martes, 23 de febrero de 2016

La Cuaresma es tiempo de conversión

   Como venimos diciendo en las últimas entradas de este blog (aquí y aquí), la Cuaresma es el tiempo propicio para la penitencia y la oración, pues nos recuerda nuestro fugaz paso por la vida terrena y el objetivo de esta, que no es otro que alcanzar la eterna; como si del paso de Israel por el desierto se tratase, cada cristiano, junto con toda la Iglesia, guiada por Dios mismo, camina hacia su particular Tierra Prometida, es decir, el reino de los cielos. También hemos indicado que este viaje comienza con la muerte de Jesucristo en la cruz, ya que esta liberó a la humanidad del fatídico yugo que la uncía, el del pecado; por este motivo, y a su vez, cada cristiano debe luchar diariamente contra esa atadura, que amenaza con insistencia con volver a apresarlo. Las armas fundamentales para dicho combate, pues, son las dos que ya hemos mencionado arriba, la penitencia y la oración, ya que, respectivamente, nos ayudan a moderar nuestras pasiones y a incrementar nuestra fe en la vida futura (el sufrimiento y la renuncia adquieren todo su sentido solo cuando detrás hay un premio que los sustenta; lo contrario es un vano estoicismo).



   Sin lugar a dudas, el primer paso que debe dar cualquier persona en este camino es la conversión. Esta palabra de origen latino significa etimológicamente "volver el rosto hacia algo o hacia alguien", por lo que la tradición cristiana la ha identificado desde el principio con el acto de girar la mirada hacia Dios; por consiguiente, podemos decir que el converso es aquel que ha puesto sus ojos en el Señor. Pero para comprender plenamente este gesto del hombre, necesitamos suponer una llamada previa por parte de Dios que acapare su atención (tanto es así que en el Evangelio leemos que todos los discípulos de Jesús siguen a este porque han recibido una llamada de parte de él); en el caso del cristiano, en particular, y de la Iglesia, en general, este reclamo proviene de la muerte de Cristo en la cruz.

   En efecto, en la pasión de Jesucristo y en su posterior fallecimiento, el cristiano encuentra la prueba indiscutible del amor de Dios a los hombres, ya que, con el fin de salvarlos de la ignominiosa situación de pecado en la que se hallaban, envió a aquel para morir en el lugar de ellos. Evidentemente, la respuesta a esta llamada divina por parte del cristiano es la correspondencia en el amor: primero a Dios, que es quien ha muerto por él en la cruz, y después a los hombres, que son como él objeto de dicha salvación. Esta contestación al amor de Dios se denomina "caridad", y puede ser definida como la capacidad que alberga el cristiano de amar con el corazón del Padre, que vuelca su predilección sobre justos e injustos y sobre buenos y malos.



   Esta respuesta amorosa del hombre a Jesucristo puede ser vista en la interesante El apóstol, que narra la conversión de un joven musulmán a la fe de la Iglesia. Efectivamente, como si de una historia romántica se tratase, la cinta describe el paulatino encuentro entre el citado joven y el Hijo de Dios, que se le revela a aquel mediante sendos actos de caridad de dos discípulos suyos: el arreglo gratuito de su bicicleta, que ha quedado inutilizada después de un accidente de circulación, y el empeño de un sacerdote por continuar viviendo en la misma casa donde, por motivos de fe, han asesinado a su propia hermana (dicho sacerdote argumenta su postura con la siguiente frase: "Mi presencia entre ellos los ayuda a vivir", aserto que, por otro lado, cautiva el corazón inquieto del muchacho). Pero no por casualidad, es en el interior de una iglesia, y durante la celebración de un bautizo, donde el citado joven experimenta con mayor fuerza la presencia de Jesús.

   Para que un hombre perciba esa sutil llamada de Dios que hemos descrito y sienta su presencia cerca de él, es imprescindible que goce de cierta sensibilidad religiosa o de un sincero anhelo por encontrar la verdad que guíe sus paso por esta vida (indudablemente, Dios se puede manifestar a una persona de manera extraordinaria, pero suele hacerlo a través de un susurro al corazón de aquel que lo busca con nobleza); no en vano, el cartel que cuelga de la fachada de la iglesia que el protagonista de la película frecuenta asegura: "Me buscaréis, y me encontraréis si me buscáis de todo corazón". En el joven musulmán del relato, esta búsqueda se manifiesta en su sincera devoción a Alá, que lo conduce al encuentro del Dios verdadero.



   Esta respuesta al amor de Dios por parte de una persona, sin embargo, puede verse oscurecida por la incomprensión de muchos, ya que, como señalamos arriba, la renuncia y la entrega absoluta carecen de sentido si no se ha conocido previamente la muerte de Cristo en la cruz; en la película, de hecho, podemos ver cómo los propios familiares del protagonista rechazan a este por su decisión de convertirse en discípulo de aquel, o cómo otros miembros de su antiguo credo resuelven castigarlo por ello (tal vez uno de los instantes más emotivos, aunque pase desapercibido, sea aquel en el que el joven se aferra al tronco de un árbol como si del madero de su propia cruz se tratase). Pero el amor de Dios por cada uno de sus hijos es tan grande, que nos insufla valor con el ejemplo de Jesús y con la vida de los mártires, que aquí tienen un pequeño aunque relevante papel (recordemos también la exhortación del Señor: "En el mundo tendréis luchas, pero tened valor: yo he vencido al mundo").

   La conversión, por tanto, es una respuesta del hombre a Dios, que le manifiesta su amor a través de Jesucristo. Pero aunque estemos acostumbrados a identificarla con las personas que se acercan a la fe de la Iglesia, también forma parte de la vida cotidiana de aquel que ya la ha conocido; el cristiano, en efecto, debe recordar cada día la muerte de Jesús en la cruz, que es indicio de ese amor inconmensurable que Dios siente por la humanidad. Como señalamos al principio, en la Cuaresma se le ofrece el tiempo oportuno para ello, ya que le ayuda a reconocer sus pecados y a expiarlos mediante la oración y la penitencia. 

   Perseveremos, pues, en nuestra andadura, y tengamos siempre como guía la cruz de Jesucristo, que es nuestra marca de cristianos y nuestra senda directa hacia el reino de los cielos.


viernes, 19 de febrero de 2016

El renacido (The Revenant)

   Dedicamos la última entrada de este blog a la Cuaresma, el tiempo litúrgico en el que actualmente nos encontramos (aquí). Como explicamos en ella, es el período que la Iglesia católica dedica a la oración y a la penitencia, pues conmemora el importante hecho del exilio de Jesús en el desierto, momento que podemos ver en El evangelio según san Mateo. Tal vez no sea casualidad, pues, que recientemente haya llegado a nuestras pantallas El renacido (The Revenant), film que, sin identificarse con el género religioso, aborda su temática, ya que ofrece al espectador una certera visión de lo que este tiempo litúrgico supone para el cristiano.

