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viernes, 3 de enero de 2020

Los dos papas


   Ha llegado el momento de hablar sobre Los dos papas, una película que ha levantado muchas ampollas por su visión de Benedicto XVI. Y es que, ciertamente, puede parecer que este no queda en muy buen lugar y que la cinta se ha creado con el único objetivo de humillarlo y de ensalzar a Francisco. Sin embargo, no creo que esta sea su verdadera intención, sino solo presentar una historia bajo el formato de buddy movie con los dos pontífices como protagonistas.




   Para empezar, debemos aclarar qué es una buddy movie. Se trata de un subgénero que, en español, podríamos traducir como “película de compañeros” o “película de colegas”. En él se ofrecen dos visiones contrapuestas de un mismo asunto (una buena y una mala, una antigua y otra moderna, etc.) que se acercan a medida que avanza el metraje de la cinta. Suele ser propio del cine policíaco (The French Connection, contra el imperio de la droga, Arma letal, Jungla de cristal III. La venganza, etc.), pero también ha flirteado con el religioso: Becket, Un hombre para la eternidad, El tormento y el éxtasis, Don Camilo, etcétera. De hecho, tal vez un clásico de las buddy movies religiosas subyazca tras la gestación de Los dos papas: me refiero a Siguiendo mi camino (Leo McCarey, 1944).




   En efecto, en esta conocidísima película, Barry Fitzgerald es un sacerdote chapado a la antigua, que regenta una parroquia decadente, frecuentada solo por personas mayores y asentadas en un ideario “carca”. Es por ello que la llegada de su vicario parroquial, Bing Crosby, no le gusta nada, puesto que este no solo rejuvenece la media de edad de asistentes al templo, sino que también canta, toca el piano y hasta funda un coro infantil; más aún, reconoce abiertamente que tuvo novia y que incluso se planteó casarse con ella antes de su ordenación. Todo ello colma el vaso de la paciencia de Fitzgerald, que hará lo posible por deshacerse de Crosby, aunque la bondad de este se impondrá sobre la intolerancia de aquel, que al final cederá.




   Siguiendo mi camino se convirtió en un éxito de taquilla, por lo que mereció todo el reconocimiento de la Academia de Hollywood, que la premió con el Óscar a la mejor cinta del año y con otras seis estatuillas más. Incluso debemos recordar que mereció igualmente el reconocimiento del Vaticano, puesto que el mismísimo papa Pío XII bendijo la copia que le fue entregada por Leo McCarey y Bing Crosby, ya que ambos eran católicos. Entonces, ¿cuál es el problema de la película que nos ocupa, que es en el fondo un calco de este clásico? Pues que, mientras que aquella estaba protagonizada por unos personajes de ficción, esta lo está por unos reales, que además están todavía vivos… y que siguen estando de rabiosa actualidad. Y es que enfrentar en una pantalla a dos personalidades que aún concitan odios y amores a partes iguales no debe de ser tarea fácil, porque contentará a los seguidores de uno y enfadará a los del otro (y no me refiero a los católicos, para quienes ambos papas son vicarios de Cristo en la tierra).




   Así es, el mundo moderno ha asumido como válida la idea de que Benedicto XVI representa una Iglesia anticuada y que Francisco personifica la remozada (¿cuántas veces no habremos oído decir que el segundo está más cerca de los jóvenes que el primero…, aunque no sea cierto?). Es por ello que la cinta elabora su guion según este fundamento comúnmente aceptado por la modernez, pero no con la idea de humillar a uno y ensalzar a otro, sino con el propósito de contraponer sus supuestas diferencias, como cualquier buddy movie que se precie: de ahí que a veces parezca caricaturizar a Benedicto por sus ideas “carcas” (como al Barry Fitzgerald de Siguiendo mi camino) y enternecer a Francisco por sus ideas “nuevas” (como al Bing Crosby de la misma película). Pero como todavía son personajes vivos que aún suscitan partidarios, tanto una cosa como otra molestan a cada uno de los bandos.




   En este sentido, solo echo en falta un libreto más elaborado. Y es que la cinta, como ya hemos señalado, se esfuerza por presentar respetuosamente ambas visiones…, pero sin profundizar en ellas. De este modo, por ejemplo, en el primer encuentro que mantienen Benedicto y Francisco, los dos profieren frases sacadas de sus respectivos discursos, pero muy mal hiladas, pues parece una simple contraposición de centones antes que un enfrentamiento teológico de envergadura: que si hay que tender puentes en vez de levantar muros (Francisco), que si hay que luchar contra la dictadura del relativismo (Benedicto XVI), etc. Un buen guion habría estudiado previamente la filosofía de cada uno de los contendientes y habría escrito sus intervenciones sin recurrir a esos tópicos mil veces repetidos, pero este ha preferido relegarlo todo al plano anecdótico y centrarse en esa clásica disputa entre lo antiguo y lo moderno.




