viernes, 23 de octubre de 2015

Una nueva esperanza


   Sin lugar a dudas, El despertar de la Fuerza se ha convertido en la película más esperada de todos los tiempos; solo hay que comprobar los diferentes vídeos que circulan por la red mostrando la reacción de algunos fans ante el visionado de su tráiler definitivo o las millones de visitas que este último ha recabado en pocos minutos (y continúa haciéndolo…). Y es que estas aventuras galácticas, lejos de pasar de moda, van incrementando su interés a medida que transcurren los años.

   La pregunta es evidente: ¿por qué? Hay películas que hacen historia, que recaudan escandalosas sumas de dinero y que consiguen entrar en la selecta categoría del “cine de culto”, pero que no logran equiparar su éxito al que siempre alcanza cualquier cinta de esta saga. ¿Será su temática?, ¿serán sus efectos especiales?, ¿serán sus personajes?, ¿será el merchandising que siempre la acompaña? Probablemente, todo consista una mezcla bien agitada de todo ello.
 
 

   A mi juicio, lo más importante se centra en aquello que nos cuenta. Si lo pensamos bien, La guerra de las galaxias (sí, yo soy de la época en que llamábamos así a lo que hoy se conoce como Star Wars) nos detalla una epopeya heroica trasladada a las llanuras espaciales: como en los relatos medievales, nos encontramos un aprendiz (Luke Skywalker), un maestro (Obi-Wan Kenobi), una princesa encerrada en un castillo (Leia Organa en la Estrella de la Muerte), un rey malvado (Darth Vader), un mago que vive en el bosque (Yoda), un caballero, un escudero y la montura de ambos (Han Solo, Chewbacca y el "Halcón Milenario", respectivamente); duelos a espada (¿de verdad tengo que especificar a qué me refiero?), sabias enseñanzas vitales (todas aquellas que Obi-Wan transmite a su joven novicio) y un trasfondo de magia y hechizos (todo lo relativo a la Fuerza).

   Por tanto, así como los relatos del medievo fueron escritos para instruir a sus oyentes en los valores que debían regir la vida del individuo, este nuevo mito, adaptándose al lenguaje actual, los transmite de nuevo al hombre de hoy. De esta manera, el espectador (antes, el lector o el oyente) se encuentra con una fábula que le recuerda el sentido épico de su propia existencia, aletargado por la molicie de una sociedad volcada en el bienestar; que lo exhorta a la lucha contra el mal y a la defensa de lo bueno, y que le propone los cánones eternos que deben conformar a la persona virtuosa: prudencia, justicia, fortaleza y templanza (por supuesto, con sus derivados particulares: fidelidad, integridad, honor, respeto, valentía, compañerismo, familia y etcétera). Esto lo encontramos también en dos trilogías cinematográficas recientes, El hobbit y El señor de los anillos, que basan su popularidad precisamente en los mismos fundamentos.
 
 

   Enmarcando todo ello, podemos contemplar el desarrollo de una historia que es común a toda la humanidad: el sempiterno combate entre el bien y el mal, facciones representadas, respectivamente, por la Orden Jedi y los malignos Sith (también soy de la época en que pronunciábamos “yedi” y no “yedái”, amparados, todo hay que decirlo, por un fantástico doblaje español: ¿quién no recuerda la advertencia contra “el reverso tenebroso de la Fuerza”?). De este modo, y como cualquier persona recta que se precie, vemos a un Luke que, a pesar de su denodada pugna contra el mal, se siente atraído por este (en este sentido, la negra vestidura que porta en El retorno del Jedi, alejada de su característico blanco propio de las otras dos entregas, es reveladora); que, a pesar de comprender el error y la infelicidad al que aquel lo conduce, experimenta la necesidad de saborearlo (no hay nada más que ver el siempre sobrecogedor diálogo que mantiene con Darth Vader en El Imperio contraataca).