   Efectivamente, la película que hoy nos ocupa relata grosso modo las peripecias de un aventurero que, habiendo sobrevivido al ataque de un animal, se encamina hacia su hogar; por supuesto, a lo largo de su periplo se topará con multitud de dificultades, que intentarán impedir dicho retorno, pero que él superará gracias a este anhelo. A pesar del ímprobo esfuerzo, el protagonista descubrirá que las sendas que realmente ha recorrido en su viaje son las que vertebran el interior de su espíritu, ya que este se verá abocado a un colofón que ni siquiera había previsto.



   Cuando tratamos Los diez mandamientos, apuntábamos que el pueblo de Israel abandonó la esclavitud de Egipto, para encaminarse a través del desierto hacia la Tierra Prometida, donde habitaría eternamente si cumplía los preceptos de la ley divina; a la vez afirmábamos que, para restaurar los pecados cometidos por dicho pueblo a lo largo de ese tiempo, Cristo se aisló en el mismo lugar, donde fue fiel a la observancia contra la que aquel atentó. Desde ese instante, la tradición eclesiástica ha visto en el éxodo judío una imagen de la vida del propio cristiano, ya que este debe liberarse del sometimiento de su propio pecado, para dirigirse hacia la patria definitiva, que es el cielo; asimismo, y como señalamos, ve en el exilio de Jesús el ejemplo que ha de adoptar aquel en su andadura, ya que en esta aparecerán multitud de peligros a los que él deberá hacer frente.

   En El renacido (The Revenant) vemos cómo también su protagonista emerge de la tumba en la que ha sido levemente inhumado, pues el pecado mata al hombre, aunque no entierra por completo su libertad; como el pueblo judío, y como cualquier cristiano, pues, abandona ese inerte estado, para alcanzar el de la vida, que solo puede ser hallado en el hogar del que salió (curiosamente, aquel cubre su desnudez con la piel del oso, que ha sido instrumento de su condena, como el cristiano anda por su sendero con la marca de la cruz, que es, a la vez, señal de pena y de triunfo). Por fortuna, no recorrerá este camino en la soledad, ya que siempre lo acompañan la idea de un padre protector, que el cristiano identifica con el Dios providente, y la imagen de un árbol fuerte que se mantiene erguido en cualquier tormenta, algo que el cristiano equipara con su propia fe, que se enraíza en lo más profundo de su alma y que arroja sus ramas al cielo con la esperanza de una vida mejor.    



   El cristiano sabe que esa vida mejor está al final del camino que él mismo debe recorrer con la ayuda de Dios, quien lo espera para otorgarle su abrazo misericordioso. Es posible que esta sea la verdad que el protagonista descubre en su propia aventura, pues, no obstante el haber retornado a su hogar, halla la auténtica paz cuando concede el indulto al asesino de su hijo; con este piadoso gesto, pues, no solo se desunce del yugo del odio, que corroía su espíritu, sino que obtiene su anhelado sosiego.
  
   Como el protagonista del relato, también el cristiano combate en esta vida por alcanzar esa paz eterna que Dios le promete, pero de la que ya puede participar en este mundo si vive conforme al corazón de Jesucristo, que se caracteriza por su piedad. La Cuaresma es el tiempo propicio para recordar esta verdad, que el cristiano está llamado a vivir; por este motivo, este largometraje sirve de excelente acicate para ello.




miércoles, 10 de febrero de 2016

La Cuaresma en el cine

   Comenzamos hoy un nuevo tiempo litúrgico, la Cuaresma, cuarenta días de austeridad y penitencia que nos preparan a la celebración de la Semana Santa y de la Pascua del Señor. Con el fin de vivirlo bien, la Iglesia nos exige a los fieles que esta jornada ayunemos, haciendo una sola y moderada comida, y nos abstengamos de comer carne, situación que se repetirá el Viernes Santo; además, nos manda que la práctica de la abstinencia se prolongue todos los viernes de este período, y que procuremos ser generosos con la limosna y orar con mayor devoción. Para recordarnos, además, nuestra débil naturaleza de pecadores, hoy nos marca la frente con la ceniza, gesto que, en la antigüedad, era una señal de arrepentimiento, pero que actualmente se ha tornado en una llamada a la conversión y en un crudo recordatorio acerca de la fugacidad de la vida; por este motivo, comenzamos también una etapa propicia para la Penitencia, sacramento que nos reconcilia con el Padre y que nos devuelve su gracia santificadora.

   La Cuaresma tiene su origen, por un lado, en la historia del pueblo judío, que caminó cuarenta años por el desierto hasta alcanzar la Tierra Prometida; por el otro, en la biografía de Jesucristo, el cual, con el fin de reparar la desobediencia a la que se había arrojado dicha nación durante ese período, se aisló en la arenosa planicie a lo largo de cuarenta días, tiempo que consagró al ayuno y a la oración. Como ambos hechos han sido recogidos por el séptimo arte en algunas de sus obras, dedicaremos unas pocas líneas a tratarlas, de modo que nos ayuden a vivir correctamente esta etapa que hoy comenzamos.



   Siguiendo, pues, la cronología indicada, es necesario que empecemos este breve recorrido con la famosa cinta de 1956 Los diez mandamientos, dirigida por el incomparable Cecil B. DeMille e interpretada por el mítico actor Charlton Heston. Como la historia es bien conocida, no hace falta que atendamos sus múltiples detalles, por lo que nos contentaremos con la explicación de su soberbia escena final, que resume perfectamente la enjundia de toda la película. El momento concreto es aquel en el que, una vez que Dios le ha entregado el decálogo a Moisés, este desciende del Sinaí y descubre que su pueblo se ha pervertido, ya que ha fundido todo el oro que portaba y lo ha convertido en la escultura de un becerro, al que adora como si de otra divinidad se tratase; el profeta, aturdido por este vil espectáculo, lanza contra su gente las pétreas tablas, desencadenando un violento temblor telúrico que impulsa a todos a la contrición.

   En efecto, el pueblo judío había sido liberado por Dios de la esclavitud que padecía en Egipto, y, a través de Moisés, había sido conducido por el desierto hasta llegar al monte santo, donde Él mismo le haría entrega de sus mandamientos; además, cumpliendo tales normas, sería próspero en la tierra y lograría conquistar un país maravilloso. Sin embargo, y a pesar de esta magnanimidad, Israel despreció al Señor, entregándose a sus pasiones y desobedeciendo sus mandatos; por esta razón, cuando el profeta desciende del monte, reacciona como lo habría hecho cualquier padre ofendido, es decir, aniquilando todo vestigio de traición perpetrado por su prole. No obstante, y como sabemos, Dios, que también es nuestro Padre, no condenó a su pueblo definitivamente, sino que le otorgó una nueva oportunidad, para que alcanzase la Tierra Prometida y viviese allí conforme a sus designios.

