Ha llegado el momento de hablar sobre Los dos papas, una película que ha
levantado muchas ampollas por su visión de Benedicto XVI. Y es que, ciertamente,
puede parecer que este no queda en muy buen lugar y que la cinta se ha creado
con el único objetivo de humillarlo y de ensalzar a Francisco. Sin embargo, no creo
que esta sea su verdadera intención, sino solo presentar una historia bajo el
formato de buddy movie con los dos
pontífices como protagonistas.
Para empezar, debemos aclarar qué es una buddy movie. Se trata de un subgénero
que, en español, podríamos traducir como “película de compañeros” o “película
de colegas”. En él se ofrecen dos visiones contrapuestas de un mismo asunto
(una buena y una mala, una antigua y otra moderna, etc.) que se acercan a
medida que avanza el metraje de la cinta. Suele ser propio del cine policíaco (The French Connection, contra el imperio de
la droga, Arma letal, Jungla de cristal III. La venganza,
etc.), pero también ha flirteado con el religioso: Becket, Un hombre para la
eternidad, El tormento y el éxtasis,
Don Camilo, etcétera. De hecho, tal vez
un clásico de las buddy movies
religiosas subyazca tras la gestación de Los
dos papas: me refiero a Siguiendo mi
camino (Leo McCarey, 1944).
En efecto, en esta conocidísima película,
Barry Fitzgerald es un sacerdote chapado a la antigua, que regenta una
parroquia decadente, frecuentada solo por personas mayores y asentadas en un
ideario “carca”. Es por ello que la llegada de su vicario parroquial, Bing
Crosby, no le gusta nada, puesto que este no solo rejuvenece la media de edad
de asistentes al templo, sino que también canta, toca el piano y hasta funda un
coro infantil; más aún, reconoce abiertamente que tuvo novia y que incluso se
planteó casarse con ella antes de su ordenación. Todo ello colma el vaso de la
paciencia de Fitzgerald, que hará lo posible por deshacerse de Crosby, aunque
la bondad de este se impondrá sobre la intolerancia de aquel, que al final cederá.
Siguiendo
mi camino se convirtió en un éxito de taquilla, por lo que mereció todo el
reconocimiento de la Academia de Hollywood, que la premió con el Óscar a la
mejor cinta del año y con otras seis estatuillas más. Incluso debemos recordar
que mereció igualmente el reconocimiento del Vaticano, puesto que el mismísimo
papa Pío XII bendijo la copia que le fue entregada por Leo McCarey y Bing
Crosby, ya que ambos eran católicos. Entonces, ¿cuál es el problema de la
película que nos ocupa, que es en el fondo un calco de este clásico? Pues que,
mientras que aquella estaba protagonizada por unos personajes de ficción, esta
lo está por unos reales, que además están todavía vivos… y que siguen estando
de rabiosa actualidad. Y es que enfrentar en una pantalla a dos personalidades
que aún concitan odios y amores a partes iguales no debe de ser tarea fácil,
porque contentará a los seguidores de uno y enfadará a los del otro (y no me
refiero a los católicos, para quienes ambos papas son vicarios de Cristo en la
tierra).
Así es, el mundo moderno ha asumido como válida
la idea de que Benedicto XVI representa una Iglesia anticuada y que Francisco personifica
la remozada (¿cuántas veces no habremos oído decir que el segundo está más
cerca de los jóvenes que el primero…, aunque no sea cierto?). Es por ello que
la cinta elabora su guion según este fundamento comúnmente aceptado por la modernez,
pero no con la idea de humillar a uno y ensalzar a otro, sino con el propósito
de contraponer sus supuestas diferencias, como cualquier buddy movie que se precie: de ahí que a veces parezca caricaturizar
a Benedicto por sus ideas “carcas” (como al Barry Fitzgerald de Siguiendo mi camino) y enternecer a
Francisco por sus ideas “nuevas” (como al Bing Crosby de la misma película).
Pero como todavía son personajes vivos que aún suscitan partidarios, tanto una
cosa como otra molestan a cada uno de los bandos.
En este sentido, solo echo en falta un
libreto más elaborado. Y es que la cinta, como ya hemos señalado, se esfuerza
por presentar respetuosamente ambas visiones…, pero sin profundizar en ellas.
De este modo, por ejemplo, en el primer encuentro que mantienen Benedicto y
Francisco, los dos profieren frases sacadas de sus respectivos discursos, pero
muy mal hiladas, pues parece una simple contraposición de centones antes que un
enfrentamiento teológico de envergadura: que si hay que tender puentes en vez
de levantar muros (Francisco), que si hay que luchar contra la dictadura del
relativismo (Benedicto XVI), etc. Un buen guion habría estudiado previamente la
filosofía de cada uno de los contendientes y habría escrito sus intervenciones
sin recurrir a esos tópicos mil veces repetidos, pero este ha preferido
relegarlo todo al plano anecdótico y centrarse en esa clásica disputa entre lo
antiguo y lo moderno.
Pero esta mácula no ennegrece el grueso del
filme, que es agradable y bien llevado, plagado de escenas memorables y
entrañables (atención a esa en la que Benedicto toca el piano mientras
Francisco recuerda su juventud en Argentina) e interpretado magistralmente por
los dos actores protagonistas (más Hopkins que Pryce, todo hay que decirlo). Sinceramente,
creo que es un error acercarse a ella con los prejuicios que imponen las respectivas
banderías, puesto que si la cinta hubiese presentado a dos papas difuntos o a
dos personajes ficticios, dudo mucho que hubiera levantado las ampollas que ha generado
esta. Tal vez deberíamos fijarnos más en el reconciliador plano final, en el
que Benedicto y Francisco ven juntos un partido de fútbol, que en toda la pugna
dialéctica previa.