   Aunque la nueva trilogía carece en parte de todos estos factores (aún no me he recuperado de la decepción que sentí al ver por primera vez La amenaza fantasma…), debemos agradecerle a George Lucas, sin embargo, que rescatara ese combate interior tan humano entre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, algo que aparece perfectamente descrito en esa paulatina degradación que sufre Anakin Skywalker a lo largo de las tres películas; como si de una llamada de atención a todo espectador se tratase, el sabio Yoda advierte en aquella que el miedo lleva a la ira, que esta conduce al odio y que este es la puerta abierta al sufrimiento, ignominioso descenso que culmina en el imborrable grito de aversión lanzado por aquel contra su maestro Obi-Wan en La venganza de los Sith.
 
 

   Según los últimos rumores, en este séptimo episodio de la saga veremos nuevamente esa lucha que todo hombre mantiene en su interior, con una posible caída de Luke en el lado oscuro de la Fuerza, derrota que, lejos de apabullar al ser humano, debe acicatearlo más aún al combate contra la tentación, el pecado y, en definitiva, contra el mal y el Maligno. Es evidente que toda persona está llamada a unirse a ese poder misterioso que lo une todo y que todo armoniza (¿no está clara la imagen de Dios?), y que, para ello, debe recorrer la senda del conocimiento, de la virtud, de la oración, de la moderación y de la santidad (del Jedi), que es el peldaño imprescindible para vivir eternamente unido a ella. Por supuesto, el hombre que inicie esta andadura debe someterse a un duro entrenamiento, como al que Luke es sometido por Yoda en Dagobah, pues es un camino repleto de espinos y dificultades; no obstante, su meta merece cualquier pena, ya que supone estar para siempre y felizmente con aquellos que aquí conocimos y nos adelantaron en nuestra marcha.    

   Yo creo que el éxito de este tráiler y el presumible que obtendrá la película es una nueva esperanza en una humanidad que, a pesar de verse subyugada por el materialismo, el desánimo, el ateísmo, la desilusión, la ruindad y la tristeza, sabe que está llamada a una vida más plena, y que esa vida se consigue al abrazar la santidad y al fijar la mirada en el Paraíso.
 
 

miércoles, 21 de octubre de 2015

21 de octubre de 2015


   Para todo freak, el 21 de octubre de 2015 es un día grande, pues se conmemora la fecha en que Marty McFly viajó a nuestro tiempo desde el pasado en Regreso al futuro II. Por esta razón, es probable que hoy muchos caminen por la calle oteando el cielo en busca del Delorean o acudan al multicines más cercano para asistir al estreno de la improbable Tiburón 19 (a pesar de que la Universal nos haya deleitado con su falso tráiler). Desgraciadamente, el porvenir que vio el alter ego de Michael J. Fox en la citada película nunca llegó a realizarse, y todos aquellos adelantos que esta última nos presentó han quedado en una simple parodia de lo que podría haber sido (¿hay algún lector que no haya imaginado poder volar en su coche o usar uno de esos fabulosos aeropatines?).
 
 

   Debo reconocer que esta entrega es la que menos me gusta de la trilogía creada por Robert Zemeckis y Steven Spielberg, a pesar de que, probablemente, sea la más famosa de todas, pues repite demasiado los chistes de su antecesora y se basa en un argumento poco imaginativo, no obstante su diseño de producción. Por el contrario, me encantan la originalidad de la primera y el entrañable homenaje de la tercera al género cinematográfico por antonomasia: el western. En recientes declaraciones de ambos cineastas, se reveló que no existía la intención de dirigir tres filmes, por lo que, cuando se dio luz verde al proyecto de continuar la saga con Regreso al futuro II y Regreso al futuro III, esta última concentró la mayor parte del interés de todo el equipo, en detrimento de aquella. Y eso es algo que se percibe a lo largo de todo el metraje.  

