sentido si celebramos el nacimiento del Hijo de Dios. En el evangelio de la misa de mañana, de hecho, se mencionará una frase que, por otro lado, repetimos cada mediodía en el rezo del ángelus: "La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn. 1, 14). Es probable que muchos, por el simple motivo de haberla repetido a diario, no se hayan percatado de su importancia, pero encierra una trascendencia fundamental, pues es la raíz de esta fiesta: el término "Palabra" (en latín, "Verbum") traduce el vocablo griego "Logos", que significa, aproximadamente, "principio o razón universal" (ya sabéis, pues, en qué se inspiró George Lucas para crear su ubicua Fuerza galáctica). Aunque este no es momento para recorrer la historia de la filosofía, ciencia donde nace este concepto, podemos resumirla diciendo que los primeros pensadores consagraron su vida al estudio de esta verdad inmutable (en el ámbito judío, entorno en el que nació el Señor, esta verdad era conocida como Sabiduría, y la Biblia la recoge también como norma moral de actuación). Por ello, cuando el cristiano afirma que esa verdad eterna se encarnó, asevera que salió al encuentro del hombre aquello que este siempre anduvo buscando (ya tenéis otra fuente de inspiración del tío Lucas: los midiclorianos de La amenaza fantasma, que se confabularon para engendrar milagrosamente un ser humano en el vientre de una mujer pura).
Esa Palabra, o ese Logos, es en realidad el Hijo de Dios, que está junto a este desde siempre, compartiendo, además, su esencia divina; es por tanto, Dios mismo. Por esta razón, pues, podemos decir que esa verdad eterna, universal e inmutable se hizo carne, como nosotros, revelándonos, así, su propia esencia, de manera que la humanidad dejase de buscarla a tientas, como hemos visto que hacían los primigenios filósofos, para volcarse plenamente en su seguimiento, que es hontanar de radiante dicha. Como el cristiano es consciente de esta alegría que siente el mundo, puesto que, gracias a esta encarnación, ya conoce la senda de la verdad y de la vida (cfr. Jn. 14, 6), celebra cada año el día de su nacimiento, es decir, el 25 de diciembre; además, recuerda con sus villancicos y con sus belenes este hecho histórico de tan alta importancia para los hombres de todos los tiempos, gritándoles a viva voz que en Jesús tienen la salvación. Por este motivo, también se une a su familia y a sus amigos, procurando derrochar su bondad y su felicidad con ellos, pues aquel que es la Verdad nos enseñó que ese es el camino de la vida en la tierra.
Por desgracia, y como señalaba el papa Benedicto XVI, hoy el mundo celebra la Navidad olvidándose de su auténtico protagonista, es decir, Cristo; ha vaciado de su contenido una fiesta netamente religiosa, para que cualquier persona, con independencia de su credo o convicción, pueda disfrutar de sus consecuencias, esto es, el amor, la bondad y etcétera. Pero esto, que parece perfumado con el aroma de la buena intención, oculta en realidad una hábil finta, pues sustituye su verdadera esencia con un engañoso sentimentalismo sin alma; así, el hombre se ve obligado a cubrir esa nostalgia que siente o ese amor que experimenta hacia otros mediante agasajos y fiestas, buscando una alegría momentánea que rellene sus oscuros vanos de soledad y desazón. El etéreo marketing, por otro lado, ha sabido dar forma a ese anhelo que persigue en la figura del maleado Papá Noel, que ya nada tiene que ver con el san Nicolás de Bari cristiano en el que se inspira, pues lo ha convertido en un sosias de la encarnación de Jesucristo, una emanación cárnica de un inventado espíritu navideño que va repartiendo felicidad por los hogares del mundo (para mí, es más parecido al putrefacto Jack Skeleton disfrazado de él en Pesadilla antes de Navidad que al anciano rojizo y bonachón que, pretendidamente, desciende por las chimeneas caseras).
