domingo, 18 de marzo de 2018

María Magdalena

   Creo que los lectores de este blog son lo suficientemente inteligentes como para saber que, si una película religiosa es ampliamente publicitada, tiene gato encerrado. En efecto, aunque no lo parezca, a lo largo del año se producen multitud de largometrajes de temática religiosa, pero estos difícilmente llegan a nuestras pantallas, o bien carecen de la publicidad que merecen (pese a que muchos de ellos son infinitamente mejores que los grandes estrenos que llegan a nuestras salas). Es el caso, por ejemplo, de Converso (David Arratibel, 2017), Garabandal, solo Dios lo sabe (Brian Alexander Jackson, 2017) y la más reciente El caso de Cristo (Jon Gunn, 2017), para cuyo visionado hay que arrostrar una auténtica odisea, o bien apoyar campañas de proyección en internet. Por eso, cuando la cinta que nos ocupa ha sido publicitada en todos los medios o incluso nos asalta en nuestras páginas favoritas cuando navegamos por la red, debemos levantar la ceja y amusgar los ojos, porque no debe de ser trigo limpio.

   Ciertamente, la trampa que oculta esta película es el feminismo. Pero no estamos hablando del feminismo loable que pretende reivindicar la figura de la mujer como artífice necesaria de la historia del hombre, ni de ese feminismo (también loable) que aspira a igualar ambos sexos (si es que alguna vez han estado tan diferenciados en la historia de Occidente como vemos que actualmente están diferenciados en Oriente), sino de ese feminismo sectario que atiborra los canales de televisión y el actual mundo de la farándula con la única intención de humillar y derrocar al varón; de ese feminismo que ha inventado el término "heteropatriarcado" para hacerse la víctima frente a un mundo que considera machista y opresor (un mundo en el que, por otro lado, las mujeres pueden trabajar en lo que quieran, vestirse como deseen y ese largo etcétera que les está vedado en los países de raigambre musulmana, a los que, por cierto, no han llevado su lucha reivindicadora). La verdad es que el cine ha tardado mucho en darse cuenta del filón que le proporciona en este sentido la figura de santa María Magdalena, ya que, en una época en la que todo debe pasar por el filtro feminista, esta mujer podría haberse erigido anteriormente como su adalid; sin embargo, tal vez por desconocimiento religioso (¡y eso que el papa Francisco les tendió la mano cuando la puso como ejemplo de reivindicación feminista! -aquí),  o porque había que esperar que esta ola llegase a su cénit, no ha sido hasta ahora en que se han fijado en ella (no es casual que la protagonista sea interpretada por Rooney Mara, actriz de Millennium. Los hombres que no amaban a las mujeres, basamento cinematográfico del feminismo de hoy).




   De santa María Magdalena sabemos más bien poco, aunque la tradición siempre nos la ha presentado como una prostituta arrepentida que quiso seguir las huellas de Cristo; es cierto que, en los Evangelios, también aparece como una mujer de la que Jesús expulsó hasta siete demonios, pero los exegetas no se ponen de acuerdo en si se trata de una metáfora sobre su citado pasado y consecuente arrepentimiento, o si es una alusión a un exorcismo real que el Señor hizo sobre ella. Sea como fuere, aparece mencionada entre el grupo de mujeres que acompañaban a Jesús y a los Doce, como testigo directo de la crucifixión de aquel y como fuente preeminente de su resurrección (recordemos que, según el evangelio de san Juan, el Señor se le presentó a ella y le ordenó que se la comunicase a los apóstoles). Esto ha dado pie a todo tipo de conjeturas románticas y hasta heréticas, pero ninguna de ellas ha encontrado el amparo de la Iglesia, que comprensiblemente las ha visto como calentones pseudorreligiosos que muy poco tienen que ver con la verdad histórica y sí mucho con intenciones aviesas (estoy pensando en filmes como La última tentación de Cristo, Jesucristo Superstar o El código Da Vinci, donde se presenta como esposa del Señor y fundadora de su supuesta estirpe -una teoría que, por otro lado, es recogida de los libros esotéricos que proliferaron  en las librerías durante los setenta y ochenta); pero, curiosamente, ha encontrado cierto recorrido entre la gente (parece que todo el mundo leyó en su momento el libro de Dan Brown y que este había descubierto la gran mentira de la Iglesia católica) y entre algunos teólogos de peso, que están empeñados en emparentar al Hijo de Dios con alguien de la tierra, porque no son capaces de ser célibes y castos al mismo tiempo y necesitan justificar sus caídas. Pero en esta película no importa lo que diga la tradición ni lo que señalen las Escrituras, y mucho menos importa lo que diga la Iglesia, porque lo que aquí se pretende es erigir a la Magdalena como símbolo de la mujer oprimida que se revela contra el heteropatriarcado, que lleva sometiendo a las féminas desde que Eva salió de la costilla de Adán.  

   En efecto, en esta película, santa María Magdalena deja de ser una prostituta arrepentida (incluso una mujer poseída), para convertirse en una víctima del heteropatriarcado machista y opresor; de esta manera, no solo la vemos sometida a su padre y a sus hermanos varones (para alimentar su dramatismo, se señala que su madre murió cuando ella era niña), que son unos hombres robustos, antipáticos y peludos que nada tienen que ver con los cánones de metrosexualidad y afeminamiento que propone el feminismo de hoy, sino también ejerciendo como una mujer obrera, ya que es ella quien de verdad lleva el pan a casa, puesto que se dedica a pescar en el lago mientras que aquellos se dedican a oprimirla y a decirle con quién se tiene que casar. En estas circunstancias, no es de extrañar que, cuando Jesús aparece por allí como un hippie de los años sesenta, enarbolando un mensaje de luz y armonía universal (sic) con sus doce apóstoles, ella resuelva marcharse con él y vivir a la intemperie con los demás (¡antes eso que seguir siendo machacada constantemente por su padre y sus hermanos!). Pero además, el mensaje cala tan hondo en ella, que también se convierte en divulgadora del mismo, llevando la lucha feminista a sus hermanas de sexo (o de género), para que se desunzan de su yugo y clamen por una sociedad más femenina (si la película estuviera ambientada en nuestro tiempo, la Magdalena les diría que dejasen de depilarse las piernas y las axilas, puesto que se trata de una costumbre impuesta por los hombres lujuriosos); para ello, acompaña a Jesús hasta un grupo de lavanderas, a quienes de les indica que deben obedecer a Dios antes que a sus maridos, porque estos están en la tierra para hacerlas sufrir. Por supuesto, el Señor la premia otorgándole un puesto especial en la Última Cena, es decir, junto a él, y con la concesión del mensaje real que ha venido a darle al mundo, que evidentemente nada tiene que ver con el que la Iglesia ha ido promoviendo durante dos mil años. 




   Si alguno piensa que le he estropeado la película, me alegro, porque se trata de un despropósito que es mejor ahorrarse. Particularmente, no encuentro en ella nada de interés (tal vez, los hoyuelos de la Mara, que, sin ser guapa, cuando sonríe tiene su aquel), ni siquiera en el aspecto técnico, que es peor de lo que anuncian los medios especializados. Y no es porque el sacerdocio me nuble la apertura de mente que debería tener, como se suele afirmar en estos casos, sino porque, cuando existe una intención ideológica, esta se superpone a cualquier reconocimiento artístico; en este caso, el feminismo rancio, que pretende atraer al cine a las feministas recalcitrantes, se convierte en el tamiz que rige el metraje de la cinta, por lo que cualquier imagen de sus fotogramas o línea de su guion están pensadas para agradar a una ideología determinada, independientemente de la fidelidad histórica del personaje (debemos indicar que no solo la Magdalena está sometida a esta infidelidad, sino que nos encontramos también con un san Pedro zaíno, del Lavapiés más profundo, que tiene como meta incluir a las minorías oprimidas por el hombre blanco y heterosexual).

