lunes, 27 de febrero de 2017

T2. Trainspotting

   Trainspotting (Danny Boyle, 1996) es una película que marcó a toda una generación de cinéfilos. Su éxito fue tan contundente en el momento de su estreno que hoy sigue cautivando a los espectadores que se acercan a ella por primera vez. Actualmente, además, se trata de un largometraje de culto, puesto que supuso el espaldarazo definitivo de su responsable, Danny Boyle, y de su estrella principal, Ewan McGregor. En efecto, a raíz de la cinta, el primero se aventuró en Hollywood mediante Una historia diferente (íd., 1997) y La playa (íd., 2000), mientras que el segundo probó suerte en el blockbuster a través de La amenaza fantasma (George Lucas, 1999) y sus secuelas.

   Por este motivo, no es extraño que su autor ya hubiera valorado la posibilidad de afrontar una segunda parte. Sin embargo, como no deseaba repetir el formato de la primera, ha tardado veinte años en rodarla, con el propósito de indagar en la evolución de sus protagonistas. Es por ello que no encontraremos la comedia que vimos en aquella, sino un film de corte más nostálgico y sosegado, pero que enlaza perfectamente con su predecesora y con toda la filmografía de Boyle.




   Han pasado veinte años desde que Mark Renton abandonase a sus amigos y huyera con el dinero que todos habían conseguido. Cierto día, sin embargo, cuando ya ha ordenado su vida, decide volver a Edimburgo y atar los cabos sueltos que dejó tras la fuga. Por desgracia, Frank, que ha permanecido encerrado en la cárcel durante todo ese tiempo, también vuelve a la ciudad, aunque con una intención diferente: vengarse de quienes le robaron su parte del botín.

   Pese a este argumento y a la temática del primer Trainspotting, esta tardía secuela no es una comedia. Se trata, por el contrario, de un film altamente nostálgico y dramático, puesto que profundiza en las tristes consecuencias de los excesos que aquella mostraba. Por esta razón, es una película más intimista, dirigida quizás al público que se vio reflejada en su predecesora, pero que hoy la observa tras el remordimiento que aportan las dos décadas que han transcurrido entre ambas. Seguramente, pues, sea la continuación lógica de aquella.

   Por otro lado, es una película imprescindible en la obra de Boyle, ya que armoniza mejor con su filmografía que la primera entrega. Ciertamente, todos sus largometrajes son un canto a la vida y a las cosas que la enriquecen, como la familia y los amigos (sin duda, esta es la tesis de Millones, 127 horas y la incomprendida Steve Jobs). Aquella, no obstante, pese a su mensaje final, que apostaba abiertamente por una existencia sin drogas, encomiaba una traición y un robo. Es por ello que necesitaba ser subsanada, mostrando una historia que ensalzase el auténtico valor de la amistad y el peligro que el dinero le puede acarrear a esta.




   Por este motivo, era necesaria la realización del film. En él, como hemos visto, no solo se atan los cabos sueltos que exige la nostalgia, sino también aquellos que no conseguían anudarse con la obra de Boyle. Este ha afirmado muchas veces que el hombre debe buscar la felicidad en la sencillez del hogar y de la amistad y no en el dinero, algo que no quedaba claro en el primer Trainspotting, pero que aquí resarce por completo.

   Se trata, pues, de un título excepcional, que debería estar presente en las futuras videotecas de los seguidores de Boyle y de McGregor. Posiblemente, hoy no sea comprendida por quienes han conocido demasiado tarde la cinta original, puesto que esperarán la comedia que esta les ofreció. Sin embargo, el paso de los años les descubrirá que sus personajes han progresado como debían de hacerlo y que, por ello, se trata de una secuela imprescindible.




 
 

domingo, 19 de febrero de 2017

Jackie

   Hace unas semanas, analizábamos la película Manchester frente al mar (Kenneth Lonergan, 2016): aquí. En el artículo, nos quejábamos de la ausencia de Dios a lo largo de todo el metraje, pese a que este mostraba un asunto netamente religioso. En efecto, un film que aborde el tema de la muerte, pero que postergue a Dios, es un film engañoso, ya que su presencia es ineludible cuando alguien fallece (en cualquier sentido: bien como consuelo, bien como queja, bien como interrogante). Hasta la fecha, sin embargo, desconozco si esto fue una artimaña de su responsable para delatar precisamente la soledad que experimenta el hombre cuando no tiene a Dios cerca, o bien si se trata de su sincera opinión sobre el desamparo que aquel siente al final de sus días.

