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domingo, 17 de diciembre de 2017

Los últimos Jedi

   Todavía no sé cómo afrontar esta película: es decir, aún no sé si me ha gustado o si me ha disgustado. Esta es una sensación que me ha asaltado pocas veces a lo largo de mi vida, pero que yo identifico con el desconcierto; de este modo, cuando tengo ciertas expectativas sobre un film y estas no se cubren, no sé qué opinar (me refiero a unas expectativas que trascienden el mero ejercicio cinematográfico, como luego señalaré). Por desgracia, cuando esto me ocurre, caigo en la indiferencia, de manera que me importa un bledo todo lo que concierne al largometraje que yo tanto he aguardado. Ciertamente, si se trata de un film que pertenece a una saga que ya de por sí me resulta indiferente, no me importa; pero, si es una película que forma parte de una saga que me gusta, se convierte en una indiferencia dolorosa, como un decepcionado despecho. Y esto es lo que me ha ocurrido con la película que hoy presentamos: Los últimos Jedi (Rian Johnson, 2017).




   De la misma manera que le ocurrirá a muchos de mis lectores, la relación que mantengo con la saga galáctica viene de lejos, pues hunde su raíz en mi propia infancia. Como ya intenté explicar en un artículo anterior (aquí), creo que Star Wars es una epopeya cinematográfica muy personal, ya que consiguió que muchos niños nos enamorásemos del séptimo arte y que hallásemos en este un excelente campo de cultivo para nuestra imaginación. Por otro lado, creo que actualizó correctamente para sus contemporáneos los cánones del género de aventuras que han atestado el magín de la humanidad desde la existencia de los primeros bardos o del mismísimo Homero: así, convirtió a la eterna princesa encerrada en el castillo, en la Leia aprisionada en la Estrella de la Muerte; al malvado tirano que quiere someter a los hombres del reino, en el Darth Vader que amenaza la paz de la galaxia, y al caballero andante que se enfrenta a este y que libera a aquella de su encierro, en un futuro aprendiz de Jedi (George Lucas nunca ha escondido la vinculación de su obra a la de Tolkien -El hobbit, El señor de los anillos-, y este jamás ha ocultado la que une la suya a los relatos medievales, que a su vez se enraízan en los mitos antiguos). Pero incluso a un nivel meramente artístico, se trata de una saga espléndida: La guerra de las galaxias -aka, Una nueva esperanza (George Lucas, 1977)- es un excelente relato de aventuras; El Imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980) se cuenta entre las mejores películas de la historia del cine, y El retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983) presenta un dilema moral que muy pocas veces hemos visto en otros largometrajes juveniles.

   Pero no solo estamos hablando de unos filmes que reinventaron el género de aventuras y que acercaron a muchos jóvenes al mundo del cine, sino de unas películas que también fueron capaces de crear una nueva mitología para esta generación, abocada al ocio, al consumo y al entretenimiento. En efecto, en un momento de la historia en el que el hombre ha abandonado el conocimiento clásico y la religión como sedes del arte y de la cultura, ha encontrado en La guerra de las galaxias un mito que ha sustituido perfectamente esas ansias espirituales que aquellas saciaban: de este modo, y como ya hemos dicho, ha encontrado en Luke Skywalker el parangón de la caballerosidad; en la princesa Leia, el adalid del feminismo actual, y en la pseudorreligión Jedi, una norma de vida (aquí). Por tanto, es normal que, unidos a esa hodierna tendencia al consumo que ya hemos citado (y a la necesidad de nuevos mitos), surgieran en torno a la saga galáctica multitud de novelas, juegos, cómics, películas (La aventura de los ewoks, La batalla de Endor) y series de televisión (Ewoks, Droids) que ahondaran en ese universo tan atractivo, ampliándolo tanto como las narraciones de la Antigüedad hacían con las historias de dioses y héroes clásicos.  

   Por tanto, y en este mismo sentido, la trilogía que la antecedió a nivel cronológico, es decir, la conformada por La amenaza fantasma (George Lucas, 1999), El ataque de los clones (id., 2002) y La venganza de los Sith (id., 2005), satisfizo las expectativas de los fans más enfervorecidos, pese a sus evidentes errores (ese cursi romance entre Anakin Skywalker y Padmé Amidala...). Ciertamente, y aunque ninguna de ellas alcanzaba el nivel de trepidación y excelencia cinematográfica de los episodios IV, V y VI, plasmaban aquello que nosotros solamente habíamos conseguido visualizar en nuestra imaginación, logrando así la ansiada ampliación del mito: panorama de la Antigua República, nacimiento y ascenso del Imperio, gestación de Darth Vader, Guerras Clon, Yoda luchando y caída de la Orden Jedi. De este modo, al espectador le pueden gustar o no (particularmente, creo que han crecido con el paso del tiempo), pero no puede cuestionar que ha consolidado la saga Star Wars como un atractivo mito moderno. 




   Sabiendo todo esto, ¿qué papel juega aquí la nueva trilogía galáctica, comenzada hace dos años por El despertar de la Fuerza (J.J. Abrams, 2015) y continuada hoy por Los últimos Jedi? Por lo que a mí respecta, una función meramente destructiva, factor que puede ser interpretado como algo bueno o como algo malo: es bueno, porque reescribe la historia de Star Wars para las nuevas generaciones, que han encontrado en Rey, en Finn, en Kylo Ren y hasta en BB-8 sus nuevos héroes; es malo, porque obvia a los seguidores de toda la vida, que ya no encontramos en las nuevas películas esa mitología que con tanto mimo hemos cuidado hasta el momento. En cuanto a que la nueva trilogía reelabora la historia que conocíamos, creo que no hay nada que discutir: El despertar de la Fuerza no solamente soslayaba décadas de universo expandido (los citados cómics, novelas, videojuegos, películas y series de televisión), sino que también se convertía en un reboot encubierto de la saga original; de este modo, asumía los personajes y las situaciones de esta, pero las conducía hacia unos derroteros que nada tenían que ver con las bases que ya habían sido asentadas por ella (¿cómo se reorganiza la Antigua República?, ¿cómo nace la Nueva Orden Jedi?, ¿qué le depara a la familia Skywalker?); en referencia a su labor destructiva, solo hay que ver Los últimos Jedi, donde varias frases reveladoras afirman que nada va a ser como antes (incluso es uno de sus leitmotivs promocionales). 