   Pero si este artículo no fuera todavía suficiente acicate para evitar al lector su visionado, me gustaría señalarle que se trata de un peñazo de película, porque, aun durando dos horas justitas, parece que uno se está tragando cuatro o cinco. Por eso decía arriba que hay que tener mucho cuidado con las películas religiosas que llegan precedidas de una gran publicidad, porque siempre suelen ocultar algo. Esta vez ha sido el feminismo, pero apuesto a que, dentro de poco, tendremos alguna que bendiga toda la ideología de género que nos abruma, presentándonos un grupo de apóstoles transexuales o un Jesús que diga que lo importante de la persona está en su interior y que, por ello, su cuerpo es meramente accesorio (vamos, que ser hombre o mujer depende del entorno cultural en el que vivamos y no de nuestro sexo natural). Así pues, como este film ha prescindido de la Escritura para su desarrollo, yo termino el artículo aludiendo a ellas: "Maiora videbis" (Jn. 1, 50).   



domingo, 4 de marzo de 2018

Europa, Europa

   Los lectores más asiduos del blog ya se habrán percatado de que este no es un mero espacio semanal en el que se analizan diferentes películas de actualidad o, esporádicamente, un clásico del séptimo arte; aunque este propósito también esté presente de vez en cuando en algunos de sus artículos, la razón por la que fue creado es el de la reflexión a través del cine, como por otro lado ya desvela el título que le impuse: "Reflexiones de un páter cinéfilo". En efecto, considero que, a través de la pantalla grande, podemos elaborar pensamientos e ideas que nos ayudan a comprender la realidad política, social y religiosa que nos rodea, puesto que el cine no deja de ser un reflejo de los intereses del momento (alguna vez, incluso se adelanta a estos); sin embargo, y como también indica su título, son reflexiones particulares que yo extraigo de determinados filmes, por lo que el lector puede o no puede estar de acuerdo con ellos.

   Digo esto, porque el asunto que hoy traemos a colación es sin duda espinoso. En efecto, esta semana me gustaría esbozar un breve panorama de lo que se está viviendo en Cataluña, concretamente en las aulas escolares catalanas; para ello, me voy a servir de una película muy conocida, Europa, Europa (Agnieszka Holland, 1990), que retrata las desventuras de un joven judío en la Alemania nazi. En un principio, puede sorprender la elección, puesto que la problemática en dicha región española no parece tener nada que ver con un film que versa sobre el Holocausto; sin embargo, procuraré demostrar que no solo tiene mucho que ver, sino que también retrata casi al dedillo algunas de las esperpénticas situaciones que allí se están viviendo. En concreto, hay en la película una escena que hoy se ha hecho común en los colegios catalanes: aquella en la que el joven protagonista va a clases por primera vez junto a las juventudes hitlerianas.

   Si recordáis, en la escena en cuestión, el joven protagonista descubre cómo el profesor, titulado en Historia, comienza a impartir una clase en la que ayuda a sus alumnos a reconocer a un judío (recordemos que el protagonista... ¡es judío!): para ello, afirma que los judíos son abominables, feos, con narices grandes y usureros; además, procura imitar los andares de los judíos, que, según él, son como los de los brujos o como los de cualquier monstruo que podamos imaginar (a cada uno de estos factores, por supuesto, los adoctrinados alumnos abuchean a lo que el profesor intenta remedar). En un buen alarde técnico, la descripción es entreverada por primeros planos del protagonista, que, evidentemente, no se parece en absoluto a lo que aquel profesor está describiendo; unos primeros planos que, sin embargo, indican al espectador el terror del protagonista, que ve cómo se enseña en los colegios a odiar a los de su raza y, por ende, a él mismo. Pero el colmo de esta situación llega cuando el pobre judío es sacado al estrado y es sometido a un intenso estudio frenológico, para determinar la pureza de su sangre mediante la forma de su cráneo: aunque el profesor resuelve que no se trata de un individuo completamente puro, informa a los demás que sí es un buen alemán, ya que no se halla en él una sola gota de sangre judía. 


 

   Como he dicho arriba, esta escena no se puede parecer más a lo que hoy están viviendo los pobres alumnos en los colegios catalanes. En efecto, estos, que solo deberían consagrases a la instrucción académica y cívica, se han convertido en terribles campos de adoctrinamiento político, donde se enseña a los pupilos a odiar España. Para ello, solo hay que echar un vistazo a los libros de Historia que allí manejan, donde se miente a los alumnos diciéndoles, entre otras muchas cosas, que ellos fueron un reino libre (los famosos y manidos Países Catalanes), pero que perdieron su autonomía por culpa de España; o bien, a deplorar todo lo español, usando para ello la lengua catalana (en la Alemania nazi, era cuestión de raza o religión; en la Cataluña de hoy, de idioma). O uno tiene que bucear muy poquito en los vídeos que circulan por internet, para descubrir cómo, igual que el profesor de la película, los tutores catalanes (que son muy valientes delante de niños de cinco o seis años) ridiculizan lo español, haciendo sorna de su manera de hablar o de comportarse (en este sentido, los andaluces nos llevamos la palma, pese a que gran parte de Cataluña esté formada por emigrantes de Andalucía).  

   Pero esto, que ya es de por sí terrible, me sobrecoge aún más cuando veo que ese desprecio hacia lo español se manifiesta incluso en la vida interna del aula. Ciertamente, ya todos habremos visto los vídeos en los que los profesores relegan a los alumnos que hablan español o que son hijos de policías y guardias civiles: como si fueran los judíos de la época nazi, ellos son señalados con símbolos que denotan su procedencia, con el propósito de ser ultrajados por sus compañeros (luego se les llenará la boca al hablar de libertad y de respeto). Pero todo esto, con el beneplácito de los docentes, que estarán orgullosísimos de descubrir, cual frenólogos aficionados de la cinta, a los catalanes de pura raza. Así que los pobres "españoles", que es el título despectivo (sic) que usan los colegios catalanes para referirse a estos mártires del idioma, como el protagonista de la película, verán con terror cómo se insulta a sus familias y a ellos mismos... ¡sin que pase nada! Es más, incluso tendrán que pedir disculpas por ser español (o ser judío, según lo que estamos viendo de la película).

   Evidentemente, todo esto desemboca en la persecución racial que relata Europa, Europa, y lo estamos viendo a diario: se señalan los comercios de la gente que habla español (¿recordáis las estrellas judías en los escaparates?), se persigue a las personas que no se adscriben al credo catalanista (¿recordáis los centros de internamiento nazi para disidentes?), se disculpa la violencia perpetrada por los catalanes hacia los españoles (¿recordáis a aquellas pobres chicas que fueron apaleadas por vestir la camiseta roja y gualda?), y un largo etcétera. En este sentido, la cinta deja bien claro que el sentido común se forja en la familia (el protagonista, como debe sobrevivir, intenta disimular su circuncisión y comportarse como un buen alemán, pero en el fondo tiene presente su raíz y procura cuidar de ella); pero, en la Cataluña de hoy, no existe ese refugio frente al adoctrinamiento, ya que son los propios padres los que visten a los niños de esteladas (que es la nueva esvástica) o los que los colocan en las autopistas el día de la huelga (aquí). Si hoy se rodara El triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, 1935) en Cataluña, cambiando lo que haya que cambiar, estos mismos padres llevarían a sus hijos a los cines, para que aplaudiesen el adoctrinamiento que deberían evitar.