   Sea como fuere, esta semana ha llegado a nuestros cines Jackie (Pablo Larraín, 2016). En esta película, y a diferencia de lo que veíamos en aquella, se afronta la muerte bajo el prisma de lo sobrenatural. Esta característica no solo la eleva por encima de aquella, sino que también la hace más creíble a los ojos del espectador. En verdad, y como arriba hemos indicado, es innegable que Dios irrumpe en la escena cuando alguien muere y se cierne sobre nosotros el peso de la soledad.




   El 22 de noviembre de 1963, el presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy es asesinado en Dallas. Casi al momento, su esposa Jacqueline se ve asediada por los medios, que intentan extraerle un relato de los hechos. Por supuesto, ella declina al principio todas las entrevistas, hasta que descubre que la prensa ha manchado tanto su nombre como el de su marido. Gracias a ello, decide conceder un solo encuentro, en el que detallará el modo en que vivió los días posteriores al magnicidio.

   Debido a su temática, el film está estructurado de manera que alterna entre el documental y el drama. Ciertamente, a lo largo del metraje vemos cómo son enlazadas las imágenes reales con las ficticias, algo que nos ayuda a profundizar en la figura de Jacqueline y a entender su particular calvario. Para ello, también se ampara en la excelente interpretación de Natalie Portman, que se embebe tanto del personaje que incluso parece adoptar su tragedia emocional.




   Pero más allá del aspecto técnico, lo más interesante del film es su apertura a lo sobrenatural. En efecto, la película nos hace partícipes de inmediato del trauma que le supone a la protagonista la muerte de su marido. Mientras que toda la primera parte es una descripción pormenorizada de la esplendorosa vida que llevaba junto a él, la segunda se centra en los momentos siguientes al asesinato. Principalmente, son aquellos que rodean al funeral de Estado los más duros, puesto que la hacen consciente de su viudez. 

   Por suerte, durante estos crudos instantes ve necesario dialogar con un sacerdote, puesto que no encuentra consuelo en otras personas. Aunque esta no sea estrictamente la temática del film, las escenas en las que aquel aparece están muy bien cuidadas y llenan de esperanza el alma de Jacqueline. Tanto es así que la cinta concluye con su consejo, en el que afirma que Dios jamás abandona a sus hijos, por muy solos que estos se sientan. 




   Desgraciadamente, esta confianza se ausentó de Manchester frente al mar. En efecto, la grandeza de Dios estriba en su capacidad para consolar a cualquiera que se acerque a Él. Sin embargo, el protagonista de aquella cinta no supo hacerlo, por lo que se precipitó a la soledad y a la amargura que exteriorizaba en ella. Aquí, Jacqueline Kennedy sí acude a su consuelo, por lo que puede afrontar con mayor entereza la pena que la embarga.

   Por este motivo, se trata de una película muy acertada, que describe con detalle el aliento que anhela una persona en los momentos de la muerte. Como tantas otras, y como es natural, no renuncia a su dramatismo, que aquí también es descrito con mucha crudeza; pero no se encierra en la soledad de su protagonista, sino que le abre la puerta del consuelo que hemos citado. Esto se agradece, puesto que hoy vivimos una época en la que se abomina de todo lo que suene a religión, pese a que otorga la paz que el ser humano no halla en la tierra.


domingo, 12 de febrero de 2017

El cielo sobre Berlín

   Hay películas que resultan fascinantes por el mundo que abren a los ojos del espectador. Habitualmente, son cintas de corte fantástico, ya que este es un género puede jugar sin límites con la imaginación del hombre. Un ejemplo de ello podría ser el conocidísimo futuro que nos plantea Blade Runner (Ridley Scott, 1982), pero también el que describe Brazil (Terry Gilliam, 1985) o el universo que presenta Dune (David Lynch, 1984). Sin embargo, también hay filmes de otros géneros que han sabido hipnotizar de la misma manera gracias a ese particular, como Tigre y dragón (Ang Lee, 2000), El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011) o Amelie (Jean-Pierre Jeunet, 2001). Entre estas últimas, se encuentra la cinta que nos ocupa.  