   De esta manera, la verdadera pregunta es si hacía falta esta renovación tan abrupta, en la que el fan queda reducido a un mero espectador nostálgico (más que evidente en El despertar de la Fuerza y algo soterrado en Los últimos Jedi). Por supuesto, creo que no, ya que se podrían haber afrontado estas tres últimas películas respetando la mitología que aquel había cuidado con tanto esmero. Aunque esta parezca una labor difícil de asumir, tenemos en la misma saga un ejemplo de que es posible: me refiero a los episodios I, II y III, que crearon nuevas y diferentes historias que, al mismo tiempo, ampliaron nuestros conocimientos galácticos; o personajes que rellenaron con soltura la ausencia de los clásicos, como el imprescindible Darth Maul (también, algunos que generaron más de una discordia, como el insufrible Jar Jar Binks). En este sentido. ¿qué aportan los nuevos episodios a la saga? Absolutamente nada, pues se dedican a urdir las mismas tramas que ya hemos visto, con el fin de reescribirlas y de relanzarlas para las nuevas generaciones (en serio: ¿soy el único que ha visto en este episodio VIII la misma historia que vimos en El Imperio contraataca y en El retorno del Jedi?).

   Por todo ello, afirmo que la película me ha dejado indiferente: no sé si me ha gustado o si me ha disgustado, porque no es Star Wars. Es una película que se inspira en Star Wars, como tantas otras que la imitaron en su momento, pero que no forma parte de ella: puede ser una imitación japonesa, como Los invasores del espacio (Kinji Fukasaku, 1978); una parodia, como La loca historia de las galaxias (Mel Brooks, 1987); un exploitation del género, como Los siete magníficos del espacio (Jimmy T. Murakami, 1980), o un episodio especial de Padre de familia (aquí). Pero no se trata de Star Wars. Indudablemente, y pese a mi frialdad al aseverarlo, esto me genera el dolor antes citado, el despecho decepcionado que anunciaba arriba, puesto que he vivido con tanta profundidad la saga que ahora me molesta verla en brazos de otro (o de otros): creo que se ha vendido cruelmente a las nuevas generaciones después del cariño que ha recibido de sus fans de siempre, por lo que solo me queda decirle que le dé a ellas tanto placer como me dio a mí, porque ya no es la saga de la que me enamoré; a mi juicio, ha perdido la frescura y la buena manufactura de sus predecesoras, dirigidas a un público con más gusto (¿recordáis la comparativa que hacía entre las dos versiones de Asesinato en el "Orient Express" -aquí-, donde decía que el espectador ya busca otro tipo de cine? Pues así). Pero eso es algo que le tendrán que reprochar sus nuevos amantes, porque este que esta aquí (¡y que ha estado siempre aquí!) ha dejado de serlo. Que la Fuerza le acompañe.




   

lunes, 4 de diciembre de 2017

Jim y Andy

   Admito que siempre he sentido cierto interés por la indigencia moral que parece habitar en Hollywood. Quiero aclarar que, aunque ahora hayan salido a la luz los escándalos sexuales del productor Harvey Weinstein (aquí), no es esta la falta de ética que acapara mi atención, pues, por desgracia, ha sido común desde los años de Fatty Arbuckle (1887-1933) y Douglas Fairbanks (1883-1939), que repartían los papeles de sus películas en las orgías que organizaban en sus respectivos hogares... hasta que en una de ellas apareció el cadáver de la aspirante a actriz Virginia Rappe (1891-1921). La indigencia moral a la que me refiero es aquella que parece arraigar en el alma de muchos actores, que, pese a ser grandes estrellas y a ganar muchísimo dinero, son incapaces de desuncirse de la soledad que los acecha y, por ende, de la tristeza que los embarga; es esa indigencia moral que hace efectivo en ellos el célebre dicho pronunciado por todos nosotros alguna vez: el dinero no compra la felicidad.

   En este sentido, el caso más paradigmático, tal vez por su cercanía en el tiempo, sea la muerte del actor Robin Williams. En efecto, mientras que los cinéfilos más jóvenes veían en él al eterno y feliz compañero de juegos que nos presentaron Hook (El capitán Garfio) (Steven Spielberg, 1991) o Jumanji (Joe Johnston, 1995), el célebre intérprete guardaba en su interior un oscuro pasado marcado por las drogas, el alcohol y la depresión (aquí); así, el que fuera protagonista absoluto de Jack (Francis Ford Coppola, 1996) y de Patch Adams (Tom Shadyac, 1998), el mismo que nos cautivó a todos mediante su melancólica sonrisa (¿una epifanía del sentimiento que lo estaba destruyendo por dentro?), acabó con su vida como solo alguien verdaderamente desesperado es capaz de hacer: el ahorcamiento. De esta manera, y pesar de la fortuna que le habían reportado sus películas, esta no fue suficiente para otorgarle la felicidad que él mismo había transmitido al espectador mediante su cine.

   Al respecto, nuestros días nos están presentando un caso escalofriante que tiene como protagonista al actor Jim Carrey. Ciertamente, quien protagonizara hace varios años la inolvidable comedia La máscara (Chuck Russell, 1994) es hoy acusado del asesinato de su novia por parte de la familia de esta última; aunque, por supuesto, el intérprete ha negado dicha participación, una reciente misiva de aquella, que lo acusa de haberla introducido en el fatídico mundo de la droga, lo deja en muy mal lugar y revela esa indigencia ética a la que estamos aludiendo desde el comienzo de este artículo (aquí). De esta manera, quien fuese la estrella mejor pagada del Hollywood de los noventa gracias a sus tres títulos más conocidos, Ace Ventura, un detective diferente (Tom Shadyac, 1994), la citada La máscara y Dos tontos muy tontos (Peter y Bobby Farrelly, 1994), es hoy alguien acechado por la pena, la soledad y la desesperación; así, y por este motivo, aunque ya no se prodigue en nuestras pantallas, ha querido legarnos un documental en el que abre su alma al espectador, haciendo efectivo una vez más el dicho que antes hemos mencionado: el dinero no compra la felicidad. Este documental se titula Jim y Andy (Chris Smith, 2017).