   Pero esta mácula no ennegrece el grueso del filme, que es agradable y bien llevado, plagado de escenas memorables y entrañables (atención a esa en la que Benedicto toca el piano mientras Francisco recuerda su juventud en Argentina) e interpretado magistralmente por los dos actores protagonistas (más Hopkins que Pryce, todo hay que decirlo). Sinceramente, creo que es un error acercarse a ella con los prejuicios que imponen las respectivas banderías, puesto que si la cinta hubiese presentado a dos papas difuntos o a dos personajes ficticios, dudo mucho que hubiera levantado las ampollas que ha generado esta. Tal vez deberíamos fijarnos más en el reconciliador plano final, en el que Benedicto y Francisco ven juntos un partido de fútbol, que en toda la pugna dialéctica previa.



sábado, 29 de diciembre de 2018

A ciegas

   No ha transcurrido ni un año desde el estreno de la magistral Un lugar tranquilo (John Krasinski, 2018), y ya tenemos en nuestras televisiones su primera (e indisimulada) heredera: A ciegas (Susanne Bier, 2018). En efecto, no hace falta ser un lince (valga el chiste malo sobre una cinta que versa, precisamente, sobre la ausencia de visión) para percatarse (valga otra vez) de que nos encontramos ante una copia nada sutil de aquella película que nos encandiló a todos los cinéfilos (porque mostraba valientemente una historia donde el sonido -o la ausencia de él- era el protagonista, y porque ostentaba grandes escenas de tensión, como la ya famosa secuencia de Emily Blunt dando a luz en la bañera). Ello no obsta para que nos encontremos ante un largometraje con personalidad propia (no en balde, se basa en una novela previa a la obra cinematográfica de Krasinski) y con valores (artísticos) reivindicables, aunque podrían haber sido más y mejores. Lamentablemente, como detrás de su producción se halla Netflix, dichos valores están al servicio de un discurso progresista, que prefiere ensombrecerlos antes que potenciarlos.


  

   Pero vayamos por partes. A ciegas narra la historia de Malorie (Sandra Bullock), una mujer que, después de haber contactado con una comunidad de supervivientes, desciende el río con dos niños, a fin de asentarse en ella y de huir de la misteriosa plaga que ha invadido el planeta. Porque, en efecto, como si de Un lugar tranquilo se tratase, algo (presuntamente alienígena) se ha asentado en la Tierra; sin embargo, y a diferencia de lo que ocurría en aquel film, los hombres no pueden verlo, porque, al hacerlo, sienten el irrefrenable deseo de suicidarse (es por ello que en el cartel del largometraje -y en el descenso del río- la Bullock lleva vendados los ojos). Todo esto lo sabemos gracias a los numerosos flashbacks que interrumpen el metraje principal y que se convierten en la verdadera trama de la cinta, donde, a la vez, descubrimos tanto la paulatina destrucción de la humanidad como el primer grupo de personas con el que se refugió Malorie (por cierto, embarazada, como la Emily Blunt de la película de Krasinski).




   Como hemos dicho, pese a sus inexcusables semejanzas con Un lugar tranquilo, la cinta que nos ocupa tiene multitud de virtudes, que la alejan de ella y que la dotan de cierto interés para el espectador. Por ejemplo, las citadas analepsis, donde vamos descubriendo la corrupción de la humanidad y en las que queda claro (una vez más) la fragilidad del ser humano (atención al sobrecogedor plano en el que una bella joven se golpea contra el cristal de la ventana después de haber visto a los entes: una clara metáfora sobre la labilidad del estado del bienestar, siempre a un paso de ser destruido, como demuestran las secuencias posteriores); o bien, en esos mismos flashbacks, todas las escenas que acontecen en el primer refugio de Sandra Bullock, una casa en la que se aglomeran diferentes personas, que, como si de El ángel exterminador de Luis Buñuel se tratase, no pueden abandonar el recinto, por lo que se ven obligadas a convivir (mostrando, así, lo bueno y lo malo de cada una). También debemos destacar la evolución del personaje de Malorie (muy lograda), porque muestra el proceso de una mujer egoísta e inmadura que, progresivamente, va asumiendo las responsabilidades que la adversidad le presenta (muy acertada -cómo no- la analogía del río, un factor siempre recurrente desde que se estrenara en el mítico film de Coppola Apocalypse Now). Finalmente, goza de secuencias dirigidas con mano maestra, como aquella en la que los protagonistas deben conducir un coche a ciegas (nunca mejor dicho) o todas las relacionadas con las aves, que avisan de la llegada de los entes (de ahí su título original: Bird Box, algo así como "caja de pájaros" o "jaula de pájaros").




