martes, 23 de agosto de 2016

Stranger Things

   Este verano, me he topado con una sorpresa televisiva sin parangón: Stranger Things (Matt y Ross Duffer, 2016). Es evidente que la industria mediática de hoy está empeñada en tocar la fibra nostálgica de quienes nos criamos en la década de los ochenta, pero, asimismo, es notorio que, detrás de todo este aparato, no hay más que un mero interés crematístico (la última prueba de ello, la tenemos en el remake, que no reboot, de Los cazafantasmas: aquí). Por regla general, y debido a ese objetivo pecuniario, los productos que nos llegan de su mano no solo no satisfacen esa melancólica caricia que nos prometen, sino que consiguen enfadarnos, puesto que manchan el grato recuerdo que albergamos de los originales en nuestra memoria (para la basura, quedan títulos como Conan, el bárbaro y Poltergeist... las nuevas versiones, claro); sin embargo, hay ocasiones en las que se le escapa una pequeña joya, que consigue esbozarnos la atontada sonrisa de quien se reencuentra con su pasado, como ocurrió con la reivindicable Super 8 (J.J. Abrams, 2011). Tal vez por el ejemplo que dio este film, la serie que nos ocupa se desarrolla en su misma línea, algo que nos consigue devolver, como él, al universo que ya dejamos atrás, pero que aún seguimos añorando.




   En efecto, mediante esta magnífica obra, podemos viajar de nuevo al microcosmos cinematográfico que cautivó nuestra imaginación hace algo más de treinta años, cuando soñábamos con vivir en aquellas casas que aquí difícilmente encontrábamos, descubrir por casualidad el mapa del tesoro de Willy el Tuerto en el desván de alguna de ellas, sorprender a un afable extraterrestre en nuestro invernadero o navegar hacia las estrellas, a bordo de un viejo vagón de feria, con nuestros mejores amigos; pero también nos enfrenta otra vez a aquellos temores que se tornaban reales en nuestros oscuros dormitorios antes de dormir, como la posibilidad de fenecer durante un sueño a manos de un asesino onírico, de pelear contra unas indómitas y hambrientas criaturas erizadas llegadas del espacio o de preguntase si nuestros mogways se habrían atrevido a comer después de la medianoche.

   La historia comienza en la ciudad de Hawkins, en el Estado de Indiana, un 6 de noviembre del lejano año de 1983. Después de una partida de Dragones y mazmorras (tal vez, el primer role play game que todos hemos probado, junto con El señor de los anillos), un grupo de amigos se despide hasta el día siguiente; uno de ellos, empero, no acude a la obligada cita, por lo que todos, especialmente su madre, empiezan a sospechar que ha sido secuestrado o que se ha fugado por algún motivo que desconocen. De inmediato, tanto la Policía de la localidad como la familia del muchacho se vuelcan en su búsqueda, pero, debido a los escasos resultados que esta ofrece, sus compañeros se suman a ella. Gracias a este gesto, estos últimos encuentran, en un bosque cercano, a Once, una extraña niña con poderes sobrenaturales que parece estar vinculada misteriosamente a la desaparición de su amigo, por lo que deciden añadirla al grupo y servirse de su ayuda para localizarlo.




   A partir de aquí, todo el metraje de los escasos ocho episodios de los que la serie se compone es un guiño y una referencia constante a las cintas que han forjado nuestra infancia, como E.T., el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982), Los Goonies (Richard Donner, 1985) y Exploradores (Joe Dante, 1985). Pero que esto no nos lleve a engaño, ya que no se trata de un simple remedo de lo que vimos en aquellos clásicos, sino un argumento nuevo y diferente que explora, eso sí, los elementos que hicieron imprescindibles a aquellas, como el protagonismo de lo misterioso y lo sobrenatural que nos presentaron, por ejemplo, Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977) y Poltergeist. Fenómenos extraños (esta vez, la buena), y la relevancia de la amistad, que quedó grabada en nuestro ideario de virtudes gracias a ellas y a títulos como Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1986) y hasta la tardía Mi chica (Howard Zieff, 1991). Por supuesto, el terror está tan presente como lo estaba en Carrie (Brian De Palma, 1976), Pesadilla en Elm Street (Wes Craven, 1984), Jóvenes ocultos (Joel Schumacher, 1987) o la conocida soap opera Twin Peaks (David Lynch, 1990), puesto que, si de algo también nos advertían estas, es de que la ruptura de esa fantasía se podía quebrar en cualquier lugar, no obstante su serenidad, y de la mano de cualquier individuo, pese al rostro amable o conocido que pudiera tener (en el caso de la serie que nos ocupa, esta idea está encarnada por la amenazante presencia del laboratorio "Hawkins", donde, supuestamente, están teniendo lugar peligrosos experimentos que ponen en riesgo la vida de sus vecinos).