   Sin embargo, al margen de consideraciones técnicas, lo que realmente siempre me ha llamado la atención en las cintas de este sub-género de viajes temporales ha sido el empeño del hombre por volver al pasado. Es cierto que la película que hoy conmemoramos versa sobre un traslado al futuro, pero la humanidad, de manera habitual, ha mirado hacia este con curiosidad científica o morbosa, no con el interés con que parece observar lo pretérito. Y yo me pregunto cuál es el motivo. 
 
 
 
   A mi juicio, la libertad innata del hombre conlleva un riesgo al que cada persona, en algún momento de su existencia, se enfrenta: el arrepentimiento. Por desgracia (o por suerte, pues no estamos condicionados por ningún instinto natural o hado mitológico que guíe nuestros pasos en la tierra), el ser humano está condenado a tropezar una y otra vez en el camino de su vida, a equivocarse, a contradecirse, a omitir lo que es necesario y a un largo etcétera de errores que hacen que se pregunte el modo de solucionarlos. En la reivindicable Frequency, por ejemplo, se nos hace partícipes de la historia de un hombre al que le gustaría haber pasado más tiempo con su padre; en la rescatable Los fantasmas atacan al jefe, de la biografía de un millonario que ha despreciado a su familia y que encuentra la oportunidad de redimirse, y en la interesante Looper, de la vida de un agente de policía que busca recuperar a su esposa.

   Es decir, el viaje al pasado es visto por la humanidad de hoy como una manera de liberarse del error que la persigue y, por consiguiente, de reordenar una vida que no le gusta (¿cuántas veces hemos dicho o pensado las cosas que cambiaríamos si pudiésemos retroceder en el tiempo?). Pero esto no es posible (y difícilmente llegará a serlo algún día), por lo que los hombres solo podemos fantasear con lo que podríamos haber hecho y nunca llegamos a hacer o redundar en nuestro dolor causado por algún error cometido. Sin embargo, aunque lo primero no tenga solución inmediata, lo segundo sí, pues el arrepentimiento de una acción pasada puede conducir al sujeto a una verdadera conversión de vida que lo conduzca al reordenamiento que tanto anhela.
 
 

   Supongamos que una persona asiste al funeral de su madre y que, durante el sepelio, experimenta el pesar de no haber disfrutado de su presencia tanto cuanto debería haberlo hecho. Por un lado, puede redundar en su dolor y ahogarse en su tristeza, pues, efectivamente, nunca volverá a vivir con ella tales momentos; mas, por otro lado, puede canalizar ese amor hacia las parientes que aún viven, como su padre, su esposa o sus hijos, de manera que no se tope nuevamente con la estremecimiento de no haber demostrado todo lo que siente por ellos.

   Pero existe un arrepentimiento de orden superior, que es aquel que nace de una ofensa o de una vida desastrosa; ante él, el hombre siente una profunda tristeza, que incluso puede llevarlo a la desesperación, pues, por ejemplo, la ofensa ha sido tan grave que ha desestabilizado su propia existencia de manera irremediable. En casos así, hay veces en que el perdón humano no está presente, por lo que la vida del afectado se desenvuelve en un fino precipicio que cae hacia el abismo. Frente a esto, la única solución es la misericordia de Dios, que es capaz de condonar cualquier pecado que sea reconocido de corazón, y devolverle al hombre la dignidad o la ilusión que haya podido perder. Él, ciertamente, no nos trasladará a un tiempo pasado, para que podamos corregir las cosas malas, pero sí nos dará una capacidad de perdón y comprensión que nos liberará del yugo que nunca supimos desuncir. De este modo, seremos capaces de amar como antes no supimos o de entregarnos a otra persona como antes no logramos hacerlo.