   Sin duda, esta escena es un perfecto epítome de la definición de pecado, que no consiste en un simple error o en un mero sentimiento de culpa, sino en un verdadero atentado contra la voluntad de Dios. Ciertamente, desconocemos si la idolatría en que cayó el pueblo judío se manifestó a modo de bacanal, como muestra la cinta, pero es una oportuna metáfora de la realidad que encierra dicha desobediencia, ya que, cuanto más cae el hombre en esta última, más esclavo se vuelve de sus vicios y pasiones, y, por consiguiente, más se aparta de Dios. A la vez, este desacato oculta necesariamente otro tipo de idolatría, la del hombre mismo, que se erige como su propio dios; por tanto, es a él al que le rinde la pleitesía que le niega al verdadero. Según el film, este pecado se contrarresta con la observancia de los mandamientos, por eso las tablas de piedra arrojadas por Moisés consiguen la destrucción del becerro; pero lo cierto es que se necesita una intervención divina para ello (curiosamente, el concepto rigorista de la ley fue aplicado por el mismo DeMille en la primera versión de esta mismo película, dirigida en el silente año de 1923).




   La siguiente película de la breve cronología presentada arriba es El evangelio según san Mateo, dirigida por Pier Paolo Pasolini en el año 1964. En este film, que describe todos los avatares de la vida terrena del Salvador, podemos ver cómo este último acude al desierto después de su bautismo; allí, durante cuarenta días, ayuna y ora, disponiéndose al inminente anuncio del Reino de Dios. No obstante, podemos comprobar que, al finalizar dicho período, es tentado por el demonio, representado aquí por un hombre ataviado con una adusta túnica negra. Como el largometraje es escrupulosamente fiel al texto sagrado, huelga recordar que el susodicho diablo tienta tres veces al Señor, y que, al no encontrar respuesta en él, se marcha hasta otra ocasión más propicia.

   Los exegetas afirman que Jesús se dejó seducir por el diablo en este pasaje para entender la naturaleza del pecado, y, así, poder ayudar a sus futuros discípulos en la lucha contra él. Al mismo tiempo, y como ya hemos indicado, repara con este gesto la desobediencia perpetrada por Israel, pues, mientras que este se apartó de Dios mediante su citada idolatría, él observó su voluntad, y allí donde el hombre eligió adorarse a sí mismo, él decide adorar al único Dios, su Padre. Esto queda de manifiesto en la circunspecta actitud del Señor, que, lejos de dialogar con Satanás, es rotundo en sus asertos y claro en su mohín, ya que no aparta la mirada de este último, combatiendo contra él en vez de condescendiendo a su seducción. 

   Por supuesto, esta obediencia que el Hijo de Dios exhibe en el desierto, sanando, como hemos dicho, el menosprecio de Israel, alcanza su máxima expresión en la cruz, donde abraza la voluntad del Padre hasta sus últimas consecuencias. Evidentemente, la película que refleja mejor este momento es la aclamada La pasión de Cristo, de Mel Gibson, donde podemos ver al detalle el martirio sufrido por Jesús para alcanzarnos la remisión de nuestras faltas; sin embargo, emplazamos su análisis a la Semana Santa, que es una fecha más propicia para su meditación. Mientras tanto, aprovechemos este tiempo que hoy empieza, para enriquecernos con la oración, el ayuno y la penitencia, de manera que podamos expiar los pecados cometidos por los hombres y apreciar la misericordia que Dios otorga a través de la confesión.









lunes, 8 de febrero de 2016

Los extraterrestres en el cine (I)

   Hace unas semanas, publiqué un post dedicado a la película Contact (aquí). En él hablaba sobre cómo el film, a pesar de haber generado grandes expectativas en los amantes de la ufología, se convirtió en una absoluta decepción para los mismos, puesto que, lejos de ofrecer un espectáculo de temática alienígena, narraba la metáfora de la aspiración al cielo que caracteriza a todo ser humano, y, muy particularmente, a los cristianos. De hecho, no por casualidad, como también apuntaba en aquellas líneas, su autor, Robert Zemeckis, equiparaba a los extraterrestres protagonistas con Dios (por supuesto, su equiparación no llegaba hasta el extremo de identificarlos con Él, pero sí les otorgaba cierto halo de divinidad, ya que, habitando en las estrellas, dirigían la vida de la científica Jodie Foster, para que esta, finalmente, pudiese encontrarse con ellos), algo que también está presente en largometrajes como Encuentros en la tercera fase y, de manera más diáfana, E.T., el extraterrestre (efectivamente, este entrañable alienígena bajó del cielo, fue adoptado por una familia que no era la suya, murió, resucitó y volvió a las alturas). Sin embargo, esta visión amable de los supuestos viajeros interestelares, que visitan esporádicamente nuestro planeta, no siempre ha sido así, sino que, al principio, cuando el hombre empezó a interesarse por ellos, los miraba con cierto recelo y con mucha suspicacia.



   Lógicamente, la humanidad comenzó a preguntarse sobre la vida allende nuestras fronteras planetarias, cuando sus conocimientos astronómicos adquirieron la capacidad de sondear las profundidades espaciales. A pesar de lo que hoy divulguen ciertos estudios sensacionalistas, o veamos en la reivindicable Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, es difícil imaginar que, en tiempos anteriores a estos, los hombres sintiesen dicha inquietud, puesto que, en primer lugar, sus preocupaciones se limitaban a la vida cotidiana, y, en segundo lugar, ni siquiera valoraban el concepto de "planeta", por lo que serían incapaces de pensar en otros, ajenos al nuestro, que estuviesen poblados por seres similares a ellos. Bien es cierto que los estudios referidos aluden a documentos antiguos que parecen probar el contacto íntimo entre los hombres y los alienígenas, siendo estos últimos instructores de aquellos, pero estos están más cerca de ser una interpretación actual que una evidencia de la realidad (en una sociedad vertebrada por la fe animista y por la creencia en dioses que habitan en el cielo, resulta más sencillo deducir que son estos los que adornan las añejas lascas y las viejas inscripciones, que aventurar una referencia a visitantes de otros mundos -incluso el explicar que estos son el origen de la fe en aquellos, como sugiere la interesante La cuarta fase, parece muy forzado).

   Tal vez, la primera incursión de los alienígenas en la vida humana quepa hallarla en La guerra de los mundos, clásico literario de la ciencia-ficción escrito por H.G. Wells en 1898. En él, como es sabido, una legión de marcianos, stricto sensu, invade violentamente la Tierra, con el objeto de acomodarla a sus necesidades; la humanidad, aterrada por esta ocupación, procura oponerse a ella mediante el mayor de sus esfuerzos, pero no lo consigue, pues el ejército extraterrestre cuenta con un armamento superior. Finalmente, y a pesar del ímprobo esfuerzo de los hombres, no son ellos los que consiguen la victoria sobre los invasores, sino las minúsculas bacterias, que alteran su organismo, porque no están habituados a ellas.