   Por tanto, nos encontramos ante un recomendable ejercicio de buen cine, en el que la nostalgia ochentera es un elemento más de la original trama que nos ofrece la serie, y no una finta tramposa ni un apetecible garlito en el que se nos tienta a caer. De ella, pues, gozarán quienes vivimos nuestra infancia o juventud hace más de tres décadas y los aficionados que nacieron después: los primeros, por el anhelado reencuentro con aquellas; los segundos, por el descubrimiento de una época mágica que sentó las bases de las aspiraciones de toda una generación.    





miércoles, 17 de agosto de 2016

Cazafantasmas

   Muchas veces, cuando nos llegan noticias sobre el rodaje o el estreno de un remake, le diagnosticamos a Hollywood una grave falta de imaginación, pues consideramos que, al ser incapaz de ofrecernos nuevos filmes que cautiven nuestro interés, recurre a argumentos que fueron exitosos en su época, con el fin de obtener el aplauso (y las ganancias) que alcanzó con ellos entonces. Sin embargo, y aunque este motivo sea cierto, la verdad es que la costumbre de elaborar versiones actualizadas de viejos clásicos cinematográficos es un hábito muy antiguo en el séptimo arte: Cecil B. DeMille, por ejemplo, dirigió dos adaptaciones de su película Los diez mandamientos (amén de la conocida, una silente en el año 1923), y Fred Niblo realizó el primer Ben-Hur en 1925, es decir, ¡treinta y cuatro años antes que la obra maestra de William Wyler! Por lo tanto, lejos de ser exclusivamente un síntoma de la debilidad hollywoodense a la hora de afrontar nuevos proyectos (con un claro objetivo crematístico), los remakes pueden ser también una buena oportunidad para presentar las antiguas historias desde un prisma novedoso, con el fin de hacerlas aceptables al público del momento.

   Por supuesto, existen buenos remakes y malos remakes: entre los primeros, se encuentran aquellos que, aun basándose en títulos anteriores, son capaces de ofrecer una historia diferente, pues profundizan en aspectos que sus predecesores relegaron o abordaron someramente (un buen ejemplo de ello son La cosa (El enigma de otro mundo), de John Carpenter, y La mosca, de David Cronenberg); entre los segundos, aquellos que se limitan a copiar la película original, pero pasándola por el tamiz de la técnica moderna o de la tendencia vigente (unos claros paradigmas de esta segunda opción son Psycho (Psicosis), de Gus Van Sant, y El planeta de los simios, de Tim Burton).




   El caso de Cazafantasmas es particular, porque, aun siguiendo casi punto por punto las líneas argumentales de la versión de 1984, que, como hemos dicho, es síntoma de un mal comienzo, propone, sin embargo, la interesante perspectiva que ofrece el grupo de mujeres que releva a los míticos Bill Murray, Dan Aykroyd, Harold Ramis y Ernie Hudson. No obstante, pese a esta loable finalidad, que acercaría la comedia ochentera a las generaciones de hoy, el resultado no es el esperado, puesto que el relato cae muy pronto en un discurso feminista que absorbe cualquier resto del genio que el guion podía presentar. En efecto, mientras que aquella era una sencilla parodia del mundo de la ciencia enfrentado a lo sobrenatural, esta somete el mismo argumento a las reivindicaciones por las que lucha la mujer actual, como su independencia y su igualdad al varón. Por supuesto, no quiero hacer ver con esto que soy contrario a dicha pugna por parte de nuestras féminas, sino que, mediante el uso que se hace de ellas en el film, este pierde la intemporalidad de su predecesor y su nombre queda denigrado (¿en serio hacía falta contraponer a las cuatro chicas con un hombre tan tonto?, ¿es que no eran capaces de destacar por sí mismas? Si nos ponemos quisquillosos, el papel de Rick Moranis ya mostraba esa faceta del hombre... ¡pero llevada con más gracia que aquí!). Por otro lado, el humor del que hace gala la película es de una puerilidad insultante, algo que servirá de reclamo al público más infantil, pero que decepcionará a los que aún guardan en su memoria el recuerdo del primer largometraje.

