jueves, 26 de noviembre de 2015

Minority Report (la serie)

   Anoche tuve la oportunidad de ver el primer episodio de una interesantísima serie de televisión: Minority Report. Como todo el mundo sabe, este nuevo programa está basado en la película homónima de Steven Spielberg estrenada en el año 2002, con Tom Cruise como protagonista, y que, a su vez, el cineasta se inspiró en el relato de Philip K. Dick, El informe de la minoría, publicado en 1956, para llevarla a cabo. En cada una de las obras, el tema fundamental es el problema de la libertad, que está abordado en forma de historia policial y desarrollado en un ambiente futurista muy bien cuidado. Como no he vuelto a ver el film desde el día en que llegó a nuestras pantallas, voy a centrarme en la susodicha serie, que, como he indicado, comparte su temática.
 
 
 
 
   El argumento sitúa la acción en el año 2065, es decir, once después de lo visto en el largometraje de Spielberg. Durante un breve flashback, se nos detalla la biografía de los tres mutantes capaces de prever el futuro, y se nos recuerda la creación de la Unidad del Pre-Crimen y su malogrado destino; asimismo, en un conseguido intento por enlazar la trama con el film, se nos señala que el trío de hermanos citados fue desterrado a un lugar alejado de la sociedad, con el propósito de olvidar todo lo acontecido durante su servicio a la Policía de Washington D.C. No obstante, uno de ellos, Dash, decide continuar ayudando a esta última mediante su capacidad de precognición, por lo que contacta con una agente y le revela los datos de los futuros crímenes que acontecerán en la ciudad.
 
   Uno de los valores indiscutibles de la serie de televisión es el patrocinio de Spielberg, que, como sabemos, ya solo presta su sello cinematográfico de Amblin Entertainment a producciones que él asume como personales (la última vez que lo usó en el cine fue en la entretenidísima Jurassic World, de Colin Trevorrow; y en televisión, en la desafortunada La cúpula, basada en el relato literario de Stephen King); otro es su puesta en escena, que respeta cuidadosamente la mostrada por aquel en su obra, y otra es su argumento, que parece centrarse más en las investigaciones policíacas y en la relación entre la agente y el precog que en los sorprendentes efectos visuales. A mi juicio, sin embargo, plantea demasiado pronto los derroteros que, presumiblemente, van a tomar los siguientes episodios, pues (ojo, spoilers) se nos anuncia cierta confabulación entre dos de los hermanos mutantes y contra el díscolo tercero; además, este último y la agente protagonista se alían con excesiva rapidez, algo que impide un desenvolvimiento más profundo de la idiosincrasia de cada uno de ellos. Pero comprendo que, por rigores televisivos, esto debe ser así, ya que un espectáculo para este medio ha de recabar seguidores en un plazo muy breve de tiempo, y, por lo tanto, no puede disertar todo cuanto quisiera.
 
 
 
 
   Lo realmente interesante de la serie, empero, y como ya hemos señalado arriba, es su acercamiento al problema de la libertad, pues fantasea con la posibilidad de reconocer un hecho futuro, y, de este modo, frustrarlo (en este primer episodio, por ejemplo, el protagonista intenta impedir un asesinato y, posteriormente, un magnicidio). De esta manera, se nos lanza la pregunta de si es ético frenar una posible acción, o, por el contrario, permitirla; más aún, si es moral coartar la libertad del individuo o potenciarla (aunque, como he dicho, no recuerdo muy bien la película, sí conservo en la memoria el prólogo de esta, donde participamos del aborto de un crimen pasional por parte de los agentes policiales). Ciertamente, en la serie no hemos podido ver todavía esta problemática, ya que los criminales son arrestados en el momento de ejecutar su acción, mientras que en el film de Spielberg lo eran antes de acometerlas, algo que, con toda seguridad, será resuelto en futuros casos.
 
   Brevemente, podemos definir la libertad como la capacidad de elección que tiene el ser humano. Es decir, mientras que los animales están definidos para responder con un acto concreto a un estímulo determinado, el hombre encuentra en sí mismo la posibilidad de ofrecer multitud de respuestas a un único problema. Veamos, por ejemplo, el caso de un perro, que es la mascota predilecta de la mayor parte de miembros del género humano: su tendencia a la comida solo puede ser ahogada por su amoroso dueño, que comprueba cómo va engordando por culpa de su malacrianza; o su costumbre de revolcarse en hediondos desechos solamente puede verse corregida por ese mismo amo, que más tarde deberá bañarlo, con el fin de erradicar el incómodo olor. De este modo, pues, es evidente que el susodicho animal nunca podrá elegir alimentarse menos por mor de su preocupante volumen, o tener hábitos más higiénicos, para ahorrarle a su servicial dueño ulteriores esfuerzos; es decir, siempre actuará del mismo modo. No así el hombre.
 