Así pues, vivimos en un mundo del todo engañador y engañoso que pretende eliminar la raíz cristiana de una fiesta propia de nuestra fe, sustituyéndola, empero, con otra falsa: la del sentimiento dirigido, la bondad mentirosa y el dispendio necesario. Sin embargo, una raíz artificial no nutre planta alguna, por lo que el destino de esta es, indefectiblemente, la muerte. Para evitar, por tanto, que el árbol de la verdadera alegría se marchite, el cristiano debe conservar intacto su auténtico nutriente, es decir, el nacimiento de Cristo en Belén, de manera que esta fiesta le sirva de acicate a esa bondad que el abstracto e inexistente espíritu navideño le exige, y que esa bondad (esa santidad) no sea propiedad exclusiva de este período vacacional, sino del año entero.
Para concluir con la idea que empezamos, pues, no debemos amar la Navidad por los efectos supuestamente entrañables que produce en nosotros, y que las películas citadas arriba describen, sino por su verdadero origen, su fundamento, que es la venida al mundo de nuestro Salvador, Jesucristo, el Hijo de Dios. Viviéndola así, el hombre encuentra la auténtica dicha de esta fiesta, y le manifiesta a la humanidad la alegría por haber conocido a aquel que esta aún sigue buscando. Como, finalmente, urgía san Agustín, "despierta: Dios se ha hecho hombre por ti".
Anoche tuve la suerte de asistir al preestreno de la nueva entrega de La guerra de las galaxias (aún me resisto a usar la reciente acepción fílmica de Star Wars), película que llega hoy a nuestras carteleras y que se ha convertido en el evento más esperado por todos los cinéfilos del mundo (seguramente, también por aquellos que no sean tan amantes del séptimo arte). Esta ansiosa espera, por supuesto, se ha visto propiciada por la magistral (y engañosa) campaña publicitaria que llevamos observando desde hace meses (en esta, también incluyo el enfado de Lucas con la Disney), y en la que se ha hecho un estupendo uso de la nostalgia y de la insinuación para motivar con viveza a los potenciales espectadores de la película; pero también, y sobre todo, por el bravo empuje de los millones de fans que tiene la saga, deseosos de continuar viendo en pantalla las aventuras de sus personajes favoritos. Y como yo me encuentro entre ellos, me gustaría acercarme al film desde este punto de vista.
Como afirmé en una entrada anterior de este blog dedicada a la saga, La guerra de las galaxias ha constituido para mí una inagotable fuente de ilusión a lo largo de muchos años, pues no solo me cautivaron las tres entregas que, a la sazón, la conformaban, sino que también me embelesó todo el universo (nunca mejor dicho) que las rodeaba. Tanto es así, que me aficioné, casi de manera obsesiva, a coleccionar todo aquello que tuviese relación con él; especialmente, me encariñé con la selección de libros que, por aquel entonces, editaba con mucho cuidado la casa Martínez Roca. Gracias a estos volúmenes, mi imaginación se expandió como el citado cosmos de la saga cinematográfica, pues rompieron la constringente barrera de la realidad del fotograma. De este modo, por ejemplo, conocí al Xizor de Sombras del Imperio y su deseo de seducir a la ingenua Leia; supe qué aconteció tras la muerte del emperador y cómo se formó la Nueva República, y me aproximé a la dura adolescencia del futuro contrabandista Han Solo (esta, en una magnífica trilogía creada por la autora A.C. Crispin y compuesta por los libros La trampa del paraíso, La maniobra hutt y Amanecer rebelde).