   En efecto, El cielo sobre Berlín (Wim Wenders, 1987) nos presenta una ciudad poblada por miles de ángeles. Estos, invisibles al ojo humano, caminan entre los hombres con el propósito de ayudarlos en sus tribulaciones. Para ello, les basta con acariciar su espalda o con sentarse a su lado, ya que su sola presencia les otorga la luz del consuelo.

   Cierto día, sin embargo, uno de estos ángeles le manifiesta a su compañero el deseo de convertirse en una persona. El motivo es que quiere ver el mundo como lo hacen los hombres y, por ende, compartir con ellos su destino. El paroxismo de este anhelo llega cuando se enamora de una mujer, con la que quiere compartir su posible vida mortal.




   Indudablemente, lo más enriquecedor del film es la imagen de esos ángeles caminando entre nosotros y auxiliándonos en nuestras dificultades. Resulta entrañable y esperanzador comprobar cómo no dan por perdida a ninguna persona, puesto que la acompañan en todo momento con el propósito de salvar su vida. Aunque también describe la realidad humana, que es libre para escuchar su consuelo y para rechazarlo, como insinúa el suicida que cubre sus oídos con los auriculares.

   Pero también son impresionantes las disertaciones acerca de la vida que hacen tanto los hombres como los ángeles. Especialmente profundas son las del protagonista, Bruno Ganz, que aspira a disfrutarla como ser humano. Para ello, no se centra solo en las cosas materiales de las que podría gozar, sino también en lo que ya pasa desapercibido para nosotros, como las sensaciones y los sentimientos. Resulta impagable y emocionante que desee asimismo experimentar las limitaciones humanas, que se manifiestan sobre todo en la enfermedad y en la muerte. 




   La película sobrecogió de tal manera al espectador que su responsable afrontó una secuela varios años después: ¡Tan lejos, tan cerca! (Wim Wenders, 1993). En ella, aunque retomaba los personajes que habían dado pie a su anterior obra, los enfrentaba a una situación diferente: el mal. Ciertamente, aunque el amor por la vida podía ser entrevisto aún en el largometraje, este se centraba en cómo la maldad era capaz de arruinar la existencia del hombre.

   Para ello, el film arranca con un ángel que se plantea la posibilidad de ayudar físicamente a las personas. A lo largo de su vida espiritual, ha podido sugerir esperanza y bondad en ellas, pero no siempre las ha auxiliado, ya que estas gozan de libertad para aceptar o rechazar sus sugerencias. Él piensa, no obstante, que lo conseguiría si fuese de su misma naturaleza.

   Sin lugar a dudas, la película supera la original. En efecto, propone un mismo y fascinante mundo poblado por ángeles, pero profundiza en la libertad del hombre, que solo había sido insinuada en aquella. Además, y aunque describe con mucho detalle hasta qué punto se puede corromper una persona gracias a sus decisiones erróneas, es un canto bellísimo al amor y al libre albedrío. Por otro lado, afirma explícitamente que los ángeles provienen de la voluntad de Dios, un dato que no aclaraba El cielo sobre Berlín y que la hace todavía más emotiva. 




   La fascinación casi hipnótica de este cosmos angelical fue confirmada por el cine norteamericano algunos años después. En efecto, adaptando la historia de amor que cerraba el film original, pudimos ver City of Angels (Brad Silberling, 1998). Pese a que relegaba aspectos tan profundos como las disertaciones que pululaban en los otros dos títulos, contó con muchos aciertos. Entre ellos, destaca la controversia suscitada en la científica mente de la protagonista, que es médico, cuando se enamora de un ángel, es decir, de un ser que no debería existir.