 
 
 
   En su libro Ética para Amador, el filósofo Fernando Savater propone una cosa similar a la expuesta arriba; para ello, presenta el ejemplo de las termitas africanas, que salen a combatir contra las hormigas gigantes cuando estas, tras constatar el derrumbamiento de la fortaleza de aquellas, procuran apoderarse de ella. Según relata en su obra, las primeras defienden con tanto ardor su hogar, que no dudan en colgarse del cuello de las segundas, para frenar su marcha, a pesar de que estas últimas hagan uso de sus potentes mandíbulas, para devorar a aquellas. Afirma, además, que las otras termitas, destinadas a reparar el termitero caído, son tan diligentes que, no bien concluyen su empeño, dejan fuera a sus defensoras, de manera que queden al albur de los insectos enemigos. Para concluir, el autor se cuestiona si las valientes termitas merecerían un reconocimiento por su acción, ya que se han sacrificado por el bien común; sin embargo, y antes de aguardar a una posible contestación por parte del lector, él mismo se responde: "A diferencia de otros seres vivos, los hombres podemos inventar y elegir en parte nuestra forma de vida. Podemos optar por lo que nos parece bueno, es decir, conveniente para nosotros, frente a lo que nos parece malo e inconveniente. Y, como podemos inventar y elegir, podemos equivocarnos, que es algo que a los castores, las abejas y las termitas no suele pasarles". 
 
   De este modo, nos encontramos que el hombre posee una capacidad superior a la de cualquier otro ser, pues no está predeterminado para una acción concreta, sino que puede responder a esta con su inventiva (continuando con el ejemplo propuesto por Savater, es por ello que una acto humano puede, y debe, ser recompensado, ya que es fruto de una deliberación y de un vencimiento sobre la opción contraria). Es posible que esto se deba, como afirmaba otro autor, Ortega y Gasset, a la ausencia de instintos en él, o, parafraseándolo con mayor autoridad, a los muñones de instintos que posee. Ciertamente, podemos hablar de algún instinto en la especie humana, como el de succión en los bebés o, tal vez, ese manido "instinto de supervivencia" (este último, cogido por los pelos), pero no es lícito aludir a una verdadera programación en cada uno de nosotros, pues cada individuo está capacitado para actuar conforme a su propia decisión.
 
 
 
 
   Ello nos lleva a retomar el asunto ofrecido por la serie (o por el largometraje). En este último, como decíamos, podíamos ver a un hombre que descubre a su esposa engañándolo con otra persona; airado por la situación, cogía un cuchillo de la cocina con el fin de clavárselo a ambos y, así, vengar su honor. No obstante, cuando se disponía a hacerlo, aparecían los policías de la Unidad del Pre-Crimen, y era arrestado... ¡por un delito que aún no había cometido! Según lo que hemos visto, esta forma de actuar es ilógica, ya que obvia la naturaleza libre del ser humano, que no tiene por qué responder del mismo modo a un estímulo concreto; es decir, puede asesinar a su adúltera compañera, pero también tascar el freno de la pasión criminal, aunque esta lo corroa (volviendo al caso de la serie, no estamos hablando de crímenes abortados en el momento mismo de la ejecución, sino de posibles delitos que ni siquiera han sido pergeñados). 
 
   Podemos afirmar, por último, que la sede de dicha libertad se encuentra en alma espiritual, dimensión exclusiva del ser humano, que, como ya hemos insinuado a lo largo de todo el texto, descubre en ella algo más que un mero principio de vida. Por este motivo, esa misma libertad anímica es capaz de llenar de virtud o de pervertir al hombre que la posee, pues la acción que él elija tendrá unas consecuencias negativas o positivas para su propia biografía (en este sentido, es recomendable acercarse al clásico El retrato de Dorian Gray, dirigido por Albert Lewin en 1945). Finalmente, si nos atenemos a los postulados de este último film, podemos entender que no solo la persona que realiza actos buenos o malos se ve influenciado por ellos, sino que también la mismísima sede de la libertad, que es el alma, se ve afectada, perfeccionándose con los primeros y envileciéndose con los segundos; de manera que podemos asegurar que, mientras tienda en mayor medida a las buenas acciones, mayor libertad alcanzará y mayor virtud obtendrá, padeciendo exactamente lo contrario, si elige las acciones opuestas .
 
   ¡Ojalá esta nueva serie profundice en estos asuntos de vital importancia para el hombre de hoy, que desconoce sus propias capacidades o que las supedita a un simple libertinaje, haciendo un uso incorrecto de ese don de la libertad!     
 
 
 

martes, 17 de noviembre de 2015

El cine no está muerto

   Que el futuro del cine está en internet es algo que nadie discute. Hoy traigo a colación un vídeo que lo demuestra. Mientras que los grandes estudios se pelean por ver quién apabulla más al espectador mediante sus grandilocuentes efectos, unos aficionados han elaborado este corto, que merece la pena revisar una y otra vez, pues apuesta por una historia sobrecogedora (más aún si uno ha crecido con los personajes creados por Akira Toriyama, que son los protagonistas de la misma). En efecto, no hay película sin un buen guion, y estas imágenes dan fe de ello, ya que, a pesar de los innegables recursos digitales, estos serían despreciables si no estuviesen sustentados por el aspecto literario, que está más olvidado que nunca en las producciones actuales.
 
   A mi juicio, vivimos en una época apasionante para el mundo del arte, pues tanto el cine como la literatura, por ejemplo, han dejado de ser alcobas cerradas donde solamente tienen cabida las familias que siempre las han copado; ahora, por el contrario, cualquiera puede donar su arte, para que todo el mundo lo disfrute, lo admire y aprenda, que es su fin (ahí tenemos Marte, basada en El marciano, de Andy Weir, que publicó primeramente el texto en su página web). Es posible, por tanto, que detrás de todo movimiento contrario a esta apertura del arte o a la divulgación gratuita del mismo, esté la maliciosa intención de volver a cerrar aquellas puertas, de manera que sea otra vez una habitación clausurada a la que solo tengan cabida los mismos de siempre.
 