Habiendo adquirido, pues, un amplio conocimiento de toda la historia propia de esta mítica saga, y que llegaba a extenderse hasta los hijos de los citados Han y Leia (Jania, Jacen y... ¡Anakin!), y la nueva academia Jedi, fundada por Luke Skywalker, sentí una profunda decepción cuando descubrí que toda aquella sabiduría había sido reestructurada por el mismísimo autor de la saga, George Lucas. Este, ciertamente, contaba con el honor de ser su creador, pero, a mi juicio, ello no le autorizaba a romper el hilo de una trama que había crecido más allá de su propia inventiva, y que él, por otro lado, había consentido con el uso de su sello artístico. Por este motivo, a la decepción de identificar un largometraje harto infantil y vano en La amenaza fantasma, se sumaba la desilusión por comprobar que todo lo que había leído acerca del origen de los Sith o de la pretérita vida de Darth Vader ya no tenía sentido alguno.
Como ya dediqué un artículo a ello, no quisiera cebarme en todo lo que los episodios I, II y III desperdiciaron de la herencia de sus predecesores (ahora, sucesores); sin embargo, y en honor a la verdad, debo reconocer que, una vez aceptado que el universo expandido que yo conocía había dejado de formar parte de los nuevos derroteros de la saga, la tragedia de los Skywalker, del Senado, de la República y de los Jedi que aquellos presentan está muy bien hilvanada con los episodios IV, V y VI (en este sentido, no obstante, yo apartaría de los tres primeros a los prescindibles R2D2 y C3PO: ¿en serio que era necesario unir el origen de este último al niño Anakin?).
El despertar de la Fuerza, continuación de lo visto en El retorno del Jedi, se presenta también como una prolongación de ese nuevo universo expandido que soslaya abiertamente lo que otros autores ya habían creado, pues su único canon son las seis películas anteriores. Según esta idea, pues, debemos acercarnos a ella, ya que en muy poco se asemeja a lo que mi generación leyó en las páginas de los libros o de los cómics, o vio o jugó, respectivamente, en alguna añeja serie de televisión o en algún programa informático. Actuando de este modo, el espectador y aficionado se encontrará con un verdadero espectáculo cargado de nostalgia y entretenimiento que no le defraudará, como sí hicieron los tres primeros episodios, y que reavivará su amor por los tres segundos episodios.
Para este film, J.J. Abrams recupera el mismo esquema que tanto éxito le reportó en su espléndido reboot de Star Trek, es decir, personajes clásicos y nuevo planteamiento de una sinopsis ya vista; de este modo, y sin ánimo de desvelar nada, podemos ver en esta película un guiño constante a Una nueva esperanza, pinceladas de El Imperio contraataca, sombras de El retorno del Jedi y, tal vez, ecos de La venganza de los Sith, la mejor (pero no por ello buena) de la primera trilogía. A mi juicio, no debemos entender esto como una ausencia de imaginación o como un simple remake de toda la saga, pues la historia avanza por otros cauces que se alejan sobremanera de aquellas, sino como un homenaje nostálgico a unas aventuras que marcaron la vida de toda una generación. Por otro, y como acontecía en la otra saga cinematográfica citada arriba, esta puede ser también una manera de recopilar todo lo visto hasta el momento y de catapultarlo hacia nuevos horizontes para una nueva generación (al fin y al cabo, eso significa el término "reboot").
En cuanto a los personajes, estos están muy bien cuidados, pues se nos devuelve el carisma de los que poblaban las entregas originales y se nos evita los malos tragos de los que entorpecían el desarrollo de las posteriores (a estas alturas, ya todo el mundo sabe que no hay ningún sosias del odiado Jar Jar Binks). Tanto es así, que Rey (Daisy Ridley) agarra muy bien el testigo ofrecido por Luke, BB-8 está a la altura de R2, y Kylo Ren se puede equiparar sin rubor al entronizado Vader (a mi juicio, es un buen malo para los espectadores que se acerquen por primera vez a La guerra de las galaxias). Por desgracia, no se puede decir lo mismo de los personajes clásicos, que aparecen algo desdibujados, algo que sospecho intencionado, pues ya forman parte de otra generación de aficionados (seguramente sea así, pues algunos secundarios también aparecen muy esbozados, cosa que da pie a pensar que serán los nuevos héroes de las próximas entregas).