   A mi juicio, pues, estos tres filmes nos proponen un mundo arrebatador, que difícilmente olvidará quien los haya visto. Además, nos otorgan una esperanza que tal vez hayamos perdido, puesto que nos indican que no estamos solos y que el Amor, que es más grande que todos nosotros, nos acompaña siempre. Por último, y en consecuencia, este universo resulta más cautivador cuando descubrimos que no es imaginario, sino que se trata de la realidad que nos circunda.



domingo, 5 de febrero de 2017

Manchester frente al mar

   Hace unas semanas, afirmábamos que nos encontramos en un período propicio para el buen cine de actualidad (aquí). El motivo es la inminente ceremonia de los Óscar, donde se premia a la mejor película del año. Para formar parte de esta gala, pues, las grandes productoras se reservan estos meses para estrenar sus largometrajes más acariciados. Asimismo, y con esta intención, suelen rodearlos de los factores que habitualmente gustan a los miembros de la Academia, sus anfitriones: corte clásico, actores consagrados, revisionismo histórico y valores norteamericanos.

   Curiosamente, la película que hoy nos ocupa no cumple ninguno de los citados requisitos. Sin embargo, ha entrado en la lista de candidatas al mayor premio otorgado en Hollywood (además de haber obtenido otras cinco nominaciones). El motivo tal vez estribe en su correcta manufactura o en la tragedia que palpita en el fondo de su metraje, más intensa que la del propio guion. Si se trata de esto último, no deja de ser una llamada de atención acerca del inmenso vacío que experimenta el hombre actual. 




   Lee Chandler (Casey Affleck) es un conserje de Boston. Cierto día, recibe una llamada telefónica de su ciudad natal, Manchester, en la que le informan del fallecimiento de su hermano. Rápidamente, se pone en camino hacia allí, puesto que debe organizar el funeral y todo lo relativo a la herencia. Aunque al principio se muestre preparado para asumir cualquier circunstancia, rechaza toda responsabilidad sobre su sobrino. El motivo es que arrastra una tragedia pasada que le impide hacerse cargo de él.

   Como hemos indicado, la película manifiesta claramente su amargo dramatismo, algo que la separa de los gustos de Hollywood a la hora de entregar el Óscar. Para ello, presenta unas actuaciones frías, una fotografía pausada y una música apenas audible (a excepción del momento culminante del metraje, que es acompañado por el famoso adagio de Albinoni). Asimismo, y para reflejar el estado anímico del protagonista, no duda en ofrecer un Manchester grisáceo y nevado, diáfanas alegorías de la pesadumbre y la tristeza. Pero, como anunciábamos, la verdadera tragedia se oculta detrás de estos fotogramas.




   En efecto, la película versa realmente sobre una persona que es incapaz de perdonarse. Este es el motivo por el que, a lo largo del metraje, vemos que no acepta la triste situación que le sobreviene. La muerte de su hermano, por tanto, se le presenta como un drama irresoluto, como un enigma que añade mayor dramatismo a su desdichada existencia. La soledad y el amargor, por consiguiente, se levantan frente al protagonista como un insalvable muro que nadie puede derribar. Incluso cuando tiene la oportunidad de redimirse, la desprecia, puesto que su pena es más profunda que el deseo de liberarse de ella.  

   Precisamente, esta tragedia remite a la necesidad humana de redención. Ya que el hombre es un ser imperfecto y que no actúa conforme al bien que anhela, ora por error, ora por mala intención, clama por la compañía de alguien que lo perdone y que lo guíe. Por desgracia, muchas veces no encontramos quien supla estas carencias, ya que todos se encuentran en la misma situación que nosotros; o bien, como el protagonista de la cinta, nos aferramos a un dolor del que no queremos desprendernos. 

   El cristiano, sin embargo, sabe que esa necesidad es cubierta por Dios. Este, en efecto, enviando a su Hijo, consiguió perdonarnos incluso aquello que nosotros no somos capaces de olvidar. Asimismo, nos concedió el guía imprescindible de nuestra propia existencia. Por tanto, ya no estamos solos en este mundo ni la desesperación tiene cabida, pues incluso la muerte ha sido dotada de un sentido escatológico.