   El cortometraje que tenemos entre manos es una prueba de cómo hay muchos artistas ahí fuera que pugnan por ser conocidos, y cómo la red les da la posibilidad de que así sea. Gracias a ello, podemos ver historias nuevas o leer cosas inauditas, sin tener que pasar por el aro comercial al que cada vez estamos más sometidos. Por esta razón, espero continuar disfrutando de obras como esta, que demuestran que aún hay esperanza en el cine, y que, mientras haya artistas de verdad, el arte nunca estará muerto.




jueves, 12 de noviembre de 2015

Kung-fu... ¿Panda?

   Reflexiones de un páter cinéfilo también está abierto a colaboraciones de sus lectores. Para participar en el blog, pónganse en contacto conmigo a través del formulario que aparece en el margen del mismo.
   A continuación, una de las citadas colaboraciones:


   No pocas veces, vemos ejemplos de películas hechas, al menos en apariencia, para niños, pero que, de fondo, contienen un mensaje que difícilmente un niño podría percibir. Un ejemplo reciente de esto es la magistral Del revés (Inside Out), de los estudios Pixar, película ya abordada en este mismo blog. Creo que Kung-Fu Panda también cumple esta característica de cine infantil con un fondo adulto.
 

   El film nos presenta la historia de un oso panda llamado Po. Este vive enamorado del kung-fu, y sueña con llegar a ser como sus héroes de la infancia, cinco grandes maestros de dicho arte marcial, algo que logra, por supuesto, tras una hilarante y particular odisea. Sin embargo, y aunque Po es de vital importancia en el desarrollo del metraje, este parece girar realmente alrededor de otro personaje, que es quien nos va a acompañar en lo que creo que se puede presentar como el fondo de la película, que es el nada sencillo tema de la formación y acompañamiento personal. Este personaje es Chi-Fu, el mapache. La película, pues, nos presenta dos formas negativas de vivir dicho acompañamiento, y dos formas positivas.
 



   En un primer punto, se puede ver la historia entre Chi-Fu y Tai-Lung, el leopardo. En las escenas que cuentan el pasado entre ambos, se puede extraer un gran peligro, que es el de la falta de objetividad: Chi-Fu se proyecta en su hijo-discípulo, es decir, trata a Tai-Lung desde sí mismo; de este modo, llevado por el orgullo y por el cariño que le tiene, cree que Tai-Lung debe ser el guerrero del dragón, y, como él mismo expresa en la película, no ve en qué se va convirtiendo verdaderamente su discípulo. Lo curioso es que Tai-Lung justifica sus actos culpando a su maestro, diciendo que fue él quien le metió en la cabeza que sería el elegido. La historia, pues, empieza con la inocencia de un Tai-Lung de niño que se convierte en la soberbia de un adulto que cree merecer lo que no le corresponde. Por tanto, cuando esto le es negado, reacciona como se ve en la película, es decir, rebelándose, y, como Chi-Fu es incapaz de detenerlo, es finalmente Hu-Wei, la tortuga, quien lo hace.
 

   En un segundo punto, se puede extraer el peligro diametralmente opuesto al anterior. Esto se ve claramente en la relación entre Chi-Fu y los Cinco Furiosos. La relación con Tai-Lung lo ha cambiado profundamente. Primero, vemos un Chi-Fu cariñoso, cálido y amable; después, lo vemos frío, implacable, incapaz de dar una mínima muestra de afecto (desde la primera escena, en la que salen juntos, se ve con claridad). En última instancia, la actitud de Chi-Fu es la misma, aunque lo manifieste de forma diferente: Chi-Fu vive desde sí mismo; su mala experiencia hace que tenga una actitud tan dura con los Cinco Furiosos y con Po. Cuando llega al Templo de Jade, Chi-Fu no soporta a Po, cree que es imposible que pueda ser el Guerrero del Dragón, y se niega a entrenarlo, intentando, por todos los medios, que se vaya.
 


 

   Esto cambia gracias a la otra actitud que, curiosamente, también muestra el propio Chi-Fu. Esta actitud es la de mirar al otro; es la relación con su maestro, Hu-Wei. En las distintas partes en la que se los ve juntos, se nota que, a pesar de no comprenderlo muchas veces, le hace caso, porque lo respeta, y, lo más importante, porque confía en él. Muy especialmente se ve esto en la escena en la que Hu-Wei muere. Cuando le pone el ejemplo del melocotón, intenta hacerle ver que tiene que aprender a mirar hacia fuera, dejar de pensar en lo que quiere. Finalmente, Chi-Fu, aunque se muestra a veces terco y soberbio (“puedo controlar la caída, dónde plantarlo…”), cede ante la respuesta de su maestro (“pero siempre te dará un melocotonero”). Al volver a plantearle el problema de que es imposible que Po se enfrente a Tai-Lung, ante la respuesta de su maestro (“a lo mejor sí que puede, si estás dispuesto a guiarlo y a educarlo”), Chi-Fu le promete que creerá en Po.
 