   Evidentemente, el Jim al que alude el título es Jim Carrey; pero ¿quién es el Andy que comparte cartel con este último? Se trata de Andy Kaufman, un comediante norteamericano que pululó por la televisión de su país durante los años setenta y ochenta (debo decir que él prefería ser conocido como "actor de variedades"). El éxito de sus actuaciones estribaba en la sorpresa, puesto que nunca otorgó al público lo que este esperaba de él, sino constantes salidas de tono que lo dejaban siempre boquiabierto (son célebres su lectura íntegra de El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, y el caos televisivo que organizó en el show Fridays, donde se negó a interpretar en directo el papel que le había sido asignado). Su popularidad fue tan grande que pudimos ver en el cine un biopic dedicado a él: Man on the Moon (Milos Forman, 1999); de hecho, este documental es una especie de making of de dicha película, aunque, como ya he apuntado, la situación actual de Jim Carrey es tan dramática que su director prefiere ahondar en ella antes que mostrar los entresijos del rodaje de aquella.

   En cuanto a su luctuoso estado moral, el otrora intérprete de Batman Forever (Joel Schumacher, 1995) ofrece dos ideas que hablan por sí solas: en primer lugar, afirma que decidió ser comediante para encontrar en las risas del público el cariño que no había encontrado en su padre, un hombre muy gracioso con los demás, pero no con su familia; en segundo lugar, que ha sido absorbido tanto por su vis cómica, que ahora desea desaparecer, puesto que ya solo vive para hacer reír a otros, mientras que él es incapaz de poner en orden su propia existencia (esta última idea se asemeja de manera inquietante a los motivos expuestos arriba respecto de Robin Williams). De esta manera, el documental Jim y Andy desvela la soledad de un hombre que ha sido acechado por la tristeza desde niño, y que, cuando por fin creía que se había desprendido de ella gracias al éxito recabado en el mundo entero, se percató de que esta no había hecho más que aumentar. Evidentemente, no se interna en el difícil caso del presunto asesinato de su novia (ni en el de la desorbitada indemnización que la familia de esta le exige), pero deja entrever que este ha sido el detonante de su actual depresión, puesto que le ha demostrado que no gozaba del cariño de todo el mundo, como él pensaba; por ello, hace nuevamente efectivo el célebre dicho: el dinero no compra la felicidad.

   Debo reconocer que el visionado de esta película me ha conmovido sobremanera, puesto que evidencia explícitamente la realidad de la famosa cita; más aún, lo hace de modo patético (stricto sensu), ya que alterna imágenes del Jim Carrey exultante con los primeros planos de su rostro, ajado por la pesadumbre. De esta forma, mientras la veía, solo era capaz de pensar en la fragilidad humana, que es idéntica en todos los hombres, aunque el estatus social o económico separe a unos de otros; así, por ejemplo, la persona que necesita del amor de un padre no lo halla nunca, pese a que concite el aplauso de todos sus amigos. En este sentido, mi sacerdocio me ha demostrado que la vida feliz, en efecto, no se conquista mediante el poder o el pecunio, aunque suene a idea manida, sino a través del orden y el sosiego, y que estos solo se alcanzan cuando uno confía en Dios y en su divina providencia. Es probable que en Hollywood hayan olvidado esta máxima, la cual, no por ser consabida, carece de verdad; por esta razón, no me extraña que proliferen los escándalos sexuales de Harvey Weinstein, o los excesos y las depresiones de Robin Williams y de Jim Carrey. Y es que tal vez alguien debería recordarles a todos ellos aquella frase que posiblemente pronunciasen en algún momento de sus vidas: el dinero no compra la felicidad.




lunes, 27 de noviembre de 2017

Asesinato en el "Orient Express"

   La nueva versión de Asesinato en el "Orient Express" (Kenneth Branagh, 2017) refleja claramente el declive en el que ha caído el cine comercial de nuestro tiempo y, por ende, la muerte intelectual de nuestra sociedad. No me malinterpretéis, pues la película me ha gustado lo suficiente como para dedicarle una digestión cinéfila sosegada, descubriendo así que se trata de un film bien rodado, bien narrado y muy entretenido, factores de los que adolece buena parte de los productos que atestan las pantallas de nuestras salas. Pero, como digo, manifiesta la falta de imaginación y de talento que tienen los cineastas de hoy, subyugados por unos cánones artísticos poco exigentes, pero muy lucrativos. Para comprobar la veracidad de mi queja en cuanto al aspecto imaginativo del Hollywood de hogaño, solo hay que revisar de vez en cuando la cartelera semanal, en la que suele destacar algún remake, algún reboot, algún spin-off, alguna secuela, alguna precuela, alguna mediacuela (la saga Star Wars es experta en esto último) o cualquier cosa de índole similar; para comprobar la veracidad de lo segundo, solo hay que seguir leyendo este artículo.




   Como todo el mundo sabe, la película se basa en un relato homónimo de la célebre escritora Agatha Christie, que ya dio pie a un famoso film de idéntico título rodado por Sidney Lumet en 1974, así como a dos versiones para la televisión de mediocres resultados: Asesinato en el "Orient Express" (Carl Schenkel, 2001) y Asesinato en el "Orient Express" (Philip Martin, 2012). Tanto la novela como todos los largometrajes citados desarrollan el mismo argumento: la investigación por parte del detective Hércules Poirot del asesinato cometido a bordo del famoso tren que une Oriente y Occidente. De este modo, y nada más empezar, nos tropezamos con esa falta de innovación a la que aludíamos antes, pues el texto original no solo ha inspirado la cinta que nos ocupa, sino que también ha hecho lo propio con hasta tres películas más (tal vez por este motivo, su director, Kenneth Branagh, ha especificado una y otra vez que no se trata de un remake de ninguna de aquellas, sino de una nueva versión del libro de Christie).

