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lunes, 9 de octubre de 2017

madre!

   Si hoy existe una película verdaderamente engañosa en la cartelera, esa es madre! (Darren Aronofsky, 2017), el último trabajo del autor de Cisne negro (id., 2010). Sin embargo, ello no es debido al propio largometraje, sino a la infame campaña promocional que ha padecido en nuestro país. Ciertamente, el tráiler que todos hemos podido ver nos lo presentaba, o bien como un film de terror al estilo de The Haunting (La guarida) (Jan de Bont, 1999), o bien como un thriller parecido a De repente, un extraño (John Schlesinger, 1990); pero como no aborda ninguno de estos dos géneros, su proyección ha causado abandonos masivos de la sala, abucheos y desconciertos a partes iguales. Aquí comprendemos la reacción del público, pero culpamos del fracaso a su productora, que, al no saber clasificar este título, ha conseguido que la gente se pierda un interesante discurso acerca del hombre y la creación. Sin embargo, advertimos que no se trata de un largometraje cristiano, sino de una apología naturalista que ayuda a conocer los postulados de la nueva religión imperante: el ecologismo. Y es justo aquí donde radica su interés.




   Jennifer Lawrence es una mujer que vive junto a su marido (Javier Bardem) en una solitaria casa de campo. Ella desea a toda costa quedarse embarazada, pero él parece más preocupado por culminar su obra, pues se trata de un poeta en horas bajas muy necesitado de inspiración. Cierto día, su soledad se ve alterada por un matrimonio que decide vivir con ellos y que aquel, no obstante, recibe con suma amabilidad. Esto conllevará un inesperado e incómodo número de visitantes que perturbará la paz de la que Lawrence y Bardem deseaban disfrutar.

   Ante todo, debemos apuntar que Darren Aronofsky es un cineasta muy particular, ya que desde que estrenara su ópera prima, Pi, fe en el caos (id., 1998), hasta hoy, solo ha dirigido siete películas. Sobre todo, ello es indicio de que se trata de un director meticuloso y exigente, que no selecciona un proyecto al azar, sino que, más bien al contrario, trabaja en él de manera exhaustiva, para ofrecer al espectador una obra coherente con sus principios y fiel a su estilo cinematográfico. De este modo, nos ha regalado títulos tan interesantes como Réquiem por un sueño (id. 2000) y La fuente de la vida (id., 2006), en las que muestra su preocupación por la oferta de un mundo engañoso que seduce al hombre arteramente para deshacerse luego de él (en este sentido, la segunda película le servía de acicate para disertar sobre la vida de ultratumba, que en su opinión es más plena que la terrenal). 




   De esta forma, para el guion de madre! toma prestada la premisa de la célebre El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962), en la que un grupo de nobles es incapaz de abandonar un comedor después de la cena, generándose así entre ellos unas situaciones que ponen en entredicho sus pretendidos cánones de comportamiento. Sin embargo, Aronofsky otorga a su obra un aura simbólica que deja en pañales el argumento de aquella, elaborando un discurso universal acerca del hombre como criatura de Dios y habitante del mundo. En efecto, a medida que avanza el metraje, comprendemos que no estamos viendo una historia sobre la vanidad y la frustración de un poeta, que abandona a su esposa en favor de su amor propio, sino que presenciamos una alegoría en la que Bardem es el Creador, Lawrence es la tierra (entendida como Gaia), la vivienda es el hogar común de todos, y los visitantes inoportunos son el conjunto de la humanidad. En opinión del autor, esta última es tan desagradecida con los dos primeros que corrompe una y otra vez su entorno, aprovechándose impunemente de él, porque sabe que siempre cuenta con el perdón del Padre, un ser benévolo y comprensivo que nunca la culpa de nada.

   Pero como hemos indicado, este argumento, que podría parecer un discurso vagamente cristiano, se convierte en una disertación ecologista que se opone de modo explícito a él. Por supuesto, no queremos denunciar aquí ningún movimiento destinado al cuidado del planeta, un ejemplo loable que ya es mandado por Dios en el Génesis, sino el razonamiento pseudorreligioso que se oculta detrás de muchos de ellos, y que subyace tras el guion de este filme (aquí). En efecto, a juicio de su director, Dios, cuya existencia no niega, es un ser omnipotente y generoso que ha creado el mundo, pero que se ha desentendido de él en favor de su propio desarrollo. A su vez, la tierra es un inmenso ser vivo (Gaia) que sirve de hábitat al hombre, por lo que este le debe una veneración mayor que la que le rinde a aquel, enfrascado en sus propias tribulaciones. De este modo, la religión más auténtica es la que prima la ecología por encima de cualquier otro credo, pues es la que consigue unir verdaderamente al ser humano con su origen, que es la tierra misma (estos días hemos alcanzado el paroxismo de este pensamiento con los ecosexuales, es decir, con las personas que se unen carnalmente al planeta Tierra: aquí).