   Pero estos logros se ven ensombrecidos por el sello de lo políticamente correcto que caracteriza a Netflix, su productora. En efecto, desde hace algún tiempo (tal vez desde el principio de su andadura), la plataforma de streaming no ha vacilado a la hora de plegarse al discurso de la corrección siempre que ha tenido oportunidad, venga o no a colación. Recientemente, lo vimos en La maldición de Hill House, una estupenda propuesta en forma de teleserie en la que, sin tener sentido su inclusión, aparecía una protagonista lesbiana, con el único fin de normalizar su condición sexual (evidentemente, no soy contrario a la aparición de personajes homosexuales en el cine o en la televisión, pero sí me opongo a que estos sean usados con un fin netamente político o crematístico, porque, en el fondo, es un insulto a los espectadores gais, que ven cómo son usados como pasto lúdico y no como objetos de una reivindicación real). Aquí, ese discurso se centra en el grupo de personas que da cobijo a Bullock, un totum revolutum de supuestas minorías desfavorecidas, que se congrega en un solo escenario (la casa) para demostrar que, juntas, son más valientes y fuertes que la supuesta mayoría favorecida (por supuesto, el hombre blanco). De este modo (a partir de aquí puede haber algún que otro spoiler), entre las primeras tenemos al dueño de la finca, un hombre asiático gay (así se matan dos pájaros de un tiro: minoría racial y minoría homosexual) que se inmola por el bienestar de los demás; un hombre negro, bueno y fortachón, que se enamora de la Bullock y con la que mantiene una relación amorosa interracial (sobran comentarios); la anciana sin recursos que ayuda a las protagonistas en el momento del parto; la joven obesa que (seguramente) ha padecido acoso escolar y que, por ello, ahora es una insegura (pero buena, ingenua y entrañable); el otro negro, que es superinteligente (aunque parezca tonto) y que, por ello, no duda en inmolarse también por la salvación del grupo, y la policía hispana (vulgo, latina), que es una mujer fuerte y liberada. Como contrapunto, tenemos a John Malkovich, un hombre blanco homófobo (ejemplo de machirulo opresor), que bebe y porta armas (seguro que es votante de Trump), y que, por supuesto, es cristiano (como queda patente en el fugaz plano donde lo vemos santiguarse); también a los malos de turno, que son unos dementes blancos (todos parecen salidos de un rancho de Texas) que quieren que la humanidad se condene mirando a los entes.


      

   En resumidas cuentas, nos encontramos ante una película que no está nada mal, pero que podría haber estado mucho mejor. El problema que tiene no es su parecido indiscutible con Un lugar tranquilo, puesto que, como ya hemos señalado, se aleja conveniente y acertadamente de ella, sino su evidente genuflexión frente a la corrección política. En efecto, no siendo del todo original, la idea del grupo de personas aisladas en el interior de una casa mientras afuera se destruye el mundo, podría haber dado mucho más de sí, si no hubiera partido de la base del revoltijo interracial y sexual para hacerla avanzar. A mi juicio, pues, el sello Netflix le hace perder a la película unos enteros que, de haber prescindido de ellos, habrían hecho de ella una obra prácticamente redonda.




martes, 31 de julio de 2018

The Devil and Father Amorth


   Desde la semana pasada, todo usuario que disponga de la plataforma digital Netflix (o que abone su correspondiente tasa en el canal de vídeos YouTube), puede disfrutar del reportaje The Devil and Father Amorth, un breve documental, dirigido por el cineasta William Friedkin (1935-2018), que pone en imágenes un exorcismo verídico llevado a cabo por el conocidísimo sacerdote Gabriele Amorth (1925-2016). Con él, el famoso autor de cintas como El exorcista o The French Connection, contra el imperio de la droga, pretende demostrar que aquella historia que él mismo grabó, y que tenía como protagonista a la famosa niña Regan, no solo era una historia para asustar al gran público, sino un caso que puede ser tan real como la vida misma. Para ello, ha contado con la colaboración del citado padre Amorth, que, hasta el instante de su muerte, estuvo luchando contra el maligno en su labor como exorcista oficial de la diócesis de Roma.



  
   En efecto, en el año 1973, el mundo del celuloide se vio sobrecogido por una de las cintas de terror (tal vez la mejor) más recordadas de su historia: El exorcista. En ella, veíamos cómo una pobre niña, la famosa Reagan MacNeil (Linda Blair), era poseída por un demonio ancestral, de nombre Pazuzu, que lograba retorcerla, hacerla levitar y hasta hablar lenguas desconocidas para ella (y qué decir del famoso giro de la cabeza, uno de los grandes iconos del cine de terror, mil veces repetido por sus emuladores). Ante esta visión, su madre, una reconocida actriz venida a menos, recurre a diversos médicos de distintas especialidades, como psicólogos, psiquiatras o neurólogos, con el fin de determinar su dolencia y, así curarla; pero sus comprensibles intentos caen en saco roto, puesto que ninguno de ellos logra diagnosticar ningún mal, por lo que la desconsuelan diciéndole que se trata de un problema de origen desconocido, y por tanto intratable. Al final, y llevada por la desesperación, decide reclutar a un sacerdote (jesuita, para más inri), para que este la exorcice, puesto que sospecha que su hija ha sido poseída por el demonio. El sacerdote en cuestión es el padre Karras (Jason Miller), un hombre que está padeciendo una severa crisis de fe, algo que lo conduce a dudar de los efectos de una posesión; es por ello que, tras comprobar que los problemas de la niña no son de origen cerebral, decide llamar él mismo a un venerado presbítero, experto en exorcismos: el padre Merrin (Max von Sydow). Este será quien entable la batalla definitiva contra el diablo por la salvación de la pobre Regan.