   Es muy bonito, y tal vez el punto más fuerte de la película, el cambio de mentalidad de Chi-Fu y su influencia en Po: el maestro experimenta, por un lado, la sensación de vértigo por no saber muy bien cómo actuar, ya que ha “perdido” a su maestro; se siente solo y se ha dado cuenta de que educar a alguien no es meterlo en un molde. Por otro, experimenta la gran emoción de lo que significa verdaderamente la educación, es decir, un crecer mutuo (una frase que vale su peso en oro es la de Chi-Fu a Po: “Tendrás que aprender a confiar en tu maestro de igual modo que yo aprendí confiar en el mío”): nadie nace sabiendo ser padre, o profesor, o sacerdote, o lo que sea; se aprende haciéndolo. No pocas veces resulta frustrante este proceso: cabe pensar en unos padres que ven cómo sus hijos no son como a ellos les habría gustado que fuesen, o en un sacerdote que ve cómo una de sus almas no avanza tanto como él quisiera. De fondo, no pocas veces es el reflejo de la actitud de ver en el otro una oportunidad de realizase a uno mismo, en vez de mirar al otro y tratar que dé lo mejor de sí mismo. Creo que es la idea más importante: sin ayuda, no se crece, y, de un modo u otro, todos estamos llamados a ser guía de otros (los padres, de sus hijos; los curas, de sus fieles, etc.), de igual modo que otros nos guiaron y nos siguen guiando.
 
 
Javier Orozco de Donesteve
 


viernes, 6 de noviembre de 2015

Los muertos están vivos


   Me resulta curioso ver cómo los muertos vivientes han resucitado de su letargo audiovisual, para volver a invadir nuestros monitores y pantallas de cine, y devorar, así, nuestros débiles cerebros, como es su repugnante aspiración. Ciertamente, y como veremos, nunca habían sido sepultados del todo, pero el éxito de la serie The Walking Dead ha sido capaz de barrer esa poca tierra que los cubría y ponerlos en pie de nuevo, de manera que puedan vagabundear otra vez por calles vacías mientras se van pudriendo irremediablemente y van aterrorizando a las indefensas personas que viven de verdad. Por supuesto, esta resurrección ha trascendido los inocuos salones de las casas y las inmunes salas de los cines, pues ya vemos convenciones de muertos, zombies parties a la española y hasta serios protocolos norteamericanos que detallan el modo de actuar en el supuesto de que aquellas dejen de ser inofensivas fiestas y se conviertan en crudas realidades; incluso yo he caído en la putrefacta red de estos nuevos muertos vueltos a la vida.
 
 

   Pero como todo el mundo sabe, la visión que hoy el mundo comparte acerca de los zombis no es la originaria; esta hunde su raíz en las leyendas del vudú caribeño, según el cual un hechicero es capaz de retornarle la vida a un difunto para hacerlo su esclavo, generalmente con fines homicidas. Este, por cierto, es el argumento de la primera película que aborda la temática que ahora nos ocupa, La legión de los hombres sin alma (Victor Halperin, 1932), cinta protagonizada por el mítico Bela Lugosi que no cosechó buenas críticas, pero que, como habitualmente ocurre, fue apoyada por el público, respaldo que la elevó con rapidez al cielo de las cult movies (en este sentido, también cabe destacar el clásico Yo anduve con un zombi, de Jacques Tourneur, película de 1943 que supera con creces a aquella).

   Para encontrar la génesis de los zombis actuales, debemos avanzar en el tiempo algo más de veinte años, concretamente, a 1968, fecha en que George A. Romero (no por casualidad, cineasta de ascendientes cubanos) estrenó La noche de los muertos vivientes. En esta cinta, como hemos dicho, los difuntos se levantaban de sus tumbas para alimentarse de los pobres humanos que se cruzasen en su camino; además, la única forma en la que estos últimos podían liberarse de aquellos consistía en atravesar sus cabezas con el fin de herirles el cerebro. Como era de esperar, la película se convirtió de inmediato en un rotundo éxito comercial, pues supo manejar con indiscutible maestría los clichés del género de terror, y añadir, asimismo, nuevas situaciones que hoy forman parte de la narración cinematográfica habitual (¿cuántas veces no habremos visto ya a un grupo de personas encerrado en una casa tapiando puertas y ventanas, para que los dichosos muertos revividos no entren en ella?).

   Pero el éxito del film no debe ser atribuido solamente a su innovador acercamiento al mundo de los muertos vivientes, que, como hemos visto, es la base del enfoque que hoy tenemos sobre ellos; en realidad, dicho atractivo es consecuencia de la historia que late de fondo: la insostenible e inaudita situación a la que se ven arrastrados los hombres, y el modo en que estos deben superarla. Por esta razón, su autor afirmaba que la idea del largometraje le vino a la mente cuando leyó la famosa frase del filósofo Hobbes “el hombre es un lobo para el hombre”. Sin lugar a dudas, esta sentencia recorre cada uno de los fotogramas de la inquietante película, ya que manifiesta que no existe mayor enemigo de la humanidad que la humanidad misma. Por otro lado, el film afrontaba asuntos escabrosos a la sazón, como el racismo y el machismo, que, integrados en un relato sobre la desestructuración de la sociedad imperante, se sumaban a ese terror por los nuevos tiempos que también parece estar en su discurso.
 
 

   Como era previsible, la cinta de Romero se vio seguida por varias secuelas y múltiples imitaciones. De las primeras, aparecidas una década después del original, podemos destacar su inmediata continuación, Zombi (George A. Romero, 1978), que, sin abandonar la citada aseveración filosófica, indaga en los peligros inherentes a la consumición sin control (nuevamente, un grupo de personas encerrado, pero ahora… ¡en un centro comercial!); en cuanto a las segundas, la desconocida y reivindicable No profanar el sueño de los muertos (Jorge Grau, 1974), que es, a mi juicio, equiparable artísticamente al film que le sirve de inspiración.