   Así pues, como decíamos arriba, la mala gestión publicitaria de la distribuidora de madre! ha conseguido que el público se pierda un interesante filme sobre los postulados del ecologismo moderno, muy vinculado a la desastrosa New Age de nuestro tiempo, algo que el autor ya abordó en la olvidable Noé (id., 2014). En el fondo, esto es de agradecer, puesto que dicho credo humanista no deja de ser anticristiano, por lo que así el espectador deja de financiar un discurso opuesto a nuestra fe; sin embargo, sería beneficioso que lo conociera, porque es muy fácil adherirse inocentemente a él a través de algunas campañas de concienciación, o mediante festividades laicas que postulan ciertas conmemoraciones de carácter ecológico (v. gr., el Día de la Tierra o el Día de los Océanos).




domingo, 20 de noviembre de 2016

La llegada

   A lo largo de la historia del cine, la relación de los extraterrestres con los hombres ha evolucionado de manera notable. Desde que el celuloide los popularizara en los años cincuenta hasta el día de hoy, han pasado de ser nuestros enemigos a ser nuestros aliados. Aunque un proceso evolutivo no sea repentino, sino gradual, el que han sufrido los alienígenas tiene un claro punto de inflexión: Steven Spielberg. En efecto, gracias a sus obras cumbre, Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977) y E.T., el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982), el cineasta cambió nuestro concepto de dichos visitantes para siempre. Pero esta evolución ha continuado avanzando, y ahora los extraterrestres no son únicamente criaturas amigables dispuestas a establecer un contacto con los hombres, sino que también son seres de carácter divino que han aterrizado en nuestro mundo para cuidar de nosotros.




   Para ser justos, este novedoso concepto tuvo su primer atisbo durante la edad dorada de la ciencia-ficción, los citados años cincuenta. En aquel período, la magistral Ultimátum a la Tierra (Robert Wise, 1951) presentó a un alienígena humanoide que advertía a los hombres sobre los riesgos del armamento nuclear; asimismo, intentaba reunir a todos los gobernantes de nuestro planeta con el propósito de establecer la paz que estos no habían logrado. Tampoco podemos olvidar el antecedente literario creado por Arthur C. Clarke durante la misma época, El fin de la infancia (1953), en el que unos visitantes de las estrellas conducían a la humanidad hacia su perfección. Por último, recordemos la controvertida 2001. Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), en la que el famoso monolito, supuestamente colocado por los alienígenas en los momentos precisos de la historia del hombre, propiciaba la evolución de este.         

   Recientemente, y al margen de nostálgicos experimentos cinematográficos, como Independence Day. Contraataque (Roland Emmerich, 2016), hemos sido testigos de la sumisión del séptimo arte a esta moda. En efecto, en películas como La cuarta fase (Olatunde Osunsanmi, 2009), Misión a Marte (Brian De Palma, 2000), Prometheus (Ridley Scott, 2012) y Contact (Robert Zemeckis, 1997), los extraterrestres son presentados como tutores de una humanidad caída (en la segunda y en la tercera, además, se juega con la posibilidad de que ellos sean el origen de la vida en la Tierra). Hasta tal punto llega este convencimiento, que el film de Zemeckis relata el contacto entre los hombres y los aliens como si este consistiese en un ascenso espiritual de los primeros (para más detalle, lee la reseña aquí). Por tanto, el largometraje que hoy nos ocupa no hace más que sumarse a esta nueva ola que ve en los alienígenas a los salvadores de nuestro mundo.




   Porque, no seamos ingenuos: pese a su fantástico revestimiento, esta es la verdadera (y angustiosa) temática que encierra el film. Igual que en la citada película de Robert Wise, nos encontramos en esta con un mundo sometido al caos (atención a las imágenes de la convulsa Venezuela o a las tensas relaciones diplomáticas entre Estados Unidos, Rusia y China que se intuyen durante el metraje), es decir, con una sociedad fracasada; además, pese a los denodados empeños por arreglar la desastrosa situación, esta empeora a cada minuto que pasa. Por esta razón, los hombres necesitan de un agente externo que les advierta sobre su futuro y que, por consiguiente, los reconduzca (en este caso, no son unos alienígenas con forma humana, sino unos seres tentaculares que parecen inspirados en el Cthulhu de Lovecraft); para ello, los visitantes no los exhortan mediante un mensaje conmovedor, como el que pronunciaba el protagonista de aquella, sino a través del lenguaje mismo, que es mostrado como signo de unidad. 

   De este modo, los alienígenas son presentados como los nuevos redentores del hombre, como unos seres provenientes del cielo que tienen la misión de pacificar el mundo. Si lo miramos con atención, esta idea forma parte de la lógica de nuestro tiempo, que ha desterrado a Jesucristo como el auténtico Mesías, pero que continúa necesitando el auxilio de un salvador. Efectivamente, la humanidad de hoy sigue experimentando el fracaso día a día, puesto que no consigue alejar de sí las guerras, las discordias y el odio, a pesar de su evidente progreso; por ello, anhela el contacto con un ente superior que le ayude a corregir sus excesos y que le muestre la senda de la verdadera perfección. Por supuesto, los extraterrestres satisfacen plenamente este deseo, ya que son como una profecía tangible de lo que nosotros estamos llamados a ser.    