   Como sabemos, la película continúa siendo hoy uno de los iconos más reconocidos y valorados del cine de terror, ya que no hay cinta en la actualidad que, si aborda la temática del exorcismo, no se inspire en ella; de este modo, títulos como El exorcismo de Emily Rose (tal vez la segunda mejor incursión del séptimo arte en esta materia), El último exorcismo, El rito, Expediente Warren: The Conjuring y Verónica (de manufactura española), nos sirven de ejemplos recientes para demostrar la influencia que todavía tiene sobre el género la obra de Friedkin. De hecho, tanta fama alcanzó a la sazón, que contó con varias secuelas (ninguna de ellas destacable) y hasta con una serie de televisión (que hoy va por su segunda temporada sin concitar todavía ningún interés). Incluso presentadores de célebres programas, como el afamado Iker Jiménez, director del no menos célebre Cuarto milenio, se refiere constantemente a ella como la única película que no ha sido capaz de ver por completo. Y es que, sin duda, se trata de una de las grandes obras maestra que nos ha dado la historia del cine de terror (y del cine en general).

   Lo que pocos espectadores sabían en realidad cuando acudieron en masa a dejarse aterrorizar por el largometraje, es que su guion se basaba en un caso real. Ciertamente, el libreto partía del libro homónimo que William Peter Blatty (1928-2017) había publicado en 1971, pero este, a su vez, se inspiraba en una posesión real que había tenido lugar en Maryland en agosto de 1949. En efecto, un niño de tan solo catorce años de edad, de origen luterano y aficionado a la güija, fue testigo de cómo en su casa comenzaban a sucederse una serie de fenómenos paranormales, entre los que se encontraban voces de ultratumba, movimientos de mobiliario y hasta sombras espectrales proyectadas en la pared; cierto día, incluso llegó a revelar que había sido poseído por el demonio y que este había entrado en él gracias al malhadado tablero espiritista. Es por ello que sus padres decidieron contar con la ayuda de un pastor de su propia confesión, aunque este, viendo el cariz de los acontecimientos, les aconsejó que recurriesen a un sacerdote católico (especialmente, un jesuita). Dicho y hecho, aquellos siguieron las indicaciones de su pastor y contactaron con uno, que fue el que finalmente logró exorcizar al niño, con la consecuente conversión de toda la familia al catolicismo, como también insinúa el filme. Este relato fue conocido por el novelista en 1950, cuando cursaba sus estudios en la Universidad de Georgetown, y conocido años más tarde por el cineasta, que la puso en imágenes (para saber más sobre el verdadero caso en que se inspira la película, pincha aquí).




   Cuando William Friedkin quiso dirigir la película, nunca había presenciado ningún exorcismo (incluso dudaba de su existencia), pero consideró que se trataba de una buena historia para delatar el famoso way of life americano. Este, en efecto, siempre se presenta a sí mismo como la mejor manera de afrontar la vida, es decir, como una felicidad falaz y con una visión superficial de los problemas inherentes a ella, por lo que la presencia del maligno en un hogar de estas características (recordemos que la madre de la protagonista es una actriz, signo del oropel norteamericano) servía de ejemplo elocuente para su propósito. Sin embargo, durante el transcurso de la preproducción, se percató de que, allende la mera historia que él consideraba de simple ficción, se ocultaba un trasfondo real de auténticas posesiones, por lo que decidió investigar sobre el particular. En sus pesquisas, pues, localizó a la familia original que había dado pie a la novela, y hasta quiso entrevistarla para llevar a cabo su largometraje, pero esta declinó, pues no quería ningún tipo de protagonismo, algo que, paradójicamente, convenció al cineasta de que todo lo que se contaba sobre ella había sido real, ya que no buscaba el reclamo comercial, sino la vivencia discreta de la fe. Por este motivo, decidió que algún día realizaría un documental sobre exorcismos reales.

   La oportunidad para Friedkin llegaría cuarenta años después, cuando, tras conversar con el citado padre Amorth, que le había confesado que El exorcista era su película favorita, pues recreaba muy bien los casos de posesión (“pese a que los efectos son algo exagerados”, apostilla), le rogó que le permitiese presenciar una de sus famosas pugnas contra el diablo. A la sazón, el exorcista de Roma libraba sus luchas contra el maligno en una capilla privada de la Escalera Santa, pero no veía con buenos ojos la irrupción de un cineasta; sin embargo, después de pensarlo durante un tiempo, lo consintió, pero con una sola condición: solamente usaría una videocámara para la grabación, es decir, sin luz artificial, micrófonos adicionales ni atrezo. Por supuesto, Friedkin aceptó de inmediato, pues suponía el culmen de su investigación (de hecho, y a modo de rúbrica, este documento es su última incursión en el mundo del celuloide, que se estrena incluso a título póstumo). El caso que iban a tratar era el de Cristina, una mujer de mediana edad que llevaba poseída varios años, pero que, pese a los intentos del sacerdote, aún no había conseguido verse librada de la acción de Satanás. Este sería el noveno intento, y el cineasta tenía la ocasión de verlo (y de grabarlo) en directo.