   

   El Gobierno español ha tenido una oportunidad de oro para destruir el adoctrinamiento catalanista: el famoso artículo 155 de la Constitución. En efecto, este, que permite la suspensión de la autonomía de una región española disidente, ha sido aplicado con cobardía, ya que no ha incidido en el auténtico problema, que es la educación. Como hemos visto, el odio a España se fragua en los colegios, enseñando a los niños una historia falsa y, en consecuencia, animándoles a que señalen con el dedo a los que no hablen catalán (los padres de hoy son los que estudiaron en esos mismo colegios, donde ya fueron adoctrinados, aunque tal vez no de la manera tan salvaje de ahora). ¿Cómo se va a pretender un respeto y una convivencia entre los españoles, si desde pequeño te están diciendo que no somos iguales?, ¿cómo va a estar uno tranquilo en su casa, si temes que entren en ella para ultrajarte, con el beneplácito de los políticos independentistas?   

   Como decíamos arriba, esto es solo mi opinión, que es a su vez opinable. Por supuesto, la cinta que hoy hemos analizado no versa sobre el problema en Cataluña, pero sí que nos recuerda lo que nos jugamos en la educación. Por este motivo, afirmaba que el cine nos puede enseñar e incluso advertir, ya que, como ocurre en las escenas finales de la película, donde los soldados alemanes defienden una posición abocada al fracaso, si la educación en los colegios catalanes continúa esta senda de adoctrinamiento, acabará con una Cataluña hundida y arruinada, aunque con muchos catalanes defendiendo que son los mejores y que la culpable de su ruina es España y no ellos.


     

lunes, 26 de febrero de 2018

Gunpowder

   Si recordáis, la semana pasada recomendábamos aquí una serie de ciencia ficción muy interesante que todavía podemos ver en la famosa cadena de televisión en streaming Netflix: Altered Carbon (Laeta Kalogridis, 2018). En el artículo en cuestión, indicábamos que, más allá de ser un relato fantástico sobre un futuro posible, la serie presentaba unas preocupaciones humanas que denotaban la búsqueda de Dios por parte del hombre actual, como son la inmortalidad, el alma, la justicia divina y etcétera (aquí). Por este motivo, y dado el carácter pseudorreligioso de la obra, me gustaría traer hoy a colación otra serie (esta, de marcado tinte religioso), que puede ser vista en HBO, la cadena en streaming rival de aquella: Gunpowder (J. Blakeson, 2017). En efecto, se trata de una mini-serie de tan solo tres episodios (de una hora de duración cada uno, aproximadamente) que relata la persecución religiosa padecida por los católicos en la Inglaterra del siglo XVII, así como una de sus más célebres consecuencias: la Conspiración de la Pólvora (gunpowder = "pólvora"), orquestada por Robert Catesby y Guy Fawkes. Por desgracia, la serie ha pasado desapercibida, pero creo que debe ser recuperada por el público seriéfilo en general y por el católico en particular.   




   Es posible que algunos lectores, bien sean seriéfilos o cinéfilos, bien sean católicos, desconozcan los tres nombres citados en el párrafo anterior: Conspiración de la Pólvora, Robert Catesby y Guy Fawkes; sin embargo, este último se ha abierto un hueco en la cultura popular reciente, puesto que alguna vez nos hemos topado con su cara, aunque no lo hayamos reconocido en el momento, ya que se trata del hombre que inspira la máscara del famoso grupo de internautas y hackers de alto nivel Anonymous, la misma que aparece en un film de sorprendente impacto popular: V de Vendetta (James McTeigue, 2006). Sabiendo esto, sobre todo si los lectores citados han visto el largometraje, ya nos pueden sonar los otros nombres, puesto que su historia es resumida en esta última película: Catesby fue el ideólogo de la citada Conspiración de la Pólvora contra el rey Jacobo I de Inglaterra, mientras que el atentado fue frustrado cuando Fawkes lo estaba ejecutando en los sótanos del Parlamento inglés (desde entonces, se celebra en Inglaterra la Noche de Guy Fawkes cada 5 de noviembre, que es algo así como nuestras hogueras de San Juan, aunque con un marcado sesgo anticatólico).

   Pero, como decíamos arriba, aunque la serie pretenda relatar estos hechos históricos, recoge el necesario ambiente de persecución religiosa que vivieron los católicos de entonces, en un intento de justificar (o al menos, de explicar) la reacción de los citados Catesby y Fawkes; de este modo, se nos detalla la manera en que los católicos debían celebrar misa a escondidas, el modo en que debían disfrazar u ocultar a los sacerdotes que los atendían, o las torturas que padecían por parte del Gobierno inglés con el propósito de lograr su apostasía. Como hoy los efectos y el maquillaje han alcanzado tanto verismo, la serie no escatima en demostrarnos hasta qué punto fueron crueles estas últimas, puesto que vemos desmembramientos de ancianos, sajaduras mortales y hasta sangrientas decapitaciones que muy poco tienen que envidiar a las vistas en Braveheart (Mel Gibson, 1995), que es la madre cinematográfica de todas estas truculencias. En este sentido, cabe destacar el primer episodio de la serie, que es una obra maestra de la televisión contemporánea, ya que se trata de una hora de intensa dirección en la que vemos cómo una misa es celebrada con inimaginable devoción en el salón de una casa particular (recordemos que la familia está siendo espiada por agentes del Gobierno inglés, pero, aun así, dedican ese tiempo al Señor); cómo la familia que acoge dicha celebración debe esconder al sacerdote cuando los soldados llegan a la casa, y cómo, finalmente, estos últimos atormentan a los miembros de dicha familia, con el fin de lograr que renuncien a su fe (las exhortaciones con las que estos se animan al martirio, así como sus diferentes testimonios ante el verdugo, son dignos de los primeros mártires de Roma y un auténtico revulsivo para el espectador católico).

   Debo decir que me sorprende muchísimo que esta serie se haya llegado a emitir, puesto que entre sus productoras se encuentra la cadena inglesa BBC. Curiosamente, esta siempre se ha posicionado al lado del anglicanismo (por tanto, del anticatolicismo) más rancio, y siempre ha defendido tanto la escisión de Enrique VIII respecto de la Iglesia de Roma como las persecuciones llevadas a cabo por los sucesores de este, como la de su hija Isabel I, la peor y más sangrienta que se ha vivido en las islas británicas (por si desconocéis el dato, ella se jactaba de que en Londres se podía caminar incluso de noche, puesto que las hogueras en las que ardían los católicos iluminaban las calles); por este motivo, que patrocine una obra en la que se explique y justifique la acción de los católicos (¡incluso son tratados como héroes!) es cuanto menos extraño: ¿se trata de una reconciliación con la Iglesia, ahora que el anglicanismo está de capa caída y que se están dando multitud de conversiones al catolicismo?, ¿o bien consiste en una muestra más del revisionismo histórico que se está llevando a cabo en algunos países occidentales... menos en España? Lo ignoro, aunque me agrada profundamente que haya promovido esta gran serie (ello no quita que caiga un par de veces en esa leyenda negra que ella misma ha inculcado a los ingleses a lo largo de los años, puesto que vemos hogueras de herejes en El Escorial -!- y una traición subrepticia de los españoles a los católicos de Inglaterra -!!-).