   Evidentemente, mientras que no reconozca al Hijo de Dios como su auténtico Salvador, el hombre siempre añorará su propia liberación. Como hemos visto, sin embargo, Jesucristo ha sido suplantado por los visitantes del espacio, a quienes se les ha otorgado características divinas; no obstante, es posible que el tiempo los sustituya por otro elemento (recordemos que los extraterrestres solo llevan sesenta años entre nosotros y que, en ese corto período, han pasado de ser nuestros enemigos a ser nuestros aliados). Sea como fuere, el cine recogerá de nuevo esas aspiraciones y las plasmará una vez más en la gran pantalla, proponiéndonos otras formas de cubrir la indigencia que experimentamos todos los días.   




lunes, 8 de febrero de 2016

Los extraterrestres en el cine (I)

   Hace unas semanas, publiqué un post dedicado a la película Contact (aquí). En él hablaba sobre cómo el film, a pesar de haber generado grandes expectativas en los amantes de la ufología, se convirtió en una absoluta decepción para los mismos, puesto que, lejos de ofrecer un espectáculo de temática alienígena, narraba la metáfora de la aspiración al cielo que caracteriza a todo ser humano, y, muy particularmente, a los cristianos. De hecho, no por casualidad, como también apuntaba en aquellas líneas, su autor, Robert Zemeckis, equiparaba a los extraterrestres protagonistas con Dios (por supuesto, su equiparación no llegaba hasta el extremo de identificarlos con Él, pero sí les otorgaba cierto halo de divinidad, ya que, habitando en las estrellas, dirigían la vida de la científica Jodie Foster, para que esta, finalmente, pudiese encontrarse con ellos), algo que también está presente en largometrajes como Encuentros en la tercera fase y, de manera más diáfana, E.T., el extraterrestre (efectivamente, este entrañable alienígena bajó del cielo, fue adoptado por una familia que no era la suya, murió, resucitó y volvió a las alturas). Sin embargo, esta visión amable de los supuestos viajeros interestelares, que visitan esporádicamente nuestro planeta, no siempre ha sido así, sino que, al principio, cuando el hombre empezó a interesarse por ellos, los miraba con cierto recelo y con mucha suspicacia.



   Lógicamente, la humanidad comenzó a preguntarse sobre la vida allende nuestras fronteras planetarias, cuando sus conocimientos astronómicos adquirieron la capacidad de sondear las profundidades espaciales. A pesar de lo que hoy divulguen ciertos estudios sensacionalistas, o veamos en la reivindicable Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, es difícil imaginar que, en tiempos anteriores a estos, los hombres sintiesen dicha inquietud, puesto que, en primer lugar, sus preocupaciones se limitaban a la vida cotidiana, y, en segundo lugar, ni siquiera valoraban el concepto de "planeta", por lo que serían incapaces de pensar en otros, ajenos al nuestro, que estuviesen poblados por seres similares a ellos. Bien es cierto que los estudios referidos aluden a documentos antiguos que parecen probar el contacto íntimo entre los hombres y los alienígenas, siendo estos últimos instructores de aquellos, pero estos están más cerca de ser una interpretación actual que una evidencia de la realidad (en una sociedad vertebrada por la fe animista y por la creencia en dioses que habitan en el cielo, resulta más sencillo deducir que son estos los que adornan las añejas lascas y las viejas inscripciones, que aventurar una referencia a visitantes de otros mundos -incluso el explicar que estos son el origen de la fe en aquellos, como sugiere la interesante La cuarta fase, parece muy forzado).

   Tal vez, la primera incursión de los alienígenas en la vida humana quepa hallarla en La guerra de los mundos, clásico literario de la ciencia-ficción escrito por H.G. Wells en 1898. En él, como es sabido, una legión de marcianos, stricto sensu, invade violentamente la Tierra, con el objeto de acomodarla a sus necesidades; la humanidad, aterrada por esta ocupación, procura oponerse a ella mediante el mayor de sus esfuerzos, pero no lo consigue, pues el ejército extraterrestre cuenta con un armamento superior. Finalmente, y a pesar del ímprobo esfuerzo de los hombres, no son ellos los que consiguen la victoria sobre los invasores, sino las minúsculas bacterias, que alteran su organismo, porque no están habituados a ellas.

   Este argumento, que hoy nos puede parecer común por haber dado pie a un par de adaptaciones cinematográficas (la de Byron Haskin en 1953 y la de Steven Spielberg en 2005), fue, sin embargo, una novedad para el lector decimonónico, que, no en vano, acababa de conocer la noticia del hallazgo de los famosos canales de Marte. Efectivamente, en el año 1877, el astrónomo italiano Schiaparelli descubrió, a través de su rudimentario telescopio, que el planeta rojo estaba surcado por centenares de conductos que parecían conectar sus helados polos con diferentes puntos de su abrupta geografía, algo que él identificó con la supuesta técnica de una sociedad marciana entregada al abastecimiento de agua de las distintas comunidades que la formaban. Esta conjetura, como hemos dicho, conmocionó tanto a las personas de la época, que inmediatamente la aceptaron como válida, por lo que, en ningún momento, descartaron la posibilidad de una invasión perpetrada desde allí (tanto es así que, años después, cuando Orson Welles adaptó sus páginas a un guion radiofónico que él mismo difundió, los oyentes creyeron a pie juntillas que aquella había llegado: aquí).