   Al final, es cierto, la película entreabre una puerta a la esperanza, puesto que resalta el valor de la familia. Sin embargo, este es incompleto si no está cohesionado mediante la fe. Ciertamente, pese al amor que experimentamos en el seno familiar, este puede ser quebrado a través del egoísmo o de cualquier otro tipo de mal, como también insinúa el film. En definitiva, pues, quien suple la soledad del hombre, cura sus tristezas e incluso mantiene unida a la familia es el Dios ausente de esta cinta.

   Pese a todo, el largometraje es correcto, aunque imperfecto. Se trata de un buen film, aunque no es magistral. Por eso resulta extraño que la Academia de Hollywood se haya fijado en él. Tal vez, el motivo sea que hace un preciso detalle de la soledad humana y que esta, en el fondo, sea más una urgente llamada de atención a buscar el consuelo que andamos buscando. Este consuelo es ese Dios que guarda silencio durante la proyección y, quizás por eso, los miembros de aquella quieran hacernos ver cuánta necesidad tenemos de Él.


    

lunes, 30 de enero de 2017

Monsters

   Últimamente, todo el mundo habla sobre Trump. De alguna manera, parece haberse convertido en el nuevo enemigo de la humanidad. Entre los motivos que lo han elevado hasta este dudoso reconocimiento, se encuentra la decisión de levantar un muro que separe los Estados Unidos de México. De este modo, pretende reducir el número de inmigrantes ilegales, que son, a su entender, uno de los grandes problemas que acucian a su país.

   Por supuesto, las protestas contra esta orden han irrumpido de inmediato en la vida pública. No hay más que encender el televisor o sintonizar la radio para descubrir cuántos miles de opositores han mostrado estos días su disconformidad contra ella. Lo asombroso es que lo hacen desde países que adolecen del mismo problema. Por ejemplo, México ya está separado de Guatemala por un muro; en España tenemos las famosas vallas de Ceuta y Melilla, y en Estados Unidos ya existe una frontera física con la nación afectada.

   Todo ello me hace pensar que detrás de este dilema subyace una razón política. En efecto, como Trump es ese nuevo enemigo de la humanidad y responde a una ideología conservadora, las tendencias progresistas deben exteriorizar su rechazo. Sin embargo, sería conveniente que estas últimas recordasen algunas cosas: la primera es que la pared que ya divide México de los Estados Unidos fue ideada por Clinton, que respondía a su criterio político; la segunda, que el muro más vergonzante de la historia de los hombres, el de Berlín, fue levantado por sus mismos partidarios, y la tercera, que hay otros muros fronterizos a lo largo del planeta, como el que separa las dos Corea, el que se alza en Cisjordania o el que aún persiste en Irlanda del Norte.  

   Sea como fuere, y ya que el blog está dedicado a la reflexión cinematográfica, esta orden unilateral de Trump me ha recordado a un film estupendo: Monsters (Gareth Edwards, 2010). En él, unos alienígenas invaden la zona norte de México después de que la nave que los transportaba se estrellase allí. Estados Unidos pone su país vecino en cuarentena, por lo que levanta un ciclópeo muro entre ambos que impide la libre circulación de los extraterrestres y, por supuesto, de las personas. No obstante, un periodista y la hija de un empresario deciden volver a su hogar, que se encuentra más allá de la gigantesca pared.



   La película, por tanto, se ubica dentro del cine fronterizo, en el que se suele detallar la vida común a ambos lados de los distintos países en conflicto. En este caso, sin embargo, se centra en el concepto negativo que las partes tienen de su contrario. Para ello, ha sustituido a las personas por enormes alienígenas, que son una evidente metáfora de los terrores que unos proyectan sobre los otros. Por esta razón, no pensemos que vamos a encontrar escenas de aparatosas destrucciones o de desagradables encuentros entre hombres y extraterrestres, ya que el film se alinea más con la estética mostrada en Distrito 9 (Neill Blomkamp, 2009).

   Amén del muro físico, el largometraje nos presenta otro, aunque de orden moral e invisible. Este es el que divide a los dos protagonistas humanos. En efecto, mientras que uno es un bohemio de vida desastrosa y pocas ganancias, otra es hija de millonario y comprometida con un magnate de la misma categoría económica que su padre. Por esta razón, el viaje que ambos emprenden a través de la selva mexicana no solo les servirá para franquear la muralla y alcanzar su patria, sino también para derribar la que separa a los dos y unirse en un mismo sentimiento.