   Por tanto, las imágenes de este documental pertenecen a ese exorcismo real llevado a cabo por el padre Amorth, al que vemos completamente concentrado en su labor y convencido de ella. Ciertamente, son muy pocas, pues todo el grueso del reportaje se corresponde con una biografía del exorcista y hasta con los motivos que llevaron a Friedkin a interesarse por él (resumidos por nosotros a lo largo de este texto); pese a ello, son de un espeluznamiento atroz, pues podemos ver cómo la citada Cristina combate con denuedo contra el demonio, que quiere seguir poseyéndola a toda costa y librarse de la presencia del anciano presbítero (la fuerza que muestra para desasirse de los ayudantes de Amorth o la voz de ultratumba con la que profiere sus gritos son tan aterradores como la película misma). Pero como esto puede ser tildado de montaje por el espectador, el mismo Friedkin recurre a varios expertos en neurología, a los que les proyecta el contenido, con el fin de que estos le otorguen su opinión: sin duda, además de las imágenes del exorcismo, las revelaciones de los médicos son de lo más elocuentes acerca del particular. En la cinta, podemos ver asimismo al obispo Robert Barron, auxiliar de la archidiócesis de Los Ángeles, que no duda en mostrar su juicio sobre el problema del demonio: todo un reflejo de lo enconado que está ese asunto y de lo mucho que se quiere silenciar (siempre viene a colación el famoso aforismo “la gran victoria del demonio es hacernos creer que no existe”, atribuido a multitud de santos a lo largo de la historia).    

   Es por ello que nos encontramos ante un documento único y muy especial, pues supone una grabación inédita de un exorcismo del célebre padre Amorth, muy dado a escribir sus experiencias en multitud de libros, pero poco dado a dejarlas grabar; por otro lado, es un reportaje muy personal, porque es el resultado del estudio pretendido por Friedkin desde que rodase El exorcista hace más de cuarenta años, algo que lo convierte en un auténtico colofón de esta gran obra de arte del cine. También nos ayuda a comprender que, aunque el demonio haya triunfado sobre la ignorancia de los hombres, estos se siguen interesando por su existencia, pues de vez en cuando surge algún filme o algún documental (aquí analizamos hace unos meses el estreno de Liberami, de análoga temática y desarrollo) que, o bien quiere recordarnos que es real, o bien pretende convencernos de lo contrario. De una u otra manera, el diablo continúa existiendo y haciendo daño, por lo que, como recuerda Paul Doherty, autor de El príncipe de las tinieblas, que también es entrevistado en el film, lo mejor es apartarse de él, porque, cuanto más te interesas, más te atrapa.




domingo, 18 de febrero de 2018

Altered Carbon

   Esta semana, quisiera hablaros de la última producción de Netflix: Altered Carbon (Laeta Kalogridis, 2018). Como probablemente ya sepáis, se trata de una serie futurista, que nos presenta un mañana en el que la humanidad ha alcanzado la suficiente tecnología para ofrecer la inmortalidad. En efecto, gracias a una pila colocada en la cerviz del usuario, que almacena sus datos idiosincráticos, este puede cambiar de cuerpo siempre que lo desee (o que su economía se lo permita); de este modo, por ejemplo, cuando su funda (que es el nombre, casi peyorativo, que recibe el cuerpo) envejezca, puede optar por colocar su pila idiosincrática en otra, aunque pertenezca a una raza o a un sexo diferentes de los suyos. Sin embargo, lejos de presentar este avance tecnológico como un logro, la serie lo propone como una condena, porque consigue envilecer a los humanos, extrayendo de ellos todo lo malo que albergan. Esta es una idea interesante y que comparto al cien por cien, por lo que os recomiendo que le echéis un vistazo, ya que no quedaréis defraudados.

   Pero la serie tiene también una vertiente que nos puede pasar desapercibida y que, sin embargo, es tan interesante como la que acabamos de describir. En efecto, si os dais cuenta, establece una dicotomía explícita entre el alma y el cuerpo, mucho mayor incluso que la que la gente le suele atribuir (erróneamente) a la doctrina de la Iglesia. Ciertamente, mientras que esta última establece que a cada cuerpo le corresponde un alma, y viceversa (aunque la explicación sea algo más compleja, sabréis entender la brevedad), la serie postula que son dos naturalezas completamente independientes, de manera que, como hemos señalado, el alma puede ser transferida sin problemas a otro cuerpo, aunque este no sea el mismo con el que la persona nació. Evidentemente, detrás de esta tesis se encuentra la transmigración de las almas y la reencarnación, así como el deseo de inmortalidad, que continúa acuciando al ser humano, pese a que este se niegue a admitirlo, porque lo considera parte de la religión. Y es que es justamente aquí donde yo quiero centrar este artículo.