Por último, Abrams apuesta también, como ya ha sido dicho, por un diseño de producción más acorde con la trilogía original, alejándose, afortunadamente, del exceso de efectos digitales que apabullaban al espectador en los episodios I, II y III (aún me mareo cuando pienso en esa persecución de coches voladores que aparecía en El ataque de los clones...); de este modo, vuelve a las guerrillas en los bosques, a las marionetas y a las maquetas, algo que no solo llena de nostalgia al conjunto, sino que le otorga el verismo del que aquellos adolecían (sorprendentemente, en unas declaraciones recientes, George Lucas decía que la historia de La guerra de las galaxias es una tragedia personal interna, no un espectáculo de efectos visuales).
Anoche, cuando fui al preestreno del film, disfruté como nunca en un cine, pues me vi rodeado de gente joven, de niños y de mayores, de personas disfrazadas y de portadores de sables láseres, todos ellos deseosos de participar de este nuevo espectáculo galáctico, que demuestra, de este modo, que ha vertebrado la historia de varias generaciones de aficionados, que van heredando de sus antecesores, como si de generaciones de auténticos Jedi se tratasen, la afición por las desventuras de los Skywalker. Como todos ellos, yo también aplaudí cuando comenzó la proyección, aullé emocionado cuando hicieron su aparición Solo y Chewbacca y me excité a rabiar cuando vi ese final... que no revelaré, pero concatena esa antigua generación con la nueva. Para mí, esto es una nueva esperanza, pues me devuelve la ilusión que sentía cuando leía los libros citados al principio o cuando veía una y otra vez las películas, imaginándome que yo era uno de sus protagonistas; y para mí, también es un verdadero despertar de la Fuerza, que ha permanecido dormida mucho tiempo, a la espera de resucitar en el momento oportuno y de insuflar entusiasmo galáctico a toda una nueva multitud de aficionados.
La semana pasada se cumplieron veinticinco años del estreno de la primera gran película de Tim Burton: Eduardo Manostijeras. Anteriormente, por supuesto, ya nos había deleitado con algunas obras de su particular filmografía, como sus cortometrajes Vincent y Frankenweenie, y sus largometrajes La gran aventura de Pee-Wee, Bitelchús y Batman (esta última, comentada brevemente en este mismo blog). Sin embargo, y a pesar de la buena manufactura de todas ellas, ninguna supo desvelar de manera tan evidente el convulso mundo interior que yacía en la hondura de este cineasta, por lo que se convirtió de inmediato en su pieza más personal.
En honor a la verdad, es imprescindible decir que, ya en las tres películas citadas arriba, podíamos encontrar pinceladas de la turbulenta personalidad de este autor, explotadas hasta la saciedad (¡y nunca mejor dicho!) en sus incursiones posteriores: la extravagancia del mencionado Pee-Wee Herman, la no menos excentricidad de la Winona Ryder de su segunda obra (una chica cuyo estilo tal vez haya sembrado la semilla de los nuevos góticos) y la soledad culpable del millonario Bruce Wayne de su aproximación a las andanzas del hombre-murciélago. No obstante, y como si de una tétrica crisálida se tratase, estas sencillas características, propias de un autor bisoño con ínfulas de grandilocuencia, encerraban, realmente, una personalísima idiosincrasia cargada de sensibilidad y cinefilia, que eclosionó, ya madura y bien formada, en este patético e imaginativo drama, que tiene más de autobiografía que de ficción cinematográfica.