   Por desgracia, como el creyente escasea cada vez más, el hombre de hoy seguirá soñando con la posibilidad de viajar en el tiempo para reordenar su vida, en vez de arrodillarse delante de un sacerdote y pedir el perdón que Dios está deseando otorgarle. El cristiano, sin embargo, podrá imaginar también que va de un lado a otro entre el presente, el pasado y el futuro, pero sabrá que los problemas que haya tenido en lo pretérito o los errores que haya podido cometer, encuentran su solución en el Padre del cielo, que es el único capaz de devolverle sentido a una vida echada a perder o perdonar los pecados que vamos almacenando y que nos impiden mirar con confianza al futuro que se nos abre por delante.
 
 
 

martes, 20 de octubre de 2015

¡Por fin!

   No lo voy a negar: tengo muchísimas ganas de ver El despertar de la Fuerza.
   Aquellos que recelen de la elección de Abrams como director o de la gestión de Disney como productora, vean este tráiler para evaporar sus sospechas.
 
 
  
  

Marte (The Martian)


   Unos posts más abajo, reflexionaba brevemente sobre la visión cristiana de la vida y el sufrimiento; en las líneas que dediqué a La niebla, decía que el creyente afronta ambos factores con alegría, pues su fe en Dios le produce una confianza especial que le lleva a creer con firmeza que nunca se verá abandonado. Por azares fílmicos, resulta que esta semana tenemos en nuestros cines Marte (The Martian), una obra del irregular Ridley Scott (¿de verdad que aún no ha pedido perdón por su horrible Exodus: dioses y reyes?) que aborda con maestría este asunto, y que, por consiguiente, nos ofrece una acertadísima y positiva visión sobre la vida y la fe que no nos puede dejar impasibles.
 
 

   A continuación, spoilers.

   El film nos describe el modo en que procura sobrevivir un astronauta perdido en el Planeta Rojo, mientras que sus superiores bregan en la Tierra intentando dilucidar qué hacer con él. Posiblemente, otro en su lugar habría dado todo por perdido y se habría dejado morir, pero el aventurero en cuestión determina que las áridas planicies marcianas no serán su tumba, por lo que se las ingenia para cultivar patatas, comunicarse con la NASA y otros menesteres. Además, cuando sus compañeros de misión descubren que este sigue con vida, deciden acudir en su rescate, desacatando el mandato del centro espacial que coordina todos sus movimientos.

   Una escena del metraje aterroriza a los que quieren ver ataques al cristianismo en todas partes, pues el gran Matt Damon destroza un crucifijo para proporcionarse con su madera un fuego que le ayudará a sobrevivir; sin embargo, aquellos tales olvidan que, tras resolverse a ello, le espeta al Cristo que pende de él que confía en su auxilio. A partir de aquí, pues, da comienzo esa odisea que lleva a aquel a encarar toda dificultad con tal de continuar vivo, y aunque la presencia de Dios solamente se sugiere en determinados momentos, la citada escena nos recuerda que es su fe en Él la que lo está impulsando.

   Como ocurre en la vida ordinaria, muchos se oponen a mantener vivo al que ya se da por muerto, pero el espíritu de lucha y el horizonte de triunfo del interfecto hacen que todos se contagien y que quieran prestarle su ayuda y su oración. Eso ocurre en la Tierra cuando la humanidad descubre que aquel continúa con vida, y la ilusión por rescatar al que se creía perdido logra que se aúnen incluso países enemigos, como China y Estados Unidos. De este modo, el valiente astronauta se convierte para todos los hombres en un verdadero signo de esperanza, que les hace ver a todos que merece la pena vivir, aunque muchas veces la propia biografía se convierta en nuestro peor adversario.

   Es probable que el cineasta haya impreso este tinte ilusionante en su obra por la muerte de su hermano, el cual resolvió suicidarse al encontrar insoportable la enfermedad que lo atenazaba desde hacía años; tal vez haya querido gritarle póstumamente que vivir es la gran aventura de todo hombre, y que uno nunca debe perder la esperanza ante las dificultades que se le vayan presentando. Como decíamos al principio en relación a otro film, en el que el protagonista asesinaba a sus amigos para impedirles el sufrimiento, aquí el cine vuelve a enseñarnos que siempre hay una salida para el que tiene fe y mantiene viva su esperanza.
 
