jueves, 18 de marzo de 2021

La profecía

 

   El cine de terror cambió para siempre con el estreno de El exorcista (William Friedkin, 1973). En efecto, por primera vez en la historia del celuloide, se incidía en la esencia y origen de todo mal: el diablo. Ciertamente, ya había habido algún notable experimento al respecto: Madre Juana de los Ángeles, La noche del demonio o La semilla del diablo, su antecesor inmediato, pero podríamos decir que Satanás no era el verdadero protagonista de ninguno de ellos, sino solo un invitado especial. De alguna manera, pues, aquella cinta puso de moda la figura del maligno, por lo que era cuestión de tiempo que surgieran otras que se aprovechasen de ello para intentar recabar el mismo éxito. Y de entre todas, la que mejor supo hacerlo fue La profecía (Richard Donner, 1976).

   Pese a lo que muchos creen, La profecía no está inspirada en una novela previa, sino que se trata de una obra original[1]. En ella, un político de renombre adopta a un niño sin saber que en realidad es el hijo del demonio, es decir, el anticristo. Sin embargo, poco a poco irá sospechando de su origen, pues en torno a él se suceden muertes extrañas y hasta es advertido por un sacerdote, que incluso le referirá el vaticinio que podemos leer en la Biblia: «El que tenga inteligencia, cuente la cifra de la bestia, pues es cifra humana. Y su cifra es seiscientos sesenta y seis» (Ap 13, 18). Llegará un momento, pues, en que se verá en la tesitura de acabar con la vida del crío o dejarlo vivir, para que sitúe a la humanidad bajo el yugo de Lucifer. 

 


 

   Como no podía ser de otra manera, la cinta se convirtió en un auténtico éxito de taquilla, pues todos el mundo vio que se trataba de una digna heredera de El exorcista (recordemos que esta tendría varias secuelas, pero que ninguna de ellas lograría igualarla). Su opresiva puesta en escena, su mítica banda sonora, su inteligentísimo libreto y la espeluznante actuación del niño protagonista –cuya fría mirada continúa inquietando a cualquiera–, consiguieron cautivar al público, que estaba ansioso por conocer más datos acerca del príncipe de las tinieblas. Tanto es así que, si aquella puso en boga al demonio, esta hizo lo propio con el anticristo y el fin de los tiempos (hoy en día, de hecho, sigue siendo una película recurrente para ejemplificar esto último).

   Porque, ciertamente, tal y como hace la película, deberíamos diferenciar entre el demonio y el anticristo, a los que habitualmente consideramos parejos, pero que no lo son. Y es que, según el Catecismo de la Iglesia Católica, el anticristo no será el diablo, sino un pseudomesías que “trabajará para él”, que pondrá al hombre en el lugar de Dios y que, por ende, arrastrará a muchos a la perdición, ya que caerán ingenuamente en su ardid (cfr. 675). De hecho, el libro del Apocalipsis va en ese sentido, puesto que la bestia a la que hace referencia –es decir, el anticristo–, recibe su poder del dragón –es decir, del demonio–, pero no es el dragón (cfr. Ap 13, 2). En cuanto a la segunda bestia, nacida después de la primera (cfr. Ap 13, 11), los exegetas piensan que se trata de una metáfora de la ideología perversa que acompañará y propiciará el propio anticristo, mediante la que este esclavizará bajo su poder a la humanidad.

   Pero como la película no puede desasirse así como así del aroma hollywoodense, fantasea con la posibilidad de que el anticristo, en efecto, no sea el mismo Satanás, pero sí su retoño, que sin duda es un argumento mucho más comercial. De este modo, igual que Dios encarnó a su propio Hijo para salvar al hombre, el diablo encarna al suyo para condenarlo; de la misma manera que aquel eligió a una pareja sin prole para que cuidase de Jesucristo, este hace lo mismo para que velen por Damien, y como el primero fue guiando mediante su Providencia al Mesías para que cumpliese sus designios salvadores, el segundo conduce a su sosias mediante engañifas para que también dé cumplimiento a sus propósitos malignos. Para el largometraje, pues, el anticristo cumpliría a la perfección ese psudeomesianismo que anuncia el Catecismo, pues imitaría en todo al Hijo de Dios, pero para pervertir su mensaje (en este sentido, recomiendo también el visionado de La profecía 2 y La profecía 3, que junto con la primera, conforman un interesante tríptico sobre ese progreso demoníaco en aras de la malévola imitación de Cristo[2]). 