   Nos encontramos hoy en medio de una sociedad que ha abrazado la fe en la ciencia como un nuevo dogma; así, por ejemplo, vemos que mucha gente piensa que Dios no existe, porque esta no lo puede demostrar con datos objetivos. Sin embargo, y paradójicamente, esta confianza en el progreso ha conseguido que dicha gente se vuelva más religiosa, aunque de una manera supersticiosa y, por tanto, errónea; de este modo, vemos que van cogiendo auge expresiones como "si los astros se alinean", "si el universo así lo quiere" o "es cosa del karma", que son, en el fondo, una perversión de nuestro castizo y más real "si Dios quiere" o de la confianza cristiana en la Providencia. Lo que esto nos indica es que el hombre, pese a que haya rechazado a Dios, o lo haya sustituido por una ciencia pretendidamente todopoderosa (el "orgullo cronológico", en palabras de C.S. Lewis, puesto que pensamos que nuestra época supera las demás), está necesitado sin duda de una explicación sobrenatural de su propia existencia: así, cuando alude al karma como fuerza etérea que premia a los buenos y castiga a los malos, está evidenciando en verdad la necesidad de creer en un ser superior a él que haga justicia en un mundo que carece de ella (como rechaza el cristianismo por complejo, acoge esa idea hinduista, que le parece más cool, aunque ni siquiera sepa qué significa exactamente); o bien, cuando hace referencia a las fuerzas invisibles del universo (que deben de ser algo así como la que vemos en La guerra de las galaxias), revela la necesidad de pensar que un ente providencial está cuidando de sus pasos en la tierra. Pero esto adquiere su paroxismo en el deseo de la inmortalidad.

   En efecto, resulta que el hombre, pese a que haya rechazado la idea de un paraíso de ultratumba, sigue albergando dentro de sí el deseo de perpetuarse eternamente. Por supuesto, como dice que no cree en el alma, inventa cosas como la criogenia, a la que cree capaz de preservar el cuerpo de todo tipo de corrupción, con el fin de despertarse cuando lo desee y, de este modo, reanudar su vida en el futuro (¿estará Walt Disney esperando realmente el momento de ser descongelado?); o bien, adopta ideas extrañas de culturas ajenas, como la reencarnación, propia del citado hinduismo, que es otra forma de perpetuarse, aunque aquí en la tierra y no en el cielo (¿os habéis fijado en que los reencarnados occidentales siempre han sido grandes personalidades en el pasado, que nunca han sido perros callejeros, gatos famélicos, ni protozoos solitarios? Y es que el hinduismo propone que uno puede reencarnarse en cualquiera de estas cosas, ya que depende del grado de moralidad que hayas ostentado en la vida anterior... Pero eso no le gusta a la mentalidad de Occidente, que prefiere haber sido tabernero en un prostíbulo antes que alcornoque en el campo o que alacrán en el desierto). En este sentido, la serie propone un nuevo argumento a la inmortalidad, aunque barnizado esta vez por esa capa de dogmática fe en la ciencia que hoy nos rodea: la pila idiosincrática, que, como hemos dicho, es capaz de recopilar la personalidad del individuo y, por tanto, de ser usada en un cuerpo diferente (esta idea ya fue utilizada en Chappie, una producción cinematográfica en la que las personalidades de cada uno eran transferidas a robots evolucionados).


   

   Pero reconozco que esto me sorprende muchísimo, puesto que contradice la nueva religión científica a la que estamos aludiendo: a ver, si el hombre solamente es cuerpo, como afirma uno de sus dogmas (¿copiado, por otro lado, de la Biblia: "Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás"?), y que, cuando este muere, se convierte exclusivamente en pasto de los gusanos (o en partículas carbonizadas que pululan por el aire que respiramos, que eso de la incineración está muy de moda actualmente), ¿cómo es posible que hoy se otorgue credibilidad a una sustancia espiritual (la personalidad) que trasciende la materia? Si solo somos materia, es imposible que exista ese sustrato espiritual, puesto que estaríamos hablando de un salto cualitativo u ontológico que aberra por definición los mandamientos de la ciencia contemporánea. Otro ejemplo puede ser encontrado en el día a día, principalmente en lo que a las relaciones amorosas se refiere: en ellas, hay personas que se enamoran indistintamente de hombres y mujeres, porque afirman que les gusta la persona, no el físico (la "funda", ¿recordáis?), por lo que vuelven a establecer una dicotomía entre alma y cuerpo mayor que la que dicen que promueve la Iglesia (por supuesto, muchas de estas personas dirán que no existe el alma, aunque en la práctica, como vemos, hagan justamente lo contrario). Particularmente, yo solo soy capaz de explicar estas contradicciones mediante la evidencia: aunque el ser humano de hoy niegue en su mayoría la existencia del alma y, por ende, la de Dios, sus anhelos, su voluntad, su entendimiento, sus más profundos sentimientos, sus recuerdos y etcétera, le demuestran que no es únicamente un trozo de carne, sino que esta está unida a una sustancia espiritual, que lo enraíza a Dios (el problema es que, como no quiere verlo, encuentra constantemente estos sustitutos de los que aquí nos hemos hecho eco, pero que no terminan de satisfacerlo, porque son ídolos falsos).  