 

martes, 13 de octubre de 2015

White God


   Hay que reconocer que a veces el cine te sorprende. En esta ocasión, la película que hoy comentamos lo hace de manera especial, pues vuelve sobre el manido tema del comunismo, tan de moda nuevamente en nuestros días, pero bajo la mirada de un prisma muy particular. Esta vez, la crítica a la sociedad de clases y su consecuente revolución no está desempeñada por obreros sediciosos, familias explotadas o militares malnutridos (siempre diré que El acorazado Potemkin es uno de mis filmes favoritos), sino por una jauría de fieros canes que pone a raya a los estamentos opresores.

   Debo reconocer que no llegué a esta conclusión hasta que vi el final del metraje, cuando (SPOILER), tras la masacre liderada por el sanguinolento perro protagonista, su anterior dueña y el padre de esta se tumban en el suelo frente a él y sus secuaces, poniéndose a la misma altura que ellos; es verdad que algo intuí cuando un miembro de la sempiterna orquesta a la que acude la actriz principal interpretó los acordes de la Internacional, pero lo achaqué a una broma juvenil más que al hilo conductor del film. Y es que este nos narra la historia de un pobre animal que ve cómo, por culpa de un amo intolerante y despótico, pasa de una vida regalada en compañía de su propietaria a una existencia cruenta. Gracias a ello, va conociendo las diferentes realidades del mundo, que, sin embargo, comparten la triste verdad del proletariado: que este siempre será sometido por el señor burgués. Esto va fortaleciendo su carácter, y, cuando tiene la oportunidad, demanda su lugar en el mundo atacando a todos los que lo han oprimido, acompañado, claro está, de todo un séquito de miserables criaturas que solo pueden hacer oír su ladrido mediante la violencia. Al final, y como hemos dicho, el hombre en general, que es el alegórico burgués del relato, comprende que está a la misma altura de los perros, que es el metafórico obrero del metraje.

   Lógicamente, no soy comunista, pero aplaudo cuando una idea es bien presentada por el arte (una vez más, reivindico la olvidad figura de Sergei Eisenstein, el mejor divulgador cinematográfico que tuvo la Unión Soviética). Esta película lo consigue, mezclando muy bien originalidad y excelente manufactura. Es una buena fábula y un buen ejemplo de cómo hacer cine.
 

lunes, 14 de septiembre de 2015

La niebla


   Existen dos películas con este mismo título: por un lado, la dirigida por John Carpenter en el año 1980; por el otro, la que realizó Frank Darabont en 2007 (existe también un remake de la primera del año 2005, pero en España se conoció como Terror en la niebla). Una y otra comparten premisa: una espesa bruma se asienta sobre un pequeño pueblo costero; precisamente por su ubicación junto al mar, sus habitantes no detectan ningún inconveniente en ella, hasta que se suceden diferentes muertes que les hacen descubrir lo contrario. Pero mientras que la primera centra su atención en ofrecer al espectador una (magistral) narración de terror, la segunda pretende indagar en el comportamiento del hombre cuando se ve asediado por el miedo.

   A fin de conseguirlo, nos presenta a un heterogéneo grupo de personas que, tras el asentamiento de la misteriosa niebla, se queda encerrado en las dependencias de un supermercado; allí sufre los constantes ataques de las extrañas criaturas venidas con ella y, sobre todo, los diferentes problemas que genera la inaudita situación. Entre ellos destaca el que provoca la exaltación religiosa de uno de los componentes, una mujer firmemente convencida de estar viviendo un castigo divino y, como consecuencia, los últimos días de la humanidad. La dificultad estriba en que su soflama arrastra poco a poco a los otros miembros, logrando que se dejen invadir por el miedo en vez de hacerlo por la resolución.
 