   Por tanto, se trata de una película cargada de buenas intenciones. A través de ella, se nos pretende inculcar que, pese a nuestras diferencias, todos somos humanos y que, por ende, todos compartimos idénticos anhelos. Ello, aunque sea cierto, no quiere decir que sea un film condescendiente, puesto que describe con una saña muy clara las costumbres de México, ocultando en el fondo la tesis que plantea Trump mediante la construcción de su muro.  

   Es interesante apuntar que la cinta fue dirigida por el mismo autor de la reivindicable Godzilla (íd., 2014) y de la exitosa Rogue One. Una historia de Star Wars (íd., 2016). En ambos filmes, como en el que acabamos de presentar, relega la sinopsis en favor del drama personal, otorgando, pues, más importancia a sus protagonistas que a la historia que los une. Esto es un motivo de alegría, puesto que, detrás de toda tragedia, siempre están los hombres que la padecen.



domingo, 22 de enero de 2017

Figuras ocultas

   Enero suele ser un mes propicio para disfrutar del buen cine. Ello se debe a que precede casi de inmediato a la ceremonia de entrega de los Óscar, que habitualmente tiene lugar a principios de marzo (este año, sin embargo, se celebrará el 26 de febrero). Las películas, pues, que optan al citado galardón esperan estas fechas para su estreno, de manera que estén más presentes en la memoria de los académicos estadounidenses, que son a la postre los encargados de elaborar la lista de las nominadas. El film que hoy nos ocupa pretende a todas luces formar parte de esta candidatura, ya que ofrece los requisitos que aquellos acostumbran a exigir: corte clásico, algún actor consagrado, revisionismo histórico y valores norteamericanos. Pero, además, lleva implícita cierta denuncia social, que le otorga mayor actualidad y, por tanto, mayor interés.  




   Katherine G. Johnson, Dorothy Vaughan y Mary Jackson son tres mujeres dotadas de unas altísimas cualidades intelectuales. Gracias a ello, trabajan como calculadoras en la NASA, un empleo duro, pero bien remunerado. Sin embargo, son incapaces de subir un peldaño más en su vida laboral, puesto que, no obstante su facultades, cuentan con un serio problema: son negras. En efecto, nos encontramos en la década de los sesenta, años en los que aún pervivían en los Estados Unidos las leyes de segregación racial. A pesar de este anacronismo, fue también la época de los grandes avances científicos, puesto que concluyó con la llegada del hombre a la luna. En este período tan paradójico, es donde aquellas debieron pugnar por sus derechos y demostrar sus cualidades.

   Ya hemos indicado que, en el aspecto técnico, se trata de una cinta clásica, que no arriesga en su puesta en escena; más bien al contrario, respeta con suma precisión las normas de la narrativa cinematográfica. Por supuesto, ello no significa que carezca de valor, sino que lo adquiere, ya que hoy nos topamos con muchísimas innovaciones fílmicas que, desgraciadamente, postergan el arte de la narración. Además, cuenta con unas actuaciones medidas, integradas a la perfección en el relato, que por fortuna tiene más peso que los intérpretes. Es destacable la actuación de las tres protagonistas, pero también la de los secundarios: Kevin Costner (repitiendo su papel de Trece días), Jim Parsons (dándole una vuelta de tuerca a su famoso Sheldon Cooper de la teleserie Big Bang) y Kirsten Dunst (ya muy alejada de sus intervenciones en la saga Spider-Man).

   En cuanto al revisionismo histórico de la cinta, es loable que esta haya optado por describir un contexto sombrío sin generar nuevos revanchismos. Ciertamente, la película no pretende construir un discurso político que enfrente a blancos y a negros, sino detallar un momento de la historia que fue superado gracias al trabajo y al empeño de sus protagonistas (para conocer más sobre ellas, recomiendo la lectura del siguiente artículo: aquí). Por supuesto, el ideal norteamericano, que postula que cualquiera puede alcanzar sus ambiciones mediante estos dos, está muy presente.