   Como decía arriba, otra cosa que me ha gustado de la serie es su negativa visión de la inmortalidad como elemento exclusivamente terrenal. Es decir, como el hombre puede perpetuarse hasta el infinito en sucesivos y distintos cuerpos (siempre que su economía se lo permita), no tiene miedo de un juicio divino que valore sus actos; de este modo, termina cayendo en las más abyectas perversiones de toda índole, demostrando una vez más que el hombre no es ese ser bueno por naturaleza que decían los ilustrados, sino el ser malo que requiere de la redención y del ejemplo del Hijo de Dios (además, el alma humana sigue envileciéndose, a pesar de que cambie de cuerpo, porque acumula sus actos pasados). En este sentido, los más cinéfilos recordarán el impagable plano final de El retrato de Dorian Gray (Albert Lewin, 1945), una imagen del cuadro del título (rodada a color, mientras que el resto del film era en blanco y negro) donde podíamos ver la perversión anímica de su protagonista; y los más lectores, la inmortal obra de Tolkien, donde afirma que los elfos sienten envidia de los hombres, puesto que han sido bendecidos con el don de la muerte (sic).


 

   Como resumen, me gustaría indicar que se trata de una excelente serie de televisión, que, no obstante, y de manera misteriosa, ha recibido malas críticas por parte de los especialistas. Desconozco el motivo de esto último, puesto que también deja en muy buen lugar el manido género de la ciencia ficción, mezclado tantas veces con la fantasía, que se ha pervertido irremediablemente para los que nos consideramos admiradores suyos (¡vuelve de entre los muertos, Philip K. Dick!). Es posible que los más puristas crean que se trata de una copia de la magistral Blade Runner (Ridley Scott, 1982), por su estética ciberpunk, pero yo creo que es más bien un sentido homenaje a este film y que, por supuesto, habría superado con creces como secuela televisiva a la plúmbea y pretenciosa Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017). Tal vez los espectadores deseaban mayor espectacularidad que la que ofrecen sus episodios, porque estos se centran más en relatar la investigación que lleva a cabo su protagonista (otro homenaje más a la mítica peli de Scott) que en los efectos especiales que hoy proliferan en nuestras pantallas.

   En cuanto a todo lo que hemos tratado, tampoco sé si su creador (o el autor de la novela en que se basa) comparte con rotundidad todo lo que aquí he expuesto; sin embargo, estoy convencido de que aprobaría la mayor parte, puesto que no deja de proyectar en el futuro algo que estamos viviendo en el presente (otro elemento significativo: la religión en la serie es ocultada y hasta vilipendiada, mientras que acoge sus dogmas como cánones morales de la sociedad laica en la que se ha convertido el mundo, ¿os suena?). Echadle un vistazo, porque no creo que os defraude: os mostrará un porvenir desalentador, en el que el ser humano quiera vivir eternamente, porque no cree que haya un Dios que lo acoja, aunque en el fondo esté deseando que exista; un porvenir que, sin embargo, está hoy más presente que nunca.




domingo, 15 de octubre de 2017

Fe de etarras

   Hace unas semanas, el canal de televisión Netflix decidía publicitar su nueva película, Fe de etarras (Borja Cobeaga, 2017), mediante un provocativo cartel en la ciudad vasca de San Sebastián (aquí). En efecto, en él se podía leer el famoso grito "Yo soy español, español, español", pero con estas tres últimas palabras tachadas, puesto que el film narra en clave de comedia los avatares de un comando de ETA durante los mundiales de fútbol de 2010. La polémica no tardó en saltar, pues, independientemente de la calidad del largometraje, se trataba sin duda de un insulto a todas las víctimas del terrorismo etarra, que veían en esa pancarta un recordatorio de los crudos momentos que tuvieron que padecer a causa del nacionalismo vasco. 

   Sin embargo, la vinculación de Netflix a la polémica no cesa aquí, puesto que ya ha demostrado en multitud de ocasiones que está dispuesto a escandalizar a la gente si con ello logra que sus productos sean vistos. Concretamente, en España comprobamos cómo la madrileña Puerta del Sol era decorada con un inmenso cartel promocional de Narcos (Chris Brancato, Carlo Bernard, Doug Miro y Paul Eckstein, 2015), que ostentaba la frase "Oh, blanca Navidad", una clara referencia al producto con el que comerciaba Pablo Escobar; o cómo esta misma serie era promocionada de nuevo mediante la frase "Sé fuerte. Vuelve Narcos", una alusión a los célebres SMS de Mariano Rajoy al tesorero de su partido (aquí). Por este motivo, aquí nos preguntamos si es moralmente lícito sobrepasar esa línea publicitaria con el propósito de ganar seguidores; más aún, si lo es teniendo en cuenta que la última campaña ha ofendido en gran medida a las víctimas del terrorismo etarra.




   Como hemos indicado arriba, la historia se ambienta durante los mundiales de fútbol de 2010, cuando la selección española se alzó con el título de campeona. Un peculiar comando de ETA, compuesto por Javier Cámara, Miren Ibarguren, Gorka Otxoa y Julián López, se instala en un piso franco con la intención de perpetrar un nuevo atentado, con el que revitalizar el decadente grupo terrorista; pero para ello deben aguardar la llamada telefónica de los superiores, que nunca llega. Por este motivo, se ven obligados a vivir como unos miembros normales del vecindario. Mientras tanto, el paulatino triunfo de la selección revela el patriotismo español que muchos vascos escondían por temor a la ETA, algo a lo que ellos deben sumarse si quieren pasar desapercibidos.