   Este argumento, que hoy nos puede parecer común por haber dado pie a un par de adaptaciones cinematográficas (la de Byron Haskin en 1953 y la de Steven Spielberg en 2005), fue, sin embargo, una novedad para el lector decimonónico, que, no en vano, acababa de conocer la noticia del hallazgo de los famosos canales de Marte. Efectivamente, en el año 1877, el astrónomo italiano Schiaparelli descubrió, a través de su rudimentario telescopio, que el planeta rojo estaba surcado por centenares de conductos que parecían conectar sus helados polos con diferentes puntos de su abrupta geografía, algo que él identificó con la supuesta técnica de una sociedad marciana entregada al abastecimiento de agua de las distintas comunidades que la formaban. Esta conjetura, como hemos dicho, conmocionó tanto a las personas de la época, que inmediatamente la aceptaron como válida, por lo que, en ningún momento, descartaron la posibilidad de una invasión perpetrada desde allí (tanto es así que, años después, cuando Orson Welles adaptó sus páginas a un guion radiofónico que él mismo difundió, los oyentes creyeron a pie juntillas que aquella había llegado: aquí).



   Algunos críticos literarios han querido ver en la novela de Wells una diatriba contra la historia colonizadora de Inglaterra, patria del escritor, que había usado su avanzada tecnología para imponerse sobre muchos territorios de los primitivos continentes asiático, africano y americano. Aunque probablemente esto sea cierto, lo que interesa a nuestro análisis es la funesta visión de los alienígenas que el texto consiguió imprimir en la humanidad del momento (es necesario recordar aquí que, poco después de su publicación, el mítico H.P. Lovecraft dedicó varios escritos a los terrores provenientes del espacio). Es posible que ello se debiera a los nuevos horizontes que se le perfilaban al ser humano, tan desconocidos entonces como anteriormente lo habían sido los tenebrosos océanos, que, por ello, habían sido imaginados como habitados por criaturas monstruosas, dedicadas a engullir cualquier navío que osase hender su trozo de piélago; de igual modo, aquellos abismos negros que el hombre del siglo XIX observaba sobre su cabeza, eran concebidos como el lugar donde vivían todo tipo de seres malignos, que, además, podían estar vigilándolo desde el planeta vecino.

   Pero aquella ocupación marciana, que casi fue temida como inminente, nunca llegó a realizarse, por lo que el hombre, sin dejar de creer en la probabilidad de vida fuera de la Tierra, comenzó a fantasear con la manera en que esta se manifestaba (curiosamente, como veremos a continuación, reflejaba lo que el hombre mismo iba conociendo a medida que se adentraba en los exóticos países que exploraba). Para alimentar, además, esta nueva senda imaginativa, contaba no solo con la literatura, que se internó en dicho campo, sino también con un moderno y sorprendente espectáculo que estaba encandilando a la feliz sociedad de principios del siglo XX: el cinematógrafo. En efecto, en el año 1902, el director e ilusionista francés Georges Méliès regaló al mundo su maravillosa Viaje a la Luna (puedes verla aquí), que, inspirada libremente en el relato de su compatriota Julio Verne, narraba la aventura de un grupo de astronautas sobre la superficie de nuestro satélite, donde entraban en contacto con la tribu de los selenitas (recordemos que el escritor no menciona dicho alunizaje, por lo que no aclara si creía en tales pobladores, aunque hace columbrar a sus protagonistas ciertas sombras que podrían ser indicios de construcciones artificiales). En esta breve cinta, pues, de escasos diez minutos, podíamos contemplar a unos aborígenes que, como si de un reducto de nativos africanos en la Luna se tratasen, portaban lanzas, cazaban animales salvajes y danzaban en corro para recibir a los exploradores llegados de la Tierra.

   En el ámbito literario, destacó Edgar Rice Burroughs, el otrora creador de Tarzán, que, a modo de correría espacial de este último, imaginó que también el planeta rojo estaba habitado por sociedades selváticas, como las presumidas por Méliès y como las que descubrían sus contemporáneos en las profundidades de África y Asia. Para describir a sus lectores esta primitiva forma de vida, ideó a un sosias de su famoso héroe, al que denominó John Carter, el cual podía viajar desde el lejano Oeste hasta las llanuras marcianas mediante la psique; asimismo, allí podía adoptar un fabuloso cuerpo que le permitía respirar el enrarecido aire del planeta y explorarlo sin problemas (evidentemente, esta historia ha servido de inspiración a James Cameron y su aclamada Avatar). La extensa serie, titulada Bajo las lunas de Marte, comenzó a ser publicada en 1912, llegando a su fin en 1943; sin embargo, no fue hasta nuestro siglo cuando Hollywood mostró cierto interés por ella: en 2009 pudimos ver una hilarante adaptación llamada Princess of Mars, que fue rápidamente subsanada con un remake de mejor propósito, titulado John Carter.



   Como vemos, pues, los hombres dejaron de considerar la vida extraterrestre como una temida probabilidad, para empezar a valorarla como un simple recurso artístico, que, como hemos indicado, servía fácilmente a los propósitos expedicionarios del momento. Por desgracia, incluso esta nueva tendencia, más veraz que la anterior, tuvo que ser abandonada por culpa de una realidad de mayor crudeza: la Primera Guerra Mundial. Efectivamente, el 28 de julio de 1914, el archiduque de Austria Francisco Fernando fue asesinado por el joven serbio Gavrilo Princip, quien reclamaba, en nombre de la organización secreta Mano Negra, la anexión de Bosnia a su país (recordemos que, a la sazón, Bosnia formaba parte del Imperio austro-húngaro, y que Serbia había sido declarado como Estado soberano varios años antes); este hecho detonó las tensiones que latían entre las principales potencias europeas de entonces, que, de manera sucesiva, se declararon la guerra entre sí. Aunque en un primer momento se pensó que esta situación duraría pocos meses, lo cierto es que se prolongó mucho más de lo debido, finalizando el 28 de junio de 1919 con la firma del Tratado de Versalles y con una estimación de nueve millones de muertos a sus espaldas.

  Lógicamente, este triste suceso frenó las aspiraciones espaciales del mundo entero durante los años de su desarrollo, pues, del mismo modo que las primitivas comunidades a las que aludíamos al principio del opúsculo, aquella moderna sociedad tuvo que afrontar una tribulación que creía superada; por este motivo, la literatura y el cine se subyugaron a las necesidades del conflicto, cuyo remedio era más perentorio que cualquier ataque enemigo proveniente de otro planeta. En el primer campo, descolló Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Blasco Ibáñez, novela escrita a la par que se desenvolvía la guerra y que detallaba rigurosamente las atrocidades de esta; en el segundo, La pequeña americana, del gran Cecil B. DeMille, film que intentaba justificar la injerencia norteamericana en la conflagración. 