 

   Ciertamente, una de las reacciones propias del ser humano ante el peligro es la oración, a la que, de alguna manera, acude también incluso la persona que se declara atea. Este recurso a Dios puede tener una vertiente de confianza hacia Él o, por el contrario, de pánico, que es la que esta película estudia. Quien confía en Él acepta su voluntad, y sabe que nada malo puede ocurrirle, a menos que Él mismo lo permita; quien desconfía de Él se sume en el terror, pues no ve su mano providente en la situación que está viviendo. Los que actúan así, terminan entendiendo a Dios como un ser justiciero y maligno, deseoso de la pena y no del perdón, como es su verdadera naturaleza.

   No es difícil entender que la niebla que da título al film es una alegoría del mal, como la negra oscuridad que uno experimenta en la dificultad. En efecto, el hombre se topa una y otra vez con el sufrimiento, con el dolor, con la responsabilidad y con la contradicción, por lo que, como expresábamos arriba, puede optar por dos caminos: o bien asumirlo, o bien rechazarlo. Una persona que rechaza constantemente cualquier sentido de la responsabilidad o que huye del dolor (hoy mismo estamos en una sociedad que promueve el vivir pasándolo bien, sin responsabilidades ni ataduras), acaba por encontrarse con ellos, pues es inherente al ser humano. Por desgracia, al haberlos soslayado, no es capaz de asumirlos, y el sufrimiento es mayor.

   Por el contrario, aquel que es capaz de aceptar el dolor y la responsabilidad, se fortalece ante las diferentes situaciones que la vida le va proponiendo. Concretamente, el cristiano ve en el dolor su propia cruz, es decir, el camino que Dios le marca para alcanzar la gloria, que es su objetivo. No es que el cristiano ame el sufrimiento por sí mismo, sino por lo que hay a continuación, esto es, la vida eterna: del mismo modo que Cristo cargó el madero y sufrió su pasión antes de resucitar, aquel entiende que su carga es el camino a la eternidad.  

   Aquella fanática mujer a la que aludíamos al principio es prueba clara de la persona que desconfía de Dios hasta sentir pánico de su presencia; por esta razón, la película la condena con un certero disparo que pone fin a su vida. Pero su visión ha calado incluso en los protagonistas principales del relato, que, ante su sufrimiento, deciden suicidarse (¿eutanasia?). Sin embargo, no bien han ejecutado su crimen, la niebla se disipa y los monstruos desaparecen, haciéndoles comprender su error, ya que nadie sabe qué planes dispone Dios para cada uno de nosotros. Para fortalecer esta idea, un rápido pero elocuente plano nos presenta la sonrisa complacida y amable de una señora que, al principio de la historia, había abandonado el supermercado con el fin de reunirse con sus hijos, a los que amaba; como ella ha sobrevivido a pesar de que le anunciaron lo contrario, podemos entender que su amor, que siempre tiene su origen en Dios, es lo que la ha salvado.   
 
 

sábado, 5 de septiembre de 2015

Cocoon


   Cuando en 1982 Steven Spielberg estrenó su cinta más personal, E.T., el extraterrestre, cambió para siempre la opinión de la humanidad acerca de los alienígenas: de alzar los ojos con pavor a las profundidades espaciales aguardando una inminente invasión marciana, el hombre pasó a desear con ardor un contacto con los seres que supuestamente las habitan. Como no podía ser de otra manera, el séptimo arte se hizo eco de esta voluble visión, y mientras que en la década de los cincuenta advirtió de su presencia al respetable con La Tierra contra los platillos volantes, la primera versión de La guerra de los mundos y La invasión de los ladrones de cuerpos, a partir de la visita del entrañable hombrecillo ideado por el autor de Encuentros en la tercera fase, lo reconcilió con ellos: de esta manera, nos presentó al desvalido extraterrestre de Mi amigo Mac y nos hizo creer que unos niños podían aventurarse entre las estrellas y dialogar con ellos sobre sus inquietudes en Exploradores (¡hasta el mismísimo John Carpenter tuvo que renunciar a su magistral La cosa a favor de la más ñoña Starman!). Y aunque ninguno de estos filmes deja de ser un émulo del imaginario spielbergiano, podemos hallar entre ellos alguna agradable sorpresa.