   Sin embargo, y a pesar de la buena fe del cineasta, es harto complicado acometer una nueva adaptación cinematográfica de una novela obviando las que ya existen; más aún cuando una de ellas es una de las grandes obras maestras del séptimo arte: Asesinato en el "Orient Express" (Sidney Lumet, 1974). En efecto, como desconozco el original literario de Agatha Christie, me resulta muy difícil establecer un paralelismo entre él y sus dos versiones audiovisuales más conocidas (la de Lumet y la de Branagh); pero como sí he podido ver estas últimas, para mí es más sencillo encontrar los factores que las unen. De entre todos ellos, me gustaría destacar el primer tercio del metraje de ambas cintas, donde se presenta a los personajes que interactuarán a lo largo de la misma, es decir, a la víctima, al detective y a los doce sospechosos: como el desarrollo de esta presentación es tan parecida en las dos películas, no podemos pensar en absoluto que se trata de una mera coincidencia, sino que debe ser necesariamente, o bien una copia de la segunda respecto de la primera, o bien un homenaje (sea como fuere, indica la preeminencia de esta sobre aquella: ya que se trata de una obra maestra del celuloide, enseña a las demás películas cómo hacer buen cine).




   Pero la versión de Sidney Lumet no solo es reconocida en este sentido por ser el referente necesario de la de Kenneth Branagh, sino que también lo es por méritos propios. Así es, quien haya visto la película recordará que esta mostraba prácticamente un único escenario: el vagón comedor del "Orient Express" (ciertamente, este escenario era interrumpido de vez en cuando por las maravillosas imágenes exteriores del tren o por algún esporádico cambio de ubicación, pero siempre dentro del mismo medio de locomoción); de esta manera, el guion tenía que fundamentar su interés solamente en el poder de la palabra, soslayando para ello cualquier injerencia que convirtiese el film en un thriller de acción al uso. Por este motivo, y como si todo el metraje consistiera en una gran obra teatral, los sospechosos iban apareciendo en escena con el propósito de dar su testimonio y de influir, en la medida de lo posible, en el veredicto final de Poirot (tan cuidados estaban, y tan bien ejecutados, que el espectador no solo era capaz de unirse a los barruntos del citado detective, sino que también podía saltar como el encargado del tren y gritar quién era el auténtico criminal). Sin duda, al ver la cinta, muchos recordarían la temática y el desarrollo de la magistral Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957), del mismo autor. Y es que, cuando un artista domina su arte, no necesita ningún aditamento para demostrárnoslo.

   En cuanto a la versión de Branagh, debo decir que ejemplifica esa falta de cánones exigentes de los que me quejaba arriba. En efecto, partiendo de un material tan bueno, como a todas luces es la novela de Christie, pero, sobre todo, el film de Lumet, sorprende que el director no haya sabido aprovecharlo mejor (más aún cuando sabemos que es un apasionado de los escenarios, como demostró mediante las recomendables Enrique V y Mucho ruido y pocas nueces): de esta manera, donde aquel sostenía todo el entramado del largometraje en los potentes diálogos de sus protagonistas, este lo basa en la acción y en el golpe de efecto, factores de los que su predecesor abominaba ostensiblemente; así que aquí contamos con chistes sin gracia (¿en serio era necesario incluir el gag del bastón en el prólogo del film?), actuaciones ridículas e hilarantes (la del mismo Kenneth Branagh, que parece afrontar una parodia del famoso detective), persecuciones, tiroteos, confesiones de última hora (por si al espectador no le queda claro quién es el verdadero asesino del tren) y discursos finales altisonantes con su pequeña dosis de moralina. Todo ello, para agradar al espectador poco exigente, que se aburriría con una proyección de dos horas en la que solo aparecerían personas hablando y que carecería de cualquier tipo de acción.




   Pese a este aparente exabrupto, debo indicar que la película es un producto recomendable. Ciertamente, y a tenor de lo que nos está llegando a la cartelera estas últimas semanas, se trata de uno de los mejores films que podemos ver ahora en ella. Sin embargo, los que pretendan reencontrarse con el Hércules Poirot de antaño, olvídense de ello, puesto que verán algo más parecido al Sherlock Holmes que patentó Guy Ritchie que al detective que nos ofreció Sidney Lumet: un personaje dizque ingenioso que sabe correr detrás de los malos, contar algún que otro chiste y realizar alguna acrobacia marcial (afortunadamente, Branagh ha prescindido aquí de los conocimientos de kárate  que el citado Sherlock Holmes presentaba en su cinta homónima -por cierto, ya sé que en las novelas de Conan Doyle también practica las artes marciales). 

   Así que, ante este cambio de actitud tan evidente, en el que hemos pasado de ver un detective adulto y profundo a ver otro infantil y liviano, cabe la siguiente pregunta, que ya se hacían, mutatis mutandis, los protagonistas de Scream. Vigila quién llama (Wes Craven, 1996): ¿el cine ha logrado que los espectadores sean poco exigentes, o son estos los que han condicionado la fórmula actual del séptimo arte? A mi parecer, y sin mojarme demasiado, se trata de la influencia que los unos han ejercido sobre el otro, y viceversa: es decir, el hombre de hoy busca la inmediatez y el entretenimiento, y no productos que le conlleven más preocupaciones de las que tiene, cosa que el cine comercial le ofrece con gusto, pues vive de su dinero; pero este entretenimiento vacuo arrastra al hombre a la molicie intelectual, de manera que cada vez quiere cosas menos exigentes (¿recordáis a los indolentes humanos de la magistral WALL-E? Pues algo así...).  