   El fin de la guerra, empero, no trajo consigo una vuelta al interés por los supuestos habitantes del espacio, sino que, por el contrario, propició un olvido del mismo, ya que la humanidad se dejó embeber por los aires triunfalistas que parecían recorrer el planeta Tierra desde un extremo hasta el otro. Esta época fue denominada la de los felices años veinte, ya que se caracterizó por ser una década de notable prosperidad económica. Dicho bienestar se vivió principalmente en Estados Unidos, que se había enriquecido gracias a la venta de armas a Europa, pero también los otros países se sumaron a él, pues intentaron sentar bases que impidieran un nuevo conflicto así (este boyante período y sus, sin embargo, inherentes problemas, pueden ser constatados en cualquiera de las versiones cinematográficas de El gran Gatsby, o en la famosa Los intocables de Eliot Ness, de Brian De Palma).

   Curiosamente, el interés por la vida extraterrestre fue recuperado a continuación del siguiente conflicto que azotó al mundo, la Segunda Guerra Mundial, pues, pocos años después de que esta finalizase, un aviador norteamericano denunció la presencia en el cielo de una extraña formación de platillos volantes. El nombre del piloto era Kenneth Arnold, y pasó a la historia de la ufología por ser el primero en avistar estos característicos navíos espaciales, que, con el tiempo, entrarían a formar parte de nuestra cultura popular, donde, por supuesto, tiene su lugar de honor el séptimo arte. Sin embargo, esto será tratado en profundidad en el próximo artículo que dedicaremos a este apasionante tema.


   

martes, 26 de enero de 2016

Los odiosos ocho

   Decir a estas alturas que Quentin Tarantino es uno de los mejores y más personales cineastas de nuestro tiempo puede resultar una perogrullada, ya que hay pocas personas que afirmen lo contrario. A mi juicio, ello se debe a que no ha perdido su afición por el séptimo arte ni se ha vendido a las viles exigencias de las productoras para las que trabaja; por el contrario, ha sabido mantener sus gustos e intereses por encima de lo que hoy solicita el mercado. Tal vez, y al mismo tiempo, esta sea la razón por la que exista ese reducido grupo de personas que no termina de encontrarle la gracia a este artista que comenzó escribiendo sus guiones sobre el mostrador de un videoclub.

   Efectivamente, los primeros pasos que Quentin Tarantino dio en el mundo del cine los hizo en uno de esos locales ya extintos que tanta popularidad alcanzaron entre los años ochenta y noventa; allí, junto con su amigo y futuro colaborador Roger Avary, pudo cultivar su afición al cine y, como hemos dicho, esbozar el libreto de su primera película, Reservoir Dogs (curiosamente, ya en este largometraje sentó las reconocibles bases de su ulterior filmografía, que se caracterizan, sobre todo, por la disparidad de personajes y por la violencia, tanto física como dialéctica, que ejerce cada uno de ellos a lo largo de la película). A partir del estreno de esta última, y gracias a su éxito, ha desarrollado toda su carrera cinematográfica dentro de los márgenes estipulados por su propia afición y por sus mórbidos intereses artísticos, ya citados.

   Como no podía ser menos, pues, dentro de este marco se circunscribe el film que hoy nos ocupa, un nuevo ejercicio de cinefilia y robusta personalidad que fortalecerá el amor de sus seguidores por él y que incrementará el odio de sus detractores. Los primeros, por tanto, disfrutarán de los ingeniosos diálogos de los protagonistas (esta vez, sin embargo, menos ingeniosos que en otras ocasiones), de las hilarantes situaciones a las que deberán enfrentarse (principalmente, de las interpretadas por el siempre aceptable Samuel L. Jackson), de los litros de sangre que salpican todas las escenas (sobre todo en su tramo final) y de la cantidad de pólvora disparada; los segundos, por el contrario, deplorarán cada uno de estos aspectos, aduciendo que son la prueba fehaciente de su falta de originalidad. Sin embargo, como hemos referido, estos no deben ser entendidos como tal, sino como una morbosa exploración que hace el cineasta de sí mismo y de sus particulares neuras.

   Como genio que es, Tarantino ya ha anunciado que esta será su antepenúltima obra, pues su proyecto cinematográfico abarca solamente la elaboración de diez películas. Ello tal vez se deba a que es consciente de que un número mayor de guiones podría adulterar su inmaculada carrera, por lo que es preferible afincarse en la seguridad que aportan los pocos que ha realizado antes que arriesgarse con el lábil peligro de ampliar sus horizontes. Es posible que, en el futuro, cambie de opinión y quiera seguir regalándonos obras como esta, pero, si no fuese así, siempre nos quedarán estos diez títulos que ya lo consagran como uno de los mejores directores de nuestro tiempo.









miércoles, 20 de enero de 2016

Contact

   Recuerdo el día que fui al estreno de la película Contact. Por aquel entonces, yo tendría unos quince años de edad; sin embargo, y a pesar de las escasas primaveras que había vivido, ya era un cinéfilo empedernido, como referí en un post anterior. Ciertamente, mis conocimientos acerca del séptimo arte se limitaban a los filmes que más se adecuaban a mis infantiles gustos estéticos, a los que congregaban a innumerables grupos de personas en las abarrotadas salas cinematográficas y a los que podía rescatar de la olvidada videoteca de mis padres. Gracias a esta última, no obstante, pude disfrutar de dos grandes hitos de la ciencia-ficción contemporánea: Encuentros en la tercera fase y E.T., el extraterrestre.

   Hasta el momento, todas las películas sobre alienígenas que habían llegado a mis manos mostraban a unos aterradores invasores de horrible o informe aspecto que tenían el único propósito de conquistar nuestro planeta, con el fin de ejecutar en él sus perversos planes de colonización (entre ellos, por supuesto, destacan La guerra de los mundos, La masa devoradora y La invasión de los ladrones de cuerpos); sin embargo, estas dos películas dirigidas por Steven Spielberg me ofrecieron un concepto novedoso sobre los supuestos seres estelares que visitan esporádicamente la Tierra, por lo que las califiqué de inmediato entre el número de mis favoritas (cabe señalar que, a la sazón, yo creía con firmeza en la existencia de dichos seres, así como en su benevolencia hacia la humanidad, por lo que esta nueva visión se acomodaba perfectamente a mis ingenuas convicciones). Por este motivo y porque el director de Contact había pergeñado su arte a la sombra del que hemos citado, me ilusioné con la idea de ver en el cine algo similar a lo que había visto a través del vídeo doméstico, pero lo cierto es que me decepcionó sobremanera, pues donde yo creí que encontraría un canto a la investigación ufológica o al enigma extraterrestre, me topé con un aburrido discurso sobre la fe y la razón; además, y cuando pensaba que al final del metraje se subsanaría esa plúmbea disertación mediante un estremecedor encuentro entre la protagonista y algún marciano de curioso aspecto, volví a desilusionarme con la aparición del padre de aquella.