   Una de las citadas sorpresas es Cocoon, de Ron Howard, director que alcanzaría la cumbre de su éxito con la famosa Apolo 13. En el film que nos ocupa, podemos ver a unos extraterrestres que, adoptando apariencia humana, se infiltran en las inmediaciones de un pequeño pueblo de la costa norteamericana con la intención de recuperar a los miembros de una expedición que cayó al mar hace miles de años. No obstante el tiempo transcurrido, los componentes de la misión han logrado sobrevivir gracias a unas cápsulas preparadas para tal efecto. Como estos recipientes solo son viables bajo el agua, cada vez que uno es descubierto, es sumergido de inmediato en una piscina, a la espera de reunir a todos y poder partir de regreso a su planeta de origen. Pero la casualidad quiere que justo al lado de dicha piscina haya una residencia de ancianos, y que un grupo de estos acuda regularmente a ella para bañarse en sus aguas; como es normal, nunca han experimentado nada fuera de lo común, hasta el día en que lo hacen tras haber sido depositadas en ella las primeras piedras: a partir de ese momento, sienten que su fuerza y su jovialidad se revitalizan, por lo que comienzan a disfrutar de una vida que se situaba en el ocaso.
 
 

   Como se puede comprobar, la película que hoy nos ocupa se aparta notablemente del tono infantil que caracteriza a los filmes citados arriba, a pesar de la presencia en ella de Barret Oliver, actor en boga a la sazón gracias a su papel en La historia interminable y en D.A.R.Y.L.; tanto es así que podríamos hablar de un largometraje centrado en la ancianidad. Ciertamente, la película encierra en sí una bella metáfora acerca del fugaz paso de la vida y de esa última etapa a la que el hombre debe enfrentarse antes de morir; es por ello que nos ofrece constantes reflexiones acerca del ocaso de la existencia, del amor que permanece fiel a pesar del paso de los años y de ese innato e innegable deseo de exprimir la vida al máximo antes de abandonarla (la hermosa fotografía de Donald Peterman, que alcanza su culminación en los sempiternos crepúsculos que acompañan al relato, y la hermosa partitura de James Horner nos introducen perfectamente en ese mundo de la tercera edad que el film pretende describir).

   Pero lo más interesante de la obra tal vez sea su tramo final, en el que los ancianos de la residencia son invitados por los alienígenas a partir con ellos hacia las estrellas, donde podrán vivir para siempre sin dolor ni sufrimiento. Obviamente, todos aceptan la invitación de sus amigos estelares, por lo que zarpan a bordo de un yate hasta el lugar donde serán recogidos por la nave espacial. Sin embargo, el corto trayecto no les resultará sencillo, pues el niño interpretado por Oliver intenta embarcar con ellos, provocando que otros familiares de los ancianos procuren disuadirlos de lo que, a sus ojos, es una locura. No obstante, la embarcación alcanza el lugar designado y, tras unos efectos especiales propios de la época, es abducida y conducida al cielo. El pobre Oliver, que tanto deseaba estar junto a sus abuelos, salta en el último momento y se reúne con su madre, quien, al no haber presenciado la ascensión del barco, piensa que los ancianos han muerto ahogados.

   Aunque el film concluya con el funeral organizado por la supuesta muerte de los ancianos y con la pícara mirada del niño protagonista dándonos a entender que él cree firmemente en que sus abuelos navegan y navegarán eternamente por las llanuras siderales, este colofón, a mi juicio, encierra una bella metáfora sobre la muerte y la vida eterna. Como hemos dicho arriba, el metraje nos describe con precisión las vivencias de unos hombres que contemplan cómo sus vidas discurren rápidamente hacia su final, sintiéndose incapaces de aferrarla, como desearían; mas, aunque al principio no parecen aceptar su situación, al conocer el poder curativo de las piedra alienígenas, cobran nuevas esperanzas, que se solidifican cuando los extraterrestres que las recaban les ofrecen partir hacia las estrellas. Podemos entender, pues, que el film narra realmente el modo en que los protagonistas se enfrentan a sus últimos días de vida, y cómo, aunque se sienten tristes por ello, poco a poco descubren la promesa de una vida eterna que les infunde la felicidad que con tanta urgencia necesitaban.
 