   Por este motivo, conviene decir que esta última versión de Asesinato en el "Orient Express", pese a que sea recomendable, refleja con claridad la decadencia intelectual de nuestro tiempo, puesto que no busca ejercitar la mente del espectador, sino solo inocularle su dosis de entretenimiento. Por supuesto que no todo van a ser películas de arte y ensayo, pero antes no hacía falta refugiarse en una sala de este tipo para disfrutar del buen cine, puesto que las salas comerciales ofrecían genialidades como cualquiera de los títulos de Sidney Lumet citados arriba. Es verdad que todavía quedan grandes autores con capacidad narrativa, como el mismo Branagh demostró en sus primeras cintas, pero, como este panorama no mejore pronto, creo que asistiremos al sepelio del gusto cultural de nuestra sociedad.






domingo, 5 de noviembre de 2017

Spielberg

   Hoy se cumplen cien entradas desde el nacimiento de este blog. En efecto, lo que comenzó siendo un pequeño proyecto con poco futuro, se ha convertido en una cita semanal (y personal) con el mundo del séptimo arte. Así, durante sus dos años de historia, ha sido visitado por más de sesenta mil lectores, que le han dado alas y repercusión tanto en otros medios digitales como incluso radiofónicos y televisivos. En este sentido, cabe destacar el alcance que tuvo el indignado artículo que escribí sobre la cinta 1898. Los últimos de Filipinas (Salvador Calvo, 2016), pues incluso algunos programas de actualidad política contactaron conmigo para hablar sobre él (puedes leerlo aquí), o el que la semana pasada dediqué a Lutero (Eric Till, 2003), que ha servido de revulsivo en algunos sectores del protestantismo actual (puedes leerlo aquí). Como adelanto en el margen de esta misma página, mi intención siempre ha sido la de disertar y aprender a través de la gran pantalla, y no la de manifestar simplemente una opinión acerca de los últimos estrenos; por este motivo, y en consecuencia, se trata de un blog en el que he procurado desvelar mi relación más íntima con el séptimo arte: por ejemplo, en el artículo dedicado a Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941) explico lo que siento cada vez que veo dicha película (aquí), o en el de Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), mi pasión por el celuloide (aquí). 

   Por tanto, como se trata de un blog al que he querido dotar de cierta intimidad, me gustaría dedicar la entrada número cien al director que corona este artículo: Steven Spielberg. El primer motivo se debe al estreno de un documental producido por la cadena HBO que lleva precisamente su nombre: Spielberg (Susan Lacy, 2017). Aunque no se trate del mejor reportaje dedicado a tan célebre figura, es el más actual, por lo que su ayuda a la hora de acercarnos a su pensamiento más reciente resulta del todo imprescindible. El segundo motivo se debe a que fue él, y no otro cineasta, quien me abrió las puertas de este maravilloso mundo, pues su filmografía me ha acompañado a lo largo de los años,  ha alimentando mi imaginación desde que soy niño y ha consolidado dentro de mí esta pasión que aún se perpetúa. De esta manera, será mejor que cojamos nuestras bicicletas, pongamos nuestro extraterrestre en el manillar y echemos a volar con ellas cuanto antes.


   

   Mi relación con Spielberg comienza en una fecha muy concreta: octubre de 1993. A la sazón, llegaba a nuestras pantallas uno de sus títulos más conocidos (y reconocidos) por todos: Jurassic Park (Parque Jurásico) (id., 1993). Como cualquier espectador de entonces, quedé fascinado por la historia que mostraba a un grupo de aventureros adentrándose en una isla plagada de dinosaurios, y me llevó a imaginar, como a cualquier niño de mi edad, que yo mismo recorría aquellos parajes y  que vivía aquellas mismas peripecias que había visto en ella; además, y arrastrado por el inevitable merchandising que generó el film, alimenté dicho entusiasmo con la novela que le había dado pie, con los juguetes que la promocionaron, y con los cómics y los videojuegos que proliferaron por doquier. Ni que decir tiene que las conversaciones que manteníamos mis amigos y yo en el patio del colegio se centraban de manera casi exclusiva en los entresijos de su argumento y en el deseo de ver pronto una secuela, que nos llegó algunos años después con El mundo perdido. Jurassic Park (id., 1997). Evidentemente, no quiero decir con ello que esta fuera mi primera película de Spielberg, pues ya había gozado con Encuentros en la tercera fase (id., 1977), E.T., el extraterrestre (id., 1982) o la saga Indiana Jones, aunque sí debo advertir que fue la que me enamoró definitivamente del séptimo arte.

   En efecto, a partir de ese momento, y con solo once años, resolví consagrar mi ocio al mundo del cine; para mí, este había dejado de ser un mero entretenimiento para convertirse en una auténtica pasión, que rayaba sin duda en la obsesión. Por este motivo, comencé a comprar revistas y libros dedicados a él; a escuchar programas radiofónicos o a ver programas de televisión que aumentaban mis conocimientos; a alquilar cintas de vídeos que ponían en imágenes todo lo que leía u oía, e incluso a asistir a proyecciones en los modestos cineclubs de mi entorno. Pero como esa devoción se la debía principalmente al director de En busca del arca perdida (Steven Spielberg, 1981), quise acercarme más a su figura, por lo que procuré estudiar su biografía y ver todas sus películas, sin excepción; de este modo, conseguí visualizar desde sus primeras incursiones televisivas (Galería nocturna, El diablo sobre ruedas y Algo diabólico) hasta sus cintas más adultas a la sazón: El color púrpura (id., 1985), El imperio del sol (id., 1987) y Always (Para siempre) (id., 1989). Aunque no hallé en estas últimas la espectacularidad que había visto en sus anteriores obras, porque seguía siendo un niño que adoraba los efectos especiales, encontré en ellas la sombra de un hombre versátil y apasionado que se expresaba a través del celuloide.




   Ciertamente, gracias a las múltiples biografías que había leído sobre Spielberg, descubrí que este había crecido en un hogar muy feliz, en el que siempre había encontrado el refugio que no hallaba en sus compañeros de colegio (al contrario de lo que se pueda deducir de su obra, no tuvo muchos amigos durante su niñez, pues todos se reían de él a causa de su desbordante imaginación). Sin embargo, esta dicha se quebró el día en que sus padres se divorciaron, lo que provocó un dolor tan intenso en él que quiso representarlo en cada una de sus películas, a fin de que nadie experimentase su misma tragedia (de ahí que la familia o el reencuentro de la misma cobre tanta importancia en su filmografía). De hecho, una cosa que he aprendido con este documental es que la mencionada E.T., el extraterrestre pretendía ser una metáfora de la ausencia (o de la necesidad) del padre (¿no es también algo palmario en Hook (El capitán Garfio)?), algo que él experimentó y que suplió a través del cine (rodando películas con sus hermanas y con sus pocos amigos), de su mundo imaginario (en este documental reconoce que estaba todo el día frente al televisor, y escribiendo o ideando historias basadas en lo que veía en él)... y de la fe (¿no es evidente la similitud entre el conocido alienígena y Jesucristo? Aunque debemos indicar que esto es un mero recurso narrativo, puesto que él siempre ha sido un devoto judío).   