   Algunos críticos literarios han querido ver en la novela de Wells una diatriba contra la historia colonizadora de Inglaterra, patria del escritor, que había usado su avanzada tecnología para imponerse sobre muchos territorios de los primitivos continentes asiático, africano y americano. Aunque probablemente esto sea cierto, lo que interesa a nuestro análisis es la funesta visión de los alienígenas que el texto consiguió imprimir en la humanidad del momento (es necesario recordar aquí que, poco después de su publicación, el mítico H.P. Lovecraft dedicó varios escritos a los terrores provenientes del espacio). Es posible que ello se debiera a los nuevos horizontes que se le perfilaban al ser humano, tan desconocidos entonces como anteriormente lo habían sido los tenebrosos océanos, que, por ello, habían sido imaginados como habitados por criaturas monstruosas, dedicadas a engullir cualquier navío que osase hender su trozo de piélago; de igual modo, aquellos abismos negros que el hombre del siglo XIX observaba sobre su cabeza, eran concebidos como el lugar donde vivían todo tipo de seres malignos, que, además, podían estar vigilándolo desde el planeta vecino.

   Pero aquella ocupación marciana, que casi fue temida como inminente, nunca llegó a realizarse, por lo que el hombre, sin dejar de creer en la probabilidad de vida fuera de la Tierra, comenzó a fantasear con la manera en que esta se manifestaba (curiosamente, como veremos a continuación, reflejaba lo que el hombre mismo iba conociendo a medida que se adentraba en los exóticos países que exploraba). Para alimentar, además, esta nueva senda imaginativa, contaba no solo con la literatura, que se internó en dicho campo, sino también con un moderno y sorprendente espectáculo que estaba encandilando a la feliz sociedad de principios del siglo XX: el cinematógrafo. En efecto, en el año 1902, el director e ilusionista francés Georges Méliès regaló al mundo su maravillosa Viaje a la Luna (puedes verla aquí), que, inspirada libremente en el relato de su compatriota Julio Verne, narraba la aventura de un grupo de astronautas sobre la superficie de nuestro satélite, donde entraban en contacto con la tribu de los selenitas (recordemos que el escritor no menciona dicho alunizaje, por lo que no aclara si creía en tales pobladores, aunque hace columbrar a sus protagonistas ciertas sombras que podrían ser indicios de construcciones artificiales). En esta breve cinta, pues, de escasos diez minutos, podíamos contemplar a unos aborígenes que, como si de un reducto de nativos africanos en la Luna se tratasen, portaban lanzas, cazaban animales salvajes y danzaban en corro para recibir a los exploradores llegados de la Tierra.

   En el ámbito literario, destacó Edgar Rice Burroughs, el otrora creador de Tarzán, que, a modo de correría espacial de este último, imaginó que también el planeta rojo estaba habitado por sociedades selváticas, como las presumidas por Méliès y como las que descubrían sus contemporáneos en las profundidades de África y Asia. Para describir a sus lectores esta primitiva forma de vida, ideó a un sosias de su famoso héroe, al que denominó John Carter, el cual podía viajar desde el lejano Oeste hasta las llanuras marcianas mediante la psique; asimismo, allí podía adoptar un fabuloso cuerpo que le permitía respirar el enrarecido aire del planeta y explorarlo sin problemas (evidentemente, esta historia ha servido de inspiración a James Cameron y su aclamada Avatar). La extensa serie, titulada Bajo las lunas de Marte, comenzó a ser publicada en 1912, llegando a su fin en 1943; sin embargo, no fue hasta nuestro siglo cuando Hollywood mostró cierto interés por ella: en 2009 pudimos ver una hilarante adaptación llamada Princess of Mars, que fue rápidamente subsanada con un remake de mejor propósito, titulado John Carter.



   Como vemos, pues, los hombres dejaron de considerar la vida extraterrestre como una temida probabilidad, para empezar a valorarla como un simple recurso artístico, que, como hemos indicado, servía fácilmente a los propósitos expedicionarios del momento. Por desgracia, incluso esta nueva tendencia, más veraz que la anterior, tuvo que ser abandonada por culpa de una realidad de mayor crudeza: la Primera Guerra Mundial. Efectivamente, el 28 de julio de 1914, el archiduque de Austria Francisco Fernando fue asesinado por el joven serbio Gavrilo Princip, quien reclamaba, en nombre de la organización secreta Mano Negra, la anexión de Bosnia a su país (recordemos que, a la sazón, Bosnia formaba parte del Imperio austro-húngaro, y que Serbia había sido declarado como Estado soberano varios años antes); este hecho detonó las tensiones que latían entre las principales potencias europeas de entonces, que, de manera sucesiva, se declararon la guerra entre sí. Aunque en un primer momento se pensó que esta situación duraría pocos meses, lo cierto es que se prolongó mucho más de lo debido, finalizando el 28 de junio de 1919 con la firma del Tratado de Versalles y con una estimación de nueve millones de muertos a sus espaldas.