Según pude leer hace algunos años en un opúsculo dedicado a él, Tim Burton vivió su terrible infancia rodeado por la más absoluta y traumática soledad, ya que sus padres, tal vez motivados por un buen propósito, le impidieron tener contacto con el mundo exterior, y, por ende, relacionarse con otros niños de su edad, pues pensaban que ambos factores influirían erróneamente sobre su formación (el paroxismo de este mórbido interés llegó cuando al pobre muchacho... ¡le tapiaron las ventanas de su dormitorio!). Esto propició que el futuro cineasta se encerrase de manera progresiva e inexorable en sus propias fantasías, que él mismo construyó mediante truculentas imágenes de monstruos y fantasmas, en las que, paradójicamente, encontraba el cariño que aquellos, en verdad, le negaban.
Por supuesto, otros de los refugios del desdichado niño fue el cine, donde aprendió a narrar historias y a ampliar sus horizontes imaginativos, aunque estos, verdaderamente, continuaban circunscribiéndose al ámbito del horror y del humor negro (según él mismo ha confesado alguna vez, simuló su propio asesinato solo para reírse de la reacción de sus padres). De este modo, se empapó de las producciones de la Hammer y de todas las cintas realizadas y protagonizadas, respectivamente, por los míticos Roger Corman y Vincent Price, algo que le animó a escribir sus primeros libretos y a dirigir sus primeras grabaciones. Como podemos intuir, todas estos acercamientos se caracterizaban por sus rocambolescos y lúgubres argumentos, y por sus macabros diseños de producción, que, aun siendo infantiles, se han convertido hoy en la seña de identidad de su obra adulta.
Todo esto, pues, llevó a los vecinos del pequeño Tim a definir a este como un "inadaptado social", y a prohibir que sus hijos tuviesen relación con él, factor que contribuyó de manera ineluctable a su aislamiento, y, por consiguiente, a su onerosa soledad, que, empero, y como ya hemos visto, él supo rellenar con su propia imaginación. Así pues, no es difícil entrever, en el solitario Eduardo que da título al film, un reflejo muy vivo de la personalidad del cineasta, marcada fuertemente por su infancia y por el manifiesto rechazo de su círculo vecinal (tal vez, y como un profético émulo de su alter ego de ficción, él también observase, desde su tapiado y negro castillo, el trajín de la colorida urbanización que se extendía más allá de su cerrada ventana; tal vez, también soñase en ocasiones con el mar que columbraba en días claro y con la posibilidad de ser uno igual que los demás).
Como el joven Burton, Eduardo Manostijeras, encerrado en su propio mundo, no tiene más remedio que desarrollar su potencial imaginativo, dotando de belleza lo que es simple tosquedad y marginación; así, del descuidado seto, él es capaz de extraer, por ejemplo, una portentosa escultura, como aquel fue capaz de elaborar todo un imaginario interior arraigado en su falta de cariño. Por supuesto, y como hemos dicho, esta metáfora no es patrimonio exclusivo de esta película, pues podemos entender que el Bruce Wayne de Batman, aprisionado en su inhóspita mansión, aprovecha su carencia para dar pulcritud a su desaseada ciudad, o que el Edward Bloom de su posterior Big Fish rellena su vacío con la fantasía que transmite a su hijo.
Sin embargo, y a pesar del buen provecho que parece haberle sacado a su soledad, Eduardo, como Tim, añora el contacto humano y la presencia de un padre que lo guíe por los senderos de su propia vida, como, por otro lado, también parece extrañarlo el Willy Wonka de Charlie y la fábrica de chocolate. Por este motivo, no duda en aceptar la invitación de Peg Boggs, que le ofrece sumarse a ese mundo nuevo que él observa desde su apartada ventana, y formar parte de su entorno familiar, algo de lo que él nunca ha disfrutado. Desgraciadamente, y a pesar de la alegría con que asume esta generosa oferta, sus largos años de arrinconada soledad le impiden desenvolverse con acierto en el novedoso ambiente, por lo que este, en consecuencia, se le torna hostil (además, y como desilusionada alegoría de la sociedad que, posiblemente, se encontrase el joven Burton, vemos que el guion de la película incide mucho en la hipocresía de unos vecinos que, aunque al principio valoran la presencia de Eduardo entre ellos, posteriormente lo deploran, hasta el extremo de ansiar su destierro).