   Pero la película también ofrece un panorama muy actual. En efecto, en un período de la historia (el nuestro) en que el esfuerzo, el carácter y la competitividad han sido descartados, nos propone el ejemplo de un trío de mujeres negras que, mediante su intelecto, arrostraron todos los prejuicios que había entonces contra ellas. En este sentido, son muy significativas dos escenas: por un lado, aquella en la que Katherine G. Johnson (Taraji P. Henson) explica a sus hijas menores que la mayor tiene más privilegios porque tiene más responsabilidades; por el otro, la que protagoniza Mary Jackson (Janelle Monáe), que acusa a su esposo de repetir consignas y de usar la violencia contra la segregación, en vez de combatirla con sus muchas cualidades.   

   Se trata, pues, de un film clásico, pero moderno; que apuesta por la narrativa más tradicional, pero que plantea una problemática muy actual. Es por ello que merecerá alguna candidatura, aunque tal vez no aspire al máximo galardón, el de la mejor cinta del año. No obstante, continuará siendo un gran largometraje, que tendremos que ver y que nos ayudará a reflexionar acerca de la condición humana.



domingo, 15 de enero de 2017

Los niños del Brasil

   Sin duda, la noticia de esta semana ha sido la campaña en favor de la transexualidad infantil que se ha promovido en el País Vasco y en Navarra (aquí). En ella, es posible ver a un grupo de niños de sexo tergiversado que, cogidos de la mano, rubrican el lema que los acompaña: "Hay niñas con pene y niños con vulva: así de sencillo". Por suerte, varios medios de comunicación se han hecho eco de la mentira (y de la malicia) de este aserto, y, sobre todo, han contradicho científicamente los datos que parecen respaldarlos (aquí); asimismo, ha suscitado el desprecio de una sociedad que ya está cansada de soportar tanta manipulación ideológica (aquí). Pues esta es la verdad que subyace tras dicha operación publicitaria.

   Lamentablemente, no he sido capaz de recordar ninguna cinta que refleje la manipulación social que estamos viviendo (tal vez se deba a que ningún cineasta imaginó jamás que esta corrompería la inocencia infantil). Pero esta campaña sí que me ha traído a la memoria un film de temática similar: Los niños del Brasil (Franklin J. Schaffner, 1978). En esta película. el profesor Mengele, instalado en Paraguay tras la Segunda Guerra Mundial, experimentaba con unos niños para crear un nuevo Adolf Hitler. Con este propósito, pretendía la resurrección del Imperio alemán y la supremacía indiscutible de los arios sobre las demás razas de la tierra. Desconozco si los nazis experimentaron alguna vez con la sexualidad de los niños, pero la idea que hay detrás de esta ideología de género no se aleja mucho de sus postulados.




   Ante todo, deberíamos recordar quién era Josef Mengele (1911-1979). Se trataba de un médico y antropólogo germano que se afilió muy pronto a los dictados del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (más conocido entre nosotros como Partido Nazi). Durante la Segunda Guerra Mundial, trabajó en el funesto campo de concentración de Auschwitz, donde llevó a cabo numerosos experimentos pseudeocientíficos que pretendían demostrar la superioridad aria. Pero estas no fueron las únicas pruebas que ejecutó, sino que también mostró interés por la supuesta vinculación psicológica que unía a los hermanos gemelos y por el estudio de las malformaciones humanas. En el fondo, sus proyectos no estaban causados por una preocupación intelectual, sino por un oscuro sadismo. Esto lo evidencian sus ensayos con niños: en ellos, solía inyectar productos químicos en  los ojos de estos últimos con el fin de tornarlos azules, o coser unos a otros con el propósito de crear siameses. Pese a estas aberraciones, Mengele consiguió huir de los Juicios de Núremberg y refugiarse en Sudamérica, donde vivió hasta su muerte, que lo alcanzó de manera natural mientras nadaba en el mar.