   Sin embargo, y a pesar del aplauso popular de esta moda, los espectadores parecieron aburrirse de ella a lo largo de los años ochenta, y aunque el mismísimo George A. Romero intentó recuperarla con su interesante El día de los muertos (1985), parecía que su destino era la tumba de la que había emergido. Pero, como hemos indicado arriba, y como si de una tétrica profecía se tratase, los zombis nunca perecieron del todo, pues lograron sobrevivir entre los bites de los videojuegos y las páginas de los libros, aguardando el momento oportuno para volver a invadir las solitarias calles de las ciudades. Este instante llegó en el año 2002, cuando el versátil Danny Boyle estrenó su particular visión sobre ellos, 28 días después. En ella, los muertos vivientes ya no son seres tristes y errantes que devoran pasivamente a quienes se acercan a ellos, sino espabilados y poderosos atletas que corren detrás de la persona a la que quieren asesinar.
 
 

   Esta nueva característica de los muertos vivientes fue tan célebre, que logró resucitar el sub-género, por lo que no se tardó en producir una secuela, 28 semanas después (Juan Carlos Fresnadillo, 2007), en recuperar clásicos de la literatura fantástica con Soy leyenda (Francis Lawrence, 2007) y en hacer algún que otro remake, como Amanecer de los muertos (Zack Snyder, 2004) y La noche de los muertos vivientes 3D (Jeff Broadstreet, 2006). Hasta la industria española se vio afectada por esa nueva oleada de zombis persecutorios, pues vimos en nuestras pantallas la estupenda [REC] y sus deplorables secuelas (tan grande fue el éxito de esta última, que contó con una versión norteamericana: Quarantine).

   Dicha moda resucitada, lejos de volver al cementerio, parece más viva que nunca, pues, como anunciamos al principio, la televisión le ha encontrado un hueco mediante la citada serie The Walking Dead (y ahora, Fear. The Walking Dead), que narra las peripecias de un grupo de supervivientes que busca un lugar para refugiarse del apocalipsis zombi que está asolando nuestro planeta. Igual que ocurría en la cinta de Romero, lo verdaderamente interesante del show televisivo no son los muertos, sino los vivos que luchan contra ellos, pues vemos en cada episodio cómo responden a esta catástrofe y cómo deben lidiar para sobreponerse a ella. A mi juicio, no obstante, la serie ha perdido parte del ritmo y del interés del que había gozado en las dos primeras temporadas, cayendo en un argumento harto repetitivo, pero lo cierto es los zombis continúan sus andaduras por las calles de nuestras ciudades intentando alimentarse de los pobres peatones que se cruzan con ellos.         
 
    

  

jueves, 29 de octubre de 2015

La noche de Halloween


   Como todo buen cinéfilo que se precie, hoy debo recomendar una película para ver esta noche. Aunque hay muchas, la que mejor se adecúa a las exigencias del momento es, precisamente, La noche de Halloween, film dirigido por John Carpenter en el año 1978. Por si alguno anda despistado, este largometraje narra las peripecias de una jovencísima Jamie Lee Curtis, que, en torno a la celebración de la susodicha fiesta, descubre que un imparable y sangriento psicópata está haciendo estragos entre sus casquivanas amigas, mientras que, a la vez, la asedia a ella para acabar también con su vida.

   La película merece ser revisada, porque, a pesar del tiempo transcurrido, continúa teniendo mucha vigencia, ya que sentó las bases de un tipo de cine para adolescentes, el del serial killer, que alcanzó su auge allá por la última década del siglo pasado (¿quién no recuerda las olvidables Sé lo que hicisteis el último verano o Scream. Vigila quién llama?): principalmente, jóvenes promiscuos que se sienten amenazados por alguien que, mediante el asesinato, pone en duda sus hábitos sexuales. Además, basándose a su vez en los rudimentos del lenguaje cinematográfico, propuso un carismático personaje de rostro impenetrable que ya forma parte de la mitología audiovisual de nuestros días: Michael Myers.
 
 

   Como era de esperar, este maligno homicida protagonizó múltiples secuelas, que, sin embargo, y como también cabía esperar, fueron disminuyendo de calidad a medida que iban viendo la luz. De todas ellas, solo cabe destacar su inmediata continuación, ¡Sanguinario!, que profundizaba en el pasado del demente enmascarado y que lo enlazaba a nivel familiar con la actriz principal del relato, la citada y chillona Jamie Lee Curtis. Por otros motivos que luego veremos, también puede resultar interesante la tercera entrega de la saga, El día de la bruja, que se aleja intencionadamente de la historia de sus predecesoras, para presentar un novedoso argumento acerca de la manipulación de los niños a través de la televisión.

   La sombra de este magistral relato de terror se extiende hasta nuestros días, pues una cinta de reciente estreno se deja cubrir por ella sin rubor alguno; me refiero a la recomendable It Follows (David Robert Mitchell, 2014), película que narra las misteriosas muertes de carácter sobrenatural que sufren varios jóvenes de conductas libidinosas. No quiero que parezca que hago hincapié en el asunto carnal por algún tipo de obsesión particular; lo hago movido por la clarividencia con que lo manifiesta Juan Andrés Pedrero Santos en su opúsculo John Carpenter, un clásico americano (T & B Editores, 2013). Según este autor, el afamado e incomprendido cineasta dirige una trama sobre el despertar sexual de los adolescentes, argumento que también flota en el aire de la película citada arriba; de alguna manera, esa apertura juvenil se ve truncada por la realidad del desengaño o de la condena social, representados por los respectivos asesinos, que son incapaces de atacar a quienes se abstienen de ella o la moderan.
 