      

   Como decía al comenzar este artículo, creo que se trata de una serie que debe ser recuperada por el público cinéfilo en general, así como por el católico en particular: los primeros, porque verán en ella una serie histórica bien narrada y presentada, con el grado de violencia y verosimilitud que requiere una obra de estas características (nada que ver con la prescindible y horrorosa Britannia, ni con la tendenciosa Rebellion, que narra los entresijos del Alzamiento de Pascua irlandés... ¡pero presentándolo como una revuelta feminista contemporánea!); los segundos, porque se acercarán a una época de la historia que ha caído en el olvido y que nos ha dado, sin embargo, grandes testigos de la fe, como santo Tomás Moro (¿a qué esperáis para ver o para volver a ver Un hombre para la eternidad?), san Juan Fisher y María Estuardo (esta, protagonista de un impagable film homónimo dirigido por John Ford en 1936).

   Por último, y si es verdad que se trata del fruto de un revisionismo histórico por parte de la BBC, me encantaría ver que aquí en España gozáramos también de uno, puesto que la sangre de multitud de mártires ha regado nuestro suelo, pero su gesta ha caído vilmente en el olvido (de manera vergonzosa, apuntaría yo). Ciertamente, la irregular Encontrarás dragones (Rolan Joffé, 2011) impulsó la realización de varias obras de esta temática, aunque con capital privado, como Un Dios prohibido (Pablo Moreno, 2013) y Bajo un manto de estrellas (Óscar Parra de Carrizosa, 2013), pero es algo que parece haber pasado de moda y que se suma a ese ocultamiento de la verdad (salvo honrosas excepciones, como la reciente Poveda). Es una pena, porque, como se suele decir, la historia olvidad tiende a repetirse, y hoy hacen falta muchos testigos católicos como aquellos que poblaron la Inglaterra del siglo XVII y la España de principios del XX.



domingo, 18 de febrero de 2018

Altered Carbon

   Esta semana, quisiera hablaros de la última producción de Netflix: Altered Carbon (Laeta Kalogridis, 2018). Como probablemente ya sepáis, se trata de una serie futurista, que nos presenta un mañana en el que la humanidad ha alcanzado la suficiente tecnología para ofrecer la inmortalidad. En efecto, gracias a una pila colocada en la cerviz del usuario, que almacena sus datos idiosincráticos, este puede cambiar de cuerpo siempre que lo desee (o que su economía se lo permita); de este modo, por ejemplo, cuando su funda (que es el nombre, casi peyorativo, que recibe el cuerpo) envejezca, puede optar por colocar su pila idiosincrática en otra, aunque pertenezca a una raza o a un sexo diferentes de los suyos. Sin embargo, lejos de presentar este avance tecnológico como un logro, la serie lo propone como una condena, porque consigue envilecer a los humanos, extrayendo de ellos todo lo malo que albergan. Esta es una idea interesante y que comparto al cien por cien, por lo que os recomiendo que le echéis un vistazo, ya que no quedaréis defraudados.

   Pero la serie tiene también una vertiente que nos puede pasar desapercibida y que, sin embargo, es tan interesante como la que acabamos de describir. En efecto, si os dais cuenta, establece una dicotomía explícita entre el alma y el cuerpo, mucho mayor incluso que la que la gente le suele atribuir (erróneamente) a la doctrina de la Iglesia. Ciertamente, mientras que esta última establece que a cada cuerpo le corresponde un alma, y viceversa (aunque la explicación sea algo más compleja, sabréis entender la brevedad), la serie postula que son dos naturalezas completamente independientes, de manera que, como hemos señalado, el alma puede ser transferida sin problemas a otro cuerpo, aunque este no sea el mismo con el que la persona nació. Evidentemente, detrás de esta tesis se encuentra la transmigración de las almas y la reencarnación, así como el deseo de inmortalidad, que continúa acuciando al ser humano, pese a que este se niegue a admitirlo, porque lo considera parte de la religión. Y es que es justamente aquí donde yo quiero centrar este artículo.




   Nos encontramos hoy en medio de una sociedad que ha abrazado la fe en la ciencia como un nuevo dogma; así, por ejemplo, vemos que mucha gente piensa que Dios no existe, porque esta no lo puede demostrar con datos objetivos. Sin embargo, y paradójicamente, esta confianza en el progreso ha conseguido que dicha gente se vuelva más religiosa, aunque de una manera supersticiosa y, por tanto, errónea; de este modo, vemos que van cogiendo auge expresiones como "si los astros se alinean", "si el universo así lo quiere" o "es cosa del karma", que son, en el fondo, una perversión de nuestro castizo y más real "si Dios quiere" o de la confianza cristiana en la Providencia. Lo que esto nos indica es que el hombre, pese a que haya rechazado a Dios, o lo haya sustituido por una ciencia pretendidamente todopoderosa (el "orgullo cronológico", en palabras de C.S. Lewis, puesto que pensamos que nuestra época supera las demás), está necesitado sin duda de una explicación sobrenatural de su propia existencia: así, cuando alude al karma como fuerza etérea que premia a los buenos y castiga a los malos, está evidenciando en verdad la necesidad de creer en un ser superior a él que haga justicia en un mundo que carece de ella (como rechaza el cristianismo por complejo, acoge esa idea hinduista, que le parece más cool, aunque ni siquiera sepa qué significa exactamente); o bien, cuando hace referencia a las fuerzas invisibles del universo (que deben de ser algo así como la que vemos en La guerra de las galaxias), revela la necesidad de pensar que un ente providencial está cuidando de sus pasos en la tierra. Pero esto adquiere su paroxismo en el deseo de la inmortalidad.

   En efecto, resulta que el hombre, pese a que haya rechazado la idea de un paraíso de ultratumba, sigue albergando dentro de sí el deseo de perpetuarse eternamente. Por supuesto, como dice que no cree en el alma, inventa cosas como la criogenia, a la que cree capaz de preservar el cuerpo de todo tipo de corrupción, con el fin de despertarse cuando lo desee y, de este modo, reanudar su vida en el futuro (¿estará Walt Disney esperando realmente el momento de ser descongelado?); o bien, adopta ideas extrañas de culturas ajenas, como la reencarnación, propia del citado hinduismo, que es otra forma de perpetuarse, aunque aquí en la tierra y no en el cielo (¿os habéis fijado en que los reencarnados occidentales siempre han sido grandes personalidades en el pasado, que nunca han sido perros callejeros, gatos famélicos, ni protozoos solitarios? Y es que el hinduismo propone que uno puede reencarnarse en cualquiera de estas cosas, ya que depende del grado de moralidad que hayas ostentado en la vida anterior... Pero eso no le gusta a la mentalidad de Occidente, que prefiere haber sido tabernero en un prostíbulo antes que alcornoque en el campo o que alacrán en el desierto). En este sentido, la serie propone un nuevo argumento a la inmortalidad, aunque barnizado esta vez por esa capa de dogmática fe en la ciencia que hoy nos rodea: la pila idiosincrática, que, como hemos dicho, es capaz de recopilar la personalidad del individuo y, por tanto, de ser usada en un cuerpo diferente (esta idea ya fue utilizada en Chappie, una producción cinematográfica en la que las personalidades de cada uno eran transferidas a robots evolucionados).