 


 

   Paradójicamente, esta idea de origen comercial es mucho más profunda de lo que parece, puesto que ya el arzobispo norteamericano Fulton Sheen –en proceso de canonización– afirmaría que el demonio es en realidad el mono de Dios y que, por tanto, quiere imitarlo en todo. De hecho, en una célebre alocución para la televisión estadounidense, detallaría sus características, para que los cristianos seamos capaces de reconocerlo cuando llegue: «No llevará vestiduras rojas, no vomitará azufre, no llevará tridente ni se llamará a sí mismo anticristo, pues nadie lo seguiría. Se disfrazará como el gran humanitario, hablará de paz, de prosperidad y de abundancia, pero no como medios para llegar a Dios, sino como fines en sí mismos. Promoverá un nuevo concepto de divinidad, que nada tendrá que ver con nuestra visión, sino que se acomodará al gusto de la gente.

   »Divulgará la fe en la astrología y en el universo como sustituta de la verdadera creencia en Dios. Hará que los hombres se avergüencen de no ser considerados abiertos de mente y progresistas por sus compañeros. Identificará la tolerancia con la indiferencia entre el bien y el mal. Fomentará el divorcio como signo de liberación. Hará que crezca el amor por el amor, pero que decrezca el amor por las personas. Invocará la religión para destruir la religión. Incluso hablará de Cristo y dirá que es el mayor hombre que jamás haya existido. Dirá que su misión es salvar a la humanidad de la superstición y el fascismo, pese a que nunca los definirá. Fundará, por ende, una anti-Iglesia, que será una imitación de la Iglesia, pero a la que se sumarán incluso muchos de los elegidos, puesto que serán víctimas de la soledad y la frustración del hombre moderno; pero allí no se les animará al reconocimiento de sus culpas y a la conversión, sino al autoconocimiento y a la superación».

 


 

   Así pues, pese a su innegable fragancia de Hollywood, La profecía se convierte en un acertado relato sobre la idiosincrasia del demonio y el futuro anticristo, al que, por otro lado, no hay que temer. De hecho, el propio Sheen, consciente de que sus palabras podían causar estupor en el pueblo cristiano, llenó a este de esperanza con las siguiente exhortación: «Colgad un crucifijo en casa, rezad cada noche el rosario en familia, acudid diariamente a misa, haced la hora santa, encomendaos a san Miguel y a la Santísima Virgen, y conservad el estado de gracia, puesto que solo habrá una forma de que las rodillas dejen de temblar: caer sobre ellas y rezar». Y así, aunque la cinta no dé pie a esta halagüeña expectativa, sí lo hace a su manera el conjunto de la trilogía –por eso es recomendable ver también la segunda parte y la tercera, tituladas respectivamente en España La maldición de Damien y El final de Damien[3]–, ya que nos hace ver que el mal no tiene la última palabra y que el bien triunfará por fin mediante una intervención directa de Dios (cfr. Ap 20, 7-10).  

   Por desgracia, después de esta cinta, el maligno pasó a ser en el cine un mero recurso estilístico. De este modo, aunque El exorcista sentara las bases para que la gran pantalla lo abordase con seriedad, y La profecía las perfeccionara, pocas películas han sabido recoger el testigo. Quizás en los últimos tiempos destaquen La pasión de Cristo y Pactar con el diablo, ya que, cada una en su género, profundizan en su figura, para hacernos ver que no es un simple mito cristiano, sino un ente real que odia a Dios y quiere condenar al hombre. En cuanto al anticristo y el fin de los tiempos, y al margen del filme que hemos presentado, tal vez solo despunten la española El día de la bestia y La profecía. Omen 666, nueva versión de aquella, aunque con una puesta en escena mucho más hollywoodiana. 