   Como el lector se puede imaginar, salí de la sala sintiéndome defraudado, pues el film no había cubierto las optimistas expectativas que había vertido sobre él; por otro lado, tanto la crítica especializada como el público en general parecían compartir dicho desengaño, por lo que mi desilusión (y mi enfado) rozaba el paroxismo: en absoluto podía comprender que un director tan afamado (hasta la fecha, había realizado la trilogía de Regreso al futuro y Forrest Gump, por ejemplo) y con un maestro de tanto renombre pudiera haber desechado un material tan bueno, para lo que podría haber sido el largometraje de la ufología por definición, con el permiso de la citada Encuentros en la tercera fase. Sin embargo, debo decir que, habiendo dejado pasar los años, he vuelto a verla recientemente, con el propósito de congraciarme con ella, pues creía que Zemeckis merecía una segunda oportunidad, y que, habiéndola visto de nuevo, considero que la juzgué mal, pues donde yo pensaba haber sido engañado, he encontrado ahora una bella metáfora de la aspiración de todo hombre al cielo.



   La película narra la biografía ficticia de una científica (Jodie Foster) que dedica todos sus esfuerzos y conocimientos a la búsqueda de vida extraterrestre, empeño al que decidió consagrarse cuando, siendo una niña, su padre (David Morse) le hizo ver que la sola inmensidad del universo demostraba por sí misma que este no podía estar habitado exclusivamente por el ser humano. A pesar de las constantes oposiciones con las que se topa en su investigación, la citada científica descubre una señal de radio proveniente de un sistema solar ajeno al nuestro, algo que aúna y da alas a todos los proyectos destinados a este propósito; sin embargo, y al mismo tiempo, florecen todo tipo de movimientos religiosos y sociales que pretenden manifestar el desasosiego de una parte de la población mundial, convencida de que la presencia de vida alienígena y de que el intento de establecer contacto con ella supondrá un problema para la fe de unos y para el desarrollo político de otros.

   No obstante dichos desencuentros, el programa de investigación y comunicación sigue adelante, auspiciado, además, por el mensaje revelado tras el desciframiento de las ondas radiofónicas descubiertas por la protagonista: las instrucciones que detallan la elaboración de una gigantesca y potente máquina que, presumiblemente, ayudará al ansiado contacto entre la humanidad y los extraterrestres. Tras una serie de dificultades, entre las que se cuentan la duda de un ex-religioso del que se enamora (Matthew McConaughey) y la traición y el interés de un antiguo jefe (Tom Skerritt), Jodie Foster consigue embarcarse en el ciclópeo vehículo estelar, que la conduce de manera misteriosa hacia el planeta desde el que partió el mensaje de radio. A pesar de las expectativas que esta lanzó sobre su esperado encuentro, este, como hemos dicho, se limita a un sorprendente y breve diálogo entre aquella y su padre, quien, por otro lado, le asegura que es el método que los alienígenas usan para comunicarse con los hombres desde hace muchos años.

   Cuando, finalmente, la escéptica científica regresa a la Tierra, descubre que su viaje es puesto en duda por las autoridades que lo gestionaron, ya que, a pesar de todas las horas que ella cree haber estado vagando por el espacio, las grabaciones no registran ni un solo minuto de las mismas. Ella, sin embargo, convencida de la autenticidad de su experiencia, intenta demostrar por todos los medios que esta no ha sido un engaño, sino un verdadero contacto entre dos civilizaciones de diferentes planetas. Paradójicamente, y contra cualquier pronóstico, en su defensa sale el ex-religioso que se opuso a su navegación, convirtiéndose, de este modo, en su aliado. A partir de ese momento, Jodie Foster deberá vivir bajo la sospecha y con el auxilio de su único amigo, que representa la fe que ella había despreciado hasta ese instante.



   Al margen del discurso que pretende reconciliar ambas posturas, la de la fe y la de la razón, la película, como hemos indicado, ofrece al espectador una interesante alegoría sobre la aspiración al cielo, que es el fundamento y el fin del credo cristiano. En este sentido, y aunque la creencia en Dios solo aparezca como contrapunto de la visión científica de la vida, es posible entender que el vínculo que une a Jodie Foster con su padre, más allá del familiar, por supuesto, es la fe en los extraterrestres (no por casualidad, seres que viven en las estrellas). De este modo, David Morse, como si de un padre cristiano se tratase, transmite a su propia hija dicha fe, y comparte con ella la ilusión por alcanzar lo que esta promete, algo que queda de manifiesto, sobre todo, en esos diálogos nocturnos que ambos establecen con diferentes personas a través del aparato de radio, como si los dos rezasen juntos antes de ir a dormir (de esta manera, es significativa la escena en que la niña Foster intenta comunicar por radio con su padre tras el fallecimiento de este).

   En primer lugar, podemos entender aquí la importancia de la fe transmitida en el hogar, ya que es en este sitio donde un niño oye hablar de Dios por primera vez, y donde, al mismo tiempo, aprende a amarlo; de igual manera que, en la película, Jodie Foster parece conocer la existencia de seres que habitan fuera de la Tierra gracias a las palabras de su progenitor, en la vida real también los padres transmiten a sus hijos la fe en un Ser que vive en los cielos (una y otra creencia, como hemos dicho, son alimentadas con la oración nocturna, que en el film es sustituida por ese contacto radiofónico que ambos pretenden entablar con la gente que vive apartada de ellos). En segundo lugar, esta fe articula la vida adulta del individuo, que, amparándose en ella, encuentra sentido a su propia existencia; de esta manera, mientras que el cristiano camina con el horizonte del cielo frente a su mirada, la protagonista del film lo hace con el del encuentro definitivo entre los hombres y los extraterrestres (curiosamente, la fe también es fortaleza ante la adversidad, pues vemos que la científica debe arrostrar humillaciones y desengaños causados por su creencia, como cualquier cristiano vive los suyos a consecuencia de su convencimiento).