   Con todo, no quiero decir que la película sea un bodrio, pues tiene algunos aciertos, como la divertida aparición de cada uno de los miembros del reparto original, así como los inevitables guiños a la cinta que protagonizaron, y las interpretaciones de Kristen Wiig y Melissa McCarthy, que parecen estar disfrutando de todos los planos que comparten (dejemos de lado a las otras dos actrices, que sobreactúan hasta la extenuación); sin embargo, podría haber sido mucho más redonda si hubiese relegado el discurso panfletario y cansino (para hacerlo mejor, su responsable debería haber tomado nota de cómo lo hizo Abrams en El despertar de la Fuerza, por ejemplo, donde la joven Rey no necesita de ningún adlátere insulso para demostrar su valía), y hubiese buscado contentar al público nostálgico con un humor más parecido al que gozamos cuando vimos Los cazafantasmas por primera vez (otro ejemplo de buena manufactura en este melancólico sentido es la serie de televisión Stranger Things, que ha sabido captar a la perfección el ambiente fílmico de la época que muchos vivimos).

   Parafraseando, pues, el inicio de este escrito, no todos los remakes están llamados a ser una mera copia de la cinta original, ni todos tienen como único objetivo engrosar la billetera de los directivos de Hollywood, puesto que, si caen en buenas manos, son capaces de superar incluso a la película que les sirve de base. Sin embargo, otros tienen la mala suerte de servir como inocente instrumento de divulgación o de recaudación, aprovechando la moda imperante y, por ende, postergando una buena historia y perdiendo la oportunidad de revitalizar el clásico. Por desgracia, Cazafantasmas, sin ser mala del todo, ha caído en este segundo agujero. Una pena.







miércoles, 10 de agosto de 2016

Escuadrón suicida

   Una gran decepción. Ese es el resumen de mi crítica después de ver esta película: una gran decepción. Que me disculpen los fans de la DC por mi contundencia, pues, posiblemente, a ellos les haya gustado mucho, como puedo interpretar por sus palabras en los diferentes foros que voy visitando; pero juzgo que es un engaño, puesto que, al público en general, nos ha sido vendida de una manera que no se corresponde, en absoluto, con la realidad que presenta.

   Antes de comenzar mi análisis, vaya por delante que no soy imparcial, ya que escribo bajo el hartazgo de las películas de superhéroes al que estoy sometido. En efecto, después de haber visto todos los filmes que tienen a estos como protagonistas, mi saturación ha alcanzado cotas que yo mismo desconocía, pues los clichés se repiten en ellos con tan poca originalidad, que el espectador parece estar viendo siempre un único largometraje, aunque matizado por la indumentaria del héroe en cuestión y por un par de detalles que rodean su biografía (casi siempre, de tintes traumáticos). Reconozco, sin embargo, que hay un nutrido número de estas películas que me cautivaron cuando las vi, o bien porque aún no había irrumpido esta cansina moda en nuestras pantallas, o bien porque encerraban en sus fotogramas cierta maestría cinematográfica y narrativa de las que adolecían (y adolecen) sus contemporáneas y congéneres (stricto sensu). Así pues, y obviando los clásicos, como Superman (Richard Donner, 1978) y como Batman (Tim Burton, 1989), me gustaron los Spider-Man de Sam Raimi, la nueva saga del hombre murciélago, dirigida por Christopher Nolan, y el tándem de X-Men. Orígenes dedicado a Lobezno; pero también me gustaron las controvertidas Hulk (Ang Lee, 2003), Superman Returns. El regreso (Bryan Singer, 2006) y El hombre de acero (Zack Snyder, 2013).