   

   Pero reconozco que esto me sorprende muchísimo, puesto que contradice la nueva religión científica a la que estamos aludiendo: a ver, si el hombre solamente es cuerpo, como afirma uno de sus dogmas (¿copiado, por otro lado, de la Biblia: "Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás"?), y que, cuando este muere, se convierte exclusivamente en pasto de los gusanos (o en partículas carbonizadas que pululan por el aire que respiramos, que eso de la incineración está muy de moda actualmente), ¿cómo es posible que hoy se otorgue credibilidad a una sustancia espiritual (la personalidad) que trasciende la materia? Si solo somos materia, es imposible que exista ese sustrato espiritual, puesto que estaríamos hablando de un salto cualitativo u ontológico que aberra por definición los mandamientos de la ciencia contemporánea. Otro ejemplo puede ser encontrado en el día a día, principalmente en lo que a las relaciones amorosas se refiere: en ellas, hay personas que se enamoran indistintamente de hombres y mujeres, porque afirman que les gusta la persona, no el físico (la "funda", ¿recordáis?), por lo que vuelven a establecer una dicotomía entre alma y cuerpo mayor que la que dicen que promueve la Iglesia (por supuesto, muchas de estas personas dirán que no existe el alma, aunque en la práctica, como vemos, hagan justamente lo contrario). Particularmente, yo solo soy capaz de explicar estas contradicciones mediante la evidencia: aunque el ser humano de hoy niegue en su mayoría la existencia del alma y, por ende, la de Dios, sus anhelos, su voluntad, su entendimiento, sus más profundos sentimientos, sus recuerdos y etcétera, le demuestran que no es únicamente un trozo de carne, sino que esta está unida a una sustancia espiritual, que lo enraíza a Dios (el problema es que, como no quiere verlo, encuentra constantemente estos sustitutos de los que aquí nos hemos hecho eco, pero que no terminan de satisfacerlo, porque son ídolos falsos).  

   Como decía arriba, otra cosa que me ha gustado de la serie es su negativa visión de la inmortalidad como elemento exclusivamente terrenal. Es decir, como el hombre puede perpetuarse hasta el infinito en sucesivos y distintos cuerpos (siempre que su economía se lo permita), no tiene miedo de un juicio divino que valore sus actos; de este modo, termina cayendo en las más abyectas perversiones de toda índole, demostrando una vez más que el hombre no es ese ser bueno por naturaleza que decían los ilustrados, sino el ser malo que requiere de la redención y del ejemplo del Hijo de Dios (además, el alma humana sigue envileciéndose, a pesar de que cambie de cuerpo, porque acumula sus actos pasados). En este sentido, los más cinéfilos recordarán el impagable plano final de El retrato de Dorian Gray (Albert Lewin, 1945), una imagen del cuadro del título (rodada a color, mientras que el resto del film era en blanco y negro) donde podíamos ver la perversión anímica de su protagonista; y los más lectores, la inmortal obra de Tolkien, donde afirma que los elfos sienten envidia de los hombres, puesto que han sido bendecidos con el don de la muerte (sic).


 

   Como resumen, me gustaría indicar que se trata de una excelente serie de televisión, que, no obstante, y de manera misteriosa, ha recibido malas críticas por parte de los especialistas. Desconozco el motivo de esto último, puesto que también deja en muy buen lugar el manido género de la ciencia ficción, mezclado tantas veces con la fantasía, que se ha pervertido irremediablemente para los que nos consideramos admiradores suyos (¡vuelve de entre los muertos, Philip K. Dick!). Es posible que los más puristas crean que se trata de una copia de la magistral Blade Runner (Ridley Scott, 1982), por su estética ciberpunk, pero yo creo que es más bien un sentido homenaje a este film y que, por supuesto, habría superado con creces como secuela televisiva a la plúmbea y pretenciosa Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017). Tal vez los espectadores deseaban mayor espectacularidad que la que ofrecen sus episodios, porque estos se centran más en relatar la investigación que lleva a cabo su protagonista (otro homenaje más a la mítica peli de Scott) que en los efectos especiales que hoy proliferan en nuestras pantallas.

   En cuanto a todo lo que hemos tratado, tampoco sé si su creador (o el autor de la novela en que se basa) comparte con rotundidad todo lo que aquí he expuesto; sin embargo, estoy convencido de que aprobaría la mayor parte, puesto que no deja de proyectar en el futuro algo que estamos viviendo en el presente (otro elemento significativo: la religión en la serie es ocultada y hasta vilipendiada, mientras que acoge sus dogmas como cánones morales de la sociedad laica en la que se ha convertido el mundo, ¿os suena?). Echadle un vistazo, porque no creo que os defraude: os mostrará un porvenir desalentador, en el que el ser humano quiera vivir eternamente, porque no cree que haya un Dios que lo acoja, aunque en el fondo esté deseando que exista; un porvenir que, sin embargo, está hoy más presente que nunca.




lunes, 12 de febrero de 2018

15:17. Tren a París

   Si viviéramos en un país decente, Ignacio Echeverría ya tendría una película como esta. Esa es la mejor (y más triste) conclusión que extraigo después del ver el último trabajo del gran Clint Eastwood. Ciertamente, la película está sufriendo diatribas de todo tipo, incluso hay quien la tilda de ser la peor de toda la filmografía de su director; sin embargo, ello responde a la conclusión que ya he expuesto: si viviéramos en un país decente, Ignacio Echeverría ya tendría una película como esta. Porque, si viviéramos en un país decente, sabríamos reconocer el homenaje que hay detrás de cada fotograma de este film, del orgullo que siente su autor por los protagonistas del mismo y del ejemplar mensaje de esperanza que nos transmite con él; pero, como no vivimos en un país decente, ni Ignacio Echeverría tiene una película como esta, ni la mayor parte del público ha sabido detectar la grandeza que ostenta sin rubor este largometraje.




   A estas alturas, todo el mundo sabe que 15:17. Tren a París (Clint Eastwood, 2018) narra la hazaña de tres norteamericanos que, en agosto de 2015, consiguieron frustrar un atentado terrorista a bordo del tren que los llevaba a la capital francesa. Pero, como esta gesta solamente ocupa un tercio del metraje total, el film también se centra en la amistad que une a estos héroes, mostrándonoslos así desde que se conocen en el colegio hasta que se reúnen en Europa, donde tiene lugar su proeza. De esta manera, y gracias a ello, conocemos tanto los intereses de cada uno como, sobre todo, sus más profundas motivaciones; en este sentido, vemos cómo uno de los protagonistas, Spencer Stone (interpretado por él mismo), reza continuamente la famosa oración de san Francisco de Asís: "Señor, haz de mí un instrumento de tu paz". Una de las particularidades de la película es, de hecho, que está protagonizada por los mismos jóvenes que frustraron el atentado, una decisión del mismo Eastwood que logra reforzar la idea que nos quiere transmitir: la heroicidad anónima.