   La película intenta demostrar que el camino hacia el objetivo que uno se haya impuesto está salpicado a menudo con el aderezo de la dificultad, pues vemos que Jodie Foster, como señalamos, se topa con el descrédito de sus superiores y el de las personas que deberían confiar en ella (¿podemos entrever una imagen de la Iglesia en el pequeño grupo de científicos que comparte la fe que ella tiene?); asimismo, indica que la senda hacia ese fin se torna expedita cuando el propósito es claro y seguro. Como ya mostramos en el post dedicado a La historia interminable, no podemos identificar este hecho con la confianza en uno mismo, pues siempre se corre el peligro de precipitarse al hundimiento; más bien al contrario, esa confianza debe ser depositada sobre alguien que ya haya recorrido la abrupta vereda (en el caso del cristianismo, es Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre). Teniendo esto presente, uno puede avanzar con tranquilidad por el camino que debe recorrer hasta llegar a su consumación, pues sabe, además, que Dios lo protege y que cada acontecimiento que le ocurra es consentido por Él (el film refleja la ayuda de la Providencia en la misteriosa concatenación de situaciones anómalas que dan como resultado el esperado viaje al cielo de la científica).



   Finalmente, cuando Jodie Foster culmina su trayecto, se encuentra varada en una solitaria y mágica playa, que recuerda a una entelequia, tal vez porque el Cielo colmará toda expectativa, superando incluso el concepto que el hombre más avezado pueda tener de él. En ese entorno, como hemos dicho, aparece su padre, quien la trata como a la niña que era cuando él murió, lo que provoca que ella rememore toda su infancia y desee permanecer allí. A mi juicio, es una hermosa comparación con el Paraíso, ya que este consistirá en una vuelta a casa, donde nos aguardan todos aquellos que ya han partido de este mundo, unidos, como una sola familia, bajo el amor de un mismo Padre, Dios. De esta manera, pues, el amor que uno cultivó en su hogar, el mismo que lo llevó a encarar las adversidades de la propia vida, será el que encuentre consumado al final de la misma (esta idea puede ser encontrada en películas de diferente temática, como la trilogía de El hobbit, donde Bilbo abandona su hogar, para, luego, retornar a él tras la experiencia de su aventura, o en Nuestro último verano en Escocia, donde el abuelete protagonista ve cómo su fallecido hermano viene a recogerlo).

   Lógicamente, desconozco la intención de Zemeckis al llevar a la pantalla esta obra, inspirada en la novela homónima del malogrado Carl Sagan, de la cual, aunque leí, tampoco recuerdo su propósito; no obstante, la relevancia del ámbito religioso en la misma es evidente, por lo que no resulta extraño que, de manera implícita, haya querido equiparar una postura a la otra, abrazándolas, como hemos dicho, al final del metraje. Tal vez, él viese reflejado su propia biografía en la de la protagonista del relato, que convierte una ilusión en una realidad, por lo que no dudó en plasmarla con tanta personalidad en las imágenes que hemos descrito. Lo cierto es que la película trasciende desde el principio (y conscientemente) la mera plática ufológica, volcándose casi de inmediato en esta narración intimista, que, sin la metáfora religiosa, quedaría coja. Por esta razón, creo que es un film que debe ser recuperado y que, a pesar de las nefastas críticas cosechadas en el momento de su estreno, merece otra oportunidad, pues, de igual modo que yo no he comprendido hasta hoy el mensaje que subyacía tras ella, otro espectador puede encontrarlo también y volver a disfrutarlo, como yo he hecho.


  

lunes, 4 de enero de 2016

La historia interminable

   En el año 1984, llegó a nuestras pantallas una película que hoy, a pesar del inexorable transcurso del tiempo, continúa siendo recordada por cualquier aficionado: La historia interminable. Como todo el mundo sabe, el film está basado en el homónimo relato de Michael Ende, el otrora creador de Momo, y narra las peripecias de un solitario niño, Bastian (Barret Oliver), que es capaz de introducirse, a través de la lectura del libro que da título a la obra, en el imaginario mundo de Fantasía, donde ayuda a sus habitantes a liberarse de la devastadora acción de la Nada, fruto de la falta de ilusión de que adolece la juventud del momento. Desgraciadamente, el largometraje fue seguido por dos infames secuelas que ya, por fortuna, han caído en el olvido: La historia interminable 2. El siguiente capítulo y Las aventuras de Bastian (La historia interminable 3). No obstante este error, la película original sigue contando con un guion épico y con una magistral puesta en escena, que aún mantiene toda su vigencia, por lo que, en este artículo, nos centraremos solo en ella.



   Como todo niño que se precie, el día que fui a ver el citado largometraje al cine, quedé fascinado por el fantástico mundo que se proyectaba delante de mí, una mágica tierra poblada por caracoles de carreras, gigantes de piedra, gnomos y dragones de la suerte (todavía hoy, cada vez que contemplo un atardecer, evoco el juego de nubes arreboladas que acompaña a los créditos de la película); me dejé cautivar por la aventura de Atreyu en busca de la reluctante Torre de Marfil y contra la desolación de la terrorífica y negra Nada, y, por supuesto, me embebí en su candorosa (aunque trascendente) moraleja, es decir, el amor a la lectura como fresco hontanar de imaginación. Ciertamente, como aún no era capaz de reconocer la valía de un film basándome en su argumento o en su enjundia, los efectos especiales de la época me arrebataron en mayor medida que todo el entramado de fondo, por lo que mi magín se deleitó más con los vuelos de Fujur, la aparición de la vetusta tortuga Morla y la visualización del ebúrneo castillo que servía de morada a la bellísima Emperatriz Infantil, que por todo ese elogio de la literatura que he mencionado (no obstante, y como he aseverado, la película sirvió de acicate a la bibliofilia que latía en mi interior, y que yo, por otro lado, procuraba cuidar con lecturas apropiadas a mi edad).

   Sin embargo, y a pesar de la bisoñez cinematográfica a la que he aludido, propia de un aficionado incipiente, hubo dos escenas que me sobrecogieron enormemente: la primera, la muerte del equino Artax en los pantanos de la tristeza; la segunda, la del Oráculo del Sur, que es inmediatamente antecedida por la del espejo de la verdad. Con respecto a la primera, todo aquel que la recuerde lo hará con un nudo en la garganta, pues es la secuencia más dramática y lacrimógena de todo el metraje; en cuanto a la segunda, tal vez lo haga con cierto temor, pues las atronadoras y perturbadoras voces de las esfinges causaban ese efecto en los oídos más infantiles. A pesar de ello, empero, aquel niño que yo era fue incapaz de ahondar en la profundidad de ambas escenas, y lo que hoy se me presenta como un interesante estudio sobre la tristeza y el alma pura, respectivamente, se le quedó a él en un mero rasguño epidérmico (por supuesto, no hay que entender aquí ningún grado de culpabilidad, pues a un niño se le puede pedir muy poco esfuerzo intelectual; sin embargo, revela la gran capacidad artística del cine infantil de la época, que hoy se ha perdido por completo). Actualmente, considero las dos de suma importancia, pues sirven a un desarrollo coherente del film y a una alegoría sobre el crecimiento personal del espectador; tanto es así, que no dudo en referirme a ellas cuando imparto algún curso de ejercicios o de retiros espirituales.