   Sabiendo, pues, por un lado, que no aborrezco todos los productos del género, y que, por otro, el film que nos ocupa había sido precedido por una estupenda campaña de promoción, confié en que este entraría a formar parte del selecto y personal grupo mencionado arriba, que me reconcilia con esta tendencia que ya se prolonga demasiado. Pero, por desgracia, no solo no ha sido capaz de atravesar dicho umbral, sino que, para más inri, me ha insultado a la cara y se ha reído de mí, como si yo fuese un espectador bisoño o un niño con ínfulas de malote, de esos que piensan que, por haber visto esta película, están más curtidos por la vida que aquellos que no lo han hecho. Seamos serios: si yo veo un tráiler en el que aparecen una mujer demente vestida de payaso y un francotirador sin escrúpulos paseándose por una ciudad devastada, al ir a ver el largometraje, espero encontrarme, por lo menos, con una antítesis gamberra de lo que me han ofrecido sus predecesores (al estilo de Deadpool, para que nos entendamos); si, además, el avance es presentado con un recopilatorio musical de excepción (al estilo de Guardianes de la galaxia, para que nos volvamos a entender), el deseo de disfrutar de una cruda parodia de aquellos es mayor. Sin embargo, lo que el espectador contempla ante sus ojos cuando acude a ver Escuadrón suicida, es una sucesión irrisoria de los estereotipos mencionados, en la que, para mas escarnio, se cuida mucho que el vocabulario no sea excesivamente soez y en el que se vela porque la violencia esté suficientemente contenida, de manera que una cosa y otra no hagan saltar la espita de la ira paterna y esta impida que el público infantil llene las salas.

   Pero el enfado adquiere un nivel mayúsculo cuando, después de haber sobrevivido al plúmbeo e innecesario prólogo del film, en el que se describe (¡uno a uno!) a todos sus protagonistas, este cae de lleno en remedar (que no homenajear) una de las grandes obras del cine ochentero: 1997. Rescate en Nueva York (John Carpenter, 1981). En efecto, pese a las decenas de posibilidades que los perpetradores de esta infamia podían haber barajado, decidieron que los antihéroes del relato debían liberar, del marco de esa caótica urbe arriba mentada, a una importante personalidad del panorama político norteamericano; además, y para facilitar la participación de todos ellos, no encontraron mejor acicate que un arma similar a la que se inoculaba en el cuerpo de Serpiente, el rescatador de aquella. Tal vez, si la película hubiese mantenido el tono otorgado por Carpenter en la suya, la indignación no habría pasado de un simple disgusto, pero, como parece reírse de ella mediante su poco disimulada puerilidad, esta barbolla por cada uno de los poros del estafado espectador (¿a quién se le ocurre sustituir a las tribus urbanas de aquel film por los masillas de los Powers Rangers?).

   Según mi parecer, el film está pensado exclusivamente para el goce de los aficionados de la DC, que suelen perdonar casi todo, mientras la versión cinematográfica se asemeje, siquiera de modo casual, al original impreso, como se pudo comprobar en la farragosa Batman v Superman. El amanecer de la justicia (Zack Snyder, 2016). Pero es un engaño para el resto de espectadores, que se encuentran con una película que nada tiene que ver con su promoción, y que, además, reincide en la imagen de superhéroes que estamos viendo desde que se revitalizase este género. Así pues, como decía al principio de este escrito, una gran decepción.    





lunes, 8 de agosto de 2016

Mi amigo el gigante

   Después del largo período que me ha mantenido alejado de este blog, vuelvo a él mediante una nueva participación, en la que se nos analiza la película Mi amigo el gigante. Recordad que vosotros también podéis participar en este espacio si me enviáis vuestros artículos a través del enlace que aparece en el margen derecho de la pantalla.



   Sofía es una niña con problemas para dormir. Una noche, decide asomarse a la ventana de su habitación, sabiendo que está incumpliendo una norma del orfanato donde vive: no descorrer las cortinas por la noche, no abrir las ventanas y no salir al balcón. De pronto, ve cómo aparece frente a ella un inmenso gigante, que se la lleva consigo al país donde habita.

   Mi amigo el gigante es una parábola sobre dos niños distintos, el gigante y Sofía, niños que hacen lo que los demás no esperan, y que no hacen lo que los demás esperan; niños que creen estar solos, pero que, providencialmente, se encuentran, descubriéndose, así, el uno en el otro. En definitiva, es la historia de dos personas que no se sienten amadas, pero que, gracias a este encuentro, identifican y solucionan esta carencia.