   Pero lo más inaudito de este médico nazi fue su obstinada contumacia. En efecto, a pesar de los años que habían transcurrido desde su participación en el campo de Auschwitz, nunca mostró arrepentimiento; al contrario, mantuvo la tesis de haber servido con lealtad a la causa del imperio nacionalsocialista. Es decir, sojuzgó la ciencia médica, destinada a la salvaguarda del bienestar de la humanidad, con el ideario político del nazismo. Que no experimentase ningún tipo de contrición desde lo días en que ejecutase sus macabras pruebas, queda de manifiesto en que trataba con ternura a sus conejillos de Indias mientras aquellas duraban, pero no vacilaba en quemarlos o gasearlos cuando concluían. Para él, los niños eran un mero instrumento al servicio del partido.




   En la campaña de la transexualidad vista en el País Vasco y en Navarra, nos encontramos con la misma motivación: no importa la salud infantil (en este caso, psíquica), sino el apoyo al ideario de la nueva sociedad. Como hemos mencionado, han aparecido diversos artículos que desmienten todo el entramado que teje esta ideología (aquí y aquí, por ejemplo), pero, al mismo tiempo, han sido menospreciados como falsos o de poca relevancia. La razón es que muestran una verdad incómoda para esta nueva era: sencillamente, la verdad. ¿Cuántos niños nacen con vulva?, ¿cuántas niñas nacen con pene? ¿Acaso esto no es producto de una intervención quirúrgica que nada tiene que ver con la naturaleza de esos niños? Sin embargo, esto no es lo que importa: lo que prevalece es la imposición de una ideología falsa, de una mentira al servicio de un propósito. Al final, quienes han promovido estos carteles han utilizado a los niños para su fin, pero los arrojarán a la cámara de gas o al crematorio cuando ya no los necesiten.

   Mis preguntas son las siguientes: ¿en qué consiste esa nueva sociedad?, ¿cuál es la intención que subyace tras esta ideología?, ¿cómo pretenden que sea esa suerte de imperio alemán que Mengele ambiciona en el film? Supongo que hay un maligno interés gregario, que busca el sometimiento del hombre a sus pasiones e instintos, privándolo de su dignidad y de su libertad. Ciertamente, cuando el sexo es tratado de manera impúdica, todo se deprava y empuja al ser humano a comportarse como un mero animal, que solo anhela satisfacer sus necesidades primarias. De este modo, el adocenamiento es más fácil, ya que los animales carecen de la capacidad de razonar de la que gozamos los hombres. Tampoco descarto la existencia de un provecho económico, puesto que todas esas necesidades son saciadas mediante el dinero (recordemos que la susodicha campaña ha sido financiada por un empresario norteamericano).




   En la película, hay dos frases que resumen perfectamente esta situación, ambas pronunciadas por el doctor Mengele. Por un lado, esta: "Hemos convertido el mundo en un inmenso laboratorio", frase que hemos intentado desgranar a lo largo del texto; por el otro, la siguiente: "Una vez que los padres han cuidado de sus hijos, ya no los necesitamos para nada". En efecto, el gran triunfo de este nuevo orden es haber roto la familia, que es la sede de la libertad, de la identidad y de la dignidad del individuo. En cuanto se ha conseguido que los niños sean arrancados de sus padres, ya son víctimas de estos experimentos sociales; por eso interesa que crezcan rápidamente, que despierten cuanto antes al sexo y que este sea depravado enseguida, para que se pueda corromper su inocencia y esclavizarlos a sus pasiones. Sin embargo, hoy son muchos los padres que ven con buenos ojos este adoctrinamiento, por lo que lo propician en orden al bienestar y a la salud psicológica de su prole: "Si es lo que él quiere..." (aquí).

   Finalizando el metraje, Mengele se dirige al hogar donde inició sus experimentos. Allí, piensa que encontrará al futuro líder del imperio alemán, que él mismo ha cuidado mediante un adiestramiento concreto. Sin embargo, descubre que este no ha respondido correctamente a los estímulos que le había preparado, sino que actúa de forma imprevista. De esta manera, pues, yo deseo que ese reducto de libertad, que toda persona alberga en su interior, no sea eclipsado por el ambiente tan pernicioso que estamos viviendo; espero que esos niños (¡esas víctimas inocentes!) se rebelen contra el aleccionamiento que padecen y descubran así que su auténtica libertad y su verdadera salud psíquica estriban en aceptar su propio género.