   La imagen de los pantanos como metáfora de la pena es elocuente en sí misma (más aún, la imagen de la ciénaga, que es la que presenta el film). Sin duda, la tristeza es un fuerte sentimiento que puede domeñar la razón del ser humano, nublar su entendimiento y hundirlo en la desesperación; aunque haya sido definido muchas veces como un concepto antónimo del término "alegría", es en verdad la ausencia de esta. La alegría como estado de vida, no como sentimiento momentáneo o fugaz, es propia del hombre confiado, es decir, de aquel que, por saberse amado por Dios, nada teme, pues Él mismo dirige su devenir y lo cuida; la tristeza, por el contrario, es el tropiezo en la vida del individuo que no descubre ese amor sobrenatural en los hechos que lo rodean, y que, por consiguiente, tiñe de negro y de insoluble el futuro que lo aguarda. Ciertamente, la fe no es un remedio taumatúrgico contra el mal de la pena, pues esta siempre sabe cómo deslizarse en el corazón de las personas, disfrazándose de nostalgia, de remordimiento o de escrúpulo; sin embargo, es un arma afilada para combatirla, pues su hoja recuerda la gracia de Dios, que acompaña y vence siempre.

   Por otro lado, es indudable la connotación mórbida que, en ocasiones, hace que la tristeza derive en depresión. Esta, evidentemente, debe ser tratada mediante el oportuno auxilio médico, pero sin que la mencionada fe ni el propio empeño del interesado sean relegados en favor de una confianza absoluta en él. En cuanto a la primera, es muy importante reforzarla a través de la oración y del recurso frecuente a los sacramentos (principalmente, la Penitencia y la Eucaristía), pues, a través del silencio meditativo de una y de la acción misteriosa de Cristo en otros, esta horada en la oscura herrumbre de la pena y logra que la alegría brote de nuevo; con respecto a lo segundo, el enfermo mismo debe aspirar al desasimiento de la depresión que, paulatinamente, lo anega. En referencia a esto último, la persona entristecida debe evitar un encerramiento voluntario en su hogar o en su alcoba, que propicia el ensimismamiento y, por consiguiente, la soledad y,otra vez, la desesperación; debe procurar velar su pena, pues la manifestación de la misma conlleva un interés por parte de los que la rodean, que constantemente tenderán a preguntarle acerca de su estado, algo que le impedirán evadirse de él; por el contrario, debe esforzarse en el trato frecuente con sus familiares y amigos, de manera que comprenda que la negrura que percibe solo cubre sus ojos y que, por tanto, no es completa ni universalmente real; por fin, debe aplicarse una estricta rutina de trabajo, ocio y hogar, procurando que este se mantenga limpio y ordenado, pues, como hemos dicho antes, el aspecto exterior favorece o perjudica el interior. Para una y otra cosa, el Catecismo de la Iglesia Católica alienta mediante las siguientes palabras: "Es necesario luchar con humildad, confianza y perseverancia, si se quieren vencer estos obstáculos" (cfr. 2728).



   La otra escena aludida es la que protagoniza Atreyu en su camino hacia el Oráculo del Sur; para llegar a él, el niño guerrero debe enfrentarse, en primer lugar, a las esfinges doradas que guardan el sendero, y, en segundo lugar, al famoso espejo de la verdad. Realmente, una y otra prueba, según el guion de la película, suponen una tentativa personal para todo aquel que se aventure en ellas, es decir, un estímulo para urgir el testimonio individual de la confianza de cada uno en sí mismo; por este motivo, vemos que las malignas esfinges de oro deciden pulverizar a aquel cuando vacila en su intento por superarlas, y que, para adentrarse en el mágico cristal del espejo, debe asumir su verdadera idiosincrasia, en detrimento de la que ostenta. A mi juicio, este no es un mensaje estrictamente cristiano (como, por otro lado, tampoco lo es el que hemos planteado en el párrafo precedente ni el que ofrece el largometraje en sí), puesto que la fe en uno mismo es el camino expedito a la vanidad y, por ende, a la soberbia, que es el peor (y el primero) de los pecados. Por supuesto, no hablamos aquí de una confianza personal en el ámbito deportivo o académico, por ejemplo, en los que, evidentemente, sí se requiere una seguridad en las propias aptitudes; hablamos de la fe que ilumina el camino de perfección de cada individuo. La vía hacia la alta cima de la santidad, a la que todo cristiano es convocado, se le presenta a este como escarpada y dificultosa, pues sus propias pasiones y debilidades se transforman en grava que le hacen resbalar; por este motivo, la confianza en sí mismo puede resultar peligrosa, ya que puede conducir, ladera abajo, hasta el pie de la montaña. Por el contrario, la ayuda óptima proviene de quien ya ha escalado esta última, es decir, Cristo, que, como hombre, recorrió el camino de santidad exigido a cada bautizado.

   En este mismo marco de corrección de las ideas planteadas por el film, podemos modificar el significado del espejo de la verdad, que no debería ser solamente un reconocimiento de la propia (y pobre) personalidad, sino también una imagen de referencia para todo el que se asomase a él. En este sentido, para el cristiano, la imagen es Cristo; todo bautizado que se mire en el cristal del espejo mágico debería ver al Hijo de Dios reflejado en él; debería ver su imagen de hombre perfecto (íntegro), su constante cumplimiento del decálogo, su sometimiento a las bienaventuranzas que él mismo dictó, su aplicación puntual de las obras de la caridad, su oración, su entrega, su sacrificio, su amor... De este modo, el cristiano que se asomase al espejo de la verdad debería comprobar si la imagen que tuviese de sí mismo se correspondería con la de aquel que lo estaría observando desde el otro lado, y, solo si fuese así, podría atravesarlo. Pero, como hemos indicado, muchas veces el camino se vuelve áspero para el cristiano mismo, por lo que este debe recurrir con perseverancia al auxilio que Cristo le ofrece desinteresadamente mediante la oración y los sacramentos, mediante el cincel de la caridad, con la que modela su alma hasta asemejarla a la de él.



   Como decíamos al principio del artículo, estas dos afamadas escenas de la película pasaron desapercibidas para aquel niño que era yo cuando la vio por vez primera en la sala de su ciudad. Lógicamente, el intelecto de un menor no puede ser sometido a un alto grado de enjundia metafórica, pues lo único que este comprende es la simpleza de unos sobrecogedores efectos y de una historia lábil, aunque entretenida. Sin embargo, este film depositó en él esa semilla que hemos desentrañado mediante la buena factura de esos recursos, demostrándole que, más allá de una facilona cinta de aventuras, se escondía una enseñanza contra la tristeza y un (modificado) discurso acerca de la fe. Por esta razón, y como anunciábamos al inicio del texto, el largometraje mantiene su vigencia, pues los niños que la vieron entonces, como yo, pueden descubrir ahora lo que ni siquiera consiguieron vislumbrar.