   El gigante no es aceptado entre los suyos, porque, al salirse de lo establecido, al salirse de lo normal, es rechazado e insultado. Es un reflejo de lo que les ocurre a muchos niños que nacen distintos: estos no se sienten amados en sociedad y, a veces, ni en su propia familia, La familia del gigante, por ejemplo, no lo acepta, porque no come niños, porque es distinto; pero Sofía lo quiere tal y como es, y lo ama sin importarle que se salga de lo establecido.

   El niño distinto sabe cuándo es amado y cuándo es rechazado, sabe cuándo se cree en él y cuándo no. Sofía tenía fe en el gigante, sabía que lo podía conseguir, pero, como él solo no era capaz, ella lo ayudó y lo acompañó. Eso mismo debemos hacer con los niños distintos: acompañarlos en su vida. "Yo te acompañaré, para que puedas ser tú".

María Pérez Chaves     

martes, 19 de abril de 2016

Un tiempo de descanso

Queridos amigos cinéfilos:

   A lo largo de este tiempo pascual, me tomaré un descanso. No publicaré nada en este blog, pues, hasta el mes de julio, fecha en que, además, gozaré de mayor conexión. Espero que no me abandonéis durante este receso, y que volvamos a leernos entonces.

   Un abrazo a todos y que Dios os bendiga.
   ¡Que la Fuerza os acompañe!

lunes, 14 de marzo de 2016

Elogio a san José

   Desconocemos la vida de san José; sobre él, únicamente sabemos que, por albures del todo providenciales, se unió a la Santísima Virgen María en matrimonio, y que, cuando esta le anunció que esperaba en su vientre al Hijo de Dios, decidió permanecer a su lado, no obstante la severa ley judía, que lo habría amparado, si hubiese optado por lo contrario. De esta manera, aquel que, probablemente, había imaginado su futuro rodeado por la envoltura del anonimato doméstico, pasó a ser el varón más ilustre y afamado de la historia de la humanidad. Pese a ello, él no renunció jamás al cultivo de las virtudes que, con tanto anhelo, había deseado educar, por lo que continuó viviendo bajo la discreción y la modestia que quiso que fueran su regla de vida. Paradójicamente, esto incrementó, en mayor medida, su fama, y llegó a convertirlo en un modelo de esposo y de padre.


   Cuando Dios comprobó el astroso estado de la vida de los hombres después del pecado original, decidió solucionar tal situación mediante el envío de su propio Hijo, que sería, exactamente, igual a ellos, pero, a la vez, diferente, pues mantendría la esencia divina que compartía con Él desde toda la eternidad; de esta manera, todas sus acciones, aun siendo humanas, serían, al mismo tiempo, de Dios. Pero el mundo no solo sería salvado mediante los gestos de su Hijo, sino también mediante la firme adhesión de este a Él, que nos lo propondría como modelo infalible de integridad y de bien, como la senda necesaria para alcanzar la salvación. Por este motivo, Dios quiso que su Hijo, imperecedero como Él, naciese en el seno de una familia mortal, compartiendo con ella esta triste característica humana; en ella, sería instruido en los valores que luego debería encarnar y por los que, ulteriormente, debería morir.

   En la vida ordinaria, pues, donde san José pasaba por ser el padre natural del Hijo de Dios, este último era instruido por aquel en la modestia y en la humildad, en la piedad, en el amor y en la diligencia, valores que él mismo había desempeñado; de esta manera, aquel que, por su propia esencia, estaba llamado a salvar el mundo, se convertiría, primero, en un modelo humano, que serviría de ejemplo y de esperanza a todas las personas que albergasen el bien y la bondad en su corazón. Así pues, si Cristo perdonó durante su corta vida terrena, fue porque había aprendido la compasión entre los suyos; si trató con amor y entrega a su madre, fue porque había visto ese gesto en su padre; si educó con paciencia y comprensión, fue porque él había sido educado de ese modo, y, si se entregó hasta el extremo de la muerte por el bien de los hombres, fue porque, hasta el extremo de la misma, se habían entregado por él quienes lo adoptasen como hijo propio.