   Pero lo que más me entusiasmó (y me llenó de envidia) fue que, siendo niño, ya lograse su propósito de rodar una película: Firelight (id., 1964), una obra de 140 minutos de duración  sobre una invasión extraterrestre que grabó con cámaras de alquiler y con un grupo de aficionados como él. Hoy no queda nada de esta obra amateur, pero gracias a internet podemos visualizar unos cuantos fragmentos de la misma, aunque interrumpidos por viejos comentarios de su director (puedes verla aquí). Para mí, se trata de un excelente testimonio de su amor por el cine, que lo llevó a movilizar a casi todos sus vecinos con el fin de cumplir su ansiado empeño. Sin lugar a dudas, es un ejemplo para todos aquellos que alguna vez hemos acariciado el sueño de imitarlo y de seguir sus pasos, pues con esta película demostró lo que siempre nos ha transmitido mediante sus largometrajes posteriores: que los sueños se hacen realidad.




   Por supuesto, el paso del tiempo es inevitable, por lo que, a medida que he ido cultivando esta pasión por el celuloide a lo largo de mi vida, he ido descubriendo otros directores que me han entusiasmado más que Spielberg (¿dónde has estado todo este tiempo, Clint Eastwood?); además, este no ha vuelto a ser el mismo desde que rodara La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), puesto que su obra se ha convertido en algo más artesanal que pasional, incluso en cintas de corte infantil y juvenil, como la infravalorada Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (id. 2008), Las aventuras de Tintín. El secreto del unicornio (id., 2011) o Mi amigo el gigante (id., 2016). Pero ello no obsta para que le siga profesando esta devoción que aquí he demostrado, pues fue él, y no otro cineasta, quien me abrió las puertas de este magnífico universo.

   Por otro lado, pienso que el cine comercial de hoy le debe muchísimo a Spielberg, ya que la infancia con la que ha soñado toda una generación de cinéfilos se fundamenta en la que retrató él durante sus primeras películas; así, cintas de enorme éxito como It (Andrés Muschietti, 2017), o series tan populares como Stranger Things (Duffer Brothers., 2016), jamás habrían existido si aquel no las hubiese cimentado con su imaginario (recordemos que los respectivos autores de estas nunca han ocultado su pasión por este director). Por este motivo, creo que no existe un mejor reconocimiento por mi parte que el dedicarle esta entrada número cien de mi blog, que, como su fulgurante carrera, comenzó siendo un pequeño proyecto, pero que hoy ha llegado a abrirse un modesto hueco dentro de esta amplia blogosfera (se sobreentiende el mutatis mutandis). Por supuesto, él jamás leerá este artículo, pero quiero que a todos los que sí lo hagáis os sirva de humilde testimonio de lo que por mí ha hecho este genial cineasta, un hombre que cautivó desde niño mi imaginación y que logró que me enamorarse para siempre del séptimo arte.



domingo, 7 de mayo de 2017

La guerra en Hollywood

   Aunque sea poco habitual, esta semana recomendaremos en el blog una serie de televisión. Se trata de La guerra en Hollywood (Laurent Bouzereau, 2017), un documental dividido en tres episodios que ha cautivado poderosamente nuestra atención. En esta entrada, conoceremos el porqué.




   "El cine ha sido una herramienta de seducción ya desde sus comienzos". Con esta frase, pronunciada por Steven Spielberg, se inicia La guerra en Hollywood, un documental que pretende demostrar la influencia del séptimo arte durante la Segunda Guerra Mundial. Para ello, presenta la biografía de cinco afamados directores de la época: John Ford, William Wyler, John Huston, Frank Capra y George Stevens. Estos, ciertamente, preocupados por el auge del nacionalsocialismo en Alemania, decidieron concienciar al público norteamericano del problema que eso suponía para el resto de Europa y, más tarde, para los mismísimos Estados Unidos.
  
   Reconozco que este documental ha sido una verdadera sorpresa para mí. En efecto, como amante del cine, siempre he tenido constancia de la implicación de Hollywood durante la guerra para conseguir mayor número de reclutas, pero jamás imaginé que esta influencia había llegado hasta el punto de abrir el entendimiento de los americanos. Ciertamente, según afirma la serie, Norteamérica vivía al margen de los acontecimientos que estaban destruyendo Europa, por lo que, pese a las noticias que llegaban de allí, nadie pensaba que sería un conflicto de características mundiales (¡hasta algunos veían con muy buenos ojos el ascenso de Hitler al poder y su política de dominación internacional!). Sin embargo, aquellos autores, provenientes del Viejo Mundo, veían cómo sus familias eran masacradas y humilladas por el poderío alemán, por lo que resolvieron transmitir la verdad mediante el celuloide.




   Pero, a mi juicio, el apartado más importante de todo el documental es el que relata las experiencias personales de los cinco cineastas mencionados arriba. Efectivamente, sobrecoge el descubrir cómo el gran John Ford, por ejemplo, compartió destino con cientos de soldados en las islas de Midway; o cómo el alegre George Stevens, autor de las célebres películas protagonizadas por Fred Astaire, entró en Dacháu para liberar a los judíos que allí padecían el oprobio nazi. Asimismo, estremece y lleva a la compasión el saber que estos hechos alteraron para siempre su visión de la vida, pues nunca fueron capaces de rodar largometrajes como los anteriores, ni se comportaron con los demás como lo habían hecho hasta el momento. 

   Sin duda, es un documental imprescindible para cualquier cinéfilo, pero también para cualquier persona que ame la historia o que, simplemente, desee acercarse a este triste período de la biografía humana. Aunque se trate de una expresión típica, debemos indicar que nos muestra el lado más entrañable de unas estrellas que se implicaron lo indecible en este conflicto y que, por ello, nos hace conscientes del horror que padecieron. Como prueba de ello, la serie hace hincapié en los dos filmes con que aquellas rubricaron simbólicamente su nueva visión de la vida: Qué bello es vivir (Frank Capra, 1946) y Los mejores años de nuestra vida (William Wyler, 1946).