 

   Pero lo que verdaderamente me interesa al sacar a colación el film de Carpenter es la celebración de la importada y adulterada (y adulteradora) fiesta de Halloween. Según sabemos, el origen de esta última se encuentra en el Samhain, festividad celta que conmemoraba el final del período de la luz y el comienzo del de las tinieblas (estaciones en las que se dividía el año); durante la misma, los espíritus de los difuntos entraban en contacto con los vivos a través de los sacerdotes paganos, druidas a la sazón. Como nada sabemos acerca de los ritos de esta ceremonia, cualquier hipótesis sensata es válida, incluso la que afirma que contemplaban sacrificios humanos y animales, muy comunes en la época (de hecho, esta es la teoría que postula la tercera entrega de la serie iniciada por Carpenter). 

   Sabiendo esto, y al margen de los supuestos holocaustos, no es posible hallar nada reprobable en este festejo, que, más bien al contrario, es indicio de la firme creencia del hombre en la vida de ultratumba. Por este motivo, y tal vez para darle un sentido correcto a la celebración pagana, la Iglesia instituyó para este día la solemnidad de Todos los Santos, en la que los católicos recordamos a todas aquellas personas que nos han precedido en el camino de la fe y que ya aguardan en el cielo la resurrección final (por supuesto, unida a ella está la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, propia del día 2 de noviembre, que nos anima a rezar por todos los que, habiendo abandonado ya esta vida, aún deben purgar sus pecados antes de ingresar en el Paraíso).
 
 

   Por desgracia, una y otra fiesta parece que se han desvirtuado y confundido tanto como, presumiblemente, lo han hecho sus nombres (según algunas teorías lingüísticas, el término “Halloween” proviene de la contracción inglesa “All Hallows´ Eve”, es decir, “víspera de Todos los Santos”); de este modo, lo que era, por un lado, una demostración del carácter espiritual del ser humano, se ha convertido hoy en un mero carnaval para niños, y lo que era, por el otro, un acicate para la santidad y la oración, en una “superada” tradición de una avejentada e inamovible Iglesia. Asimismo, los derroteros que ha ido tomando el carnavalesco espectáculo son del todo preocupantes, pues, tal vez de manera inocente por la inmensa mayoría de sus cómplices, en la actualidad se presenta como una manera de ensalzar la visión pagana del mundo, en detrimento de la cristiana (amén de la tendencia satánica que parece subyacer tras él).

   Hoy en día, la misma Iglesia, como ya he señalado, parece haberse sumado al carro de la banalidad, pues, con el fin de contrarrestar esa absurda fiesta de disfraces, ha inventado otra, en la que los niños adoptan ropajes y poses de santos, en vez de ataviarse como esqueletos, vampiros y muertos vivientes. Aunque no quisiera yo entrar en liza con aquellos que aplauden esta iniciativa, creo que la solución pasa por educar a los infantes en el verdadero sentido de la celebración, es decir, la honra a los santos y la plegaria por los difuntos; porque, de todos esos críos que se disfrazan de san José o de santa Rufina, ¿cuántos van al cementerio a rezar por sus abuelitos? A mi juicio, la Iglesia universal y la España católica albergan innumerables y ricas tradiciones propias de estos días, costumbres que no necesitan del apoyo de innovadores hábitos que, con el tiempo, lograrán que estas se pierdan.      

   Por esta razón, animo a todos aquellos que, impulsados por la infiltración cultural norteamericana, salgan estos días a espetarles a los (cada vez menos) desconcertados vecinos que si quieren un truco o un trato, se dediquen a disfrazarse menos y a rezar más, porque los muertos no son temibles, sino objetos de nuestra oración, y los santos son modelos para nuestra devoción.
 
 

 

viernes, 23 de octubre de 2015

Una nueva esperanza


   Sin lugar a dudas, El despertar de la Fuerza se ha convertido en la película más esperada de todos los tiempos; solo hay que comprobar los diferentes vídeos que circulan por la red mostrando la reacción de algunos fans ante el visionado de su tráiler definitivo o las millones de visitas que este último ha recabado en pocos minutos (y continúa haciéndolo…). Y es que estas aventuras galácticas, lejos de pasar de moda, van incrementando su interés a medida que transcurren los años.

   La pregunta es evidente: ¿por qué? Hay películas que hacen historia, que recaudan escandalosas sumas de dinero y que consiguen entrar en la selecta categoría del “cine de culto”, pero que no logran equiparar su éxito al que siempre alcanza cualquier cinta de esta saga. ¿Será su temática?, ¿serán sus efectos especiales?, ¿serán sus personajes?, ¿será el merchandising que siempre la acompaña? Probablemente, todo consista una mezcla bien agitada de todo ello.
 