   Pero, si es poco lo que sabemos acerca de la vida de san José, es menos lo que conocemos sobre su muerte, ya que, si aquella se había desarrollado en el anonimato más estricto, esta aconteció dentro deun silencio rigurosísimo. Presumimos que tuvo lugar antes de que Jesús se revelase, públicamente, al mundo, pues, de lo contrario, habría noticias de ella en el evangelio; pero nunca lo sabremos con certeza. Podemos imaginarlo, no obstante, rodeado por la Virgen María y por aquel, que lo habrían asistido, con delicadeza, durante su último suspiro, pero es imposible asegurarlo; e intuimos que el mismo Señor se habría ofrecido a prolongar, milagrosamente, su vida, y que, por el contrario, el patriarca se habría opuesto, arguyendo que su misión en la tierra ya habría concluido, pero esto, en verdad, no puede sobrepasar los límites del magín piadoso. 

   Lo que sí sabemos es que confió en Dios cuando este decidió entregarle a su Hijo; que educó a este último como si del propio se tratase; que le enseñó las virtudes humanas que él mismo habría vivido en la tierra, y que le sirvió de modelo de entrega, de bondad y de amor, para que él fuera, a su vez, nuestro camino que conduce a la Vida. Por eso hoy elogiamos a san José y lo invocamos como nuestro protector, pues él mismo protegió al Salvador durante su infancia, y porque su fe, su modestia y su humildad, sirvieron de base al amor que llevó a Jesús a entregar su vida por nosotros.


lunes, 7 de marzo de 2016

La mosca

   Cuando en el año 1986 el particularísimo cineasta David Cronenberg asumió el reto de llevar de nuevo a la gran pantalla la historia escrita por George Langelaan tres décadas antes, el público en general recibió la noticia con no poca aprensión: por un lado, y en el aspecto positivo, el citado director venía avalado por sus anteriores y exitosas obras Rabia y Scanners, entre otras; pero por el otro lado, y en el plano negativo, se enfrentaba a la primera adaptación cinematográfica que del aludido relato había dirigido el imprescindible Kurt Neumann en 1958. Esta última había impactado tanto a la crítica de la época y a los espectadores del momento, que muy pronto se convirtió en un rotundo clásico de la ciencia-ficción y del género del horror, por lo que la idea de aproximarse si quiera a ella espantaba a muchos. Sin embargo, la fuerte personalidad que aquel imprimió a su remake logró que el nuevo film no solo se equiparase a su antecesor, sino que también lo superara en algunos momentos y que lo elevase al ansiado estatus de las películas de culto.



   En efecto, tanto en el relato literario como en ambas versiones cinematográficas, contemplamos la historia de un científico que mezcla accidentalmente sus genes con los de una mosca, cuando esta se introduce con él en una cápsula experimental destinada a la teletransportación de materia. Sin embargo, mientras que el texto y el primer film se centraban en las nefastas consecuencias psicológicas de este incidente (tanto los del citado científico como los que él mismo suscitaba entre los miembros de su familia), la adaptación de Cronenberg profundizaba en la progresiva (y muchas veces, repulsiva) metamorfosis del protagonista. Por supuesto, esto último responde a la excéntrica concepción del cuerpo humano que el director ha manifestado en muchas de sus películas; es decir, una mera materia de carácter pasible tendente al placer (Crash y eXistenZ), pero abocada de manera irremediable al sufrimiento, la enfermedad, la corrupción y, finalmente, la muerte (este mismo título, Cromosoma 3 o M. Butterfly). No en vano, con motivo del estreno de La mosca, su autor aseguró que esta era realmente una alegoría acerca de las enfermedades venéreas, como el sida, que son una triste consecuencia del placer extremo que puede ser alcanzado por el hombre (sic).

   Por consiguiente, podemos afirmar que la verdadera protagonista de este largometraje es la enfermedad, entendida como el triste punto y final a una vida volcada en la búsqueda insaciable del mero placer y de la propia perfección (por este motivo vemos que el protagonista del film, Jeff Goldblum, que está obsesionado con el experimento que lo guiará a la fama, pasa de ser un hombre vigoroso a ser una luctuosa y desagradable parodia de sí mismo); es por ello que la película misma describe con cierta pesadumbre y compasión el desagradable cambio sufrido por el científico, que observa cómo su cuerpo se corrompe progresivamente sin que exista ninguna posibilidad de salvación. Lógicamente, este oneroso abatimiento conduce de manera irremisible al citado científico a desear su propia muerte, ya que solo en ella encuentra el ansiado descanso de una amarga existencia que ha perdido todo su sentido; pero como él no puede procurársela, recurre a su compasiva novia (Genna Davis), que, aun mostrándose reticente en un primer momento, termina por acceder.