  Lógicamente, este triste suceso frenó las aspiraciones espaciales del mundo entero durante los años de su desarrollo, pues, del mismo modo que las primitivas comunidades a las que aludíamos al principio del opúsculo, aquella moderna sociedad tuvo que afrontar una tribulación que creía superada; por este motivo, la literatura y el cine se subyugaron a las necesidades del conflicto, cuyo remedio era más perentorio que cualquier ataque enemigo proveniente de otro planeta. En el primer campo, descolló Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Blasco Ibáñez, novela escrita a la par que se desenvolvía la guerra y que detallaba rigurosamente las atrocidades de esta; en el segundo, La pequeña americana, del gran Cecil B. DeMille, film que intentaba justificar la injerencia norteamericana en la conflagración. 

   El fin de la guerra, empero, no trajo consigo una vuelta al interés por los supuestos habitantes del espacio, sino que, por el contrario, propició un olvido del mismo, ya que la humanidad se dejó embeber por los aires triunfalistas que parecían recorrer el planeta Tierra desde un extremo hasta el otro. Esta época fue denominada la de los felices años veinte, ya que se caracterizó por ser una década de notable prosperidad económica. Dicho bienestar se vivió principalmente en Estados Unidos, que se había enriquecido gracias a la venta de armas a Europa, pero también los otros países se sumaron a él, pues intentaron sentar bases que impidieran un nuevo conflicto así (este boyante período y sus, sin embargo, inherentes problemas, pueden ser constatados en cualquiera de las versiones cinematográficas de El gran Gatsby, o en la famosa Los intocables de Eliot Ness, de Brian De Palma).

   Curiosamente, el interés por la vida extraterrestre fue recuperado a continuación del siguiente conflicto que azotó al mundo, la Segunda Guerra Mundial, pues, pocos años después de que esta finalizase, un aviador norteamericano denunció la presencia en el cielo de una extraña formación de platillos volantes. El nombre del piloto era Kenneth Arnold, y pasó a la historia de la ufología por ser el primero en avistar estos característicos navíos espaciales, que, con el tiempo, entrarían a formar parte de nuestra cultura popular, donde, por supuesto, tiene su lugar de honor el séptimo arte. Sin embargo, esto será tratado en profundidad en el próximo artículo que dedicaremos a este apasionante tema.


   

viernes, 6 de noviembre de 2015

Los muertos están vivos


   Me resulta curioso ver cómo los muertos vivientes han resucitado de su letargo audiovisual, para volver a invadir nuestros monitores y pantallas de cine, y devorar, así, nuestros débiles cerebros, como es su repugnante aspiración. Ciertamente, y como veremos, nunca habían sido sepultados del todo, pero el éxito de la serie The Walking Dead ha sido capaz de barrer esa poca tierra que los cubría y ponerlos en pie de nuevo, de manera que puedan vagabundear otra vez por calles vacías mientras se van pudriendo irremediablemente y van aterrorizando a las indefensas personas que viven de verdad. Por supuesto, esta resurrección ha trascendido los inocuos salones de las casas y las inmunes salas de los cines, pues ya vemos convenciones de muertos, zombies parties a la española y hasta serios protocolos norteamericanos que detallan el modo de actuar en el supuesto de que aquellas dejen de ser inofensivas fiestas y se conviertan en crudas realidades; incluso yo he caído en la putrefacta red de estos nuevos muertos vueltos a la vida.
 
 

   Pero como todo el mundo sabe, la visión que hoy el mundo comparte acerca de los zombis no es la originaria; esta hunde su raíz en las leyendas del vudú caribeño, según el cual un hechicero es capaz de retornarle la vida a un difunto para hacerlo su esclavo, generalmente con fines homicidas. Este, por cierto, es el argumento de la primera película que aborda la temática que ahora nos ocupa, La legión de los hombres sin alma (Victor Halperin, 1932), cinta protagonizada por el mítico Bela Lugosi que no cosechó buenas críticas, pero que, como habitualmente ocurre, fue apoyada por el público, respaldo que la elevó con rapidez al cielo de las cult movies (en este sentido, también cabe destacar el clásico Yo anduve con un zombi, de Jacques Tourneur, película de 1943 que supera con creces a aquella).

   Para encontrar la génesis de los zombis actuales, debemos avanzar en el tiempo algo más de veinte años, concretamente, a 1968, fecha en que George A. Romero (no por casualidad, cineasta de ascendientes cubanos) estrenó La noche de los muertos vivientes. En esta cinta, como hemos dicho, los difuntos se levantaban de sus tumbas para alimentarse de los pobres humanos que se cruzasen en su camino; además, la única forma en la que estos últimos podían liberarse de aquellos consistía en atravesar sus cabezas con el fin de herirles el cerebro. Como era de esperar, la película se convirtió de inmediato en un rotundo éxito comercial, pues supo manejar con indiscutible maestría los clichés del género de terror, y añadir, asimismo, nuevas situaciones que hoy forman parte de la narración cinematográfica habitual (¿cuántas veces no habremos visto ya a un grupo de personas encerrado en una casa tapiando puertas y ventanas, para que los dichosos muertos revividos no entren en ella?).