   En efecto, un fenómeno curioso que pudimos presenciar durante los mundiales de 2010 fue la proliferación de banderas nacionales en puntos geográficos tan adversos a ellas como el País Vasco y Cataluña (aquí); tanto auge alcanzó que incluso algunos miembros de ETA no vacilaron en fotografiarse con la camiseta de la selección cuando esta comenzaba a despuntar en Sudáfrica (aquí). Sin lugar a dudas, se trata de un nuevo ejemplo del famoso esperpento español que de manera tan magistral supo identificar el literato Valle-Inclán, según el cual, "el sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemática deformada"; de este modo, mientras que en las citadas regiones de España se potenciaban unos independentismos cargados de épica y romanticismo, sus mismos voceros se unían a la causa de la nación en un momento crucial de su historia deportiva. Indudablemente, se trata de un hecho grotesco, que además podríamos calificar de hilarante; sin embargo, como detrás de esa ridícula actitud se esconde mucho sufrimiento, no nos atrevemos a mofarnos de ella.

   Sin embargo, la película que hoy nos ocupa sí que lo hace; pero no nos engañemos, pues la cinta no pretende burlarse de las víctimas de ETA, sino de las motivaciones que ha llevado a esta a cometer sus asesinatos a lo largo de los años. De esta manera, presenta a los terroristas como fanáticos que luchan por engañosos aldeanismos antiespañoles, y no por supuestos anhelos de libertad, o como jovenzuelos sin oficio ni beneficio que se alistan a sus filas sin conocer muy bien la razón (de hecho, uno de los personajes es presentado prácticamente como un perroflauta, que quiere ser etarra para dejar de ser albañil); además, y gracias al ambiente patriótico generado por los mundiales, procura evidenciar tanto el sinsentido del terrorismo como las convicciones y las costumbres que nos unen a todos los españoles (más o menos como intentó demostrar Ocho apellidos vascos en su momento, aunque con menos gracia). Por tanto, y volviendo al término acuñado por Vallé-Inclán, pretende manifestar lo esperpéntico de los españoles, que parece que estamos llamados a una disputa constante entre nosotros, pese a lo parecido que somos todos (si es cierta la atribución de la frase que circula por internet, Bismarck visualizó claramente esta particularidad tan nuestra: "España es el país más fuerte del mundo: los españoles llevan siglos intentado destruirse a sí mismos, pero nunca lo consiguen").




   Pero como nos preguntábamos al principio del texto, ¿es lícito usar la comedia cuando detrás existe tanto dolor? Si recordamos, una polémica similar fue suscitada en el año 1997, cuando La vida es bella (Roberto Benigni, 1997) ganó el Óscar a la mejor cinta de habla no inglesa, aunque supuestamente blanqueaba el holocausto judío (aquí): el largometraje no pretendía reírse de la persecución nazi, sino aprovechar la tragedia para lanzar un mensaje de esperanza al espectador. Algo parecido intenta Fe de etarras, aunque con el propósito de delatar la sinrazón de cualquier nacionalismo antiespañol, como hacía el exitoso programa Vaya semanita (Borja Cobeaga y Javier Vicuña, 2003), dirigido por el mismo autor de aquella. El problema es que en España se desprecia de tal manera a las víctimas del terrorismo que también nosotros nos vemos interpelados por estas cintas y por su publicidad, convirtiéndonos así en parte ofendida (¿se imagina el lector una comedia sobre los atentados del 11-S en Estados Unidos?), y Netflix se ha aprovechado de esta situación. La prueba está en que ha retrasado o cancelado el estreno de la serie Punisher (Steve Lightfoot, 2017) por el reciente tiroteo de Las Vegas (aquí), puesto que en América se respeta a las víctimas de los atentados, no como en España. Por este motivo, no nos parece tan desacertado el prisma de la cinta como el uso publicitario que se ha hecho de ella, una promoción interesada y rastrera por parte de Netflix que ha tenido como sede la ciudad de San Sebastián, que tanto ha padecido la lacra del terrorismo etarra.

   Por esta razón, animamos a los directivos de Netflix desde este blog a que recapaciten sobre sus campañas publicitarias, porque pensamos que no todo vale en el empeño en ganar suscriptores. Aquí creemos que sois una gran cadena de televisión y que, en este sentido, ofrecéis a vuestro clientes grandes productos, como la reciente Mindhunter (David Fincher, 2017) o la esperada secuela de Stranger Things (Matt & Ross Duffer, 2016); sin embargo, consideramos que vuestra publicidad deja mucho que desear, sobre todo cuando afronta temas tan controvertidos como las víctimas del terrorismo (¡y más aún viendo que en América sí las respetáis, mientras que en España os sumáis a esa ola de insultos y ofensas a las que ellas se ven sometidas cada día!). Seguro que no os atrevéis a mofaros de la violencia machista, porque todos asumimos que es un tema escabroso que no merece un ápice de comedia; entonces, ¿por qué razón sí parece que condescendéis con el de las víctimas de ETA? Por el contrario, deberíais aprovechar vuestra influencia sobre el espectador para promover el respeto que todas ellas merecen.