   En efecto, a nadie se le oculta que, desde que rodara su magistral Gran Torino (Clint Eastwood, 2008), Clint Eastwood ha sentido la necesidad de utilizar el cine como un medio para ofrecerle al espectador un retrato de las vidas ejemplares de algunos personajes ilustres: con Invictus (id., 2009), la de Nelson Mandela (que la vida de este sea ejemplar o no, es discutible, pero es indudable que Eastwood la considera así); con J. Edgar (id., 2011), la de Edgar Hoover, que afrontó la modernización del FBI, la institución americana por excelencia. Pero tampoco es un secreto que, en sus últimas cintas, ha preferido relatar las hazañas de personas que, aun siendo desconocidas, son tan dignas de admiración como aquellos: en El francotirador (id., 2014), la del soldado Chris Kyle, que defendió a su país lejos de las fronteras del mismo; en Sully (id., 2016), la del piloto comercial Chesley Sullenberger, que arriesgó su vida para salvar la de sus pasajeros. Y es que esta capacidad humana de vencer el egoísmo personal (el "sálvese quien pueda") en aras de un bien mayor (la vida del prójimo) ha cautivado al autor de Sin perdón (id.,  1992), que, en 15:17. Tren a París, da un paso más.




   Ciertamente, si en las citadas películas, El francotirador y Sully, Eastwood nos relataba la heroicidad de sus protagonistas, aquí nos desgrana qué lleva a estos tres norteamericanos a ser los héroes del tren de París. Con este propósito, pues, se remonta a su niñez, en la que podemos comprobar la importancia que tuvo para ellos tanto la amistad como el amor familiar, la educación religiosa como la fe cristiana, y el amor a su país como el respeto a sus defensores (a la sazón, las Fuerzas Armadas), pues todos estos factores les enseñaron que no existe un mayor gesto de amor a los demás que la entrega de la propia vida (una idea que, por otro lado, el mismo director ya había expuesto en la citada Gran Torino). De esta manera, y para Eastwood (también para el que esto suscribe), un héroe no nace de la nada, sino que se ha ido forjando a lo largo de su existencia, puesto que, si una persona no ha sido capaz de amar desde niño, de ser generoso o de respetar al prójimo, ¿cómo va a entregar su vida por este último cuando le sea requerido? Más bien al contrario, y como decíamos arriba, hará suya la expresión "sálvese quien pueda" y pondrá pies en polvorosa. Por tanto, la tan criticada idea del director de mostrarnos la infancia de estos héroes resulta más que necesaria, puesto que así comprendemos mejor esos quince minutos finales, que jamás habrían tenido lugar si no hubieran sido héroes desde niños (al hilo de esto, es un acierto que la cinta esté interpretada por los personajes reales, ya que otorga plenitud a la idea del héroe anónimo, que no tiene la cara de Tom Hanks ni la de Bradley Cooper, sino la de uno que se cruza por la calle con cualquiera de nosotros).

   Por desgracia, y como anunciábamos al principio de este texto, dicho concepto, que forma parte inherente del ADN norteamericano, es deplorado por la España (y por la Europa) de nuestro tiempo, que ya no es generosa, amorosa ni alegre, y que, por tanto, abomina de la idea del héroe (podemos intuir una crítica a esta actitud en el metraje de la cinta, cuando un guía turístico alemán acusa a los americanos de ponerse más medallas de las que les corresponden). En efecto, y como si de un cumplimiento profético se tratase, todas las críticas negativas que la película está cosechando van en el sentido de considerarla "muy facha", "extremadamente religiosa", "tradicional" o "militarista", que son, precisamente, los factores que potencian esa generosidad en el ser humano: el patriotismo (el amor a mi país y a la gente que lo conforma), la religión (¿hace falta recordar que Cristo entregó su vida por nosotros y que nos dijo que nosotros hiciéramos lo mismo?), la familia (donde aprendo a respetar a mis mayores, a querer a mis iguales, a perdonar, a compartir y etcétera) y el Ejército (donde hago patente ese amor y esa entrega por mi país y por la gente que lo conforma). Sin duda, esto responde a la actitud egoísta que hemos acogido como valor primordial y en la que ya no tiene cabida el otro como un bien en sí mismo, sino como un medio para mi propio disfrute o satisfacción (este egoísmo está presente incluso bajo la capa de romanticismo con la que hoy barnizamos el amor: "me siento bien contigo", en vez de "qué bueno es que tú existas"). 

   Por eso, si viviéramos en un país decente, tanto el espectador como los críticos especializados habrían reconocido que la película habla sobre el amor al prójimo, que está presente en el gesto heroico de los tres protagonistas de la cinta; habrían comprendido que ellos mismo están llamados a entregar su vida cotidianamente por los suyos, y que eso, de paso, se aprende desde niño (nadie criticó en este sentido Boyhood, que relata detalladamente la infancia de sus protagonistas... ¡sin que pase nada y tienda a nada!), y habrían visto a la postre que se trata de una rúbrica perfecta de la filmografía de Eastwood, cuyas últimas películas pretenden darnos a conocer la figura del héroe. Por eso decíamos arriba que, si viviéramos en un país decente, nos indignaríamos ante la posibilidad desperdiciada de ver un largometraje sobre la gesta de Ignacio Echeverría, que cumple con esos requisitos que el autor de 15:17. Tren a París (y el sentido común) propone: una persona que entrega generosamente su vida por los demás. Pero, como no vivimos en un país decente, sino en uno que ha abrazado el egoísmo como norma de vida, nunca veremos un film que detalle su proeza.






lunes, 5 de febrero de 2018

The Disaster Artist

   Vaya por delante que este post no es una crítica al uso de la gran película de James Franco que aún podemos ver en nuestras pantallas de cine; sin embargo, su título y su temática me dan pie a lanzar una diatriba contra los desastrosos artistas que pululan por el Hollywood actual (desconozco si en inglés se entiende el carácter despectivo que se le pretende otorgar aquí en español), pues, aunque sean buenos intérpretes, merecen todo mi desprecio, ya que han relegado su oficio actoral en favor de un discurso político oportunista: por esta razón, para mí son unos artistas desastrosos. En efecto, el próximo 4 de marzo se supone que se entregarán los premios de la Academia a las mejores películas del año, pero en realidad se condecorará a las que mejor hayan asumido el discurso de moda, que a la sazón es el feminismo. Sin duda, no se trata de una práctica nueva, pues ya el año pasado se pretendió agradar a la comunidad negra de América (o afroamericana, o de color, o como se tenga que decir, para que aquí nadie se ofenda) mediante el galardón a Moonlight (Barry Jenkins, 2016), que no solo era inferior a La La Land (Damien Chazelle, 2016), su competidora, sino que no interesó a nadie (pero que había que premiar, porque trataba la historia de un negro de infancia difícil, que había flirteado con las drogas y que encima era homosexual: ¿alguien da más?).

   Este año, como decimos, les toca el turno a las mujeres de la industria, que, según ellas, han sido siempre ninguneadas por la misma (y lo dicen mujeres como Meryl Streep u Oprah Winfrey, que están en la cúspide del estrellato): de este modo, tendremos que ver cómo se disputan el premio a la mejor cinta del año largometrajes como Los archivos del Pentágono (Steven Spielberg, 2017), que procura demostrar el peso que tuvo una fémina (casualmente, interpretada por la Streep) para desarrollar la libertad de prensa en Estados Unidos; Tres anuncios en las afueras (Martin McDonagh, 2017), que narra la lucha de una madre por hallar justicia en el caso de violación y asesinato de su hija, y Lady Bird (Greta Gerwig, 2017), que no sé muy bien de qué va, pero que está dirigida por una mujer. Así, y aunque no dude de la calidad artística de estas películas, me pregunto si habrían sido nominadas a dicho premio si no hubieran aprovechado el discurso imperante (respecto de la cinta de Spielberg, hablo aquí; en cuanto a Tres anuncios en las afueras, que me encantó, no me parece digna de codearse con aquella, técnicamente superior y muy del gusto de Hollywood, y sobre Lady Bird, aún no me he forjado una opinión, pero su estilo indie la hace más propia de Sundance que de Hollywood).