 

   A mi juicio, lo más importante se centra en aquello que nos cuenta. Si lo pensamos bien, La guerra de las galaxias (sí, yo soy de la época en que llamábamos así a lo que hoy se conoce como Star Wars) nos detalla una epopeya heroica trasladada a las llanuras espaciales: como en los relatos medievales, nos encontramos un aprendiz (Luke Skywalker), un maestro (Obi-Wan Kenobi), una princesa encerrada en un castillo (Leia Organa en la Estrella de la Muerte), un rey malvado (Darth Vader), un mago que vive en el bosque (Yoda), un caballero, un escudero y la montura de ambos (Han Solo, Chewbacca y el "Halcón Milenario", respectivamente); duelos a espada (¿de verdad tengo que especificar a qué me refiero?), sabias enseñanzas vitales (todas aquellas que Obi-Wan transmite a su joven novicio) y un trasfondo de magia y hechizos (todo lo relativo a la Fuerza).

   Por tanto, así como los relatos del medievo fueron escritos para instruir a sus oyentes en los valores que debían regir la vida del individuo, este nuevo mito, adaptándose al lenguaje actual, los transmite de nuevo al hombre de hoy. De esta manera, el espectador (antes, el lector o el oyente) se encuentra con una fábula que le recuerda el sentido épico de su propia existencia, aletargado por la molicie de una sociedad volcada en el bienestar; que lo exhorta a la lucha contra el mal y a la defensa de lo bueno, y que le propone los cánones eternos que deben conformar a la persona virtuosa: prudencia, justicia, fortaleza y templanza (por supuesto, con sus derivados particulares: fidelidad, integridad, honor, respeto, valentía, compañerismo, familia y etcétera). Esto lo encontramos también en dos trilogías cinematográficas recientes, El hobbit y El señor de los anillos, que basan su popularidad precisamente en los mismos fundamentos.
 
 

   Enmarcando todo ello, podemos contemplar el desarrollo de una historia que es común a toda la humanidad: el sempiterno combate entre el bien y el mal, facciones representadas, respectivamente, por la Orden Jedi y los malignos Sith (también soy de la época en que pronunciábamos “yedi” y no “yedái”, amparados, todo hay que decirlo, por un fantástico doblaje español: ¿quién no recuerda la advertencia contra “el reverso tenebroso de la Fuerza”?). De este modo, y como cualquier persona recta que se precie, vemos a un Luke que, a pesar de su denodada pugna contra el mal, se siente atraído por este (en este sentido, la negra vestidura que porta en El retorno del Jedi, alejada de su característico blanco propio de las otras dos entregas, es reveladora); que, a pesar de comprender el error y la infelicidad al que aquel lo conduce, experimenta la necesidad de saborearlo (no hay nada más que ver el siempre sobrecogedor diálogo que mantiene con Darth Vader en El Imperio contraataca).

   Aunque la nueva trilogía carece en parte de todos estos factores (aún no me he recuperado de la decepción que sentí al ver por primera vez La amenaza fantasma…), debemos agradecerle a George Lucas, sin embargo, que rescatara ese combate interior tan humano entre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, algo que aparece perfectamente descrito en esa paulatina degradación que sufre Anakin Skywalker a lo largo de las tres películas; como si de una llamada de atención a todo espectador se tratase, el sabio Yoda advierte en aquella que el miedo lleva a la ira, que esta conduce al odio y que este es la puerta abierta al sufrimiento, ignominioso descenso que culmina en el imborrable grito de aversión lanzado por aquel contra su maestro Obi-Wan en La venganza de los Sith.
 
 

   Según los últimos rumores, en este séptimo episodio de la saga veremos nuevamente esa lucha que todo hombre mantiene en su interior, con una posible caída de Luke en el lado oscuro de la Fuerza, derrota que, lejos de apabullar al ser humano, debe acicatearlo más aún al combate contra la tentación, el pecado y, en definitiva, contra el mal y el Maligno. Es evidente que toda persona está llamada a unirse a ese poder misterioso que lo une todo y que todo armoniza (¿no está clara la imagen de Dios?), y que, para ello, debe recorrer la senda del conocimiento, de la virtud, de la oración, de la moderación y de la santidad (del Jedi), que es el peldaño imprescindible para vivir eternamente unido a ella. Por supuesto, el hombre que inicie esta andadura debe someterse a un duro entrenamiento, como al que Luke es sometido por Yoda en Dagobah, pues es un camino repleto de espinos y dificultades; no obstante, su meta merece cualquier pena, ya que supone estar para siempre y felizmente con aquellos que aquí conocimos y nos adelantaron en nuestra marcha.    

   Yo creo que el éxito de este tráiler y el presumible que obtendrá la película es una nueva esperanza en una humanidad que, a pesar de verse subyugada por el materialismo, el desánimo, el ateísmo, la desilusión, la ruindad y la tristeza, sabe que está llamada a una vida más plena, y que esa vida se consigue al abrazar la santidad y al fijar la mirada en el Paraíso.
 
 

miércoles, 21 de octubre de 2015

21 de octubre de 2015


   Para todo freak, el 21 de octubre de 2015 es un día grande, pues se conmemora la fecha en que Marty McFly viajó a nuestro tiempo desde el pasado en Regreso al futuro II. Por esta razón, es probable que hoy muchos caminen por la calle oteando el cielo en busca del Delorean o acudan al multicines más cercano para asistir al estreno de la improbable Tiburón 19 (a pesar de que la Universal nos haya deleitado con su falso tráiler). Desgraciadamente, el porvenir que vio el alter ego de Michael J. Fox en la citada película nunca llegó a realizarse, y todos aquellos adelantos que esta última nos presentó han quedado en una simple parodia de lo que podría haber sido (¿hay algún lector que no haya imaginado poder volar en su coche o usar uno de esos fabulosos aeropatines?).
 