   Pero el éxito del film no debe ser atribuido solamente a su innovador acercamiento al mundo de los muertos vivientes, que, como hemos visto, es la base del enfoque que hoy tenemos sobre ellos; en realidad, dicho atractivo es consecuencia de la historia que late de fondo: la insostenible e inaudita situación a la que se ven arrastrados los hombres, y el modo en que estos deben superarla. Por esta razón, su autor afirmaba que la idea del largometraje le vino a la mente cuando leyó la famosa frase del filósofo Hobbes “el hombre es un lobo para el hombre”. Sin lugar a dudas, esta sentencia recorre cada uno de los fotogramas de la inquietante película, ya que manifiesta que no existe mayor enemigo de la humanidad que la humanidad misma. Por otro lado, el film afrontaba asuntos escabrosos a la sazón, como el racismo y el machismo, que, integrados en un relato sobre la desestructuración de la sociedad imperante, se sumaban a ese terror por los nuevos tiempos que también parece estar en su discurso.
 
 

   Como era previsible, la cinta de Romero se vio seguida por varias secuelas y múltiples imitaciones. De las primeras, aparecidas una década después del original, podemos destacar su inmediata continuación, Zombi (George A. Romero, 1978), que, sin abandonar la citada aseveración filosófica, indaga en los peligros inherentes a la consumición sin control (nuevamente, un grupo de personas encerrado, pero ahora… ¡en un centro comercial!); en cuanto a las segundas, la desconocida y reivindicable No profanar el sueño de los muertos (Jorge Grau, 1974), que es, a mi juicio, equiparable artísticamente al film que le sirve de inspiración.

   Sin embargo, y a pesar del aplauso popular de esta moda, los espectadores parecieron aburrirse de ella a lo largo de los años ochenta, y aunque el mismísimo George A. Romero intentó recuperarla con su interesante El día de los muertos (1985), parecía que su destino era la tumba de la que había emergido. Pero, como hemos indicado arriba, y como si de una tétrica profecía se tratase, los zombis nunca perecieron del todo, pues lograron sobrevivir entre los bites de los videojuegos y las páginas de los libros, aguardando el momento oportuno para volver a invadir las solitarias calles de las ciudades. Este instante llegó en el año 2002, cuando el versátil Danny Boyle estrenó su particular visión sobre ellos, 28 días después. En ella, los muertos vivientes ya no son seres tristes y errantes que devoran pasivamente a quienes se acercan a ellos, sino espabilados y poderosos atletas que corren detrás de la persona a la que quieren asesinar.
 
 

   Esta nueva característica de los muertos vivientes fue tan célebre, que logró resucitar el sub-género, por lo que no se tardó en producir una secuela, 28 semanas después (Juan Carlos Fresnadillo, 2007), en recuperar clásicos de la literatura fantástica con Soy leyenda (Francis Lawrence, 2007) y en hacer algún que otro remake, como Amanecer de los muertos (Zack Snyder, 2004) y La noche de los muertos vivientes 3D (Jeff Broadstreet, 2006). Hasta la industria española se vio afectada por esa nueva oleada de zombis persecutorios, pues vimos en nuestras pantallas la estupenda [REC] y sus deplorables secuelas (tan grande fue el éxito de esta última, que contó con una versión norteamericana: Quarantine).

   Dicha moda resucitada, lejos de volver al cementerio, parece más viva que nunca, pues, como anunciamos al principio, la televisión le ha encontrado un hueco mediante la citada serie The Walking Dead (y ahora, Fear. The Walking Dead), que narra las peripecias de un grupo de supervivientes que busca un lugar para refugiarse del apocalipsis zombi que está asolando nuestro planeta. Igual que ocurría en la cinta de Romero, lo verdaderamente interesante del show televisivo no son los muertos, sino los vivos que luchan contra ellos, pues vemos en cada episodio cómo responden a esta catástrofe y cómo deben lidiar para sobreponerse a ella. A mi juicio, no obstante, la serie ha perdido parte del ritmo y del interés del que había gozado en las dos primeras temporadas, cayendo en un argumento harto repetitivo, pero lo cierto es los zombis continúan sus andaduras por las calles de nuestras ciudades intentando alimentarse de los pobres peatones que se cruzan con ellos.         
 
    

  

lunes, 31 de agosto de 2015

El imperio del fuego


   Es curioso comprobar cómo en ocasiones el cine intrascendente genera alguna sorpresilla. Hace poco volví a ver El imperio del fuego, película que ya había olvidado, pero a cuyo estreno, en 2002, tuve la oportunidad de acudir. Recuerdo que por aquel entonces me pareció un film insustancial, pues, ciertamente, carece de calidad artística y de originalidad; sin embargo, en este segundo visionado he podido percatarme de algunos puntos que han despertado mi interés, aunque continúe formando parte de ese cine intrascendente al que antes hemos hecho referencia.
 
 

   Como es sabido por todos, el largometraje se desarrolla en un futuro cada vez más cercano, el año 2022, y narra la encarnizada lucha entre los hombres y los dragones, aquellos seres reptilianos que formaban parte del mundo mitológico, pero que, por azares del genio hollywoodiense, cobran vida cuando la humanidad ha dejado de creer en ellos. Como si de una plaga se tratase, estos últimos se apoderan de todo el orbe, provocando que las personas supervivientes se acorralen en recintos ocultos esperando que algún día desaparezcan. Pero a uno de estos refugios (misteriosamente, escocés) llega una partida de norteamericanos (¡oh, sorpresa!) dispuestos a eliminar a los lagartos voladores y a reconquistar, así, el planeta Tierra.