   Como esta es, por tanto, una práctica habitual en el Hollywood de hoy, el cinéfilo podría estar más que acostumbrado a ella; sin embargo, y como la Academia debe reinventarse una y otra vez para estar siempre en el candelero, este año ha sabido rizar el rizo de lo esperpéntico, o, en una expresión más anglosajona, ha sabido dar otra vuelta de tuerca, por lo que nos ha cogido a todos desprevenidos. Ciertamente, no es que solo haya decidido beneficiar a los cineastas que mejor se acomoden al discurso político de moda, sino que también ha resuelto castigar a quien no lo haga, o al que simplemente sea sospechoso de no hacerlo; en este caso, la cabeza de turco ha sido James Franco, quien, a pesar de habernos regalado una de las mejores obras del año, la citada The Disaster Artist (id., 2017), no ha contado con el reconocimiento de la meca del cine, más allá de una simple mención a su guion adaptado (en su lugar, han puesto películas como Déjame salir y La forma del agua, que cualquier otro año habrían pasado del Festival de Cine de San Sebastián a las estanterías de un videoclub). Pero veamos a continuación el porqué.




   En efecto, la noticia saltaba a la palestra poco después de la última edición de los Globos de Oro, esa oda al postureo feminista que nos tuvimos que tragar todos los que solo queríamos ver una entrega de premios cinematográficos (aquí): resulta que, mientras el citado James Franco recogía su galardón al mejor actor de comedia por su película, tres actrices ponían el grito en el cielo (o en Twitter, que para el caso es lo mismo), porque decían que habían sido acosadas sexualmente por el cineasta (aquí). Es evidente que, ante un (oportuno) escándalo de esta índole, la Academia no podía responder de otra manera que retirándole la consabida nominación a los Óscar (aquí); así, y aunque el trío de mujeres se arrepentía poco después de su denuncia por falta de pruebas, y pese a que varios cineastas salieron en defensa del actor (aquí), la decisión estaba tomada y Franco no podría optar al reconocimiento otorgado por la estatuilla dorada. De este modo, y como decíamos arriba, el otrora protagonista de El origen del planeta de los simios (Rupert Wyatt, 2011) no solo no va a tener la oportunidad de ver premiada su cinta sobre el rodaje de la delirante The Room (Tommy Wiseau, 2003), sino que  incluso ha sido sancionado por su (supuestamente) deplorable conducta contra las mujeres (veremos si además esto repercute en el futuro de su carrera). En definitiva, Hollywood parece haberse convertido en una suerte de Ministerio de la Moralidad, que tiene como fin premiar o castigar a los cineastas que, según el caso, se acomoden o no a sus cánones éticos (no estamos hablando de una función educativa, que es lícita en cualquier arte, sino directamente de una labor coercitiva, que es una atribución del Estado).

   Indudablemente, esto nos puede recordar la famosa caza de brujas desatada en Hollywood allá por los años cincuenta, y que hoy, sin embargo, es denostada por muchos. En efecto, en época del senador McCarthy, se desarrolló una persecución sistemática contra todo aquel que, debido a su afinidad política, pudiera poner en riesgo a la sociedad estadounidense; a la sazón, el Comité de Actividades Antinorteamericanas fijó su mirada en la meca del cine, puesto que la farándula de todos los países siempre ha virado más hacia la izquierda que hacia la derecha, algo que este no podía permitir en su misión de conservar la integridad del pueblo americano, que entonces andaba a la gresca con la Unión Soviética. Para lograr este objetivo, ideó un plan que nunca ha dejado de tener eficacia, pese a su probada antigüedad: recompensar con el éxito (crematístico, social o artístico) a todo aquel que delatase a sus compañeros de profesión. Gracias a estas promesas, muchos cineastas se subieron al carro de la denuncia, incluyendo el más famoso de todos ellos: Elia Kazan, autor, entre otras, de Un tranvía llamado Deseo (id., 1951), ¡Viva Zapata! (id., 1952) y Al este del Edén (id., 1955), que reveló el nombre de los cineastas hollywoodenses afiliados al Partido Comunista (a este respecto, pues, los historiadores del séptimo arte afirman que su decisión proyectó su carrera, pero, a mi juicio, esta ya era lo suficientemente buena como para tener que traicionar a sus compañeros; de hecho, él siempre dijo que lo hizo por el bien de América, puesto que provenía de un país, el Imperio otomano, donde no existía la libertad que allí había encontrado, una confesión que quedó patente en su inmortal obra América, América). Sea como fuere, muy pocos le perdonaron a Kazan su traición, por lo que, cuando llegó el momento de homenajearlo en la ceremonia de los Óscar de 1999, hubo actores que ni le aplaudieron en señal de protesta (aquí).




   Hoy, la caza de brujas en Hollywood no está dirigida por el Estado americano, con el fin de localizar y de castigar a los comunistas, sino que está siendo perpetrada por Hollywood mismo, con el propósito de premiar a quienes sean adeptos a su régimen, y de penar en consecuencia a quienes no lo sean. Como el régimen que ahora impera es el del feminismo más rancio, clasista y peligroso, esta es la norma que todos deben acatar para continuar formando parte de la industria cinematográfica; es decir, que se ha convertido en aquel Estado opresor del que abominó y que coartó su libertad de opinión. Sin embargo, y a diferencia de lo aconteció en los años cincuenta, ahora todo el mundo aplaude esta maligna conversión, porque quizás estén más aterrorizados que entonces y necesiten, pues, sobrevivir a la quema inquisitorial que se está llevando a cabo (recordemos que McCarthy exigía denuncias fundadas, mientras que ahora puede ser delatado cualquier hombre por cualquier mujer anónima y por cualquier excusa... ¡aunque solo sea el haberla mirado!). Además, esta hipócrita moral solo dicta los dogmas que le interesa al Hollywood moderno, ya que, mientras que supuestamente lucha por el bien de la mujer, que es lo que está de moda (una pugna que está siendo promovida por mujeres millonarias que han reconocido sus cesiones sexuales para obtener papeles en determinados filmes), perdona a pedófilos como Roman Polanski (La semilla del diablo) y hace oídos sordos a las declaraciones de Elijah Wood (el entrañable Frodo de El señor de los anillos), que desveló toda una trama de pederastia en el seno de la meca del cine (aquí). Incluso podríamos decir que, en este sentido, el susodicho y arrogante Ministerio de la Moral hollywoodense se ríe de las víctimas infantiles, puesto que ha tenido a bien nominar a mejor cinta del año la película Llámame por tu nombre (Luca Guadagnino, 2017), un título que ensalza el amor homosexual entre un adulto y un menor, pese al descontrol psicológico que ello supone para cualquier niño (aquí).