 

 


 



[1] La idea de publicar meses antes la novela inspirada en el guion procedía de la propia productora, que lo consideró una estrategia comercial.

[2] Existe una cuarta entrega: La profecía 4. El renacer, pero que es del todo prescindible, puesto que la tercera parte de la saga cierra definitivamente este ciclo (aunque de manera muy pobre, todo hay que decirlo).

[3] En mi opinión, la segunda es la mejor de las tres, y la tercera, la peor (con diferencia).

viernes, 12 de marzo de 2021

El camarada don Camilo

 

   El pasado mes de febrero se cumplían cincuenta años de la muerte de Fernandel, el famoso cómico que dio vida al entrañable don Camilo. Por este motivo, decidí recuperar las cinco películas que conforman la saga de este peculiar sacerdote cinematográfico y volver a verlas. Sin lugar a dudas, todas son muy divertidas, por lo que resulta harto difícil estimar cuál de todas es la mejor (esta dificultad es mayor si tenemos en cuenta que, en el fondo, son solo un conjunto de episodios unidos por un fino hilo argumental). Pero hay una que destaca sobre las demás, puesto que se aparta del escenario habitual –el valle del Po–, se aleja del formato episódico y revela por fin las cartas que esta antología llevaba ocultando desde el principio: el anticomunismo. Me estoy refiriendo a su colofón: El camarada don Camilo (Luigi Comencini, 1965).

   Como todo el mundo sabe, Pepone y don Camilo fueron creados por el periodista italiano Giovanni Guareschi (1908-1968). Este había combatido como oficial de artillería del bando del Eje en la Segunda Guerra Mundial, por lo que era furibundamente contrario a la ideario comunista (ello no quiere decir que fuera fascista, pues se opuso también con rotundidad a las políticas de Mussolini –de hecho, su anticomunismo provenía de su profunda fe católica, no de sus afinidades ideológicas–). Por este motivo, cuando constató de primera mano que, no bien hubo acabado el conflicto, Italia comenzó a virar hacia la izquierda, principalmente en los sectores cristianos, resolvió descubrir las argucias de esta ideología (a la sazón, se hizo famoso su lema: «En la cabina de voto, Dios te ve; Stalin, no», que aparece también en una de las cintas –si no recuerdo mal, en La revancha de don Camilo–). De esta manera, quiso que Pepone representase al pueblo engañado por el comunismo, mientras que don Camilo debía encarnar la voz de la Iglesia (y por ende, de la conciencia).

 


 

   Esta dicotomía fue presentada por Guareschi en diversos libros y relatos cortos –Don Camilo, La vuelta de don Camilo y El camarada don Camilo entre los primeros, y Gente así y El lechuguino pálido entre los segundos (publicados póstumamente)–, que de la misma manera que las películas, no dejaban de ser meras historietas unidas por una excusa argumental. Sin embargo, ninguna de estas aventuras era maniquea en sus premisas (es decir, don Camilo no era buenísimo por ser católico ni Pepone era malísimo por ser comunista), sino que se hacían eco de las miserias y defectos de cada uno de sus protagonistas, que eran descritos con evidente conmiseración. De hecho, para Guareschi, los más dignos de lástima eran los comunistas católicos, pues a su juicio, pese a que estuvieran actuando de buena fe, estaban siendo engañados por las políticas de Stalin (este sí, el mismísimo demonio).

   No obstante, este presupuesto compasivo que había caracterizado a las cintas de don Camilo cayó a plomo en esta última entrega. Y es que, en los años 60, fecha en la que fue rodada, a pesar de las advertencias veladas que habían hecho sus predecesoras, el Partido Comunista triunfó en Italia, convirtiéndose además en el más fuerte e influyente de toda Europa. Por este motivo, la saga ya no se podía andar con medias tintas, sino que debía sacar toda su artillería para combatir denodadamente el avance del izquierdismo (de hecho, se convertiría en el último envite, pues, aunque hubiese sido proyectada la realización de otro film, este quedó inconcluso por la repentina muerte de Fernandel). Así, ya sin paliativos, muestra los horrores a los que estaba siendo sometida la población rusa en aras de una presunta libertad del individuo (y en concreto, del obrero).