Pero el desarraigo familiar de Eduardo no solo ha contribuido a que este se sienta ajeno a la sociedad en que vive, sino también a que desee con inocente anhelo la experiencia de un amor verdadero que rija su propia vida. Esta incesante búsqueda culmina con el encuentro entre él y Kim (Winona Ryder), que encarna ese profundo sentimiento que siempre ha dominado el horizonte de su vida. Eduardo, sin embargo, descubre que el auténtico enamoramiento trasciende el mero sentimentalismo y que, unido a él, siempre está el deseo de la entrega y del sacrificio, que son las vías insoslayables que deben recorrer dos almas que aspiran a enlazarse para siempre. Por desgracia, es posible que él no haya aprendido a aceptar esas dos dimensiones del amor, y que, aterrado, huya realmente de ellas, pues no ha vivido en un hogar donde el amor familiar y la entrega sean las virtudes cotidianas. Por ello, es fácil suponer al joven Tim huyendo del dolor que acompaña a toda salida al mundo exterior (y de los sentimientos), aturdido por sus inevitables y naturales normas, para guarecerse en el que él ha creado, donde no gobiernan las leyes de la entrega y el sufrimiento (Eduardo mismo corre hacia su castillo y expulsa de él a Kim, pues le recuerda su propio suplicio; en él, puede trabajar en su obra sin que esta se vea alterada por ese mundo que ha conocido y aborrecido).
Por último, ese mundo interior de Eduardo, que tan bellamente describe Tim Burton en el film, es decir, las esculturas de hierba y hielo que él mismo realiza en el atrio de su mansión, sean tal vez el anhelo no saciado por manifestar un amor que él siente truncado (a esta idea, por supuesto, contribuye la nostálgica banda sonora de Danny Elfman, que compone aquí una de sus más hermosas partituras). Sin embargo, no debemos ser ingenuos frente a este melancólico sentimiento, pues el refugio en la propia interioridad como respuesta a un fracaso, o la huida ante el incipiente deseo de una entrega, que es fruto del amor verdadero, es en realidad una absurda inmadurez que frustra el desarrollo afectivo correcto de cualquier persona (como Eduardo, igual que Tim, no ha tenido unos padres y unos hermanos que, en su convivencia diaria, le hayan ayudado a interiorizar esto, la respuesta puede ser comprensible, pero no justificable).
A modo de colofón, pues, podemos decir que Eduardo Manostijeras es una bella fábula acerca del crecimiento humano, de la soledad y, como hemos visto, del amor, y que, asimismo, es tanto más hermosa cuanto mejor refleja la vida personal de su autor. Este, por otro lado, demuestra aquí toda la sensibilidad de la que es capaz, y manifiesta su delicada forma de narrar, de la que vuelve a hacer uso en su espléndida Ed Wood y en la fallida Big Eyes. Por desgracia, hoy parece haberse refugiado, como el Eduardo de este film, en su propio castillo interior, realizando un cine netamente autorreferencial que solo hace las delicias de sus más estrictos y recalcitrantes seguidores (véase, o no véase, por ejemplo, la absurda Sombras tenebrosas), y que, o bien prueba que su genio se ha agotado, o bien que ha huido de un mundo que, como hemos visto, le queda demasiado grande.
Sea como fuere, este es un film altamente recomendable, y la efeméride de su vigésimo quinto aniversario, o de la Navidad en ciernes, constituyen un buen momento para recuperar su visionado. Por otro lado, también es una muy buena película para que se acerquen a ella los nuevos aficionados al cine, y avancen con ella por esta fantástica senda del séptimo arte, conociendo a uno de sus autores que, no obstante lo dicho, es uno de los mejores que ha nacido en su seno.