   Sin lugar a dudas, el argumento del film es de una vigencia absoluta, ya que presenta con mucho acierto los dos grandes problemas que acucian a la sociedad de nuestro tiempo: por un lado, la enfermedad, que pone de manifiesto la debilidad del hombre; por otro lado, la muerte, que revela el fin al que está abocado el ser humano de manera irremediable. Evidentemente, y como ya hemos expuesto arriba, tal vez no sea esta la interpretación querida por su autor, que encara ambos factores con espanto, sino la que se puede extraer desde un punto de vista cristiano, que es la que ofrecemos aquí.

   No podemos discutir que el hombre tiende de manera natural a su propia comodidad, ya que está en su esencia el huir del dolor y del sufrimiento; sin embargo, y con ello, tampoco es discutible que el hombre es la única criatura capaz de asumir y soportar un mal advenido, como puede ser la enfermedad o la muerte. No obstante, la sociedad de nuestro tiempo, acostumbrada a la molicie de ese bienestar presuntamente conquistado, ha renunciado a esa capacidad exclusiva de ella, apartando de sí todo aquello que le recuerde su propia debilidad; por esta razón, observa con horror cualquier signo que evoque si quiera su sola presencia (el mayor ejemplo de ello lo vemos en la primacía que se da hoy a la juventud como fuente de vigor, en detrimento de la ancianidad como hontanar de sabiduría), algo que, además, empapa la vida privada del individuo, que renuncia a enfrentarse a esa fragilidad cuando necesariamente se le impone (en realidad, este temor es el que subyace tras el crimen del aborto, que muchas veces es disfrazado con la máscara de la piedad, sobre todo cuando el embrión no cubre las expectativas de excelencia que exigen nuestros tiempos, y tras la eutanasia, que, oculta bajo el mismo antifaz compasivo, revela un atroz pánico al dolor).



   Indudablemente, esta concepción de la vida puede conducir al hombre a su propio suicido, ya que carece de sentido prolongar una existencia marcada por la amargura. Sin embargo, el cristiano ve en ella la puerta abierta a la siguiente, por lo que asume el dolor como parte del acceso a una existencia eterna donde este ya no tendrá cabida; el sufrimiento y la muerte, pues, son solo un instante en relación con la vida sin fin que aguarda tras ellos. Esto no significa que debamos permanecer impasibles ante el padecimiento de un agónico o de cualquier enfermo, ya que, por el contrario, la compasión se manifiesta en paliar ese daño que todos sufriremos algún día; significa que debemos ayudar a sobrellevar la enfermedad y otorgar una verdadera muerte digna (en este último caso, lejos de ser una expresión válida para la eutanasia, es sinónimo de acompañar al moribundo con el amor y la compañía que merecen todas las personas).

   Podemos decir, pues, que Cronenberg nos ha regalado una obra maestra de la ciencia-ficción contemporánea, pero que falla a la hora de plantearnos su tétrica visión de la realidad, pues revela un pavor desmedido hacia el padecimiento y la muerte. A diferencia de lo que él postula, el cuerpo humano no es solo carne llamada al placer y condenada a la extinción, sino que forma parte integrante del ser humano, que ha sido convocado a la gloria y a la eternidad. Precisamente la Cuaresma, que es el tiempo litúrgico en el que estamos inmersos, nos ayuda a recordar esta verdad y nos anima a poner los ojos en el cielo, que es nuestro auténtico destino; el ayuno, la oración y la limosna, como hemos venido señalando en este mismo blog (aquí, aquí y aquí), nos colocan, respectivamente, delante de nuestra debilidad, de nuestra indigencia de Dios y del auxilio que necesitamos del resto de  nuestros hermanos, los hombres. Avanzando, pues, por esta senda, nunca temeremos la enfermedad y la muerte, sino que, por el contrario, las recibiremos cuando lleguen con el sosiego que otorga la visión del final del camino.