   Ciertamente, la película no da más de sí, pues ¿qué se puede esperar de un argumento tan simple? Sin embargo, podemos arrojar sobre ella una benevolente lectura antibelicista, pues, siendo compasivos, es posible ver a los dragones como una metáfora de los horrores de la guerra, algo que, como ocurre en otros largometrajes del mismo corte, termina uniendo a todas las personas bajo un mismo factor: devolver al hombre la dignidad que ha perdido. Y a mi entender, no estaríamos lejos de esta moraleja, ya que se nos presenta a una humanidad desesperada, pobre y aterrada que solo anhela el fin de sus agobios, y a unos dragones malvados y poco escrupulosos que solo desean acabar con todo rastro humano de la faz de nuestro mundo.

   Aunque existen otras películas que profundizan más en esta idea, la verdad es que aquí no queda mal del todo, pues esta comienza mostrándonos un prólogo que nos describe someramente la prosperidad del hombre, con sus grandes construcciones y su falta de preocupaciones (ese niño que se pasea tranquilamente por el peligroso escenario de una obra…), y el instante en que es atajada de manera drástica por la súbita aparición del maligno animal. A partir de ese momento, vemos cómo toda esa bonanza de la que se jactaba el ser humano queda sepultada literalmente bajo la ceniza del fuego de los dragones, y cómo el hombre, que tanto se enorgullecía de sus logros, queda recluido como si de un mísero perro se tratase, intentado conservar todo aquello de lo que alguna vez se vanaglorió (muy bueno ese guiño a la saga de George Lucas).

   En verdad, pocas veces nos hemos parado a pensar en el dramatismo que encierra cualquier conflicto armado, pues estamos acostumbrados a verlos en la ficticia pantalla de una sala de cine o en el aséptico televisor de nuestros salones, y a jugarla en los inocuos monitores de nuestros ordenadores, pero no estamos habituados a vivirla. Por fortuna, hace más de setenta años que concluyó nuestra guerra civil, así como la que enfrentó por segunda vez al mundo entero; sin embargo, son muchas las voces que profetizan y que casi aguardan el desencadenamiento de otra o de otras tantas. Mas yo me pregunto si tales agoreros serían capaces de afrontar una masacre de esa índole y de ver cómo se acaba frente a ellos todo aquello en lo que han depositado sus esfuerzos y sus esperanzas. Es fácil creer que uno empuñaría el fusil y que acabaría en un abrir y cerrar de ojos con un enemigo, pero es difícil dejar de lado el aspecto pintoresco que nos lega el séptimo arte, o el lúdico en el que nos han instruido los videojuegos y las guerrillas de pintura, y hacerlo realmente.
 

   Imagino cómo sería el ver destruida mi casa, con todas mis pertenencias y mis recuerdos hundidos bajo el peso del cemento derrumbado; o el descubrir que mis padres han perecido por el disparo de una bala; o el saber que mis hermanos están perdidos y buscando un lugar donde ampararse. ¿Cómo sería el dormir con miedo a ser asesinado?, ¿cómo el combatir en el frente, sabiendo que otro hombre puede frenar mi avance?, ¿cómo el intentar sobrevivir entre ruinas?, ¿cómo la búsqueda infructuosa de un poco de alimento?, ¿cómo el ver a un familiar o a un amigo morir de inanición? No me extraña, pues, que este film presente tales horrores que una guerra acarrea bajo la apariencia de un dragón, el ser que tradicionalmente se ha identificado con el pavor y con la destrucción, y no me extraña que los hombres huyan de él y se refugien en un lugar donde este no los encuentre ni los destruya.

   Pero el film no es pesimista, y aunque nos ofrezca una visión tan nefasta (y verídica) de la guerra, hace brillar al hombre con luz esperanzadora, pues este es capaz de sobrevivir siempre a cualquier contrariedad que se le presente. En este caso, esa esperanza se refleja en el hallazgo del sutil método mediante el cual pueden ser eliminados los dragones: el lanzamiento de flechas incendiarias a sus mayúsculas bocas ígneas. Alegóricamente, ello une a la humanidad bajo el único y loable objetivo de acabar en definitiva con el bélico desastre, y le ayuda a proponerse uno nuevo: devolverse a sí misma la dignidad, la paz y la prosperidad que había perdido (por este motivo, Christian Bale asevera al final del metraje que si los dragones destruyen otra vez lo que ellos están levantando, ellos otra vez volverán a construirlo). De este modo, ese mundo que había perecido bajo la ceniza resurgirá con mayor fuerza y se unirá más estrechamente, para que nunca vuelva a ser azotado por el funesto látigo de los dragones. 
 