   

domingo, 30 de abril de 2017

El silencio de los corderos

   Hace unos días, el mundo del cine despidió a uno de sus autores más destacados. En efecto, después de afrontar una dura lucha contra el cáncer, Jonathan Demme murió en su casa de Nueva York a los setenta y tres años de edad. En su haber, nos ha dejado varios títulos de interés, pero, sobre todo, cambió el rumbo del séptimo arte mediante dos películas emblemáticas: El silencio de los corderos (íd., 1991) y Philadelphia (íd., 1993). Por este motivo, es justo que en este blog le dediquemos la entrada de esta semana.




   Jonathan Demme nació el 22 de febrero de 1944 en el Estado de Nueva York. Su interés por el cine fue tan acusado que no dudó en estudiarlo en la célebre Universidad de Florida, donde se licenció con un éxito notable. Por suerte para él, este incipiente renombre suscitó la curiosidad del conocidísimo Roger Corman, quien le financió su primer título, La cárcel caliente (íd., 1974), una película de corte erótico que hoy causa más risa que excitación. Pese a la escasa recepción pública, continuó ganándose la aprobación del citado productor, quien le propuso rodar Tres mujeres peligrosas (íd., 1975) y Luchando por mis derechos (íd., 1976), películas que ya han caído en el olvido. Con el paso del tiempo, no obstante, consiguió el afecto del público y de la crítica mediante tres comedias grabadas con un clasicismo que demostraba su pasión por el séptimo arte: Melvin y Howard (íd., 1980), Algo salvaje (íd., 1986) y Casada con todos (íd., 1988). Pero su espaldarazo definitivo llegaría unos años después con la excepcional El silencio de los corderos (íd., 1991).

   En efecto, gracias al derrotero por el que caminaba su filmografía, consagrada a la serie B y a la comedia romántica, nadie podía suponer que, con el citado título, afrontaría una de las historias más truculentas del celuloide. Ciertamente, hoy todo el mundo recuerda a la agente Starling (Jodie Foster) entrevistándose con el afamado Hannibal Lecter (Anthony Hopkins) para cazar al asesino Búfalo Bill. Sin duda, nadie que haya visto el film podrá olvidar los interesantes diálogos de mutua admiración que mantenían aquellos dos y que cambiaron el curso del género policíaco para siempre. De hecho, a partir de entonces comenzaron a pulular por la gran pantalla innumerables psicópatas inteligentísimos que desafiaban a las fuerzas del orden, como el que aparecía en la popular Seven (se7en) (David Fincher, 1995). Su éxito fue tan rotundo que no solo ganó los mejores galardones de los Óscar de su año, sino que también creó un personaje que dio pie a toda una saga (Hannibal, El dragón rojo y Hannibal. El origen del mal) y que ahora se perpetúa en la televisión mediante la serie Hannibal (Bryan Fuller, 2013) [La omisión de Hunter (Michael Mann, 1986), primera aparición cinematográfica del Caníbal, es consciente, ya que no consiguió la repercusión que obtuvo el film de Demme]. 




   Gracias al aplauso recibido por El silencio de los corderos, Jonathan Demme afrontó un nuevo título de difícil calado: Philadelphia (íd., 1993). En él presentaba el drama de un abogado despedido del bufete por su condición de homosexual, que buscaba desesperadamente un compañero de oficio, para que le ayudase a defender sus derechos. Sin duda, el largometraje es tan recordado como su predecesor, pues cuenta con unas actuaciones extraordinarias que, no en vano, le reportaron a Tom Hanks su primer Óscar. Pero, sobre todo, es venerado por tratarse del film que sentó las bases de la visión sobre la homosexualidad que hoy tenemos. Ciertamente, y pese a quien le pese, los homosexuales en el cine eran abordados hasta el momento con sorna y comicidad, pero esta película los presentó bajo la sombra del romance, algo que, como decimos, cambió la idea de la sociedad respecto a ellos.

   A pesar de estas dos grandes cintas, su responsable se sumió después de ellas en un enigmático silencio artístico. Efectivamente, continuó su carrera en el género documental y en la televisión, medio para el que grabó Historias del metro (íd., 1997) y algún episodio de la serie En cuerpo y alma (íd., 2011), pero no volvió a destacar en el terreno cinematográfico. De esta manera, aunque lo volvió a intentar con Beloved (íd., 1998) y La boda de Rachel (íd., 2008), a las que imprimió su primerizo estilo clasicista, no consiguió recuperar el aplauso logrado por aquellas. Solo mediante El mensajero del miedo (íd., 2004) suscitó parte de ese interés, pero no el mismo del que había gozado. Al final, se despidió de este mundo con una obra irregular, Ricki (íd., 2015), que ofrece una estupenda interpretación de Meryl Streep, pero una dirección desganada que en absoluto se asemeja a la manifestada en El silencio de los corderos y Philadelphia.

   Hoy le decimos adiós, pues, a un cineasta de evidentes altibajos artísticos, pero que nos legó dos obras cumbres del séptimo arte. Gracias a él, hoy nos aterran más los psicópatas y miramos con otros ojos a las parejas homosexuales; tememos al especialista que nos mira con avidez y compadecemos al enfermo de sida. Es, por tanto, un día triste para el aficionado, pues nos ha dejado un autor que cambió el rumbo del celuloide para siempre.


   

lunes, 28 de noviembre de 2016

Cinema Paradiso

   No sabría decir cuál es mi película favorita, pues este reconocimiento ha ido variando a medida que he cumplido años. De esta manera, comenzó siendo Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941), pues es el primer film que recuerdo haber visto en una pantalla de cine (aquí); posteriormente, cuando ya el séptimo arte se había convertido en mi pasión, fue desbancado por las (entonces) trilogías de Indiana Jones y La guerra de las galaxias, rebautizada hoy con el nombre de Star Wars (aquí); más adelante, en mi etapa contestataria, La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971) y El club de la lucha (David Fincher, 1999), y actualmente son todos aquellos largometrajes que enlazan con el niño que fue creciendo con todos ellos. Entre todos los que son, descuella Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988).