 

   Debo reconocer que esta entrega es la que menos me gusta de la trilogía creada por Robert Zemeckis y Steven Spielberg, a pesar de que, probablemente, sea la más famosa de todas, pues repite demasiado los chistes de su antecesora y se basa en un argumento poco imaginativo, no obstante su diseño de producción. Por el contrario, me encantan la originalidad de la primera y el entrañable homenaje de la tercera al género cinematográfico por antonomasia: el western. En recientes declaraciones de ambos cineastas, se reveló que no existía la intención de dirigir tres filmes, por lo que, cuando se dio luz verde al proyecto de continuar la saga con Regreso al futuro II y Regreso al futuro III, esta última concentró la mayor parte del interés de todo el equipo, en detrimento de aquella. Y eso es algo que se percibe a lo largo de todo el metraje.  

   Sin embargo, al margen de consideraciones técnicas, lo que realmente siempre me ha llamado la atención en las cintas de este sub-género de viajes temporales ha sido el empeño del hombre por volver al pasado. Es cierto que la película que hoy conmemoramos versa sobre un traslado al futuro, pero la humanidad, de manera habitual, ha mirado hacia este con curiosidad científica o morbosa, no con el interés con que parece observar lo pretérito. Y yo me pregunto cuál es el motivo. 
 
 
 
   A mi juicio, la libertad innata del hombre conlleva un riesgo al que cada persona, en algún momento de su existencia, se enfrenta: el arrepentimiento. Por desgracia (o por suerte, pues no estamos condicionados por ningún instinto natural o hado mitológico que guíe nuestros pasos en la tierra), el ser humano está condenado a tropezar una y otra vez en el camino de su vida, a equivocarse, a contradecirse, a omitir lo que es necesario y a un largo etcétera de errores que hacen que se pregunte el modo de solucionarlos. En la reivindicable Frequency, por ejemplo, se nos hace partícipes de la historia de un hombre al que le gustaría haber pasado más tiempo con su padre; en la rescatable Los fantasmas atacan al jefe, de la biografía de un millonario que ha despreciado a su familia y que encuentra la oportunidad de redimirse, y en la interesante Looper, de la vida de un agente de policía que busca recuperar a su esposa.

   Es decir, el viaje al pasado es visto por la humanidad de hoy como una manera de liberarse del error que la persigue y, por consiguiente, de reordenar una vida que no le gusta (¿cuántas veces hemos dicho o pensado las cosas que cambiaríamos si pudiésemos retroceder en el tiempo?). Pero esto no es posible (y difícilmente llegará a serlo algún día), por lo que los hombres solo podemos fantasear con lo que podríamos haber hecho y nunca llegamos a hacer o redundar en nuestro dolor causado por algún error cometido. Sin embargo, aunque lo primero no tenga solución inmediata, lo segundo sí, pues el arrepentimiento de una acción pasada puede conducir al sujeto a una verdadera conversión de vida que lo conduzca al reordenamiento que tanto anhela.
 
 

   Supongamos que una persona asiste al funeral de su madre y que, durante el sepelio, experimenta el pesar de no haber disfrutado de su presencia tanto cuanto debería haberlo hecho. Por un lado, puede redundar en su dolor y ahogarse en su tristeza, pues, efectivamente, nunca volverá a vivir con ella tales momentos; mas, por otro lado, puede canalizar ese amor hacia las parientes que aún viven, como su padre, su esposa o sus hijos, de manera que no se tope nuevamente con la estremecimiento de no haber demostrado todo lo que siente por ellos.

   Pero existe un arrepentimiento de orden superior, que es aquel que nace de una ofensa o de una vida desastrosa; ante él, el hombre siente una profunda tristeza, que incluso puede llevarlo a la desesperación, pues, por ejemplo, la ofensa ha sido tan grave que ha desestabilizado su propia existencia de manera irremediable. En casos así, hay veces en que el perdón humano no está presente, por lo que la vida del afectado se desenvuelve en un fino precipicio que cae hacia el abismo. Frente a esto, la única solución es la misericordia de Dios, que es capaz de condonar cualquier pecado que sea reconocido de corazón, y devolverle al hombre la dignidad o la ilusión que haya podido perder. Él, ciertamente, no nos trasladará a un tiempo pasado, para que podamos corregir las cosas malas, pero sí nos dará una capacidad de perdón y comprensión que nos liberará del yugo que nunca supimos desuncir. De este modo, seremos capaces de amar como antes no supimos o de entregarnos a otra persona como antes no logramos hacerlo.

   Por desgracia, como el creyente escasea cada vez más, el hombre de hoy seguirá soñando con la posibilidad de viajar en el tiempo para reordenar su vida, en vez de arrodillarse delante de un sacerdote y pedir el perdón que Dios está deseando otorgarle. El cristiano, sin embargo, podrá imaginar también que va de un lado a otro entre el presente, el pasado y el futuro, pero sabrá que los problemas que haya tenido en lo pretérito o los errores que haya podido cometer, encuentran su solución en el Padre del cielo, que es el único capaz de devolverle sentido a una vida echada a perder o perdonar los pecados que vamos almacenando y que nos impiden mirar con confianza al futuro que se nos abre por delante.