   Es posible que, cuando comencé el presente texto diciendo que The Disaster Artist era la mejor película del año, exagerase un poco, puesto que, ciertamente, las hay mejores (pese a su oportunismo, por ejemplo, me parece de mejor factura el film de Steven Spielberg); pero, sin duda, se trata del mejor exponente de la situación que estamos viviendo en la actualidad, en la que una industria cinematográfica ha impuesto un credo que todos debemos asumir sin rechistar. En efecto, nos encontramos en una nueva y más peligrosa caza de brujas, en la que cualquier ciudadano del mundo debe participar para sentirse recompensado por este Estado tiránico (solo hay que ver la mala copia de gala feminista que nos ha ofrecido la irrisoria ceremonia de los Goya de este año); en una nueva Inquisición política, que imita el supuesto modelo de la Iglesia medieval para señalar, torturar y matar a los que disientan (he escrito "supuesto modelo", porque la Inquisición nunca actuó así, pese a que Hollywood diga que sí). En este terrible estado de las cosas, James Franco ha recibido su castigo ejemplar, para que nadie abra la boca si no quiere padecer sus mismas consecuencias; pero yo me pregunto: si algún día cambian los dogmas hollywoodenses actuales, ¿cambiarán con ellos todos los que hoy los aplauden? Estoy convencido que sí.



lunes, 29 de enero de 2018

La guerra de los mundos

   Ya que la semana pasada disertábamos aquí sobre la última producción de Steven Spielberg, Los archivos del Pentágono (id., 2017), he pensado que hoy podríamos valorar en forma de review uno de sus títulos más singulares: La guerra de los mundos (id. 2005). En efecto, aunque no se trate de una de las mejores películas de este gran director, sino simplemente de un film artesanal, como decíamos en el anterior post que ya es su costumbre, encierra una curiosa enjundia que nos pudo pasar a todos desapercibida en el momento de su estreno. Por otro lado, la singularidad de este largometraje también radica en que se trata de una obra que retoma un aspecto de la filmografía del cineasta que él mismo dio por cerrada, la temática extraterrestre, pero que vio necesaria para transmitirle al mundo el mensaje de advertencia que encierra la citada enjundia.




   No hace falta decir que la cinta es una adaptación de la famosísima y homónima novela del escritor inglés H.G. Wells, que, en 1898, fecha de su publicación, aterrorizó al mundo mediante el relato de una invasión alienígena a la Tierra. Por aquel entonces, el autor ya era conocido por obras como La máquina del tiempo (1895), La isla del doctor Moreau (1896) y El hombre invisible (1897), en las que lograba mezclar ciencia ficción e ideología marxista con el fin de divulgar esta última entre sus más asiduos lectores; en este sentido, y en el caso de La guerra de los mundos, fabulaba sobre el colonialismo decimonónico del Reino Unido, presentando a la sazón a los marcianos de su libro como si fueran aquellos ingleses que navegaban por el mundo implantando su forma de vida, en detrimento de la que ya tenían los países adonde aquellos arribaban. La novela alcanzó tanto éxito que sembró entre sus contemporáneos la creencia en los extraterrestres, algo que germinaría en los años cincuenta con el supuesto primer avistamiento ovni de Kenneth Arnold (para saber más, pincha aquí) y que el cine aprovecharía para realizar grandes obras de este subgénero (recordemos que entre ellas se encuentra la primera adaptación de la novela de Wells, dirigida por Byron Haskin en 1953).  

   Pero, como decíamos en un artículo anterior (aquí), si Wells patentó esa idea de los alienígenas malignos de la que tanto rédito sacó y el cine se aprovechó de ella para ofrecernos grandes títulos de la ciencia ficción que hoy todos recordamos, Steven Spielberg fue quien alteró esa visión cinematográfica (y mundial) para siempre. En efecto, pese a que él se había criado con estas películas sobre invasiones extraterrestres que dieron fama al Hollywood de los años cincuenta, pensó que ya era hora de dejar de temer a dichos visitantes y de verlos, por el contrario, como amigos de la humanidad (en cierto sentido, toma la idea del colonialismo de Wells para reescribirla, arguyendo así que los exploradores no debían invadir las naciones, sino estudiarlas y hasta mezclarse con ellas); con este fin, pues, realizó Encuentros en la tercera fase (id., 1977), donde se presenta por primera vez en la historia del séptimo arte una visión edulcorada de los aliens (en la Ultimátum a la Tierra de 1951, el entrañable Klaatu venía a nuestro planeta para advertirnos de una inminente guerra nuclear, pero no dudaba en usar a su robot Gort para hacer efectivas sus amenazas). Sin embargo, fue en 1982 cuando Spielberg dio su espaldarazo definitivo en este sentido, pues, mediante el estreno de E.T., el extraterrestre, le comunicó al mundo que los alienígenas no solo podían ser amables, sino amigables, que es el concepto que hoy manejan casi todas las personas que creen en la vida inteligente allende nuestras fronteras planetarias (dicho concepto fue tan popular que incluso obras maestras de la talla de La cosa se vieron menospreciadas en su momento por volver al concepto anterior, es decir, al de seres malignos).




   Por todos estos motivos, nos puede resultar extraño que sea el mismísimo Steven Spielberg quien, a través de La guerra de los mundos, vuelva al cine protagonizado por aliens, presentando además a estos últimos como esos seres demoníacos de los que él abominó (incluso en su posterior Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal presenta unos alienígenas nada bondadosos). Pero hay un elemento que, como decíamos arriba, lo impulsó a ello y que tal vez nos pasara desapercibido a muchos de nosotros: los atentados del 11 de septiembre de 2001. En efecto, como el cineasta revela en el documental Spielberg (Susan Lacy, 2017), cuyo comentario puedes leer aquí, decidió afrontar el film después de comprobar la fragilidad de la sociedad occidental, que siempre corre el peligro de ser invadida, amenazada o destruida, a pesar de que viva tiempos pacíficos; de este modo, y como quería hacernos ver que ese peligro parte del mismo seno de la sociedad occidental, ideó que los malignos marcianos no provenían directamente de su planeta de origen, sino del interior de la tierra, donde aguardaban el momento propicio para atacar al hombre. 

   En este sentido, pues, la cinta pretendía ser una parábola de los aciagos tiempos del 11-S, pero se ha convertido en una profecía de los que estamos viviendo hoy en Occidente. En efecto, cualquier lector puede echar un vistazo a la actualidad, para descubrir hasta qué punto se manifiesta la fragilidad de nuestra sociedad ante invasores extranjeros, que, sin embargo, ya vivían en nuestro seno: atentados terroristas cometidos por inmigrantes que hemos acogido, atropellos indiscriminados de peatones acometidos por musulmanes nacidos en Europa, y asesinatos y violaciones perpetrados por refugiados (por supuesto, y para más inri, todos ellos son actos silenciados por la prensa internacional). Así, y como los marcianos del largometraje, el enemigo de nuestro mundo pretende teñir de rojo nuestro suelo (una sutil metáfora del director) para iniciar una nueva forma de vida, en la que no tengamos parte nosotros, que somos los que les hemos dado cabida durante tanto tiempo. Por supuesto que Spielberg no se opone a la acogida de los refugiados, pero sí que parece clamar por una nueva política que defienda nuestros intereses frente a unos invasores que pretenden acabar con ellos. 

   Por estos motivos, creo que La guerra de los mundos es un film a reivindicar. En el momento de su estreno, fue menospreciada por la crítica y por los seguidores del director, incluido el que esto suscribe, ya que, por todo lo expuesto, parecía más un empobrecimiento en su carrera que un paso adelante; por otro lado, era una clara demostración de que el cineasta se había convertido en un artesano, en vez de seguir siendo un apasionado, como era en sus primeras cintas. Sin embargo, el paso del tiempo nos ha mostrado que estábamos equivocados, puesto que hoy puede ser vista como esa parábola, corroborada por su autor, de los peligros que amenazan a nuestra sociedad y a nuestra forma de vida y que, sin quererlo, hemos alojado y alimentado en nuestro propio suelo.