 

 

domingo, 2 de agosto de 2015

Stephen Hawking ya cree en Dios


   No podemos negar que las revistas de actualidad social son una fuente de información permanente, a pesar de que suelen ser deploradas por su pretendidamente escaso nivel cultural y por los establecimientos en los que pueden ser encontradas, como peluquerías, salones de belleza y algún revistero de hogar perdido bajo el televisor o junto al sofá. Para apoyar esta tesis, debo decir que recientemente leí en una de ellas el siguiente titular: “Stephen Hawking busca extraterrestres” (Pronto, número 2 256, 1 de agosto de 2015, página 87). Sin duda, el encabezamiento explicita la noticia, la cual detalla en un solo párrafo que el reputado astrofísico quiere dedicarse ahora a dicha investigación. Aunque en un principio este texto pasa desapercibido entre tanta novedad cardíaca, es más relevante de lo que parece, y no por la búsqueda de inteligencia alienígena a la que se ha consagrado aquel, sino por el manifiesto declive de una carrera que va haciendo aguas.

   Todo el mundo es consciente de hasta qué punto Stephen Hawking ha negado con rotundidad y empeño la existencia de Dios, pues, amparándose exclusivamente en la ciencia de la que es experto, ha afirmado en no pocas ocasiones que esta es capaz de corroborar que Aquel no es más que un cuento, o la proyección de los anhelos de una humanidad necesitada de una razón que dé sentido a su presencia en el vasto universo que la rodea. A pesar de estas ideas, el Vaticano siempre le ha tendido una mano amigable, esperando entablar con él un diálogo que lo lleve a comprender que la fe en Dios no es contrapuesta al campo que él domina; así, tanto san Juan Pablo II como Benedicto XVI han confiado en su erudición para ilustrar en sendos congresos los tenebrosos orígenes del espacio y del tiempo. Sin embargo, él nunca ha aceptado dichas invitaciones como una manera de debatir acerca del particular, sino como un modo de burlarse del credo de la Iglesia (allá por la década de los ochenta, cuando concluyó la intervención en la que afirmaba que el universo no necesitó de la injerencia divina para formarse, bromeó diciendo que, si el papa hubiese entendido sus palabras, lo habría entregado a la Inquisición…).

   Hawking defiende sin pudor alguno que el hombre no es más que una mera casualidad en un inmenso y azaroso vacío, y que, por consiguiente, no debe buscar sentido alguno a su existencia (aquellos que hayan visto La teoría del todo recordarán que este título hace referencia a su obsesivo empeño por hallar la ecuación que demuestre que todas las cosas, incluido el hombre, provienen de un mismo origen, que es netamente físico). Esta hipótesis puede resultar atractiva para jóvenes ateos que piensen que la fe en Dios es un lastre para el desarrollo de la ciencia, como la misma película apunta; sin embargo, son escasos los que se han parado a pensar en sus fatales resultados. En relación a esto, el citado pontífice san Juan Pablo II asevera lo siguiente: “El ateísmo teórico y práctico que serpea ampliamente; la aceptación de una moral evolucionista desvinculada totalmente de los principios sólidos y universales de la ley moral natural y revelada, pero vinculada a las costumbres siempre variables de la historia; la insistente exaltación del hombre como autor autónomo del propio destino, y, en el extremo opuesto, su deprimente humillación al rango de pasión inútil, de error cósmico, de peregrino absurdo de la nada en un universo desconocido y engañoso, han hecho perder a muchos el significado de la vida y han empujado a los más débiles y a los más sensibles hacia evasiones funestas y trágicas”.

   Como un profeta de su propia desdicha, el erudito Hawking se ha visto envuelto en las aciagas palabras del papa, pues, en su ansia por demostrar que la vida carece de sentido y que Dios no es más que una encarnación de las menesterosas aspiraciones humanas, ha encontrado un sustituto perfecto de la imagen divina que él tanto denuesta: los extraterrestres. Así que aquí tenemos al pobre Stephen luchando por hallar una prueba que confirme que no estamos solos en el universo, porque ello significaría que ese azar que idolatra se habría repetido en otros puntos del infinito y frío espacio, algo que desbancaría al hombre de su privilegiado lugar en la creación. Y esos alienígenas, pues, serían una suerte de seres divinos que albergarían todo el conocimiento que conforma el cosmos, igual que los que aparecían al final de la recuperable Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, convirtiéndose, así, en el Dios del que el astrofísico ni siquiera quiere oír hablar.

   Finalmente, todo se reduce a una estrechez de miras de un hombre que, enfadado con Dios, ha creado una religión adaptada a su manera de entender el mundo, que tiene como credo un laicismo científico galopante y, como aspiración última, un contacto definitivo y glorioso con los nuevos dioses que rigen los destinos de los hombres, aquellos que habitan planeta lejanísimos y que, por ser más evolucionados que nosotros, tienen mucho que enseñarnos. Es verdad que esta idea no es nueva, pues el cine ya se hizo eco de ella en Contact, por ejemplo, película a la que dedicaremos un artículo especial, pero cada vez me produce más pena que vaya calando tan hondamente en el sentir humano, pues demuestra a todas luces que la humanidad necesita con urgencia la presencia de Dios; sin embargo, como no hay día en que no se intente demostrar su inexistencia, el hombre ha dejado de creer en Él y lo ha relegado a favor de esos seres mensurables, a los que, no obstante, arrogamos características propias de deidades benévolas, pues necesitamos que alguien todopoderoso y misericordioso vele por nosotros y dé sentido a una vida que sin él sería absurda.