   Como cualquier aficionado sabe, esta película narra la historia de Salvatore Di Vita (Jacques Perrin), un renombrado cineasta italiano que vuelve a su pueblo natal para asistir a las exequias de su amigo Alfredo (Philippe Noiret). A partir de ese momento, el metraje se convierte en una larga analepsis que nos muestra la infancia y la adolescencia del citado director. Gracias a ella, descubrimos la profunda amistad que lo unía a aquel, el primer amor que experimentó, y que lo marcó para siempre, y, sobre todo, su intenso romance con el celuloide.  

   Mi favoritismo por esta película nace como consecuencia de la identificación con el entrañable Salvatore, que es conocido durante su infancia por el seudónimo de Totó (Salvatore Cascio). En efecto, del mismo modo que él, siempre que recuerdo mi niñez, lo hago embebido en un film, frente a una pantalla de cine o ante un viejo televisor. En aquella época, no me importaba quién dirigía una película, quién la interpretaba o en qué año se había rodado, sino que mi preocupación se centraba en la historia que me contaba y el modo en que esta enriquecía mi fértil imaginación: un elefante que podía volar, un arqueólogo que vivía mil peripecias o una batalla espacial que acontecía en una galaxia muy lejana.




   Pero estas historias no solo consolidaron las aventuras con las que yo soñaba de niño, sino que también me ayudaron a forjar los sentimientos que la adolescencia me exigía, como al joven Totó del film (Marco Leonardi): mis nuevas aspiraciones, la relevancia de mis amistades, mis crecientes pasiones, mis constantes desilusiones, mis hondas cuitas y mis intensas alegrías. De esta manera, cuando el amor me asaltó por primera vez, fui incapaz de detallarlo sin referirme a alguna película que ya me lo hubiera mostrado con anterioridad; tampoco habría podido conquistarlo y mantenerlo sin las instrucciones que el celuloide me había dictado, y no pude llorarlo cuando se fue sin evocar alguna triste secuencia que me impulsara a sobrellevar la vida sin él.

   Por esta razón, si tuviera que elegir mis escenas favoritas de este largometraje, optaría por las dos que aún me conmueven cuando las veo. La primera es aquella que nos muestra el encuentro entre Totó y Elena (una guapísima Agnese Nano), a quien aquel graba a escondidas con su tomavistas, verdadero depositario de su amor más profundo; la segunda, relacionada con esta, aquella en la que el cineasta, ya adulto, observa esa misma grabación proyectada sobre la pared de su dormitorio. En este último caso, la amarga lágrima que deja caer mientras contempla dichas imágenes es el epítome de una vida que ha presenciado el desmoronamiento de las ilusiones construidas durante la adolescencia.
   



   Posiblemente por este luctuoso motivo, Giuseppe Tornatore, su director, quiso mostrar al público el montaje original de la cinta. En él, Totó buscaba a su amada Elena después de haberla visto otra vez en la mencionada proyección. Sin embargo, pese a las expectativas de aquel, esta se niega a reanudar la historia de amor que ambos comenzaron, puesto que la vida los ha conducido hacia destinos muy diferentes. Por tanto, a pesar de la esperanzadora premisa de esta edición, la película concluye de nuevo con la amargura propia de una ilusión perdida.

   Pero no debemos ver en ello una visión apesadumbrada de la realidad, sino precisamente una descripción muy fiel de ella, puesto que nuestra vida se construye a veces sobre las ruinas de un sueño muy querido. Así, es el primer amor el que articula y moldea los siguientes, de manera que estos no dejan de ser una búsqueda y una perfección de lo que se alcanzó con aquel; y son las primeras aspiraciones las que forjan las sucesivas, ya que, durante la infancia y la adolescencia, nos apasionamos más por ellas y, en consecuencia, aprendemos a dar la vida por un ideal o por una persona.

   Este es el motivo por el que Cinema Paradiso siempre se encuentra entre los diferentes listados de mis películas favoritas. No se trata de una simple historia acerca de un niño aficionado al cine, sino de una veraz biografía en la que entran en juego el amor, la amistad y la desilusión. Estos tres son los sentimientos que han marcado mi vida en algún momento de su desarrollo, y son los mismos, a la vez, que han sabido edificarla. Por tanto, pese al tiempo que transcurra, siempre me veré reflejado en Totó, que hizo del cine su primera pasión y aprendió con él a forjar todas las demás. 





martes, 17 de noviembre de 2015

El cine no está muerto

   Que el futuro del cine está en internet es algo que nadie discute. Hoy traigo a colación un vídeo que lo demuestra. Mientras que los grandes estudios se pelean por ver quién apabulla más al espectador mediante sus grandilocuentes efectos, unos aficionados han elaborado este corto, que merece la pena revisar una y otra vez, pues apuesta por una historia sobrecogedora (más aún si uno ha crecido con los personajes creados por Akira Toriyama, que son los protagonistas de la misma). En efecto, no hay película sin un buen guion, y estas imágenes dan fe de ello, ya que, a pesar de los innegables recursos digitales, estos serían despreciables si no estuviesen sustentados por el aspecto literario, que está más olvidado que nunca en las producciones actuales.
 
   A mi juicio, vivimos en una época apasionante para el mundo del arte, pues tanto el cine como la literatura, por ejemplo, han dejado de ser alcobas cerradas donde solamente tienen cabida las familias que siempre las han copado; ahora, por el contrario, cualquiera puede donar su arte, para que todo el mundo lo disfrute, lo admire y aprenda, que es su fin (ahí tenemos Marte, basada en El marciano, de Andy Weir, que publicó primeramente el texto en su página web). Es posible, por tanto, que detrás de todo movimiento contrario a esta apertura del arte o a la divulgación gratuita del mismo, esté la maliciosa intención de volver a cerrar aquellas puertas, de manera que sea otra vez una habitación clausurada a la que solo tengan cabida los mismos de siempre.
 
   El cortometraje que tenemos entre manos es una prueba de cómo hay muchos artistas ahí fuera que pugnan por ser conocidos, y cómo la red les da la posibilidad de que así sea. Gracias a ello, podemos ver historias nuevas o leer cosas inauditas, sin tener que pasar por el aro comercial al que cada vez estamos más sometidos. Por esta razón, espero continuar disfrutando de obras como esta, que demuestran que aún hay esperanza en el cine, y que, mientras haya artistas de verdad, el arte nunca estará muerto.