 

   Ciertamente, la muerte continúa siendo un gran misterio para el hombre de hoy, pues, a pesar de los altos logros alcanzados, aún no ha podido frenar esta última despedida a la que el mismo debe someterse; así, aunque es verdad que en la actualidad contamos con medios que alargan nuestros días en la tierra más que los gozados en otras épocas, al final siempre aparece la muerte para ponerles fin. Ante esta verdad, al ser humano se le ofrece una disyuntiva: o bien rebelarse contra ella y convertir la agonía en una auténtica pugna por mantenerse vivo, o bien aceptarla con la confianza de que no es sino el paso a una vida sin final. Esta última es la actitud propia del cristiano, que ve en la resurrección del Señor la prueba definitiva de que la decrepitud del cuerpo y su inhumación no tienen la última palabra; es por ello que acepta la muerte confiando en que la recuperará gloriosamente.

   En nuestros días, esta certeza ha pasado a un segundo plano, y al hombre ya no se le instruye en ella. Sin embargo, sigue albergando dentro de sí un deseo de eternidad que apunta a la existencia de una vida de ultratumba a la que su alma lo está convocando. Por desgracia, y para saciar esa sed, se ha conformado con las dosis que le administran los nuevos credos, que, rechazando la resurrección, proponen diferentes sustitutos, como la reencarnación, que es una manera engañosa de eludir la muerte y de prolongar la vida en este suelo, aunque sea en un cuerpo distinto al propio. Pero ¿no hay mayor tranquilidad que el sosiego eterno que nos promete una vida sin fin donde ya no habrá dolor ni sufrimiento y donde el amor imperfecto que experimentamos en nuestra vida terrena alcanzará su perfección? Los ancianos del film lo saben muy bien, por lo que acuden con diligencia a la llamada de la muerte (es oportuno recordar que la mar siempre ha sido signo de esta, por lo que no es casual que su último viaje lo hagan a bordo de un barco), a pesar de la oposición que encuentran por parte de sus familiares, que hacen lo posible por devolverlos a la orilla de esta vida.

   En mis años de sacerdocio he podido comprobar cómo muchos ancianos, agobiados por el peso de los años o en el umbral de la muerte, aceptan con agrado el abrazo de esta última, pues saben que ya han vivido mucho, por lo que su mayor deseo es el descanso eterno y la compañía de aquellos que aquí amaron y que fallecieron antes que ellos. Por otro lado, también he visto (y es natural que así sea) cómo los familiares próximos se aferran a cualquier hálito para mantenerlos con vida, impidiéndoles que den ese paso que ellos están ansiosos por dar. Tal vez, como en el film, estos que aceptan la muerte estén dando un ejemplo de entrega y confianza absolutas a aquellos que, por verla de lejos, no están dispuestos a asumirla.

   La película, pues, es un buen ejercicio de reflexión acerca de la ancianidad y la vida eterna, temas que hoy no aparecen en la opinión pública, pues la primera recuerda al hombre que sus días en la tierra no son eternos, y la segunda, que Dios existe y puede premiar con ella o castigar con su ausencia. Es por ello que, a pesar de aprovechar en su momento el filón abierto por Spielberg y su bienintencionada visión de los extraterrestres, Cocoon se concede a sí misma el galardón de ser una gran obra, pues supera los clichés del género cinematográfico y ahonda en una temática difícil y sensible, de la que sale sin duda airosa.