   Aunque podríamos destacar multitud de escenas que reflejan este sufrimiento por parte del pueblo ruso –atención al testimonio de la pareja que ha huido de la Unión Soviética y se ha refugiado en la parroquia de don Camilo–, debemos recalcar todas aquellas que atañen a la libertad religiosa, pues son las más conmovedoras. Y es que, en efecto, si el sacerdote protagonista ha ido advirtiendo contra el comunismo a lo largo de las cuatro cintas anteriores, pero sin conocerlo realmente, aquí puede constatar con sus propios ojos hasta dónde es capaz de llegar la maldad humana. Ya ha dejado de ser una ideología folclórica y buenista de la idiosincrasia alpina para transmutarse en un peligro real, en un enemigo poderoso y malvado, deshumanizado –y deshumanizador– e inmisericorde; en un ideario malsano y ateo, que odia la religión, la cultura y la sociedad cristiana, y que amenaza con extenderse por el mundo entero…, ¡incluido Italia! Don Camilo comprueba que sus luchas contra Pepone son irrisorias al lado del combate que han de afrontar los popes por su propia supervivencia, y que los problemas de los cristianos italianos son anecdóticos en comparación con el de los correligionarios rusos.

   Ello no obsta para que la película continúe mostrando el humor de las entregas anteriores, pues es su marca de fábrica. Pero la comedia histriónica de estas últimas ha cedido ante la cruda realidad del sufrimiento humano; las payasadas de don Camilo y Pepone dejan paso a unas ocurrencias más maduras y hasta melancólicas, pues intentan poner buena cara frente al mal tiempo, y la contemporización del católico comunista, como hemos dicho, es ahora una severa llamada de atención: no puedes votar a un partido que te odia por tu fe. Y así, pese a que el encuentro de don Camilo con el pope sea a todas luces chistoso, está revestido de un marcado halo de tristeza, que nunca antes ha aparecido en la saga; o aunque vaya a visitar con gracia a una mujer que no quiere morir sin recibir los postreros sacramentos, el diálogo que mantiene con esta revela la agonía de un pueblo al que se le ha arrebatado su cultura (atención también a la mucho más elocuente escena en la que va en busca de una tumba que ha sido cubierta por un campo de cereales, una clara prueba de que la Unión Soviética quería borrar como fuera el pasado de la nación rusa).

 


 

   El camarada don Camilo es quizás la mejor entrega de la saga, pues se trata de la más honesta. Si las películas anteriores condescendían de alguna manera con el italiano engañado por el ideario izquierdista, esta ha abandonado su ingenuidad para advertir de un peligro real, de una amenaza cierta; para quitarle la venda de los ojos al cándido obrero que lucha por sus derechos y hacerle ver que es solo el pelele de una política inhumana. Y aunque mantenga su carácter humorístico, quiere combatir de verdad esta ideología, pues muestra, como hemos indicado, la cruda realidad que se vivía en la extinta Unión Soviética, pero que pervive en los partidos comunistas que aún pululan por el mundo. Es el magnífico canto del cisne de una saga imperecedera, pero que a veces pasa desapercibido, pues únicamente recordamos al chistoso don Camilo de las primeras cintas, no al de esta, mucho más circunspecto.

   Como decíamos arriba, se había proyectado realizar una sexta entrega, pero la repentina muerte de Fernandel interrumpió la producción. Y tal vez sea mejor así, pues las imágenes que se filtraron en su momento revelaban que este marcado discurso antiizquierdista volvía a la senda de la moderación. El motivo era que el Partido Comunista Italiano había alcanzado mucho peso en el país alpino, por lo que hubo exigido que no se le hiciera ninguna diatriba. Además, la conclusión de la cinta que estamos analizando es el mejor cierre que podía tener la saga, puesto que presenciamos una reconciliación entre Pepone y don Camilo que no aparece en ninguna otra, y asistimos al “desengaño soviético” por parte del primero y, por tanto, al triunfo del segundo, que llevaba advirtiendo contra el comunismo desde la película original.  

 


 

  

 

viernes, 5 de marzo de 2021

El diablo a las cuatro

   «El Señor es mi pastor, nada me falta. En verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (Salmo 23, 1-4).

   ¿A quién no le suena este salmo? Estoy seguro de que todos lo hemos oído –y recitado– alguna vez, sobre todo en misa. Y es que quizás se trate de uno de los textos más célebres de toda la Sagrada Escritura. Por este motivo, resulta extraño que, en la edad de oro del género religioso –los años 50–, el cine no recurriera a él con mayor frecuencia. De hecho, se tuvo que aguardar hasta los años 60 para que un film supliera esta carencia. Estamos hablando de El diablo a las cuatro (Mervyn LeRoy, 1961).  

 


 

   La película versa sobre un sacerdote que vive prácticamente desterrado en una paradisiaca isla del Pacífico. En tiempos, gozó de mucho prestigio, pero tras fundar un lazareto para niños, comenzó a ser menospreciado por los habitantes del pueblo. Por esta razón, perdió la fe y comenzó a ahogar sus penas en el alcohol. Pero nada de esto importará, puesto que, cuando el volcán que domina el lugar despierte, tendrá que hacer lo posible para rescatar de la lava a los leprosos.

   Podríamos decir que la cinta tiene dos vertientes: la aventurera y la religiosa. Respecto de la primera, debemos indicar que fue una cinta que antecedió en casi una década al cine de catástrofes naturales, que encontraría su eclosión en los años 70 con títulos como Terremoto, Ciclón, Meteoro o Avalancha; además, se trató también de la primera en presentar un volcán como protagonista, por lo que asimismo les marcaría el camino a películas como Al este de Java y, mucho más tarde, Un pueblo llamado Dante’s Peak o Volcano. En cuanto a la segunda, es indispensable señalar que se trata de la mejor –y única– alegoría del salmo 23 que se haya rodado jamás.

   En efecto, como ya hemos indicado, el sacerdote –un sensacional Spencer Tracy– vive hastiado por la deriva que ha tomado su existencia. Sin embargo, la erupción del volcán le recordará el sentido de su vocación, por lo que hará lo posible para rescatar a los niños y conducirlos a un lugar seguro. A partir de este momento, pues, la cinta se convierte en una explicitación de las palabras del salmo, ya que aquellos verán que, aunque caminen por cañadas oscuras, no han de temer, pues están siendo guiados por el buen pastor. Además, el largometraje cuenta con una subtrama de remisión muy emotiva que tiene como protagonistas a unos presos descreídos (entre los que se encuentra un también sensacional Frank Sinatra). 

 


 

   El diablo a las cuatro se convirtió en el último título en el que Spencer Tracy interpretaría a un sacerdote. Anteriormente lo había hecho en San Francisco –otro título de catástrofes naturales–, Forja de hombres y La ciudad de los muchachos, y con mucho éxito en cada una de ellas[1]. Su secreto estribaba en que él, siendo niño, había querido ingresar en un seminario, aunque los azares de la vida lo condujeran al final por la senda de la actuación. No obstante, el de esta cinta sea quizás su papel más personal, pues transformó al personaje en un sosias de sí mismo (recordemos que el actor padecía serios problemas de depresión y alcoholismo, pero que siempre confió en la misericordia de Dios, para que le perdonase sus pecados).

   En su momento, la crítica se fijó exclusivamente en el aspecto aventurero de la cinta y en sus sorprendentes efectos especiales (de hecho, las imágenes de la erupción serían aprovechadas en títulos posteriores, incluyendo la citada Al este de Java), dejándole muy poco espacio, pues, a su vertiente religiosa. Sin embargo, andando el tiempo, vemos que esta trama es la que de verdad propicia el desarrollo del argumento, por lo que se trata del auténtico núcleo del largometraje. Por tanto, estoy convencido de que, cuando lo veáis, encontraréis en él esa fantástica alegoría del salmo 23 que aquí estamos señalando.  

 


 



[1] Según parece, tras su aparición en San Francisco, los espectadores le remitieron multitud de cartas reclamándole consejos espirituales, como si de un sacerdote auténtico se tratase.